Un Imperio para una Familia
“Muchacho, tú se lo debes todo a tu nombre”. La frase se la lanzó con desprecio Marco Antonio al joven Octaviano, el sobrino nieto de Julio César. Aunque cometía con ella el error de menospreciarlo, parte de razón tenía el popular cónsul romano al referirse al que había sido el inesperado heredero salido del testamento de César, sólo conocido tras su traicionero asesinato. Desde su tumba, el líder más admirado de la época adoptó formalmente al hijo de la hija de su hermana, Julia la Menor, y le dio su nombre; a partir de entonces se le conocería como Cayo Julio César Octavio. Eso se convertiría en el mejor salvoconducto: un pasaporte al poder, que fue aprovechado con gran habilidad por el inteligente chico (por algo lo había escogido el lúcido César). Y de él saldría toda una familia imperial, la dinastía Julio-Claudia, que dio cinco imperators a Roma.
Los Julios formaban una de las mejores (agrupaciones familiares) romanas. Por supuesto se trataba de patricios, que remontaban sus orígenes hasta Julo, un personaje que habría sido nada menos que nieto de Eneas, el héroe troyano huido a la península Itálica tras la destrucción de la mítica ciudad. Ya en Italia habían tenido a algunos de sus más lejanos ascendientes entre los reyes de Alba Longa, una ciudad de la región del Lacio en los montes Albanos, destruida por Roma en el siglo VII a. C. Tras la campaña contra Alba
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