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Cero grados de humildad
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Cero grados de humildad
Libro electrónico274 páginas4 horas

Cero grados de humildad

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Mateo es un joven que anhela saber y descubrir cuál es el significado de la vida misma. Después de una vida llena de dificultades e incertidumbre a Mateo no le bastaba con asistir a la escuela y volver a casa. Buscaba más allá de una simple y sencilla respuesta, más allá de una rutina diaria. Mientras sus constantes pensamientos de duda abundan dentro de su cabeza, su hogar sufre una terrible tragedia que desencadena descontrolados sucesos en los cuales su vida peligra al máximo.
Él, junto a los involucrados en el desconocido suceso, tratarán de arriesgar la vida para recuperar sus vidas. Involucrados que podrían ser aliados o enemigos, dejando una incógnita en el aire. Atrapados, sin escapatoria y escasos de opciones para fugarse del acontecimiento buscarán sin descanso la forma de volver a sus antiguas vidas y no se rendirán fácilmente. Cueste lo que cueste. Lo que puede relucir como el comienzo de una célebre aventura o la peor pesadilla que jamás hayan vivido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 abr 2023
ISBN9788411448680
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    Cero grados de humildad - Fernando Barraza

    1500.jpg

    Créditos

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Fernando Barraza

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-868-0

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mis padres que me enseñaron a luchar en esta aventura llamada vida,

    y a los guerreros que día a día luchan su propia batalla.

    Prólogo

    Cuatro extraños que de alguna forma coincidieron. Sus vidas se resumían a ese momento. Estaban al borde de rendirse, pues no podían encontrar una sola razón o motivo. Cualquier explicación sobre cómo llegaron allí estaba extinta. Qué fue lo que condujo el destino de cada uno hacia el mismo lugar. A kilómetros de sus hogares, en una cima sin salida. Una lágrima de esperanza podía marcar la diferencia, un antes y un después de todo lo vivido hasta ahora. Anhelaban saber cómo fue que terminaron allí. Se escucha literario o con un toque poético, pero aterra pensar que realmente desconocen cómo llegaron a ese lugar. Una fría cabaña, ajenamente acogedora en ciertas ocasiones y cruelmente desconocida. Acostumbrándose a un frío excesivo mientras habitaban en ese lugar, rodeados de nieve y a unos metros de un barranco enorme al que no podían acercarse. La cabaña no era diminuta para una sola persona, pero sí para los cuatro participantes, cuatro adolescentes destinados a encontrarse. Nunca sabrán cómo ocurrió. Un suceso que cambiaría sus vidas para siempre, despertaría todos los miedos dormidos en su interior y los retaría a sobrevivir de una manera inexplicable. Cuatro perfectos desconocidos, dominados por sus diferencias y su arrogancia. Segundos que pusieron a prueba quiénes son realmente, escupiendo los secretos más profundos que poseen y descubriendo valentía enterrada en su carácter. Un lugar donde los gritos y las lágrimas sobraron, donde confrontaron millones de pensamientos sobre qué fue lo que hicieron para llegar a ese punto. La cima de una montaña sería su nuevo hogar. Una frase que las personas repiten para hablar del éxito o la plena realización: «Llegar a la cima». Inocentemente, se sienten profundamente motivados al decirlo. Pero esto es una historia totalmente distinta, pues la cima es real y no tiene ni una sola salida. Dicha «cima» los encerró por completo, sin escapatoria, en una cabaña en la que en pocos días se acabarían las provisiones para sobrevivir y el fuego ya no podría arroparlos del criminal frío que se propagaba por la montaña. El punto más alto de una montaña sin escapatoria, con cero maneras de bajarla y sin saber cómo llegaron hasta ahí. Un lugar en el que peligrarían sin piedad y sobrevivir se convertiría en el único objetivo de sus vidas.

    .INICIO

    En el rincón más oscuro de una ciudad, la nobleza de un joven era el único destello de luz que recorría las calles. Ciudad respetable y de nobles habitantes. Turísticamente aceptada y económicamente sostenible. Una gran ciudad que, como cualquier otra, encontraba sus desperfectos en cómo las personas habitaban en ella. El mundo es cruel por naturaleza, y el hombre acostumbra a gozar de su soberbia y a vivir de su arrogancia. Nada es más hiriente ante la sociedad que la inmensa y notable diferencia entre la persona que despierta en un castillo repleto de oro y la persona que despierta en la calle más abandonada de la ciudad.

    El sol estaba por intercambiar su puesto con la luna, faltaban pocos minutos para que la noche llegara. Se acercaban las fechas navideñas, cuando acostumbramos a celebrar con la familia, perfumarnos con el exquisito olor de la comida que preparó la abuela y recostar nuestra cabeza en el sillón más cómodo del hogar. No necesariamente debía ser el más cómodo, pues inclusive el subconsciente preferiría cualquier otro colchón para descansar; sin embargo, el estar con la familia alimentaba el alma y la mente despejaba cualquier incomodidad. No importaba que ocurriera una pequeña pelea o discusión, porque a la hora de la cena todos estarían tomados de las manos brindando por otro año juntos y dándole las gracias a Dios por todo lo hecho. Claro, dependiendo de las creencias religiosas.

    Todos conocemos esas maravillosas ansias que le tenemos a estas fechas, pero no para todos es igual de halagadora la situación. No todos despertamos con regalos para abrir al amanecer o la oportunidad de intercambiar obsequios con nuestra familia. Algunos no son tan afortunados, no toman un chocolate caliente mientras escuchan las risas de sus seres queridos. Desgraciadamente, no todos contamos con derrochante amor. Carranza era una calle muy famosa, ya que la mayoría de los conductores, por equivocación, entraban al tornar a la derecha, siendo la siguiente la calle a la que todos querían llegar siempre. Calle heredera de un restaurante italiano riquísimo, asistían allí las personas con los apellidos más llamativos de toda la ciudad. El restaurante era ridículamente excéntrico y caro, pero el sabor que contenía cada platillo era inigualable. Pero Carranza no solo era una calle olvidada a la que las personas entraban por equivocación o un descuido. Al fondo, adonde casi nadie llegaba por la desesperación de dar la vuelta bruscamente al ver que no estaban en la calle correcta, se encontraba El sol naciente.

    Era esta una casa amplia y grande, de paredes duras y ventanales altos. Desde fuera se podía ver un patio de juegos halagador y un jardín espléndidamente cuidado. Se podía notar que la residencia ya tenía varios años de vida, pues sus paredes reflejaban generaciones y en su estructura se apreciaba una arquitectura de largos años. Aunque era una casa halagadora y convincente, no lo era en esos momentos, pues no se alcanzaban a apreciar tan notables características. La oscuridad de la noche envolvía sus virtudes, siendo dos faroles encendidos la única fuente de luz al entrar a la casa. Paralelamente construidos, los faroles alumbraban la vieja puerta de madera que le daba la bienvenida a quien llegara.

    Mientras, dentro de la casa, se escuchaban gritos, risas y repentinos regaños. Era la hora de cenar y un exquisito olor recorría toda la casa, desde la cocina hasta el comedor. Pero, como es de saberse, los niños se caracterizan por tener unas incontrolables ganas de jugar, brincar o de crear un diálogo tan interesante que te atrapa antes de ir a dormir. Ya se había logrado que unos cuantos al fin se sentaran en sus sillas designadas para cenar y posteriormente irse a dormir. De pronto, por uno de los ventanales más grandes del hogar, situado para dar vista al exterior desde el comedor, se alcanzó a ver a lo lejos a un joven de aproximadamente dieciséis años caminando hacia la casa. Parecía relajado y caminaba con lentitud. No se distinguían su rostro ni su aspecto, solo se apreciaba el recto camino que estaba tomando para llegar a El sol naciente.

    La madre Guadalupe era la encargada y la mejor cuidadora del hogar, una mujer maravillosamente humilde, amable y fiel creyente de Dios. Guadalupe llevaba largos años trabajando en El sol naciente, tantos que había dejado de ser un trabajo y se había convertido en su hogar. Día a día entregaba su vida, su amor y su fe. Guadalupe tenía el don de brindar paz, alegría y, de alguna forma, podía hacer sentir bien a cualquiera. Era una mujer repleta de consejos y de sabiduría, incluso su manera de hablar provocaba un sentimiento de enseñanza para lo que fuera que estuvieras escuchando.

    —Dios mío. ¿Crees que sea él, María? —le dijo con angustia a una señora con los rasgos propios de la edad avanzada. Al parecer, por su aspecto y su descriptiva vestimenta, se trataba de una madre relacionada con la iglesia.

    —No alcanzo a distinguirlo. Sabes que no soy de muy buena vista, pero espero que sí sea él, Guadalupe —contestó María mientras pasaba por detrás de ella. Al ser una de las monjas encargadas de cuidar a los niños del hogar, llevaba un atuendo adecuado a su cargo y su actitud mostraba bastante respeto hacia la señora.

    —Vamos a dar un vistazo antes de que anochezca más.

    Las dos se dirigieron a la puerta principal con la incertidumbre de no saber quién se acercaba. Al llegar, se asomaron por la puerta para ver si podían descifrar con mayor claridad quién venía caminando. Abrieron la puerta con cuidado, ya que a esas horas de la noche no era muy prudente salir de casa. Fijaron la vista hasta que el joven al fin llegó a un punto en el que los faroles de la entrada lo alumbraron, dando la suficiente luz para reconocer su rostro.

    —¡Mateo, gracias a Dios! —la madre Guadalupe dio tres pasos para alcanzar la reja que rodeaba el hogar y abrazar a Mateo.

    —Sabes que de vez en cuando me gusta dar la vuelta, madre. No tienes que preocuparte por nada, ya te lo he dicho —dijo el joven mientras era aplastado por el abrazo desprevenido de su cuidadora.

    —Lo sé, Mateo… Pero sabes lo peligrosas que son las calles a esta hora de la noche. Además, vas distraído escuchando música a todo volumen, te puede ocurrir cualquier cosa mientras paseas. No me culpes por preocuparme —le contestó.

    —Solamente me fui una hora, prometo avisar la próxima —dijo Mateo al separarse del espontáneo abrazo.

    —Lo bueno es que llegó bien. Anda, vamos adentro, que seguro te está rugiendo el estómago del hambre… —dijo la cuidadora.

    Mateo era un fanático de pasar tiempo consigo mismo. Le gustaba olvidarse de todo y despejar la mente mientras caminaba sin rumbo alguno. Ponerse los auriculares, la chaqueta de mezclilla y salir casa a imaginar un mundo nuevo era uno de sus mayores placeres en la vida. Le gustaba recorrer kilómetros mientras tarareaba y apreciaba el comportamiento de la ciudad. Ver a personas pelear, reír o abrazarse. Ver la luz de la luna y cómo aterrizaba en los muros de la ciudad, intuitivamente le gustaba la energía que la noche provocaba en las personas. De vez en cuando seguía el atractivo olor que salía del famoso restaurante italiano. Se quedaba un rato fuera, no muy cerca, pero sí lo suficiente como para ver los autos que iban llegando. Veía cómo se bajaban mujeres hermosas con vestidos deslumbrantes, hombres con trajes impecables sin una mancha o arruga. Soñaba con ser la persona que al llegar todos saludaran, soñaba con ser la persona con el rostro despreocupado en el que se identifica la paz.

    Con cada paso que daba, creaba un recuerdo en su memoria. Construía escenarios de vidas alternativas, la música lo ayudaba y el entorno le daba impulso a la imaginación. La vida de Mateo estaba alejada de ser sencilla. El sol naciente fue la cuna que lo arropó desde el momento en que nació. Lamentablemente, su madre murió en el parto, evento para el cual solo Dios sabe el motivo. Fue en ese momento que cayó en las manos de Guadalupe. El paradero de su padre era desconocido y a medida que fueron pasando los años tampoco aparecieron pistas o indicios de quién era o adónde estaba. Los fantasmas y las dudas persiguieron a Mateo hasta que llegó el momento indicado y la madre Guadalupe le contó todo. Mateo llevaba una inmensa carga, una que no todos son capaces de reconocer o tener la voluntad de llevar. Nació y creció en un camino lleno de obstáculos, dudas y arrepentimientos. Dios era su única luz, eso fue lo que le inculcaron desde que dijo sus primeras palabras y dio sus primeros pasos. Mateo no tuvo un padre con el que patear por primera vez un balón, ni una madre que le sanara su primera herida al caer al suelo. Sin embargo, él sabía que era afortunado. Tenía un hogar que le abrió las puertas y personas que darían su vida por él. Durante su infancia, jugó como cualquier otro niño, le cantaron para festejar cada uno de sus cumpleaños y no le faltó un beso en la frente antes de quedarse dormido en la cama.

    Por esas y más razones estaba agradecido con la vida, con su destino y con Dios. Había cientos de cosas que aún no comprendía —y nunca podría—, pero estaba en paz consigo mismo y eso era lo único que importaba. A pesar de ello, Mateo se encontraba en un momento de la vida de extraña sensación por su edad. Con dieciséis años de edad tenía más que presente que en algún momento tendría que formar su propio camino, pues en el hogar, con su misma edad, solo quedaba Alejandro. Un joven un tanto más rebelde y retador que Mateo. Así como a algunos pueden forjarlos sus pilares de vida para bien, a otros los pueden forjar para mal. Por lo tanto, Mateo se sentía solo en esta etapa de su vida. Sin embargo, con Alejandro compartían la característica de haber nacido en el mismo año y, al estar solos contra el mundo, no les quedaba más opción que ser amigos.

    Por lo tanto, podría considerarse que Alejandro representaba la figura de un hermano para Mateo. No corría la misma sangre por sus venas, pero el lazo que crearon después de tantos años juntos era invaluable. Alejandro era mayor que él por tan solo veinticuatro días, pero, al portar un carácter más fuerte que Mateo, aparentaba tener al menos unos cuantos años de diferencia. Frente a todos se comportaba como si no tuviera miedos que pudieran quitarle el sueño. No al punto de llegar a ser rudo con sus contrincantes, sino que su forma de ser reflejaba fuerza ante cualquier adversidad. La niñez conjunta de cada uno de ellos fue la trayectoria que sembró su amistad. Sin embargo, como todo en esta vida, cada quien tiene sus propios duelos y tormentas que debe cargar día a día.

    Entrando en la casa, el aroma de la cena te envolvía. Un exquisito olor a estofado de res corría desde la cocina hasta los pasillos, así como un poco de vapor subía al tejado. La casa era tan grande por fuera como por dentro. Las escaleras eran largas y altas. El segundo piso se dividía en dos pasillos que partían a cada lado, pasillo izquierdo para mujeres y pasillo derecho para hombres. Un candil antiguo iluminaba la sala principal y las escaleras que llevaban al segundo piso. Guadalupe, María y Mateo se dirigieron al comedor principal, donde una larga mesa con sillas de diferentes estilos habitaban. La cocina conectaba con el comedor por una ventanilla que había tras un muro y una puerta con un estilo de cantina, esas que, al entrar o salir, seguían bailando con el impulso. Los cuidadores entraban y salían para servir la cena. Tras la puerta de cantina se veía a las cocineras cortar verdura, hervir agua y sazonar carne. Los niños, inquietos, corriendo y jugando, iban de un lado a otro. Era un festival de hiperactividad, un salón de juegos en el que los niños depositaban toda su energía.

    —¡Niños, ya basta! Ayúdame a poner los cubiertos, por favor, Mateo —le dijo Guadalupe.

    —Yo también lo ayudo —llegó Alejandro después de bajar las escaleras.

    Guadalupe se dispuso a ir a la cocina para revisar cómo iba todo, Mateo y Alejandro fueron también allí por los cubiertos. Se llevaban muy bien con los demás habitantes de la casa, tuvieran la edad que tuvieran. Por lo tanto, en el camino pudieron sentar a uno que otro convenciéndolos de que ganarían una sorpresa si lo hacían. Prácticamente eran sus hermanos pequeños y así lo sentían en viceversa. Cuchara y tenedor fueron acomodados en los respectivos lugares de la mesa después de un gran esfuerzo. La comida fue servida acompañada con arroz rojo y una tortilla recién hecha. Finalmente, todos estaban sentados y listos para cenar. Del plato salía un riquísimo olor y también algo de humo por lo caliente que estaba el platillo. Todos estaban ansiosos por comer. Alejandro fue el primero en tomar la cuchara, además de algunos niños que ya estaban arrancando pedazos de tortilla y estaban a punto de darle un bocado. Estaba dispuesto a dar el primer sorbo cuando Guadalupe llamó al orden:

    —¡Paren! Ya saben cuáles son las reglas de esta casa… —exclamó Guadalupe para calmar la situación y el mal comportamiento de todos.

    —Primero la oración. Pon el ejemplo, Alejandro —Alejandro soltó la cuchara dentro del plato y levantó los brazos a la altura del pecho.

    —Bendícenos, Señor, y a estos regalos tuyos que estamos a punto de recibir. Por Cristo, Nuestro Señor. Amén —dijo Alejandro.

    —¡Amén! —repitieron todos.

    —¿Alguien en especial que quiera dar las gracias esta noche? —preguntó Guadalupe.

    —¡Gracias! —exclamó uno de los niños e hizo un gesto simpático.

    —¡Así no, Javier! —le dijo Guadalupe, mientras todos soltaban una pequeña carcajada al igual que ella misma.

    —¿Quién se anima? Todos los días tenemos mucho que agradecer. Sobran razones.

    —Yo quiero dar las gracias —dijo Mateo tras esperar un momento.

    —Claro, Mateo. Guarden silencio para poder escuchar niños —Guadalupe hacía una seña de silencio a todos en la mesa.

    —Quiero dar las gracias porque, a pesar de no verlo físicamente, a pesar de tener batallas que parecen interminables, siento que Dios siempre ha estado presente para mí y para todos nosotros. Su apoyo ha sido incondicional y creo que nunca va a fallarnos…

    Todos quedaron sorprendidos al escuchar a Mateo. La mayoría de las veces faltaban ánimos para que alguien hablara en el comedor o, a veces, el hambre ganaba. Una fuerza impulsó a Mateo a participar esa noche y, al menos por esa vez, a no guardarse nada para él.

    —¡Amén! —exclamaron todos nuevamente.

    —Muy bonitas palabras, Mateo. Gracias —se sonrieron mutuamente.

    —Bueno, ahora sí ya podemos comenzar a cenar —dio la orden Guadalupe y todos tomaron sus cubiertos.

    —Llegaste inspirado —le dijo Alejandro a Mateo, que estaba sentado a su lado como de costumbre.

    —Sí, al parecer… Ja, ja, ja —rieron juntos.

    La cena empezó y comenzaron a degustar los platillos. Todo estaba delicioso y cocinado en su punto exacto, lo que explicaba la desesperación de los otros niños por empezar a comer. Alejandro estaba disfrutando tanto de cada bocado que ni siquiera se dio cuenta de que Mateo no había probado ni un solo pedazo de tortilla. Su mente seguía en otro lugar. No estaba concentrado en la cena y una incomodidad de pensamientos seguía dentro de él. Terminó el arroz que acompañaba el platillo muy forzosamente y le dio dos tragos a su bebida. Después, dio dos cucharadas al rico estofado y prefirió irse a acostar.

    —¿Ya terminaste de comer? —le preguntó Alejandro al verlo levantarse de la mesa.

    —No… Es que no tengo tanta hambre —contestó.

    —Está buenísimo. ¿Me puedes servir un poco de limonada cuando vayas a la cocina, por favor? —le extendió el brazo para darle su vaso.

    —Sí, claro —lo tomó y juntó sus platos para llevarlos a cocina.

    Mateo siguió hacia la cocina y dejó las cosas donde debía, sirvió limonada de una jarra en el vaso de Alejandro y se lo llevó para que él continuara con la cena. Prefirió irse a descansar y despistarse un rato acostado mirando el techo de la habitación antes que terminar la cena. El apetito no era de importancia para él en ese momento. Al dejar la cocina subió las escaleras y, adentrándose en el pasillo, caminó hasta su cuarto.

    Era un cuarto bastante espacioso, con dos literas acomodadas en paralelo y dos camas, una al lado de la otra. Mateo y Alejandro eran los dueños de las camas individuales por ser los mayores del hogar. Unos cuantos muebles y cajas con aspecto de mudanza dejaban el cuarto totalmente lleno. Cada uno de ellos tenía su alcoba, y una puerta dentro de la habitación conectaba a un baño común que, a su vez, también conectaba con otra habitación. Mateo, después de su trayecto en El sol naciente, ya conocía cada rincón y escondite. Le había tocado estar en varios cuartos durante el transcurso de su estancia allí. Se cambió de ropa a una más cómoda para dormir y fue al baño a cepillarse los dientes. Se aseguró de apagar todas las luces para quedarse dormido antes de que llegaran los demás y poder descansar sin escuchar ni un solo ruido antes, pero no lo consiguió. Al acostarse, estuvo minuto tras minuto pensando en mil cosas. Le llovían los pensamientos en la cabeza. Por más que cambiara de posición, en la que estuviera no podía lograr apartar esos pensamientos. Quedó acostado de espaldas a la puerta y, por una última vez, cerró lo ojos para ver si finalmente lo conseguía. En ese instante,

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