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Odisea conspiranoica en Almagro
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Odisea conspiranoica en Almagro
Libro electrónico345 páginas5 horas

Odisea conspiranoica en Almagro

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Información de este libro electrónico

Una serie de asesinatos pone a la ciudad en estado de alerta. Mientras los medios de comunicación apuntan al morbo y al rating, un periodista, un político, un funcionario público y dos piratas extraterrestres sufren la mayor transformación de sus vidas. ¿Qué puede salir mal? Todo. Aún así, la ciudad sigue su marcha frenética en un mundo donde nada es lo que parece.
 
«En un mundo en el que la hiperconectividad tiene en el morbo, en las fake news y en el resultadismo a varias de sus usinas más sutiles y lascivas, ¿cómo evitar la paranoia, el machaque feroz de esa conspiración que siempre será contra uno? Germán Morales arriesga todo en su primera novela, cuya estética y cuyo ritmo no busca imponer; instiga a ver la realidad desde una cosmogonía propia, desde un acto de insumisión del ser alienado» (Gonzalo Unamuno).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2023
ISBN9789878924984
Odisea conspiranoica en Almagro

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    Odisea conspiranoica en Almagro - Germán Morales

    Para los koalas de Asia.

    1. Carmona

    El colectivo no venía. Era muy difícil conseguir uno pasada la medianoche de un día de semana, y más aún si el viaje era hacia San Martín. Pero no daba para volver caminando, pensó el Tolo. Quedarse viendo esa dramática final de la Copa Sudamericana en lo del Fisu estuvo de más. Su amigo no cortaba la joda y el Tolo estaba seguro de que eso terminaría mal, tenía que estar impecable la tarde siguiente para trabajar en un bar del centro. El cuerpo ya no dejaba margen para esas costumbres, y él no era hincha del ocasional campeón.

    Un auto cada veinte minutos: los únicos testigos de una espera que ya llevaba una hora y media. Se entretenía viendo los carteles de las paradas del colectivo, dos kioscos y un «FX» grafiteado en el asfalto de la calle.

    El silencio lo hizo pensar en decisiones que no fueron muy acertadas, como cuando le cortó a Malena por los celos que él sentía y el tiempo le demostró que en realidad fue la única mina que realmente lo quiso. Las que vinieron después siempre estuvieron a su sombra, por distintos motivos. Malena nunca le había dado motivos para sentir celos, y la historia con el compañero de trabajo de ella sólo estaba en su cabeza. Las yeguas eran otras, Malena era una pinturita que nunca supo apreciar.

    No había razón para volver al pasado, pero la noche y la larga espera del 169 eran un cóctel que invitaba a eso. El fútbol dejó de ser esa pasión adolescente. Verlo se convirtió en una costumbre, una excusa para hablar con amigos. No perdió la costumbre de ir a la cancha a ver a Chaca, pero sí bajó fuerte la frecuencia.

    Mientras pasaba un auto, el Tolo recordó la obsesión del padre del Fisu por su auto, llegando al borde de un ataque de pánico cuando a sus doce años su hijo le confesó que sin querer le había rayado la puerta con su bici. Padre e hijo pueden ser iguales en muchos aspectos, pero cuando son tan distintos en ciertos detalles, la relación se vuelve tragicómica. Una especie de sketch en vivo y sin risas de fondo.

    Ya iba más de hora y media de espera, pero al Tolo le pareció mucho más. Su tendencia a exagerar todo era notable. Lo raro era que nunca exageró los hechos de inseguridad que le tocaron vivir. Le robaron dos veces el auto, y en una casi se le metieron a la casa, pero logró zafar por el grito de su vecino Oscar, que ahuyentó a los ladrones.

    Estaba preocupado por unos mangos que le debía a gente que no tenía demasiada paciencia y sus métodos para reclamar no eran para nada amistosos. No era la primera vez que tenía problemas de pagos, de préstamos peligrosos, pero sentía que el cuelgue era algo con lo que se nace y no se puede evitar. Ya recibió el primer aviso picante, las dos cubiertas de su vehículo aparecieron pinchadas y un rayón breve le sugirió apurarse con la paga. No se asustó; no tenía hijos, sólo una moto y nada más. Solamente se olvidó de la fecha pactada, su labia era habilidosa para convencerlos y hacerlos esperar unos días.

    A medida que avanzaban las horas, la soledad en la calle era cada vez más tenebrosa. El silencio daba lugar a ruidos extraños, quizás alguna rata o algún motor a lo lejos que se dejaba escuchar a varias cuadras a la redonda por la ausencia de movimiento.

    El Tolo siempre fue un enamorado de las teorías conspirativas extraterrestres, un gran pasatiempo de sus años adolescentes que, al crecer, quedó en un segundo plano. Siempre quiso presenciar algo, un acontecimiento que le demostrase que la Tierra no era el único planeta con vida, que el ser humano no era la única especie que evolucionó en la construcción de su razón. Tampoco lo necesitaba para convencerse, pero sí para darle un mimo al alma, después de tantas discusiones que tuvo al respecto. Su opinión era que el Universo estaba organizado y que la Tierra era un planeta olvidado, el tercer mundo de la Vía Láctea. Eso lo exponía a ser víctima de cualquier atentado o intrusión, sin consecuencias mayores. Por supuesto que los líderes del mundo tenían contacto con estas entidades y planificaban grandes movimientos sociales junto con los extraterrestres.

    «Todo está digitado», solía ser la frase más repetida del Tolo, sin ser plenamente consciente de ello. Eso aplicaba para el fútbol, la política, las relaciones, todo.

    Más allá de eso, la realidad era una sola y ahora estaba esperando el colectivo en una calle. El taxi era un lujo impagable pero necesario a esa altura. Ya ni autos pasaban, así que decidió buscar un radiotaxi por internet. Podría haber llamado a su padre para que fuera a buscarlo o tocarle la puerta al Fisu. Sin embargo, intentó buscar un radiotaxi con la lenta conexión de su celular.

    Después de varios minutos, logró encontrar un número. Al momento de comunicarse y marcar, el aire se empezó a hacer espeso, como ese aire de verano previo a la lluvia. La ropa le parecía molesta, así que se sacó la camperita mientras llamaba.

    —Radiotaxi La Cebra, ¿qué necesita? —contestó la operadora.

    —Sí, necesito un taxi para ir a San Martín, calle José Hernández al 3200.

    —¿Por dónde lo pasamos a buscar?

    —En Congreso y Triunvirato, Capital. ¿Cuánto sale?

    El Tolo buscó con su otra mano la caja de cigarrillos para que la cábala hiciera que el bondi llegara lo antes posible y le ahorrase unos pesitos del taxi. El cartel del banco que estaba en la vereda de enfrente llamó su atención. Sus luces cambiaban de color como si el led dominara su marquesina.

    —Son mil cuatrocientos cincuenta pesos.

    —Dale, bárbaro.

    —Aproximadamente en media hora el taxi está por ahí.

    —Lo espero, gracias. Buenas noches.

    —Fuerza Carmona.

    —¿Cómo dijo?

    —Fuerdas cardozarga.

    —¿¡QUÉ!?

    —Que cueguas noches, sebioreg.

    —Sí, sí —cortó el llamado sin entender lo que había sucedido.

    De repente todo se distorsionó. Las imágenes cambiaron, como si perdieran el sentido. No era normal lo que escuchaba, un ruido de radiotransmisor cambiante aturdió sus oídos y no podía detener nada. En su primera reacción, pensó en tomar la faca que tenía guardada en su cintura, pero no logró moverse.

    En la calle aparecían y desaparecían personas, se movían carteles y retornaban al mismo lugar. ¿Sería un ACV? ¿Un ABC? ¿Un ABL? Su cuerpo estaba paralizado y la desesperación corría lentamente desde los pies hacia los brazos. El Tolo alcanzó a amagar un alarido, pero ya no dominaba su propio cuerpo. Quería correr pero sus zapatillas parecían atadas al caño de la parada de colectivo.

    Cuando las visiones parecieron calmarse y pudo dominar sus brazos, llegó a ver que nunca cortó la llamada y volvió a intentar un grito sin éxito.

    Entre las múltiples personas y figuras que vio, dos le llamaron la atención. Ambas estaban juntas, como una especie de elefantes en dos piernas con cinturones de hebilla verde brillosa. El más grande, de la misma altura del container de basura, tenía en sus manos un tubo de luces que se apagaban y se prendían. Era imposible darse cuenta, pero parte de los sonidos eran emitidos desde ese tubo.

    La cabeza de uno de los elefantes tenía una cicatriz profunda, como un pedazo de cara con un agujero para ver del otro lado. Le hizo un gesto con los ojos a su compañero y guiñó de forma muy rápida con sus pupilas apuntando hacia el celular que tenía en la mano. Ahí es cuando tomó el tubo que estaba en posición vertical para ponerlo horizontal contra la espalda del Tolo, cerca de la médula espinal. Así, sin posibilidad de oponerse, el Tolo observó cómo era extraído de su propia vida en los cuarenta y cinco segundos que el celular marcó el fin de la llamada.

    2. Ministerio de Circulación

    La vida del supervisor no era fácil, sobre todo cuando se trataba de mantener el control de un área tan compleja y extensa. Por suerte para él, hubo algunos cambios recientes que trajeron beneficios en la gestión del día a día y la introducción de unos nuevos paneles que interpretaron automáticamente lo que sucedía. Para ser gráficos, la tarea se asemejaba a la de los agentes de seguridad nocturna típicos del planeta Tierra, la diferencia era que estos mataban el tiempo escuchando la radio, o se entretenían con una tele portátil o un celular para pasar el aburrimiento y no dormirse. Aquí la tensión y la exigencia impuesta desde la Unión hacían imposible tener ese privilegio. Si los ojos se cerraban por un tiempo más prolongado del permitido, habría sanciones que bajarían la calificación del rendimiento laboral. Todos los gestos eran cuantificados, no había vida por fuera de la dictadura de los datos.

    El objetivo y la misión principal de este trabajo eran simples: encontrar anomalías que circulasen a través del Universo, ya fueran naves o meteoritos desmedidamente grandes que erraran por un lugar indebido, o seres que ocuparan un sitio que no les correspondía. Miere revisó y revisó las luces del panel, extrajo de allí una serie de datos y los introdujo en una tabla que, luego del procesamiento, brindaba una conclusión que por lo general era siempre la misma: «No se ha identificado invasión»; «Actividad natural de los cuerpos celestes».

    Al ser relativamente nuevo en su trabajo, Miere se enfocaba y brindaba su máxima concentración en todas las tareas, sin embargo, la monotonía y la repetición lo agobiaban cada vez más. No había mucho para observar o manipular, se trataba simplemente de esperar que la máquina actuase. Esperar y esperar. Una señal o una alarma, un pitido o un parpadeo. Hasta ahora no había experimentado nada que rompiera con esa rutina.

    Sus primeras sensaciones le indicaron que haber cambiado de labor había sido un error. No era para menos, su actividad anterior tenía más emoción; vigilar e interactuar en las fronteras requería acción, movimiento, interpretar si aquel que entraba era un ser verídico o si simplemente había falseado su tarjeta de embarque para fugarse. Era constante e invariable, igual que aquí la rutina era ley, pero había circulación de una múltiple variedad de seres que nunca había visto, aprendió idiomas que nunca imaginó y entendió un poco más acerca de la historia del Universo.

    Por su eficacia, por el conocimiento que adquirió y por su lealtad, además de su meticulosidad en el trabajo, obtuvo un ascenso. Estos fueron los argumentos que le permitieron llegar hasta la posición actual en este puesto de control dentro del Ministerio.

    Además, entró bien parado, su cambio coincidió con una renovación laboral que implicaba ventajas y nuevas regulaciones que lo favorecieron. Había tiempos para despejar la mente, un recreo de cuarenta y cinco minutos. Otro beneficio incluía la posibilidad de sociabilizar con vigilantes de otros sectores; también se introdujeron modificaciones en la alimentación, ahora se permitía comer alimentos de grasa natural y menos balanceados, además de períodos de esparcimiento y actividad física dentro del trabajo.

    Por todas las circunstancias expuestas, el escenario y los amables protocolos, Miere, el vigilador, tenía en la nueva posición laboral una gran oportunidad para crecer. Hasta las decisiones laborales eran más simples gracias a la introducción de automatizaciones de los datos y un nuevo algoritmo que los interpretaba a mayor velocidad, brindando un número de opciones que los empleados debían elegir de acuerdo con su criterio. Una ventaja para dar otro salto de categoría entre los empleados del control universal y desarrollar su carrera en el gobierno de la Unión. Hasta tuvo la suerte de salir sorteado en el sector A2444F, muy oportuno. Los últimos guardianes que ocuparon ese mismo cargo fueron agraciados con grandes beneficios por lograr una excelente inspección del panorama: detectaron varios piratas y rebeldes de larga data que luego fueron exiliados al área de experimentación de especies.

    El rumor que circulaba, y que le llegó a Miere, era que el sector A2444F tenía muy poco movimiento relevante. Se podía detectar con efectividad a los intrusos y las anomalías ya que los planetas que albergaban vida eran escasos y limitados evolutivamente. Este último detalle permitía que los habitantes de los planetas ayudaran a los guardianes espaciales, la estabilidad emocional de estos seres era su principal protección frente a invasiones foráneas. Cuando un elemento extraño alteraba la normalidad psíquica de una población entera, inmediatamente saltaban las alarmas y se disparaba el protocolo para enviar personal a actuar. Sin embargo, la mayoría de las veces los rebeldes eran imperceptibles por los seres vivos de los mundos en el área de prueba, ya que las habilidades de los invasores superaban ampliamente los recursos cognitivos de los locales y podían manipular fácilmente su percepción.

    Para hablar con propiedad, no se podía definir a los piratas espaciales como un bloque homogéneo porque se trataba de un conjunto de especies variadas con diferentes características y herramientas; una comunidad enorme y colaborativa que generaba su propia tecnología para adaptarse y sobrepasar a sus víctimas, así lograba su objetivo de extraer los recursos que necesitaba a lo largo del Universo.

    Los piratas espaciales saltaban de una galaxia a otra en búsqueda de recursos que facilitasen su supervivencia, o que les fueran de utilidad para hacer negocios y tuvieran el valor suficiente para revender ilegalmente en las galaxias centrales.

    Por eso el área de supervisión de Miere era tan conveniente para ascender: era fácil evitar el conflicto y la invasión, se mantenía la paz de los planetas sin problemas y se garantizaba el statu quo. El rol principal de la Unión, y de Miere como uno de sus representantes, era mantener inalterable el orden de la vida en los puntos asignados.

    En concreto, los primeros días de trabajo de Miere se podían resumir en mirar y gestionar repetitivamente un panel gigantesco. No había mucho más. Sus primeras semanas luego de la capacitación lo encontraron nervioso. Siempre quiso hacer una interpretación de más, una acción preventiva extra o enviar la escuadrilla de seguridad ante cada situación extraña, pero sus supervisores lo frenaban. Por suerte —o por desgracia para él—, le venían largas jornadas de descanso oficial por la Semana de la Caza Regional, una competencia que involucraba a toda su región, en la cual todos dejaban de trabajar y festejaban la cosecha; además, enganchaba con unas vacaciones que venía postergando hacía un tiempo y desde la gerencia le obligaban tomar. Una buena excusa para festejar su exitoso presente con sus crías en las playas de la bahía del sur de Floza, un planeta tan grande como desértico. Un planeta exclusivo y al que, por suerte, su nuevo cargo le daba acceso gratis. Las buenas frutas y todas las atracciones que había ahí le permitían una subsistencia lujosa y divertida. Esos viajes solían ser sostenidos de forma completa por la Unión Intergaláctica. Se trataba de un lugar vedado para la mayoría ya que requería una visa de acceso con alto costo económico; un simple empleado no tenía forma de costear un viaje así.

    Eran momentos para disfrutar con su familia, y estos momentos también eran parte del sistema. El problema era que la necesidad de control que Miere se autoimponía siempre lo preocupaba demás. En las últimas jornadas de trabajo se desvivió para dejar todo preparado; su reemplazo provisional tenía que hacer una buena labor. Fuera del horario laboral, Miere hizo una revisión exhaustiva de los planetas más importantes y con mayor potencialidad del sector de prueba de especies. No pudo pasar por alto la noche que vio una alarma de actividad físico-psíquica muy intensa e inusual en un planeta mínimo pero de gran densidad poblacional. Se preocupó de más y escribió todo un protocolo de acción; si bien era raro que los piratas llegasen por ahí, ya que debían atravesar un desierto espacial muy amplio, no dudó en redactar un detallado informe para su reemplazo.

    El estrés lo mataba. Por obligación del manual burocrático, se debían encontrar para hablar momentos antes de abandonar su trabajo, y sólo entonces podía explicar ese informe punto por punto. No antes. Esa falta de contacto con su reemplazo lo metió en una espiral de ansiedad más y más profunda.

    Miere observaba el panel y controlaba con el parpadeo de los poros de sus extremidades todas las galaxias que le tocaban. El resultado, siempre el mismo: «No se ha identificado invasión»; «Actividad natural de los cuerpos celestes».

    Las noches seguían, la elaboración de hipótesis y el cálculo matemático de posibles invasiones continuaban. Calculó los períodos solares, los soldados estimados, las últimas capturas y el movimiento de las galaxias para establecer el momento ideal con más probabilidades de que sufrieran escasez de recursos y los grupos excluidos decidieran atacar algún planeta perdido. Finalmente, el último día de trabajo llegó. La repetición de la labor diaria sólo aumentaba la ansiedad puesta en la reunión de traspaso de conocimiento. Se acercó el descanso de cuarenta y cinco minutos, allí se encontraría por primera vez con su reemplazo y luego seguirían con la esperada reunión. Miere temía que no quedasen claras ni sus indicaciones de trabajo, su investigación ni sus interpretaciones. Tanta concentración tenía encima del tablero que no escuchó la alarma de los cuarenta y cinco minutos, mientras se abrían las puertas que lo invitaban a descansar la mente.

    El ambiente oscuro y lleno de luces artificiales de la cápsula de control se interrumpió. El aire sanitizado del pasillo entró en la habitación y el saludo del controlador que tanto esperaba conocer lo llevó a salir a caminar y a despejar su mirada de tanta repetición. Así empezó la pequeña charla introductoria entre ambos, mientras caminaban por los pasillos de la sede del Ministerio de Circulación y Aduanas. Una llamativa decoración mostraba, de un lado, un camino de corales dentro de un océano de lava que simulaba el paisaje y una estrella de alguna galaxia perdida que ninguno de los dos conocía. La reunión estaba programada y se dirigían a una sala reservada, ya tenían todo el temario programado por los jerarcas. No sabían de qué se trataba, pero podía incluir juegos para entrar en confianza, o se podían plantear situaciones serias y propias del trabajo de cada uno. Todo dependía de la personalidad de las especies, así se programaban los temas.

    Llegaron a la sala y abrieron la puerta. A primera vista observaron una mesa y sillas ajustables de acuerdo con las especies. Como ambos parecían ser de contextura similar, mientras entraban los muebles se ajustaron y se achicaron. El ventanal también cambiaba el paisaje y pasaba de un panorama propio de una gran ciudad boscosa, rodeada de montañas, a un mundo de rascacielos marítimos dentro de una cueva marítima. Como era rutina, introducían una de sus extremidades en un sensor y en dos segundos recibían toda la información de su colega, así ambos ya conocían vida y obra del sujeto que acababan de conocer. Miere se empezó a poner un poco nervioso por algunos detalles de la personalidad de Laxtra, información que comenzaba a procesar en su interior.

    Mientras tanto, la pantalla les indicó el tema que debían tratar entre ellos: «Trabajo – Preparación de las vacaciones y delegación de la labor». Suerte para Miere, una pena para Laxtra. Los próximos cuarenta y cinco minutos continuarían siendo dedicados a las tareas laborales.

    Miere abrió la consola de la sala de reunión, ingresó sus credenciales y toda la información que fue analizando y recopilando en los últimos días apareció sobre el escritorio. Empezó una larga exposición sobre la clase de planetas que debía vigilar, las galaxias y las especies inteligentes que existían en el área de control, sus principales características, conflictos internos y propiedades de razón; un listado de los agentes de la Unión de cada planeta, los puntos de contacto, las formas de intervención y los límites. Por otro lado, en una segunda parte de la presentación, dio a conocer un listado de posibles invasores, los que estaban autorizados y los que no; también, de otro tipo de amenazas bacterianas y virales, o recientes alarmas ambientales de cada planeta, las enfermedades destructivas de las regiones y los animales depredadores que atacaban a las especies inteligentes.

    Laxtra se mostró un poco desinteresado y se distraía fácil, intentó cambiar de tema con alguna muestra de exceso de confianza. Miere trataba de volver al tema central. Si bien Laxtra dispondría de toda esta información y no le haría falta interpretar acciones porque las máquinas de la Unión le indicarán con qué opciones contaba, la inducción era necesaria para que no le surgiera ninguna sorpresa. Laxtra se resignó a escuchar.

    El ventanal cambiaba nuevamente, se achicaban también las medidas de la habitación, quedó un ambiente de bar con gente bailando sobre el fondo y alguna que otra partida de juegos de azar para animar el clima. De la mesa salían dos brebajes alucinógenos con breve efecto; por suerte para Laxtra, cambió el ánimo del lugar para dispersarse y hablar de las vacaciones y los planes de Miere. Las imágenes de las playas de Floza se impusieron en la sala y el ambiente de fiesta ganó en la conversación. Por desgracia, la ansiedad de Miere no le permitía disfrutarlo.

    3. Radio Urbana

    Como en todo asesinato sin testigos, era muy difícil iniciar la investigación. Sobre todo con tan pocos indicios y sin robo material. La policía especulaba con un ajuste de cuentas. Las últimas llamadas antes de la comunicación con la remisería mostraban un par de llamados a conocidos narcotraficantes de la zona de San Martín. Todavía no había mayor información sobre la relación concreta de Martín «El Tolo» Gallego con esos vendedores de drogas y con la barra brava de Chacarita. Tampoco su familia quería hablar con los medios en primera instancia. El dolor por la pérdida pudo más que todo y los rumores que los periodistas empezaron a hacer circular no fue un buen inicio en la relación. Además, la recomendación de los abogados también iba por ese camino.

    La repercusión mediática por el caso explotaba de menor a mayor. Y no era para menos. El tema narco fue el primer gancho, pero también había algo clave para que ganase espacio el caso y se trataba de lo extraño de la muerte. Una quemadura y un agujero en el centro de la espalda, como si fuera un balazo pero casi quirúrgico. Aquellos que sabían de balística se daban cuenta enseguida de que eso no era una bala. Sin embargo, el morbo pudo más que la sabiduría de los que saben.

    El Tolo, además, mantuvo guardada su faca dentro del pantalón, se encontraba tirado boca abajo con las piernas abiertas y los brazos en la nuca, cerca de la parada del 169. Los primeros trascendidos de los forenses indican que no habría querido defenderse, como si no hubiese tenido voluntad de continuar con vida. Los gestos de su cara se encontraban duros y los ojos semiabiertos, con una evidente expresión de rendición, completamente extraño a cualquier muerto, sobre todo al recibir un balazo. Por eso el tema narco entraba en clara contradicción, y allí empezaban las especulaciones y los rumores de los oficiales que analizaban la escena y no encontraban explicación, ya que la munición tampoco se alojaba en su carne, y la zona afectada, en teoría, no comprometía su vida.

    Como notero de Radio Urbana, Mario Pologovsky gustaba de seguir los temas policiales en el programa de las mañanas del «Tano» Di Marco. Sin embargo, para el diario La Prensa cubría noticias relacionadas con el deporte. Su versatilidad le hacía cubrir aquello que le interesara, iba del fotoperiodismo deportivo a la moda.

    Esa mañana llegó corriendo a la escena, típico de él, no podía estar más de dos segundos quieto y parado, y menos sin hablar. Intentó acercarse al jefe de la policía, pero no consiguió declaraciones fuera del casete. Caminó frenéticamente hacia los locales y se metió en el kiosco de revistas para hablar con el canillita que seguramente había encontrado el cadáver.

    —¡Maestro! ¿Cómo andás? Mi nombre es Mario, trabajo para Radio Urbana, ¿todo bien? ¿Cómo te llamás?

    —Oscar —contestó el kiosquero mientras dejó de acomodar los diarios para darle toda la atención al periodista.

    —Muy bien. ¿Qué pudiste ver? ¿No te molesta que grabe un testimonio para la radio?

    —No, para nada, ya estuve atendiendo a un par de colegas tuyos. La cosa fue así —dijo mientras Mario acercaba el grabador a la boca del canillita—. Llegué a eso de las cuatro de la mañana para ordenar todo antes que llegasen las Trafic, y cuando me asomé para ver la vereda, veo un cuerpo tirado. Me asusté. Antes de ver qué pasaba, llamé a la policía porque estaba claro que cualquier cosa que le hubiera pasado no era buena. La cara del tipo estaba frizada, como si hubiese quedado en pausa con los ojos abiertos, viste. Asustaba mucho, mucho, me quedé helado. No quise tocarlo para que la policía hiciera su trabajo, no es la primera vez que me encuentro con algún tipo tirado en la calle. Acá a dos cuadras hay un boliche y cada tanto veo a una persona tirada, tajeada o en pedo, pero así, nunca.

    —¿Notaste alguna marca en el cuerpo?

    —La policía dice que tiene una especie de agujero en medio de la espalda, como si fuera un balazo, viste. Yo lo vi porque lo encontré acostado boca abajo, y más que una bala parece quemado por algo. O cauterizado.

    —Se está diciendo que hay una venganza narco de por medio, ¿qué escuchaste?

    —Mirá —Oscar acomodó dos diarios y vuelve a ver el tumulto policial—, ellos dicen que sí. Parece que era barrabrava de Chacarita y que andaba vendiendo falopa en San Martín. Seguro que tuvo que ver con eso.

    —¿Sabés el nombre…? —Mario interrumpió su propia pregunta, le agradeció al canillita y se aproximó al comisario, que tenía toda la atención de los medios.

    Un tipo con una nariz grande, roja y porosa, su cara bien redonda, un poco disfrutó el interés momentáneo que había ganado y empezó a hablar con un tono formal, fuerte pero entrecortado:

    —El sujeto que encontramos es un masculino de treinta y cinco años. Su identidad es Martín Gallego. Su cuerpo fue hallado a las 4:25 de la madrugada, a través de un llamado al 911 que advirtió su aparición. Fue hallado con un balazo en la espalda y aparentemente su muerte fue instantánea.

    Un ruido incomprensible salió de la boca de todos los periodistas al mismo tiempo. Algunas preguntas hacían hincapié en la relación del sujeto con el narcotráfico, otras iban por la interna de la barra brava de Chacarita, otras

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