La condena de un ángel
Por Rainer Sousa
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En una época marcada por las guerras entre Portugal y España, Jesús Trindade, un joven a quien misteriosamente le nacen unas alas y que posee el inusitado poder de volar, causa un inesperado revuelo en la Lisboa del siglo XVII. Aún más cuando se trata, ni más ni menos, del hijo adoptado de Veríssimo de Lencastre, el todo poderoso inquisidor general del reino, quien tendrá que decidir si lo salva de la condena inquisitorial o si lo sentencia a padecer una muerte ignominiosa.
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La condena de un ángel - Rainer Sousa
Copyright © 2018 Rainer Sousa
Trabajo de edición: Lesbia Quintero
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@raimanuel
La condena de un ángel
I
En la noche del 7 de febrero de 1677, un misterioso hombre cruzó la Plaza del Rossio, en la ciudad de Lisboa, en medio a una gran tormenta de lluvias y truenos. Era un hombre de mediana edad, vestía una larga capa negra y llevaba un sombrero chambergo que goteaba copiosamente por las alas, las cuales le tapaban el rostro, ya bastante difícil de discernir por la oscuridad.
Con pasos vigorosos, sus pesados borceguíes iban dejando huellas bien marcadas en el lodo arenoso de la plaza. Sin embargo, lo que llamaba más la atención era el liviano bulto que cargaba debajo del brazo y que la capa cubría casi por completo.
Pasó frente al conocido Hospital de Todos-os-Santos, y se dirigió hacia una casa, contigua al austero Palacio de los Estaus, ubicada precisamente en una esquina.
Era una edificación de dos pisos, grande, vistosa, y con un escudo toscamente esculpido en granito, que figuraba al lado de la puerta principal, lo que denotaba que en ese lugar residía alguien de excelso abolengo.
Una débil luz se escapaba de una ventana, quizás proveniente de una delgada vela, la cual seguramente acompañaría el sueño profundo de alguna persona. Entonces, aprovechando que nadie lo observaba, el hombre depositó el bulto, transportado en una cesta, dejándolo muy cerca de la puerta de madera de aquella casa.
Llovía y era un riesgo dejar semejante encargo allí a la intemperie. Quizás para sentir algún tipo de consuelo moral, el mencionado hombre balbució una corta plegaria, destapó la pequeña cesta donde reposaba el cuerpecito de un recién nacido, dio gracias al Altísimo y con los dedos trémulos de su mano derecha acarició por última vez la faz tibia del niño. Algunas lágrimas resbalaron por sus mejillas y se mezclaron con las gotas de la lluvia que iban cayendo de su sombrero. Entonces, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad.
El niño misterioso quedó allí hasta que las pesadas campanas de las iglesias despertaron la ciudad. Una esclava abrió la puerta y halló la criatura envuelta en sábanas blancas, llorando por hambre.
Esa era la casa del inquisidor general del reino de Portugal, don Veríssimo de Lencastre.
Aquella mañana grisácea, al levantarse de una maciza cama de ébano, el inquisidor fue sorprendido con la noticia de que un diminuto niño había sido dejado frente a la puerta de su casa. ¿Cómo se atreven a abandonar un recién nacido? ¿Qué pensará la gente más selecta de la ciudad? ¿Qué dirá el pueblo llano de Lisboa? Seguramente dirán que esa criatura es su hijo. ¿Conocerán que el inquisidor es dado a la sodomía, rechaza las mujeres como los buenos frailes a Satanás, ignora el olor de las hembras, y se deleita en el cuerpo de los varones? Este es el inquisidor general del reino, el hombre que debe juzgar la herejía, la hechicería, los pecados contra natura y todo lo malo que crece como hierba mala.
El inquisidor se levanta en la mañana para entregarse a fervientes rezos, a la meditación de sus lecturas y a planificar su ocupado día de labores. Cuatro esclavos bantúes lo llevan en una portentosa litera hasta la vieja catedral de la ciudad. Cuando se cansa de fustigar a los demás sacerdotes, con inspecciones tediosas y falsos sermones,