Horizonte Rojo (n.º 5): Cicatrices
Por Rocío Vega
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Aunque recuperarse nunca es fácil, ahora tiene apoyos y está dispuesta a madurar y evolucionar para enmendar sus errores. Le queda mucho por delante. Dejar de beber, adoptar rutinas beneficiosas, retomar relaciones perdidas... En definitiva, aprender a cerrar heridas. Es lo que debe hacer si quiere volver a Horizonte Rojo.
Horizonte Rojo 5: Cicatrices es un crescendo de tensión y acción en el que una Kerr cada vez más lúcida busca respuestas a preguntas que llevan en el aire demasiado tiempo.
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Horizonte Rojo (n.º 5) - Rocío Vega
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Créditos
Horizonte Rojo
(n.º 5)
CICATRICES
Rocío Vega
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Este libro es el resultado de mucho trabajo y cariño por parte de la editorial y de su autor. No lo piratees, cómpralo y valóralo para que podamos hacer otros aún mejores.
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La pantalla holográfica parpadeó al mostrar las puntuaciones de la partida que acababan de terminar. Kerr pensó que antes o después se detendría para permitirles leerlas sin sufrir un ataque epiléptico en el intento, pero no lo hizo. Alargó la mano y la meneó sobre el emisor de la pantalla; su palma se tiñó de luz parpadeante sin conseguir nada. Dejó escapar un gruñido y golpeó el cacharro con el puño, lo que tampoco funcionó.
—
Déjalo, Rea. Está roto.
Rurik se había quitado ya el chaleco y lo había dejado en la percha, igual que el fusil de infrarrojos. Colgaba de lado porque las correas del hombro estaban sueltas y la percha medio rota, como todo en aquella mierda de galería de tiro. Kerr bufó mientras pulsaba los botones que aflojaban las correas del chaleco de sensores.
—
¿Entonces cómo sabemos los puntos que hemos sacado?
—
Da igual. Has ganado.
—
Pero quiero saber por cuánto.
Tras colgar el chaleco de una de las perchas vacías, que en otros tiempos recordaba a reventar de chalecos y hasta trajes de sensores completos, movió los hombros arriba y abajo para liberar la tensión. El peso era ínfimo comparado al de la armadura de combate, pero llevaba demasiado tiempo sin usarla. Iba a acabar por olvidarse de cómo moverse con ella.
—
Treinta a diecinueve
—
dijo Rurik, que miraba a la pantalla con los ojos entrecerrados.
Kerr soltó una carcajada de júbilo y hasta dio un pequeño brinco.
—
¡Toma ya, joder! Por los suelos, te he dejado por los suelos.
—
Solo me has sacado once puntos.
—
¡Por los putos suelos!
El mercenario resopló y se encaminó a la puerta con media sonrisa. La alegría de Kerr se enturbió con un nubarrón de sospecha. Salió tras Rurik, que casi había atravesado el pasillo que conectaba la galería con la entrada, y se detuvo un poco por detrás de él.
—
Oye, no me habrás dejado ganar, ¿verdad?
—
No.
—
No es de coña, ¿no?
—
Buscó sinceridad en su rostro impertérrito y no supo si la encontraba
—
. ¿No?
Rurik la miró de reojo al tiempo que cruzaban el umbral y pasaban al ajado recibidor de la galería.
—
Nunca te he dejado ganar, ni cuando eras pequeña. ¿Por qué ahora?
Kerr evadió sus ojos y se encontró en la zona del bar, con los sofás de cuero sintético a los que les asomaba el relleno flanqueando la barra de metal abollada y el autoservicio al que le faltaban un par de grifos. Cuando tenía catorce años y aún le gustaba venir a la galería con Rurik, los sofás eran nuevos y el autoservicio estaba entero. La máquina había funcionado a la perfección cuando Rurik había elegido un refresco de cola para ella. Recordaba haberse quedado embobada observando el vaso salir del expendedor y los grifos girar para cumplir su orden. Solía disfrutar de los bailes robóticos de la maquinaria. De adulta le daban igual, pero de cría se había preguntado muchas veces cómo se las arreglaban aquellas cosas para funcionar tan bien.
—
Bueno, no sé. Como premio por ser una alcohólica sobria.
Rurik volvió a sonreír de medio lado.
—
¿Necesitas una recompensa como esa?
—
No.
Le oyó suspirar.
—
Has ganado. Has luchado mejor que yo. Te lo prometo.
—
Le apretó el hombro cuando salieron de la galería
—
. ¿Quieres comer algo? Creo que el sitio de los fideos sigue ahí.
El restaurante callejero era el mismo de siempre: un puesto encajonado en uno de los recovecos que dibujaban las tiendas modulares. Apestaba a aceite y salsa de soja. Tras la barra había el sitio justo para que entrase un cocinero, que se ayudaba de un pinche robot para sacar los fideos de la olla y pasarlos al wok, donde los salteaba con verduras, carne y salsas llenas de sal y aditivos. El estómago de Kerr rugió sin parar desde que se colocó a la cola hasta que se sentó en una de las mesas cercanas, tan pequeñas que Rurik no fue el único con dificultad para meter las piernas.
Kerr se inclinó sobre el envase para capturar los fideos antes de que se le escurrieran de los palillos. Sorbió sonoramente en un intento de acortar el proceso. El aceite le chorreó por la barbilla mientras masticaba. Se lo limpió con el dorso de la mano y volvió a pescar un nudo de fideos, que se metió en la boca aunque no hubiese terminado con el anterior.
—
Te vas a ahogar
—
dijo Rurik, que de alguna manera conseguía comer sin pelearse con los palillos.
—
Tengo hambrfe.
Tragó. Su esófago, incapaz de bajar tal cantidad de comida de una sola vez, amenazó con ahogarla hasta que dio un trago largo de refresco. Dejó escapar un suspiro de alivio y se limpió la mano con la servilleta. Rurik cabeceó.
—
Eso es bueno.
—
No sé yo. Si sigo comiendo así, me voy a arruinar. Parezco un triturador de basuras.
Desde que había dejado de beber, su cuerpo le exigía las calorías que antes entraban en forma de alcohol. Engordar no era un problema: una de las mejores maneras para combatir la ansiedad era matarse en el gimnasio, de modo que el volumen que había ganado en los últimos dos meses se había convertido en músculo. Sin embargo, las dos cosas combinadas la habían convertido en una máquina de engullir. Habría sido capaz de comerse a un arriano entero y volver a tener hambre a las tres horas. Al menos su sistema digestivo se había acostumbrado a la comida sólida y ya no sentía como si cagase su exoesqueleto quitinoso cada vez.
—
Si necesitas dinero, puedo ayudarte
—
dijo Rurik con las cejas arqueadas.
Kerr se encogió de hombros.
—
Era una forma de hablar. Estoy bien.
—
Lo que necesitaba era volver a trabajar, nada más
—
. Y… ¿cuál es el encargo?
—
Escoltar una carga. Nada del otro mundo.
—
Mmm.
Enredó los palillos en los fideos y se los llevó a la boca.
—
Lo estás haciendo genial, Rea. Tu padre lo sabe.
—
Fi, bfueno…
Su padre se había limitado a concertarle la cita con el loquero para asegurarse de que iba, al menos el primer día. Le pasaba dinero, se aseguraba de que no siguiera bebiendo y le preguntaba de vez en cuando si estaba bien. Kerr estaba bastante segura de que a su padre se la sudaba. En realidad, lo que más le había preocupado al principio eran las represalias que pudiera tomar