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Horacio Sextilio
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Libro electrónico196 páginas2 horas

Horacio Sextilio

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El recorrido del noble y joven Terencio que de simple legionario llega al trono senatorial.

En Roma, corre el año 95 de Domiciano, un joven de noble familia se enamora de una joven plebeya. Su padre, Senador del Imperio, se opone a la relacion y envía al joven a las filas del ejército. Así comienza su camino, luchas, guerras, madurez y los golpes del destino, le forman un carácter honrado y noble, que lo llevarán a ocupar el sillón de su padre en el Senado.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 jul 2022
ISBN9781667436999
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    Horacio Sextilio - Roberto Eusebio

    Roberto María Eusebio

    Horacio Sextilio

    El legionario

    Prólogo

    111 d.C. de la era de Trajano. Era un día luminoso de mediados de octubre y el sol mitigaba los primeros días d otoño. Ese día Terencio habría entrado por primera vez al Senado y se habría sentado en el mismo lugar que ocupaba su padre. La ceremonia de instalación y juramento tendría lugar en el templo de Júpiter y continuaría en la Curia Julia. Terencio llevaba la toga que vestía su padre con el característico borde púrpura, propio de los senadores, y en los pies los zapatos rojos altos, atados a la pierna con hebilla de marfil.

    En el dedo llevaba el anillo de senador con el sello personal. Habían pasado dieciséis años desde que se había alejado de Roma y de la casa donde se había criado para entrar obligadamente al ejército. Ahora tenía treinta y tres años y en su vida había tenido experiencias que lo templaron y lo hicieron hombre.

    Había cumplido importantes misiones con la ayuda del Emperador Trajano que lo guió casi como un padre y él lo siguió en sus diferentes campañas. Terencio había quedado viudo de una mujer que adoraba, tenía un hijo y una nueva compañera. Esa mañana era la coronación de un camino sufrido y atormentado. A su mente asomaban recuerdos que parecían lejanos, pero que, efectivamente, acababan de pasar.  Ahora se encontraba junto a los demás Senadores propuestos, bajo el pórtico y delante de la puerta de bronce del senado, listo para ocupar el sitial de su padre. Estaba listo para un nuevo capítulo en su vida.

    1

    Roma, 15 de Mayo del 95 en la era de Tito Flavio Domiciano. En el barrio plebeyo del Celio. El parto había ocurrido alrededor de las primeras luces del amanecer después de toda una noche de trabajo. La muchacha estaba extenuada por los continuos dolores de parto, que le habían quitado todas sus fuerzas y la partera estaba preocupada temiendo que la joven no lo lograse. El embarazo había sido ocultado a los ojos de la gente lo más posible, hasta que el vientre prominente de la niña fue muy evidente. En el barrio del Micelio, zona del monte Celio donde vivía la muchacha; se decía que el padre era un patricio, algunos habían visto cada tanto una silla de mano detenerse delante de la casa, de la cual bajaba un hombre de toga con la cabeza cubierta, quien entraba rápidamente.

    En ese período, Roma era una ciudad donde la moral corriente estaba degenerando rápidamente. La continua llegada desde el campo y las tierras conquistadas, traía a la ciudad hombres y mujeres, que habrían hecho cualquier cosa para conquistar un lugar en la opulenta Roma. El Senador, exhortado por sus diferentes miembros, contrarios a la política del Emperador y al relajamiento de costumbres, había discutido en término de leyes y normas, por el bien común y el orden público. Habían sido regulados los prostíbulos, las tabernas y las meretrices en las calles; por otra parte, el Senador autorizaba y toleraba los encuentros con personas que ejercían la prostitución, sea con mujeres o con hombres, incluidas las casas privadas donde todo podía suceder; respetando leyes y normas. Las cortesanas, las bailarinas y los actores que gravitaban alrededor de la corte imperial eran a menudo destinatarios de avances sexuales por parte de los nobles y no tan nobles romanos, además de ser entretenimiento para los huéspedes en las numerosas fiestas privadas que se desarrollaban en las villas patricias.

    La muchacha, poco más que una adolescente, pero con un cuerpo ya desarrollado y de cierto atractivo, había sido llevada por la madre a servir en la casa del noble patricio Lucio de la familia Horacio, donde fue confiada al exclusivo servicio de la esposa, dama Aurora. El destino quiso que Terencio, el único hijo de la pareja, comenzase a tener por ella una pronunciada simpatía, llegando a enamorarse de la muchacha. El resultado fue obviamente que Honoria, ese era el nombre de la joven, quedase encinta. Dama Aurora se dio cuenta inmediatamente del embarazo y un día, obligándola, logró que dijera de quien era la criatura que llevaba en el vientre. Honoria entre lágrimas, admitió la relación con el hijo de la patrona. Aquella misma noche padre y madre decidieron separarlos y alejar al hijo a una provincia romana. La discusión con el hijo aquella noche adquirió por parte del padre, tonos de furia.

    – ¿Quién te crees que eres, Terencio? ¿No era suficiente follarte a la esclava, con la que te entretienes de noche? ¿Tuviste que embarazar a una muchacha que todavía es casi una niña? ¿No pensaste en mi posición y en la de nuestra familia? ¿Quieres arruinar nuestra posición y tu vida con un bastardo plebeyo? Las noticias, estas en particular, son el pan de los chismosos y son de dominio público en poco tiempo: nadie guarda secretos tan apetitosos y son dichos a flor de labio entre un sorbo de vino y otro. El muchacho tenía la mirada baja y la cabeza inclinada.

    – Yo quiero casarme, padre, y tener el niño, dijo casi en un susurro.

    – ¿Qué estás diciendo? Estás completamente loco, ya el hecho que tengas como compañera a una sierva y que la trates como esposa, es impropio de tu rango, pero pensar en regularizar su posición es reconocer al hijo y está fuera de toda consideración.

    La madre, dama Aurora, estaba en silencio con lágrimas en los ojos, sabía que el marido tenía razón, pero a fin de cuentas siempre seguía siendo su hijo y esperaba que el esposo no tomase decisiones demasiado severas. Pasada la furia, en un momento de aparente calma, pero cargado de tensión, Lucio siguió.

    – Tú te adecuarás a las leyes que desde siempre regulan nuestra familia: serás alejado hasta que te olvides de la muchacha para convertirte en aquel adulto que todos esperamos. Serás enviado al ejército, en la Galia Cisalpina.

    – Oh, Lucio, ¡tan lejos no! Gritó la madre.

    – Cállate, Aurora. Tu hijo debe entender cómo se vive y aprender cuáles son las responsabilidades de un hombre. Además, debe ser capaz de dominar aquello que tiene entre las piernas.

    No hubo razones y, a pesar de los ruegos de la madre, el padre se mantuvo inconmovible. Terencio ya tenía edad para el ejército y así en poco tiempo fue enviado a meditar sobre sus acciones lejos de Roma, donde su padre Lucio tenía amigos con los que podía contar. Honoria, culpable de haber cedido sus gracias al hijo, fue echada de la casa donde la habían recibido como a una hija, pero el Senador, que en el Senado había hecho todo lo posible con una oración sobre la necesidad de moralizar la ciudad, había tenido encuentros con la familia de Honoria, entregándole dinero por su silencio y para el sostenimiento de la muchacha.

    En el momento del parto, Honoria fue confiada en manos de una experta comadrona, conocida por la familia del Senador; pero sobre todo reservada y discreta. La promesa implícita era que el recién nacido fuese entregado inmediatamente a la caridad pública o en todo caso se diera en acogimiento. Aquella noche, cuando se cumplió el final del embarazo, algo salió mal. El largo y difícil trabajo de parto, la joven edad de la puérpera; en cierta forma inmadura para un embarazo, su vagina estrecha, habían creado problemas al recién nacido y la expulsión del feto, fue agotadora y larga. El pequeño corazón sufrió irremediablemente, el niño nació cianótico y a pesar de todas las maniobras de la partera, no se recuperó y murió. No se lo hicieron ver a la madre, una vez limpio de sangre y cortado el cordón umbilical, la partera lo envolvió en unos paños y lo puso en una cesta, lo habría enterrado más tarde en campo abierto como ya había hecho en otras oportunidades, lejos de ojos indiscretos. En ese momento lo más importante era ocuparse de la recién parida que estaba exhausta; finalmente la muchacha expulsó la placenta e inmediatamente la hemorragia se detuvo. La comadrona fajó el vientre de la muchacha y le dio una tisana que la habría inducido a un sueño reparador.

    °°°

    El Senador Lucio era un hombre devoto ante las leyes del Imperio y el Senado, su dedicación era constante y prudente, era conocido como hombre moderado, de principios sanos y sólidos, atento al bien del estado. Ocupaba un lugar importante como magistrado romano y se sentaba en el senado, en la silla curul, por derecho. Estaba a la cabeza de una facción poco numerosa pero importante que en ese momento se enfrentaba a los cónsules electos.

    Aquel día debían discutir la propuesta lanzada por el grupo de senadores favorables a él. Se trataba de una moción para restringir con normas y penas de moralidad más estrictas, hacia los comportamientos que se habían aflojado con el tiempo, hasta llegar a hechos inadmisibles.

    La tolerancia hacia ciertas prácticas los dejaba ahora más libres para practicar toda clase de deseos y disfrutes sexuales con los que mejor satisfacer sus antojos. Se había descubierto que algunos notables practicaban la zoofilia y se hablaba con horror de prácticas de necrofilia, favoritas de personas ambiguas; sin contar lo que sucedía en las familias, entre abusos e incesto. Diferente era la situación del estado, en el que la corrupción era visible ya en cualquier sector de la administración. No había obra pública por la que no tuviese que ser pagada una cuota al magistrado competente.  El Senador había preparado un discurso, por decir lo menos, explosivo, sus informantes conocían nombres de personajes públicos que habrían ensuciado incluso los escalones del trono imperial. Lucio habría sido sostenido por algunos viejos senadores que no veían con buenos ojos la excesiva laxitud de las costumbres del Imperio. Esa mañana, se desarrollaba una reunión exploratoria, otro habría sido el consejo del pueblo de las diferentes tribus. Había llegado el tiempo en que la antigua moral y los preceptos de los dioses tomasen la delantera.

    El Emperador Domiciano, a pesar de sus propósitos, permitía que tales hechos sucediesen, y le daban la posibilidad, en caso de necesidad, de chantajear o eliminar a este o aquel personaje que se volviese una molestia. Lucio tenía intención de provocar una especie de revuelta, de forma que el Emperador no pudiese eximirse de ratificarla. Roma era la capital del Imperio y debía convertirse nuevamente en ejemplo a seguir por todos los súbditos.

    Lucio subía la escalera de la curia en el foro romano cuando a mitad de la misma fue alcanzado por un tribuno.

    – Senador Lucio, fue requerida su presencia antes de la asamblea, por el Emperador.

    – ¿El Emperador pide por mí? ¿Por qué motivo?

    – No fui informado Senador, pero venga, lo acompaño. El Senador fue hecho ingresar por una entrada particular, observado por un grupo de guardias imperiales, e introducido dentro de un ambiente reservado. El Emperador estaba sentado a una mesa con algunos papeles delante.

    – Lo saludo, mi Emperador, ¿me hizo llamar?

    Tito Flavio Domiciano levantó la cabeza de los documentos que tenía delante. El Emperador, a pesar de estar sentado, parecía de gran estatura, con un físico de cierta imponencia, con los trazos del rostro que revelaban cierto refinamiento. Era de buen aspecto, tenía grandes ojos y, a pesar que había sido empujado hacia la disciplina militar, aunque mal tolerada, su educación había sido especialmente literaria.

    Al Emperador le llevó algunos instantes reconocer a la persona que tenía enfrente.

    – Noble Lucio, que la jornada le sea benigna.

    – También a usted, mi César. ¿Me hizo llamar?

    – Sí, ¿sabe noble Lucio, que casi la mayor parte de los senadores que están en la Asamblea son hostiles a mí, incluido usted?

    – Debo decir, mi César, que no pierde tiempo en giros de palabras. Sí, lo sé, admitió el Senador.

    – ¿Y sabe también que estoy tratando de hacer al Imperio no solo más seguro, más eficiente, moral y organizado?

    – Es lo que se dice, César.

    – ¿Y entonces por qué motivo me está haciendo la guerra?

    El Senador Lucio no se esperaba una reprensión en ese sentido y sobre todo de aquella forma, estaba obviamente avergonzado, pero también contrariado por la forma irregular, por el lugar y las normas que regían en el Senado.

    – Debo decir César, que estoy asombrado por lo que me está diciendo.

    – ¿Lo molesté, Senador? ¿Piensa tal vez no estar sometido también usted a esa moral que tanto ostenta? ¿Quiere ser el censor de la Roma imperial sin plegarse a sus mismas reglas?

    – ¿Qué quiere decir?

    – ¿No es acaso cierto que un miembro de su familia, específicamente su hijo Terencio, ha embarazado una sirvienta de su mujer?

    – ¿Cómo lo supo?

    – Esos son asuntos míos, Senador: tengo informantes que me reportan lo que pasa en Roma. No contestó.

    Al Senador Lucio se le derrumbó el mundo.

    – Senador Lucio. Sería hoy que presentará una moción moral, ¿verdad? Mi posición como garante de la legalidad romana es puesta constantemente en discusión en un momento en que la mayor parte del Senado está contra mí; por las políticas en los territorios conquistados, por las presuntas manías de grandeza a las que sería afecto y por mis costumbres, sin embargo, ustedes y sus acólitos hablan y ordenan la moral sin mirar dentro de sus propias casas. Deberían avergonzarse. El Emperador hablaba lentamente sin levantar la voz, casi como si estuviese hablando de poesía, pero sus palabras caían como piedras en el ánimo del Senador y él mismo no sabía cómo contestar, había perdido toda su audacia. Cierto era que hechos de este tipo ocurrían cada día en las familias de todo estrato social, éste no era un hecho excepcional. Que hubiese pasado por culpa de un miembro de familia patricia, cuyo jefe de familia habría querido poner en discusión las costumbres romanas en contra de cierta laxitud de los Césares, eso era contrario a la lógica.

    – Estoy mortificado, mi César, ya dispuse las medidas necesarias.

    – Estoy seguro que lo había pensado, ¿verdad? En lo que a mí concierne, agradecería mucho si su moción fuese retirada. En este momento tengo otros

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