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El Unico Pasajero
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Libro electrónico515 páginas8 horas

El Unico Pasajero

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Novela basada en un hecho real; en la que se describe una historia impresionante, poniendo empeño en relatar un crimen bárbaro, donde dos chicos enamorados e inocentes resultan involucrados.Si al lector le afecta la injusticia o sufre la vergüenza ajena, no la lea y si el llanto lo conmueve, no la lea, porque no habrá forma de leer esta y que la tristeza no lo embargue.Cualquier tiempo preso siempre es demasiado, y tuvo que intervenir la justicia divina para dar un giro espectacular y darles a los chicos la tranquilidad que merecian.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 may 2022
ISBN9781662491948
El Unico Pasajero

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    El Unico Pasajero - Sandino Lopez

    Introducción

    Novela basada en una historia real; en ella el autor nos cuenta una historia impresionante, poniendo empeño en relatar un crimen bárbaro y cómo dos adolescentes enamorados e inocentes resultan involucrados.

    I

    Marcos Cervantes estaba impecablemente vestido de negro, camisa blanca Valentino y corbata roja de Cartier. En su muñeca lucía un Rolex genuino, con hojuelas de diamantes y pulsera de oro. Los finos espejuelos oscuros de Ray Ban no permitían ver sus ojos, y se podía apostar que en la faltriquera guardaba su billetera de Chanel, con raíces de pachulí para la buena suerte. No que fuera supersticioso, pero en todo caso, si no le traía dicha, por lo menos le sentaba la fragancia. Justo a su espalda se observaba a doña Amelia Cervantes, abuela y madre de crianza del engalanado mozo, y a su derecha, una leyenda en derecho criminal: el legendario abogado don Cipriano Sarmiento.

    Si hubiera estado en una sala de cine, se habría podido decir que estaba de estreno su película, porque bien parecía un actor de Hollywood si se apreciaba bien su porte, o si en cambio, fuera en la iglesia que estuviera, francamente se hubiera confundido con el novio el día de su boda, cuando se esfuerza por mostrar serenidad, previo a la llegada de la novia para conducirla al altar. Pero no estaba en el cine, ni en la iglesia, ni era el día de su graduación, porque igual pudo considerarse esto también; en contraste, se hallaba en una corte criminal esperando la decisión de un jurado. Estaba siendo procesado por asalto y asesinato de la joven y guapa Violeta Johnson, su hijo no nato y su pequeña de siete años, Natalie Johnson, en su domicilio.

    El crimen tuvo lugar en la apacible localidad de White Plains, un poblado correspondiente al condado de Westchester, distante apenas 25 minutos de la gran ciudad de Nueva York. El macabro hecho fue perpetrado en la propia residencia de la joven dama, que a su vez figuraba como su lugar de trabajo. Desde la mañana que siguió a la noche del asalto el joven guarda prisión acusado de dichos cargos.

    El bufete Sarmiento & Asociados fue comisionado para su defensa, y su principal representante, el legendario doctor don Cipriano Sarmiento, ponía todo su empeño en probar la inocencia del apuesto mozo. Aunque pocos apostaban a que pudiera hacer mucho, y razones tenían; si se juzgaba que todas las pruebas apuntaban a él. Los detectives hallaron el arma homicida en la jardinera de su residencia; este no durmió en casa la noche de los crímenes, ni tampoco aparecía la chica con quien él decía haber estado al momento del asalto. Posteriormente y para completar, la confesión que hiciera, donde se responsabilizaba de los hechos; todo eso y otros pormenores que se añaden, lo señalan como el perpetrador indiscutible.

    Los amigos y conocidos defendían su inocencia fundados en que la confesión que hiciera fue obtenida bajo torturas. Empero, no había sido así realmente, por cuanto, dichas torturas que sí existieron, vinieron días después. De todas maneras, ellos confiaban en su abogado, el mejor de la comarca y de todo el estado de Nueva York. Sin embargo, el destacado jurista, consciente de los cargos y de las pruebas, apuntaba su ahínco en salvarlo de la pena de muerte, o, en el mejor de los casos, liberarlo de la condena de por vida. Solo que sus amigos no parecían conformarse con eso, y si el resultado no les avenía, habría probablemente levantamientos callejeros; a causa de lo cual el juez tomó providencias para resguardar la soberanía del juicio, del jurado y de la corte en pleno.

    A pesar de los cargos, Marcos no se veía preocupado. ¿Acaso por soberbia, o por resignación? Porque su condena era casi irremediable. ¿O sería que estaba en paz con su alma? Tal vez confiaba que su abogado probaría su inocencia... Bueno... Aquel día en la corte, el aire se tornaba bastante pesado, los ánimos sobresaltados y el ambiente sumamente tenso.

    Hacía unos instantes su abogado le susurró al oído:

    —Puede haber sorpresa —le dijo—.

    Pero él no hizo caso a tal acotación, porque en la cárcel, otro prisionero le insistió en que los abogados y los curas se parecían mucho. Los abogados suelen decirles a sus defendidos segundos antes de la sentencia a pena de muerte: No se preocupe cliente, que todo saldrá bien, asimismo, el sacerdote, al otorgar la extremaunción al enfermo con los espasmos que anteceden a la muerte le asegura: No te inquietes hijo mío, la Providencia Divina no permitirá que nada te ocurras... Dios te libre. Y bien el reverendo da la espalda, el moribundo fallece.

    Mientras tanto, Marcos permanecía tranquilo e inmóvil, con la cabeza inclinada, sereno, reflexivo y con la misma impavidez que un monje tibetano en un monasterio. ¿Sería que aquello le parecía una función teatral, mal montada y de mal gusto? ¡Quién sabe!

    Los minutos pasaban y ni el juez ni el jurado daban visos de subir al estrado. La hora establecida para concluir el proceso se había cumplido: «Bueno, que venga cuando le dé su soberana voluntad», pensó sobre el soberano juez. Mientras tanto, no pudo evitar abstraerse al pasado y reflexionar en cuanto hubo de ocurrir para que hoy estuviera en tan miserable situación.

    A través del acristalado ventanal del juzgado, su mirada distraída se escapó al horizonte y de pronto se encontró en el amanecer de aquel domingo cuando el sol se tendía apaciblemente sobre las llanuras y sobre los pastizales humedecidos por el profuso rocío caído en la madrugada. El pasto entonces vestía un verde intenso. Se esforzaba en mostrar la llegada repentina de la primavera.

    Normalmente Marcos dormía sosegadamente toda la noche hasta el alba, cuando mamá Amelia lo sacudía para que se levantara e hiciera la única tarea diaria que le tocaba antes de irse a la escuela: regar el jardín. Últimamente los domingos, la abuela no tenía que zarandearlo para que se levantara, él lo hacía sin que nadie lo apurara. Ella lo conocía como nadie, obviamente, lo había criado desde que era un bebé, porque sus padres murieron al momento de venir al mundo a causa de un terrible y extraño accidente de auto; pero desde algunas semanas atrás, el elegante imberbe se arreglaba antes que ella para asistir a la misa dominical y la abuela no entendía los motivos de tan repentino cambio.

    Marcos era un adolescente que acababa de cumplir 17 años, era todo un hombre de abundante cabellera negra, de buena estatura y su tez le sentaba perfecta, haciéndolo ver un refinado galán. Tenía dos cosas importantes definidas y bien metidas en la cabeza: Ser ingeniero arquitecto y un amor imposible que hoy le hurtaba el sueño. Respecto a este amor realmente platónico, era como un sueño de aquellos que no se ganan; una utopía o quimera desde que nace. Solo que él no pensaba en lo inverosímil de su avidez e insistía en mirar muy alto. A tan elevada altura soñaba, que se equiparaba con el pigmeo que alarga las manos al cielo idealizando atrapar un ramo de nubes para cubrirse del sol.

    Su sueño tenía nombre y apellido: una doncella tan bella, tierna y delicada como una penca de lirio. Jenny Sarmiento se llamaba la chica. Tenía 16 años, uno menos que él, pero siendo justo, la adolescente era todo una monería, una cosa tan linda como una flor en su capullo. Además de ser impresionantemente bella, pertenecía a la aristocracia y la conocía desde la clase de catecismo en la parroquia.

    Haciendo un poco de historia, cuando Marcos cumplió los nueve años, la abuela se ocupó de que el pequeño siguiera la tradición religiosa de la familia y empezó a doctrinarlo en un horario matinal sabatino en la iglesia principal del pueblo. Aquí conoció a la hermosa infanta; en aquel entonces, una bellísima pequeña que parecía un ángel bajado del cielo. No se podía negar, era hermosa la criatura, además de delicada y frágil como un brote de magnolia.

    Este domingo Marcos se arregló con elegancia. Era sumamente cuidadoso cuando se trataba de su vestimenta. Perfumó y peinó su larga cabellera, cuidó que el nudo de la corbata le quedara perfecto. Esto con frecuencia lo hacía antes de salir de casa.

    Tres años hacía que había hecho la primera comunión junto a la chica y desde entonces la veía solamente los domingos en misa. Hasta semanas atrás, la chica fue su fantasía; la estrella que en la vida figuró alcanzar. Eran de mundos diametralmente diferentes, pues mientras ella procedía de alto linaje, él no era más que un huérfano cuyos padres perdió al momento de venir al mundo. Pero el amor en ocasiones se vuelve tonto y no conoce de esas cosas. No sabe de números, ni de cuentas, ni de alcurnia, ni de nada que parezca lógico. En los últimos días algo inusual ocurría y ahora no conseguía apartarla de su pensar. La figuraba con esos ojos disimuladamente azules, casi verde. No contaba tanto lo hermosos que eran, sino la dueña y que los usaba para mirarlo.

    La delicada doncella se le había metido en la cabeza de forma furtiva y no parecía existir manera de salir de ella. Al ingenuo adolescente la cordura se le salió de control, desde aquel día en misa cuando la sorprendió espiándolo entre la multitud. Jenny asistía a una costosa escuela católica en lujoso automóvil, con su propio chofer y guardaespaldas privado. El encargado de estas dos responsabilidades era nada más y nada menos que el respetable señor Arturo D’onatelo, y con este individuo sí había que andarse con cuidado; máxime si estaba con la doncella, porque este señor era de bastante mala leche, con suficiente arrojo para sacarles los ojos a quien se atreviera a mirar de mal modo a su protegida. Este hombre era de armas tomar, y cuidar a la muchachita, representaba en él un asunto sumamente serio, un asunto de vida y honor. Así que el pobre Marcos le costaba cuidarse, no fuera a perder los ojos por fijarlos donde no debía.

    La distinguida Jenny, aparte de su custodia, contaba además con una criada, responsable de hacerle efectivas todas sus voluntades. Al menos eso contaba en los papeles, porque a la vieja esta, en ocasiones se le iba la mano. Sus progenitores, el destacado jurista don Cipriano Sarmiento y la doctora Eduviges, eran personas honestas y correctas que proveían a su unigénita la más fina educación cuyo costo no se escatimaba en lo más mínimo. Asimismo se ocupaban de encauzarla en la doctrina cristiana.

    Don Cipriano tenía el bufete de abogados más importante de la comarca y acarreaba tanta ascendencia, que sus colegas rehuían enfrentarlo, no solo por su habilidad y experiencia, también por el carácter regio que se gastaba. En su dilatada carrera en los juzgados, todavía no aparecía el primer oponente que consiguiera vencerlo. En la rama de derecho criminal, era toda una institución el señor este. Eso era indiscutible. Por su parte, la doctora Eduviges, dirigía el área de cardiología del hospital más importante de todo el condado. El matrimonio Sarmiento había procreado solo a Jenny, por cuanto la adoraban y consentían como a una princesa. Bueno, así la bautizaron desde que nació La princesita Jenny.

    En la calle, nadie osaba aproximarse a la bonita adolescente, ya fuera por la estricta vigilancia que la resguardaba siempre, o por el respeto que su apellido inspiraba. Ciertamente su condición la hacía una chica solitaria, y probablemente eso la llevó a sentirse atraída por aquel chico que conocía del catecismo; el único que se atrevía a desafiar el peligro que representaba mirarla con obstinación. Obviamente no pertenecía a su linaje, pero más que eso, ella apreciaba infinitamente la atención inocente y tierna que el muchacho le confería. Marcos Cervantes era ese chico, y desde mucho tiempo atrás, la seguía con insistentes miradas. Se veía un tanto ingenuo e introvertido en cierto grado. No le hablaba, eso nunca, pero en la iglesia, único lugar donde coincidían, en cualquier banqueta que se sentara, ella sabía que él la estaba observando, y aquellas timoratas miradas que antes considerara como asedio impertinente, de pronto empezaba a valorarlas como un esmero distinguido, digno de correspondencias. Así suelen empezar las grandes cosas, con detalles tan diminutos que ni se alcanzan a medir.

    Originalmente, la princesita evitó la obstinada atención del chico, más cuando vestía con ropas ceñidas, pues con frecuencia lo sorprendía mirando donde no debía; entonces él se encogía intimidado y ella, triunfante, celebraba su atino. Solo que en las últimas misas, él se sentaba detrás de ella donde no conseguía pescarlo, pues aquí, cuando ella giraba la cabeza con intención maliciosa de sorprenderlo, él tenía sus ojos en otro lugar, simulando estar muy ajeno al asunto, y esto la llevó a preguntarse: Aja, ¿será que le dio por desistir al bobo ese, o es que ya no me haya bonita? No, ese tonto no puede pensar eso, se apuró en reprobarse, porque yo sí soy bonita; además, un día de catecismo él con su boca me dijo que yo era tan linda como un botón de rosa. Pero ya verá, el próximo domingo me sentaré detrás de él y veré la cara que pondrá cuando lo atrape. ¡Seguro pescaré al menso ese!.

    Así empezaba una pugna sutil entre la delicadeza hecha mujer Jenny Sarmiento y el jovenzuelo Marcos Cervantes. Era un duelo donde la princesita no tenía en sus planes perder. Sabía que él la adoraba con el alma: Pero ese tonto no habla, no me dice nada; ¿qué le pasará a ese...?, ¿tendré que hacer yo alguna cosa? Bueno....

    El domingo siguiente, Marcos llegó a la iglesia justo cuando ella se bajaba de su lujoso automóvil en la explanada frontal de la iglesia. Iba escoltada por su criada de un lado y el espaldero a un metro detrás. Sin mirarla, él entró a la capilla, se sentó en el lugar de siempre y la ceremonia religiosa comenzó. Un rato después, trató de ubicarla y le sorprendió verla sentada en una línea paralela a la suya, pero más le impresionó cuando lo pescó buscándola. Ella no pudo disimular la sonrisa triunfante al ver la cara de menso que el pobre muchacho puso al verse cazado. «¡Ah!, ¿y ahora, Marquito?, ¿dónde va a esconder la cara, eh?», así pensó la bonita adolescente.

    Él estaba enamorado hasta las patas y el estómago. ¿Qué le iba a hacer? Ya no conseguía encubrirlo, y Jenny comenzaba a sentir mariposas en la panza también. Y a partir de entonces, él empezó a perder un tantito el melindre y con frecuencia se exponía a ser sorprendido. Acuciosamente ella igual lo hacía, pero sin perder el donaire y la apostura. Fue cuando comenzó a valorar la osadía inusitada del muchacho, y como respuesta se suscitó un intercambio de ligeras ojeadas, que la graciosa adolescente apreciaba como una sensación de exquisita dulzura.

    Ella disimulaba bastante bien su velado sentir, renegando de sí, y en ocasiones le devolvía una rabiosa mirada como por accidente. Pero eso sí, que él la advirtiera, para que se enterara de que a ella no le avenían mucho sus inocentes galanteos, y aposta, al verse sorprendida, dizque se enojaba: ¿Qué es lo que ese tonto mira?, y de regalo, una cortada de ojo se llevaba, Para que aprenda. Ojalá se quede ciego para que no me mire tanto. Desde luego que su ruego fue sin pensar, porque después se reprendió: ¡Cómo voy a desear mal a esos ojos tan hermosos!.

    Los domingos pasaban y Marcos advertía un cambio inusitado en Jenny en la iglesia. Ya no evadía su atención con las habituales muecas de enojo de siempre, sino que ahora, a menudo se tropezaban. Aunque esto no servía de mucho, sí valía para sostener alguna esperanza promisoria. Él necesitaba hablar con ella, pero, ¿y cómo?, si siempre estaba su espaldero con el pretexto de cuidarla, o si no, su criada cara de palo con la disculpa de protegerla.

    La única vez que consiguió acercarse, incluso logró tocarles las manos, fue en la cancha mixta de deportes, donde ella solía practicar al tenis, y él baloncesto. Esa vez él perdió todo el valor que pudo haber tenido. Como que se atarantó al verla venir, e incluso perdió el balón con el cual jugaba, rodando este hasta los pies de la chica; y ella, con un movimiento ligero lo detuvo, mientras él se agachaba a recogerlo y se disculpaba.

    —Lo siento, señorita —dijo con un temblor de ternero recién nacido y la lengua adormecida como de trapo.

    Jenny aceptó la disculpa dirigiéndole además una leve sonrisa. Él quedó deslumbrado con su mirada y el exquisito aroma de sus manos. En ese momento él no fue capaz ni de pensar; apenas pudo apreciar su sonrisa como un regalo venido del mismo cielo. Nunca había recibido de ella tan afable trato, nunca. Hasta entonces evitó su mirada como si se sintiera apabullada por su atención, pero él estaba enamorado con el alma y no tenía más que verla desde lejos y de cuando en cuando.

    El domingo siguiente, la abuela observó al nieto levantarse bien temprano y se preguntó:

    —¿Qué le pasará a este mocito hoy?

    En oposición, ella se encogió de hombros.

    Él hacía su tarea diaria en el jardín y al acabar estaba nervioso. Entró a la ducha y se dio un buen baño. En su cuarto, abrió el ropero, apartó un traje y lo desestimó: «El negro no», pensó luego de verse al espejo. Finalmente se vistió de azul: Ahora sí. Perfecto, aprobó, y encima de la chaqueta, el gabán negro de piel de alce bien curtida y el sombrero de fieltro color mostaza. Este ajuar combinaba perfecto con los finos lentes Ray ban que la abuela le obsequiara en su aniversario diecisiete. Volvió a verse al espejo y reiteró: Perfecto. Apreció con vanidad el fino perfume que había puesto en sus manos, Vetiver D’ Calvert, se leía en la etiqueta. Ahora se sentía cómodo como estaba vestido y esto le aportó seguridad.

    Por hoy, lo único que contaba era llegar temprano a la iglesia, quería llegar primero que Jenny y llegó primero. Se sentó en el mismo lugar que ella lo había hecho el domingo previo, cosechando luego los frutos de su atino. La banqueta estaba vacía cuando llegó con la abuela y la misa estaba por comenzar. Unos minutos y el coro inició con un Aleluya al Señor. Al finalizar, el sacerdote se levanta, la misa comienza y Jenny nada de aparecer.

    Desde luego, él no atendía a coro, ni a cura, ni a nada. Su mente estaba en las personas que ingresaban al templo, pero ella no asomaba aún. «¿Qué será lo que hace esa tonta que no llega?», iba a pensar mal de ella, pero lo evitó, porque no era capaz de ofenderla ni siquiera con su pensar.

    —¡Todos de pie! —pidió el cura, y a seguidas la oración preliminar marcó el inicio.

    Figuraba como costumbre que los feligreses rezaran con los ojos cerrados, y al concluir la oración, no pudo evitar volver la mirada, y entonces ahí estaba la graciosa princesita, tan cerca que sus manos se tropezaron. Jenny estaba justa a su lado. Él no tuvo valor de mirarla. El desconcierto le cegó la razón y no consiguió ni pensar nada ante la sorpresa. Deseaba fingir serenidad, pero el pantalón de seda acusaba el temblor de sus piernas. Ni siquiera podía responder las ordenanzas del cura; apenas movía los labios sin decir nada, y lo peor, comenzó a sudar y a palidecer; y la chica, traviesa, sonrió maliciosamente y pensó: «¡Ten valor, Marquito, ten valor! ¡No vayas a desmayarte o a morirte del corazón!».

    II

    En casa, esa tarde y sentada en el extremo de un sofá, Jenny fingía distraerse hojeando una revista de modas. No leía nada, solamente contaba los segundos para que fueran las 3:00, pero estaba tan nerviosa que el tableteo de su corazón le hacía perder la cuenta. Esperaba que el teléfono frente a ella sonara justo a la hora convenida. Lejos de ahí y mucho más ansioso estaba Marcos. También restaba los segundos para que llegara la hora y efectuar la llamada indicada. Se veía agitado con el auricular en una mano mientras se comía las uñas de la otra.

    En realidad, había sido un día de mucha suerte para él y adoraba a Dios por ello. Igual agradecía a su religión por haberse inventado las misas, porque de otra manera no hubiera ocurrido lo de esa mañana en la iglesia, cuando su pedacito de cielo, lo sorprendió sentándose a su lado. Él por poco se desmaya, claro, pero confiaba en que la próxima vez lo superaría. «Bueno, con semejante belleza a cualquiera se le cae el sombrero, y más si es sorprendido como fue mi caso. Nunca había estado tan cerca... nunca como hoy. ¡Que mis rodillas me fallaron! Sí, ¿y qué? ¡Qué las sentía cual si fueran hebras de macarrones hervidos! Aja, ¿y qué? Eso no me resta hombría, no señor. Me pasó lo que a todo mundo, me puse nervioso y no encontré qué hacer en el momento. Con mis manos temblorosas y turbadas busqué en mi bolsillo el pañuelo y sequé suavemente el sudor asomado a mi frente. Regresé el lienzo, y de vuelta, mi mano se tropezó a la de ella. Noté en el acto sobradas evidencias de su deliberada intención. La princesita había aprovechado el descuido de su criada para tocarme ligeramente. Me inquieté mucho al ver que la abuela sí había advertido el atrevido roce. Ella se asustó y quiso esfumarse al observar la expresión hosca de la abuela», pensó.

    Fue una ojeada a hurtadilla y dura; como si quisiera abofetearla por atrevida. Doña Amelia desde ese momento respondió con más firmeza el canto del coro en la misa, luciendo satisfacción por haber puesto en su sitio a la intrusa. Pero se equivocaba, obviamente, pues para Jenny, igual que para todo humano, vencer los límites y lograr lo prohibido, es siempre asunto de orgullo y presunción.

    La misa terminó y todos se levantaron para recibir la bendición del reverendo. Marcos hizo tiempo para que Jenny se levantara primero y advirtió que ella, sigilosamente, dejaba caer una tarjeta de presentación en su asiento. Él la guardó disimulando sus movimientos al tiempo de ponerse de pie. Volvió la mirada y Jenny ya no estaba; caminaba en el pasillo hacia la puerta de salida y la hilera de personas la ocultaba. Seguirla no constituía mayor importe, lo que más valía entonces era el pequeño cartón que guardaba en su faltriquera.

    En casa, Marcos entró sin detenerse. Siguió hasta su cuarto y entonces leyó: Doctor Cipriano Sarmiento, abogado. Teléfono oficina... tal. Teléfono casa... tal. El teléfono de la casa estaba subrayado y en el envés se leía: Sé puntual, a las 3:00 p. m.

    Todo ese tiempo el muchacho estuvo como loco dando vueltas. Estaba exaltado por el tiempo que aún restaba para que llegara la hora, y como si la chica tuviera mucho tiempo para hablar con él, se rellenó los bolsillos de monedas. La ansiedad le hacía suponer que ninguna cantidad sería suficiente, y como el pequeño que espera de Reyes su primer regalo, salió a la calle algo más de las 2:00 en pos de un teléfono público. En ningún momento pensó llamar desde su casa; no fuera la abuela a echar el ojo o lo interrumpiera mientras hablaba. Nada de eso. Buscaría un teléfono público tan apartado y discreto como demandaba su apremio.

    Él estaba ansioso y nervioso también, y quería hablarle en términos tan íntimos, que ningún lugar lo consideraba cerca y reservado a la vez.

    Justo a la hora señalada, el teléfono en la mansión sonó. Marcos aprecia la voz dulce y bien cuidada de la doncella, como el cantar de un ruiseñor en un amanecer:

    —Hola... sí, soy yo —le dice—. Espera un segundo. Esos apuntes los tengo arriba, en mi cuarto —reseñó.

    Ese comentario hizo comprender que podía estar acompañada y aguardó paciente con los oídos alertas; no fuera otra persona a tomar la línea e interferir la conversación. Segundos después, demandó:

    —Dime ahora.

    Un instante callado y luego tartamudea al decir:

    —Es que... es que tengo tanto que decirle, que tal vez el tiempo no nos alcance.

    El muchacho masticaba las palabras con más miedo que razón y se comía las uñas entre tanto. Estaba tan nervioso, que por un momento pensó que sus rodillas no iban a sostenerlo en pie.

    —A ver, Marcos, empieza —le urgió Jenny.

    Por algunos segundos, él volvió a quedarse callado y ella intentó confortarlo:

    —¿Te ayudo, Marcos? —lo cuestiona con la misma voz suave e inocente que le era particular.

    Y él contesta medio avergonzado:

    —Viniendo de usted sería lindo y lo mejor que me puede pasar.

    —¿Estás enamorado de mí, Marcos? —averigua ella.

    —Pues sí —le dice casi cayéndosele las palabras.

    Ella lo había estudiado por mucho tiempo y precisamente de su forma inocente de mirarla y su encantadora personalidad era lo que más le encantaba de él. Entonces le reclamó con acento inquisitivo:

    —Pues, ¿por qué no me lo dices, entonces?

    Él tenía la lengua hecha estropajo, aunque le alcanzó para decir:

    —Bueno, distinguida princesa, pretender su cariño, más que un sueño, es una utopía.

    Ella reacciona en tono casi rígido:

    —Mira, Marcos, cuando tengas un sueño, lucha por él sin importar el empeño que debas poner. Confías en ti y no flaquees nunca.

    Él estaba encogido todavía y necesitaba superarse; era momento entonces de levantar la cabeza y enfrentar sus temores.

    —Señorita Jenny —le expresó—, yo la admiro tanto, como no me es posible expresar. Mucho me cuesta imaginar que mi sueño pueda volverse real un día. Yo la amo tanto, más allá de lo que su imaginación supone; aunque confieso tener la aprensión de que una ilusión como esta, será más que complicada, atrevida. Usted entiende, ¿no? —opinó bajando el tono.

    La doncella lo escuchó llamarla usted, y aunque eso lo hacía muy considerado, lo conocía bastante y no precisaba de más testimonios, por lo que le sugirió llamarla . En ese orden, igual reconocía lo complicado que sería un amorío entre ellos; pero su temple obstinado y aventurero no le permitía capitular sin considerar lo posible. Eso contaba por su parte, solo restaba medir la voluntad y el coraje de Marcos para retar al destino y eso quiso averiguarlo enseguida.

    —Es cierto lo que dices, Marcos. Tal vez sea mejor dejarlo así —le dice con desgano.

    Estas palabras le enfriaron el alma al chico y sintió que la lengua se le volvía cebo en la boca nueva vez.

    —¿Por qué? —reprobó él con deje de reparo.

    —Fíjate, Marcos, quien procure conquistarme, le convendrá ser más que apuesto, atrevido. Y un consejo más, cuando aspires a tocar una estrella, empieza a practicar el salto con tiempo. ¿Te gusta el baloncesto, verdad? Bueno, formidable manera para practicar por alcanzar la cesta.

    Él reacciona sin vacilar y la contradice:

    —Valentía no me falta, virtuosa doncella... Tú sabes, figúrate que tus padres nos pesquen, ¿qué crees que ocurrirá? —ella se queda callada y él la examina con atinada candidez—. Mi rayito de sol, ¿de veras estás enamorada de mí?

    Ella permaneció en silencio. Tal vez sorprendida. A lo mejor no esperaba semejante cuestionamiento, y aunque tenía la respuesta, prefería que la adivinara.

    Un breve silencio y al final confiesa:

    —Sí, Marcos; ya no puedo esconderlo... ni modo.

    —¡Que linda eres! —exclama él—. Eso supone que debemos ser sumamente cautos. Si nos descubren, habrá complicaciones.

    —¿Estás dispuesta a correr los riesgos que surjan? —la cuestionó.

    —Espera, Marcos —reacciona ella—, esa pregunta me corresponde a mí hacerla. Pero por lo que a mí concierne, si te di mi teléfono, estoy hablando contigo, ¿qué más deseas saber, a ver? —él permanece reflexivo y ella concluye—: Bueno, desde luego que corresponde tomar providencias para los riesgos. Empecemos por hablar por teléfono, y para que no se te vaya a zafar mi nombre, estudia un seudónimo para mí. ¡Oye, y que sea bonito! Ahora dame tu teléfono y nunca llames. Debes estar atento, pues te llamaré mañana a la misma hora que lo hiciste hoy. Si me responde tu abuelita, cierro. ¿De acuerdo?

    Y él responde:

    —Ok, eso no sucederá. Te lo aseguro.

    Jenny estaba por despedirse y con un murmullo confesó que lo amaba.

    De regreso a casa, Marcos daba saltos de felicidad. Se frotaba las manos suavemente a modo de que si fuera un sueño no se despertara. Se sentía regocijado y a su vez se reclamaba por atolondrarse y no poder decirle nada de lo que practicó con tanta diligencia.

    —Se lo diré mañana cuando le hable.

    Al anochecer regaba el jardín, y al contemplar las flores, observó que había más rosas recién abiertas que los días previos.

    De pronto Jenny ocupaba todos los espacios en su vida, aparte de ser la causa que lo inducía a ser alguien. «Debo merecerla», pensaba abstraído, «Tengo que merecerla. Para ello tengo que alcanzar la meta; graduarme de arquitecto; no solo por la abuela, sino por ella. Ahora debo esforzarme en los estudios. El año que viene entraré a la preparatoria y en siete años seré ingeniero arquitecto. Sí... sí, eso, eso; seré ingeniero y construiré un nidito suave donde quepa ella. Eso sí, Marcos, debe ser blando, tibio y delicado para que no afee la lozanía de su piel. Eso es, Marcos, así se piensa. Apúrate en lograrlo, porque la opción de fallar no existe», decía para sí. Estas reflexiones lo siguieron toda la noche.

    Al día siguiente al regresar de la escuela, se alegró porque la abuela no estaba en casa, había sido invitada a rezarle a un moribundo. Este era el trabajo de doña Amelia ahora: ayudar a bien morir a enfermos y ancianos, que por sus achaques o avanzada edad ya no le era llevadera la vida. Su obra generosa se había hecho legendaria en la comunidad, pues proveía la extremaunción a enfermos, además del rezo que seguro venía. A sus 74 años todo mundo reconocía la labor casi filantrópica de la insigne dama, y después que dejó la escuela, este era el único trabajo que ejercía.

    Doña Amelia fue maestra de escuela por treinta años, y por su entrega a la educación, recibió el mayor honor entregado por la ciudad. Ahora vive con el nieto, su único familiar. Hacía veinticuatro años que perdió a su esposo por un ataque de asma, y su único hijo, Cambiazo Cervantes, también murió 17 años atrás en un extraño accidente. Su auto fue sepultado por un alud de nieve que le vino encima. Él y su esposa Catalina conducían en aquel invierno por la autopista Cleveland–Buffalo. La señora tenía entonces ocho meses de embarazo, de Marcos precisamente, y murió minutos después que los paramédicos le practicaran la eutanasia a fin de salvarle la vida a la criatura. En los corrillos llegó a decirse que el pequeño Marcos nació con su madre clínicamente muerta. El esposo pereció instantáneamente al embestirlo una enorme roca de hielo que le aplastó la cabeza dentro del coche. De esta malaventura apenas quedan recuerdos, algunas fotografías adosadas a la pared, incluyendo la boda de ellos, así como el rescate milagroso y el nacimiento de la criatura en el mismo lugar de la tragedia.

    Hoy, Marcos es un chico estudioso con excelentes notas, pero más que todo, está feliz. Hoy hablará con su frágil princesita, con la estrella más brillante y lejana del universo, la que nunca imaginó pudiera aproximarse, y ahora, con un poquito de suerte, tal vez hasta podía tocarla. Aunque correspondía poner cuidado en tan delicada empresa, para no perder como antes la compostura y el coraje. No señor, hoy iba a armarse de valor para expresarle cuanto practicó en la noche con denodada diligencia.

    Justo a la hora convenida, su teléfono sonó, y el sonido del aparato le fulminó el poco arrojo que pudo haber tenido; no obstante, se apuró a responder:

    —Sí, soy yo —dijo.

    Escuchó la voz exquisita de la doncella a través del hilo del aparato, y como un maldito sortilegio, las palabras bonitas que practicara con tanto ahínco la noche previa, se borraron de su memoria cual si una maldición lo acometiera. Un ataque de nervios le sepultó el raciocinio y le adormeció la lengua en la boca. Y otra vez tuvo la hermosa Jenny que tomar la iniciativa.

    —¿Estás nervioso otra vez, Marcos? —lo cuestionó con acento delicado.

    Marcos era un niño en materia de amor, y con la princesita era como un pequeño con juguete nuevo y caro, y sin saber cómo jugar. ¿Qué le iba a hacer?, él era así y ella lo quería precisamente así. Finalmente respondió con la voz encogida y con un temblor que se notaba:

    —Sí, es que no sé cómo expresarlo.

    —Eres muy tímido Marcos —le dijo—, pero, ¿sabes una cosa? Precisamente eso me gusta de ti. Te quiero así y no quiero que cambies nunca. Hoy me siento dichosa porque estoy enamorada del chico más guapo, y más que todo, con el alma más noble y sana, con el corazón más puro y transparente, donde no se esconde la maldad ni la mentira. Eres el joven con el cual toda chica sueña, y por ello me siento afortunada.

    Desde antaño, Jenny venía estudiando meticulosamente al chico, igual como lo llevara a cabo una investigadora secreta, y había apreciado en él la gran pureza de su pensar. Lo que nunca entendió fue por qué vivía pendiente de ella y no se manifestaba. Incluso llegó a preguntarse: ¿Qué le pasará a este bobo que no habla?. La respuesta la mantuvo intrigada por mucho tiempo y ahora estaba por descubrirla.

    Al muchacho las palabras de Jenny, y la gracia con que las dijo, lo estremecieron al grado de emocionarse en términos notorios, debiendo hacer esfuerzos enormes para no quebrarse y que ella lo advirtiera, pero Jenny era muy perceptiva y lo escuchó jadear, aparte de advertir su profunda respiración donde concluyó que de haber estado junto a él, habría percibido el aire moverse.

    El silencio le sirvió para meditar y asimilar lo que la princesita le había revelado, que si bien eran halagos, igual significaba enorme responsabilidad, pues ser el novio secreto de Jenny Sarmiento, representaba un encargo que él no sabía cómo cargar. Pero no tenía que preocuparse mucho de eso, porque ella estaba dispuesta a llevarlo de la mano si él no se sabía el sendero. Sí, igual haría la maestra que lleva de mano al pequeño camino a la escuela.

    La bella adolescente estaba enamorada y deslumbrante y era todo cuanto importaba. Cualquier otra cosa sobraba. Su amor crecía con cada minuto que pasaba, solamente que ella significaba demasiado para el chico, pero él lo comprendía. Suficiente inteligente era para concebirlo y dejarse conducir.

    —Vamos, mi pequeño sol —requirió ella con voz suave—; dime todo lo que pensaste decirme anoche. ¡Vamos, quiero oírlo!

    Él piensa un momento y luego confiesa:

    —Lo único que sé decir es que te amo tanto, que la medida no se ha inventado todavía.

    Ella se admira y pregunta:

    —¡Wao! ¿Tanto es?

    —Ya le dije, princesa mía, esa forma de medida no existe aún. En realidad rebosa mi capacidad para expresarlo. Mi corazón está estrenando cosas nuevas y no sé cómo se llama.

    El muchacho se esforzaba en hablar calmado, pero dejaba desguarnecido el temblor. En ese instante ella comentó:

    —Creo que es una enfermedad que no se cura, Marco, y tampoco sé cómo se llama, pero estoy sintiendo los mismos síntomas que tú, aunque aspiro a no hallar la medicina ni que tú la encuentres tampoco.

    —Pasé todo el día pensando en ti —asegura él—, y anoche no pude dormir practicando lo que iba a decirte y fíjate ahora, se me olvidó todo.

    Por un momento hubo silencio, seguido de un largo suspiro de ella. Luego murmuró:

    —Tampoco yo.

    Y otra vez volvió el silencio a tomar el curso, esta vez más largo, hasta que ella lo cortó al preguntar:

    —¿Qué más pensaste decirme? Dímelo, Marcos... por favor.

    —Es... es que tengo miedo —dijo tartamudeando.

    A esto, ella reclamó:

    —Escucha, soy yo, Jenny; tu pedacito de cielo, tu ruiseñor, la princesita que deberás cuidar toda la vida —decía seguido de una pausa— ¡Ah!, ya sé, quieres verme y temes a mis padres —tanteó.

    —Sí, quiero verte, pero no temo a tus padres. A una negativa tuya sí le temo —afirmó.

    —Pues deberías temerle, Marcos —recomendó ella—. Si nos descubren, te matan o me destierran. Para mis padres es sencillo, me mandan a estudiar a otro país y jamás nos volveremos a ver. Mi padre es alguien con quien hay que andarse con cuidado —le advierte.

    —Pues, para que veas, princesita —interviene él—, en el mundo no habrá ley que no quebrante, barrera que no traspase, ni distancia que yo no gane, para estar cerca de ti.

    —Eso me gustó, Marcos... y entonces, ¿te gustaría que nos viéramos o no? —insistió en averiguar.

    —¡Pues claro! —se apresuró en responder.

    Después de muchos tanteos y pormenores, acordaron reunirse a escondidas. La dificultad suscitada fue el lugar y cuando lo harían, que no fuera en la iglesia, desde luego.

    Jenny reflexionó un poco y añadió:

    —Durante esta semana, no salgas de casa después de la escuela. Te llamaré en cualquier momento.

    Dos días después, la llamada que esperaba finalmente llegó. Había establecido una especie de cuartel de vigilancia junto al teléfono y Jenny lo invitaba para las cinco y treinta de esa tarde, en el parqueadero de un edificio abandonado ubicado en la cuadra contigua a la de ella.

    —¿Sabes dónde es, no? —sin esperar la respuesta, añadió—: Buscaré la forma de estar ahí a esa hora. Espérame detrás del edificio hasta las seis. Si no llego, es que estuve vigilada. Adiós.

    Jenny se despide y él escucha el teléfono colgar. Deseaba continuar escuchando la voz tierna y armoniosa de la doncella, pero el tiempo corría de volada, y sin notarlo, había tardado más de media hora hablando con ella.

    Marcos estaba rebosante de alegría y si en el mundo existía la felicidad, él, en ese momento la personificaba. Y muy buena razón tenía para apercibirlo de tal modo, pues pensaba que en la tierra hombre alguno fuera tanto como él. Por el momento no tenía nada que hacer y salió a la calle para respirar y abrir los brazos. Aspiraba abrazar al mundo entero y contagiarlo de su fortuna.

    En su casa, caminaba de un lado a otro, deseando tirar el tiempo para que llegara la hora y poder ver a su princesita. Sería la primera vez que hablaría con ella frente a frente. Su primera vez. Esto significaba suficiente causa para estar nervioso, y ahora el bendito reloj caminaba demasiado lento para su avidez y parecía moverse en contra de su voluntad; y en su afán por hacer algo con el tiempo, fue a la cancha con el propósito de practicar el salto, tal como su amada le recomendara. Regresó a casa una hora antes de su cita y se arregló como mejor pudo, se vistió con su mejor ropa. Puso en sus manos el perfume que más le sentaba para la hora Paco Rabanne. En lo que concernía a su vestimenta, Marcos era vanidoso, casi como una devoción. Antes de salir de casa, cortó la rosa que había visto en la mañana y partió para al encuentro que cambiaría su vida y marcaría definitivamente su destino.

    Jenny y Marcos vivían en la misma calle, a unos diez o doce bloques de distancia; aunque existía un mundo de desigualdades entre ambos, una autopista, una vía ferroviaria y más que todo, una aristocracia de por medio. Nada pequeño dividía la barriada donde vivía con su abuela y la parte colonial donde los padres de Jenny ostentaban una de las mansiones que se disputaban el primer lugar en elegancia, opulencia, lujo y costo. Él hacía caso omiso de estas cosas, porque estaba enamorado y esto ciega, ofusca y embelesa. El amor es a veces torpe y no distingue raza, linaje ni clase, ni conoce de razones lógicas ni nada. Para Jenny, su riqueza era simplemente vanidad, porque estaba enamorada aparte de correspondida. Lo demás no contaba para nada.

    Marcos estuvo en el lugar cinco minutos antes de la hora establecida. En el edificio indicado, subió al segundo piso y desde la ventana no alcanzó a divisar la mansión. Las paredes inexpugnables impedían divisarla. Subió otro piso más y tampoco pudo. Esta vez fueron los árboles los que estropearon su fin. Miró su reloj e hizo un breve sobresalto al atender que el tiempo exacto lo tenía encima. Bajó a toda marcha las escaleras hasta el lugar convenido. Entonces, al pie de esta, ahí estaba ella; de pie ante él, como una diosa Venus, como una virgen o un ángel con zapatillas blancas, medias transparentes y falda ancha y oblonga que no alcanzaba a cubrir sus largas y hermosas piernas. La blusa blanca ceñida al cuerpo, exponía la espectacular belleza de su figura.

    El chico quedó pasmado. Sus piernas parecían fallarles y sus manos temblaban como paciente de párkinson. Su corazón latía fuerte y rápido, como si fuera a salirse de su lugar mientras recibía de ella, su mirada, su encanto y su fragancia natural. Su fragancia era un olor exquisito a nuevo, como a gardenia o a fresca mañana seguida de una noche lluviosa. Este perfume parecía identificar a la virtuosa doncella que permanecía ahí parada, a un metro de él, cual "Alicia en

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