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El figón de la reina Patoja
El figón de la reina Patoja
El figón de la reina Patoja
Libro electrónico252 páginas4 horas

El figón de la reina Patoja

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"El figón de la Reina Patoja" es una novela que se ambienta en la Francia del S. XVIII. Un figón es un lugar de poca monta donde se venden cosas de comer. El padre de Elma-Lorenzo-Jacobo Ménétrie posee uno, cuyo nombre es 'La Reina Patoja'. Jacobo es un chico querido por sus padres, quienes lo llenan de mimos y cariño, sin embargo, su origen humilde y las conversaciones con el abate Jerónimo Coignard va a introducirlo en las ciencias ocultas, quedando como único testigo de una historia fantástica
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 nov 2019
ISBN9788832954449
El figón de la reina Patoja
Autor

Anatole France

Anatole France (1844–1924) was one of the true greats of French letters and the winner of the 1921 Nobel Prize in Literature. The son of a bookseller, France was first published in 1869 and became famous with The Crime of Sylvestre Bonnard. Elected as a member of the French Academy in 1896, France proved to be an ideal literary representative of his homeland until his death.

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    El figón de la reina Patoja - Anatole France

    PATOJA

    EL FIGÓN DE LA REINA PATOJA

    Anatole France

    Me propongo referir los sorprendentes encuentros que tuve en el transcurso de mi vida. Los hay muy amenos y los hay muy extraordinarios. Cuando acuden a mi memoria llego a dudar de si habré soñado. Conocí a un cabalista gascón, de quien no me atrevo a decir que fuera hombre juicioso, porque murió de una manera desastrosa. En la isla de los Cisnes, una noche, oí de sus labios razonamientos sublimes, que recordé y escribí cuidadosamente. Dichos razonamientos referíanse a la magia y a las ciencias ocultas, que actualmente preocupan mucho; sólo se habla de la Rosa-Cruz. No me preocupa la importancia que pueden procurarme tales revelaciones. Unos dirán que todo es pura invención mía, y otros, que todo el mundo sabe ya lo que digo. Me declaro poco instruido en la cabala, puesto que mi maestro murió cuando comenzaba a iniciarme; pero aprendí lo suficiente para suponer con algún fundamento que todo ello es ilusión, abuso y vanidad. Por otra parte, basta que la magia sea enemiga de la religión para que yo la rechace con todas mis fuerzas. Sin embargo, creóme obligado a dar explicaciones acerca de un punto de tan falsa ciencia para que no se me juzgue aún más ignorante de lo que soy. Sé que los cabalistas piensan generalmente que los silfos, las salamandras, los elfos, los gnomos y los gnomidos nacen con un alma perecedera, como su cuerpo, y que adquieren la inmortalidad mediante su comercio con los magos (1). Mi cabalista enseñaba, por el contrario, que la vida eterna no está reservada a criatura alguna, sea terrestre, sea aérea. Yo he seguido estas inspiraciones, sin permitirme juzgarlas.

    (1) Esta opinión está sostenida especialmente en un libro del abate Montfau-con de Villars, El conde de Gabalís o pláticas sobre las ciencias secretas y misteriosas, según los principios de los antiguos magos o sabios cabalistas. Existen muchas ediciones. Yo me contentaré con señalar la de Amsterdam (Jaques Le Jeune, 1700, en octavo, con grabados). Contiene una segunda parte, que no aparece en la edición original.

    Tenía por costumbre decir que los elfos hacían víctimas a los que revelaban sus misterios, atribuyendo a la venganza de estos espíritus la muerte del señor abate Coignard, asesinado en la carretera de Lyon. Pero yo sé bien que esa desgracia, verdaderamente sensible, tuvo una causa más natural. Hablaré con entera libertad de los genios del aire y del fuego. Es preciso arriesgarse a los peligros de la vida, y el de los elfos resulta extremadamente pequeño.

    He cogido con escrupulosidad los razonamientos y las opiniones de mi excelente maestro el señor abate Jerónimo Coignard que murió como dejo indicado. Era un hombre rebosante de ciencia y de bondad. Si hubiera tenido un alma menos inquieta, hubiera indudablemente igualado en virtud al abate Rollín, a quien sobrepujaba mucho por la extensión de sus conocimientos y la profundidad de su inteligencia. Tuvo sobre el señor Rollín, por lo menos, entre las agitaciones de una vida desordenada, la ventaja de no caer en el jansenismo, porque la firmeza de su espíritu no se dejaba arrastrar por la violencia de las doctrinas temerarias, y puedo atestiguar ante Dios la pureza de su fe. Poseía un gran conocimiento del mundo, adquirido con el trato de toda clase de gentes. Esa experiencia le habría servido de mucho en las historias romanas que hubiera sin duda escrito, siguiendo el ejemplo del señor Rollín, a no faltarle para esos trabajos la tranquilidad y el tiempo y si su vida se ofreciese más en consonancia con su genio. Cuanto yo refiera de tan excelente hombre, servirá de ornato a estas Memorias. Y como Aulio Gelio, que refirió los más hermosos pasajes de los filósofos en sus Noches áticas, y como Apuleyo, que introdujo en su Metamorfosis las mejores fábulas de los griegos, yo realizo un trabajo de abeja para cosechar una miel exquisita. No llegaré, sin embargo, a envanecerme hasta el punto de considerarme como émulo de esos dos famosos autores, puesto que únicamente de los propios recuerdos de mi vida, y no en abundantes lecturas, es de donde extraigo mis riquezas. Lo que yo ponga de mi propia cosecha, será la buena fe. Si algún curioso lee mis Memorias, reconocerá que sólo un alma candida podría expresarse en un lenguaje tan inocente y llano. Siempre fue tenido por ingenuo entre las gentes que me rodearon. Este manuscrito sólo puede confirmar semejantes opiniones después de mi muerte.

    * * *

    Mi nombre es Elma-Lorenzo-Jacobo Ménétrier. Mi padre, Leonardo Ménétrier, era figonero de la calle de San Jacobo, y su establecimiento llevaba por divisa La Reina Patoja, que, como es sabido, tenía los pies a la manera de las ocas y los patos.

    Alzábase nuestra casa frente a San Benito, entre la de la señora Gilíes, mercera de Las Tres Doncellas, y la del señor Blaizot, librero de La Imagen de Santa Catalina, no lejos de El Joven Baco, cuya reja, adornada de pámpanos, formaba la esquina de la calle de Cordeleros. Me quería mucho, y cuando después de cenar estaba yo acostado en mi camita, cogiéndome la mano y tirándome de los dedos, uno a uno, comenzando por el pulgar, decía:

    — Éste lo ha matado; éste lo ha desplumado; éste lo ha guisado; éste lo ha comido, y al pequeño Riquiqui nada le ha tocado. Salsa, salsa, salsa — agregaba luego, haciéndome cosquillas con mi dedo meñique en la palma de la mano.

    Y reía a mandíbula batiente. Yo reía también al dormirme, y mi madre aseguraba que mis labios aún sonreían al día siguiente al despertarme.

    Mi padre era buen figonero, y temeroso de Dios. Llevaba en los días de fiesta el pendón de la cofradía de los figoneros, en el que se lucía bordado un san Lorenzo con su correspondiente palma y su parrilla.

    Tenía la costumbre de decirme:

    — Jacobo, tu madre es una santa y digna mujer.

    Complacíase repitiéndolo. Y era verdad, pues mi madre iba todos los domingos a la iglesia con un libro impreso en gruesos caracteres. Costábale mucho trabajo leer las letras pequeñas, las cuales, según decía, le arrancaban los ojos. Mi padre pasaba todas las noches una hora o dos en la taberna de El Joven Baco, la cual frecuentaba también Juanita, la gaitera, y Catalina, la encajera. Y cuando volvía un poco más tarde que de costumbre, decía con acento enternecido y calándose su gorro de algodón:

    —Bárbara, duerme tranquila. Precisamente hace un instante le repetí al cuchillero cojo que tú eres una santa y digna mujer.

    Seis años tenía yo cuando un día, recogiéndose el delantal, gesto que anunciaba en él una resolución, me habló de esta manera:

    —Miraut, nuestro buen perro, ha dado vueltas al asador durante catorce años. No tengo ningún reproche que dirigirle. Es un buen servidor que nunca ha robado el más pequeño trozo de pava o de ganso. Se contenta como premio de su trabajo con lamer el asador. Pero se hace viejo. Su pata está ya tiesa, no ve gota, y ya no sirve para dar vueltas a la manivela.

    Jacobo, es a ti, hijo mío, a quien corresponde ocupar su puesto. Con la reflexión y alguna práctica, llegarás, sin duda, a hacerlo tan bien como él...

    Miraut, escuchando estas palabras, meneaba la cola en señal de aprobación. Mi padre prosiguió:

    —Sentado, pues, sobre esa banqueta, darás vueltas al asador. Sin embargo, a fin de fortalecer tu espíritu, repasarás La Cruz de Dios, y cuando con el tiempo sepas leer todas las letras de molde, estudiarás algún libro de gramática o de moral, o las hermosas máximas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Porque el conocimiento de Dios y la distinción entre el bien y el mal son necesarios, aun dentro de un estado mecánico, de poca importancia, sin duda, pero honrado, como es el mío, como fue el de mi padre y como será el tuyo, si Dios quiere.

    A partir de aquel día, sentado mañana y tarde en un rincón del hogar, daba vueltas al asador con mi Cruz de Dios abierta sobre mis rodillas. Un humilde capuchino que iba con sus alforjas mendigando a casa de mi padre me ayudaba a deletrear. Y lo hacía con tanta mejor voluntad, cuanto que mi padre, que estimaba el saber, le pagaba sus lecciones con un hermoso trozo de pava y un gran vaso de vino, y viendo el fraile que yo ligaba bastante bien las sílabas y las palabras, me llevó una Vida de santa Margarita, en la cual me enseñó a leer correctamente.

    Un día, habiendo colocado, como de costumbre, su alforja sobre el mostrador, fue a sentarse cerca de mí, y calentando sus desnudos pies en el rescoldo del hogar, me hizo decir por centésima vez:

    Doncella sabia, neta y fina, protectora de las mujeres paridas; tened piedad de nos.

    En aquel momento, un hombre de buena estatura, y aspecto bastante noble, vestido con hábito eclesiástico, entró en el establecimiento, gritando con voz robusta:

    —¡Hola, huésped! Servidme una buena ración.

    Parecía, a pesar de sus cabellos grises, hallarse en toda la plenitud de la edad y de la fuerza. Su boca era risueña, y sus ojos, vivos. Sus mejillas flaccidas y su triple papada descendían majestuosamente sobre su alzacuello, por simpatía sin duda tan sucio como el cogote rebosante.

    Mi padre, con la cortesía peculiar de su profesión, quitóse el gorro y dijo inclinándose:

    —Si vuestra reverencia quiere calentarse un momento a la lumbre, yo le serviré lo que desea.

    Sin hacérselo repetir más, el abate tomó asiento junto al hogar, al lado del capuchino.

    Al escuchar al buen hermano, que leía:

    Doncella sabia, neta y fina, protectora de las mujeres paridas...

    batió las palmas y dijo:

    —¡Oh, el pájaro raro! ¡El hombre único! ¡Un capuchino que sabe leer!

    ¡Hermanito!, ¿cómo os llamáis?

    —Soy el hermano Ángel, capuchino indigno —respondió mi maestro.

    Mi madre, que desde arriba oyó las voces, bajó a la tienda por curiosidad.

    El abate la saludó con afectuosa familiaridad, y le dijo:

    —He aquí una cosa admirable, señora: ¡el hermano Ángel es capuchino y sabe leer!...

    —Sabe leer toda clase de escrituras -respondió mi madre.

    Y, acercándose al hermano, reconoció la oración de santa Margarita por la imagen que representaba a la virgen mártir con un hisopo en la mano. —Esta oración —agregó ella— es difícil de leer, porque las palabras son muy breves y están apenas separadas. Por fortuna, basta en los dolores aplicarla, como si fuera un emplasto, en el sitio donde se siente el mal, y así produce los mismos efectos y acaso mejores que recitándola. Yo hice la prueba, señor mío, cuando el nacimiento de mi hijo Jacobo, aquí presente.

    —No lo dudéis ni un momento, mi buena señora —respondió el hermano Ángel—. La oración de santa Margarita es infalible para lo que decís, con la condición expresa de dar limosna a los capuchinos.

    Después de estas palabras, el hermano Ángel vació el vaso que mi madre le había llenado hasta el borde, echóse al hombro las alforjas y se fue hacia El Joven Baco.

    Mi padre sirvió un cuarto de ave al abate, quien, sacando de su bolsillo un pedazo de pan, un frasco de vino y un cuchillo, cuyo mango de cobre representaba al difunto rey en traje de emperador romano sobre una columna antigua, comenzó a cenar.

    Pero apenas acababa de probar el primer bocado cuando, volviéndose hacia mi padre, le pidió sal, sorprendido de que no le hubiera presentado antes el salero.

    —Así —le dijo— acostumbraban hacerlo los antiguos. Ofrecían la sal como signo de hospitalidad. También colocaban saleros en los templos, sobre el mantel de los dioses.

    Mi padre le presentó la sal gris en un salero que estaba colgado de la chimenea. El abate tomó la que le plugo, y dijo:

    —Los antiguos consideraban la sal como indispensable para sazonar todas las comidas, y la tenían en tal estima que llamaban sal, por metáfora, a los rasgos de ingenio que sazonaban los discursos.

    —¡Ah! —dijo mi padre—, por muy grande que haya sido la estimación en que la tuvieron los antiguos, los impuestos la elevan hoy al más alto precio.

    Mi madre, que haciendo media los oía, se puso muy contenta, pudiendo tomar parte en la conversación.

    —Preciso es creer —dijo— que la sal es una cosa excelente, puesto que el sacerdote coloca un grano de ella en la lengua de los niños, sobre la pila bautismal. Cuando mi Jacobo sintió la sal en la boca hizo una mueca, pues a pesar de ser muy pequeño tenía ya picardía. Hablo, señor abate, de mi hijo Jacobo, aquí presente.

    El abate me miró, y dijo:

    —Es ahora un guapo mozo. La modestia se refleja en su semblante, y lee atentamente la vida de santa Margarita.

    —¡Oh! —repuso mi madre—. Lee también oraciones contra los sabañones y la plegaria de san Humberto, que el hermano Ángel le ha dado, y la historia del que fue devorado en el arrabal de San Marcelo por una legión de demonios, por haber blasfemado el santo nombre de Dios.

    Mi padre me contempló con admiración, y después insinuó en voz baja el abate que yo era capaz de aprender cuanto me propusiera, con una facilidad ingénita y natural en mí...

    —Entonces —replicó el abate— es preciso inclinarle a las bellas letras, que son la delicia del hombre, el consuelo de la vida y el remedio de todos los males, hasta de los de amor, según afirma el poeta Teócrito.

    —Por muy figonero que yo sea —respondió mi padre— estimo en mucho las ciencias y quiero creer, como dice vuestra merced, que son un remedio para el amor. Pero lo que no creo es que sean un remedio para el hambre.

    —No es quizá un ungüento infalible —respondió el abate—; pero proporcionaron bastante alivio, a la manera de un bálsamo, muy dulce, aunque imperfecto.

    Al llegar a este punto de la conversación, Catalina, la encajera, apareció en el umbral con la cofia ladeada y el pañuelo del cuello machucado. Al verla, mi madre frunció el entrecejo y dejó escapar tres puntos de la calceta que hacía.

    —Señor Ménétrier —dijo Catalina a mi padre—, venid a hablar a los alguaciles de la ronda. Si no lo hacéis, conducirán sin remedio al hermano Ángel a la cárcel. El pobre hermanito acababa de entrar en la taberna de El Joven Baco, en donde bebió dos o tres vasos, que no pagó por miedo, según dijo, de faltar a la regla de san Francisco. Pero lo peor del asunto es que al verme allí acompañada se acercó a mí para enseñarme cierta oración nueva. Yo le dije que no era aquél el momento oportuno para ello, y como se pusiera muy pesado, el cuchillero cojo, que estaba conmigo, le dio un tirón muy fuerte de las barbas. Entonces el hermano Ángel se arrojó sobre el cuchillero, el cual rodó por el suelo, arrastrando al caer la mesa con los vasos. El tabernero acudió al ruido, y viendo la mesa derribada, el vino derramado y al hermano Ángel con un pie sobre la cabeza del cuchillero, enarbolando una banqueta, con la que golpeaba a cuantos trataban de acorralarle, jurando como un condenado, salió en busca de la ronda. Señor Mé-nétrier, venid sin dilación a rescatar al hermano Ángel de las garras de los alguaciles. Es un santo varón, y merece toda suerte de disculpas en este asunto.

    Mi padre sentíase generalmente inclinado a complacer a Catalina. Pero aquella vez las palabras de la encajera surtieron un efecto contrario al que ella esperaba. Respondió francamente que no era posible disculpar al capuchino, y que sólo podía desearle merecida penitencia a pan y agua en el fondo de la más lóbrega mazmorra del convento que deshonraba con su conducta.

    Y como se enardeciera al hablar, agregó:

    —Un beodo libertino, a quien doy todos los días buenos tragos y buenas tajadas, a pesar de lo cual se mete luego en la taberna, pretendiendo a mujerzuelas bastante desvergonzadas para preferir la compañía de un cuchillero ambulante y de un capuchino a la de los honrados tenderos jurados del barrio. ¡Vamos, quita, quita!...

    Y deteniéndose en esta parte de sus invectivas, miró de soslayo a mi madre, que, en pie y recostada contra el muro de la escalera, continuaba manejando acompasadamente las agujas de hacer media.

    Catalina, sorprendida por tan brusca respuesta, dijo secamente:

    —¿De modo que no queréis interceder con el tabernero y con los alguaciles?

    —Les diré, si te parece, que prendan al cuchillero como al capuchino.

    —Pero —dijo la moza riendo— el cuchillero es amigo vuestro.

    —Menos amigo mío que tuyo —dijo mi padre irritado—. ¡Un miserable que anda cargado y cojeando!

    —¡Oh! Lo que es eso —dijo ella— es muy cierto. ¡Cojea, cojea y cojea!

    Salió del figón riéndose a carcajadas.

    Mi padre, volviéndose hacia el abate, que mondaba un hueso con el cuchillo, exclamó:

    —Es como he tenido el honor de decirlo a vuestra merced: cada lección de lectura y de escritura que ese capuchino da a mi hijo la pago con un vaso de vino y con un buen trozo de liebre, conejo, ganso y aun a veces gallina o capón. ¡Es un borracho y un malvado!

    —No lo dudéis ni un momento —respondió el abate.

    —Como tenga la osadía de volver a poner los pies en estos umbrales, le arrojaré a escobazos.

    —No estaría muy bien hecho —dijo el abate—. Ese capuchino es un burro y enseña sólo a rebuznar. Obraríais con gran prudencia si arrojarais al fuego esa Vida de santa Catalina, la oración contra los sabañones y la historia del hechicero, cuya lectura envenena el alma del muchacho. Al mismo precio que el hermano Ángel daba sus lecciones, las daré yo, enseñando al mozo el latín y el griego, y aun el francés que Voltaire y Balzac han perfeccionado. Así, por una fortuna, doblemente singular y favorable, Jacobo Dalevuelta será un sabio, y yo comeré diariamente. —Choquemos —dijo mi padre—. Bárbara, trae dos vasos. No hay negocio concluido cuando las partes no han trincado en señal de mutuo acuerdo. Beberemos aquí. No quiero en mi vida volver a pisar la taberna de El Joven Baco: tanto horror me inspiran el cuchillero y el fraile.

    El abate se levantó, y apoyando las manos en el respaldo de la silla, dijo con tono reposado y solemne, como en una plática:

    —Ante todo, doy gracias a Dios, creador y conservador de todas las cosas, por haberme conducido a esta casa sustentadora. Sólo Él es quien nos gobierna, y debemos reconocer su providencia en todo asunto terrenal, aun cuando sea temerario, y a veces incongruente, pretender seguirle demasiado cerca. Porque, siendo universal, se halla presente en todo género de encuentros, sublimes, seguramente por la conducta que Dios observa en ellos, pero obscenos o ridículos por la parte que en ellos toman los hombres, único aspecto que se nos muestra. Así pues, no se debe pregonar, como lo hacen los capuchinos y las mujeres beatas, que se aparece Dios en todo. Alabemos al Señor, roguémosle que me ilumine en las enseñanzas que habré de dar a este mozalbete, y, por lo demás, encomendémonos a su santa voluntad, sin tratar de investigarla en los detalles.

    Después, alzando su vaso, bebió un buen trago de vino.

    —Este vino —dijo— proporciona a la economía del cuerpo humano un calor dulce y saludable. Es un licor digno de ser cantado en el Teos y en el templo por los príncipes de los poetas báquicos, Anacreonte y Chaulieu. Voy a restregar con él los labios de mi joven discípulo.

    Me colocó el vaso debajo de la barbilla, y exclamó:

    —Abejas de la Academia, venid, venid a posaros en armonioso enjambre sobre los labios, en adelante agradables a las musas, de Jacobo Dalevuelta.

    —¡Oh, señor abate! —dijo mi madre—, es verdad que el vino atrae a las abejas, sobre todo cuando es dulce. Pero no hay que desear que esos picaros insectos se posen sobre los labios de mi Jacobo, porque su picadura es cruel. Un día, al morder un melocotón, me picó en la lengua una abeja, y sufrí tormentos infernales. Sólo sentí alivio con un poco de tierra mezclada con saliva, que el hermano Ángel me puso en la boca, recitando al mismo tiempo la oración de san Cosme.

    El abate le hizo comprender que hablaba de las abejas en sentido alegórico. Y mi padre dijo, en tono de reproche:

    —Bárbara, eres una santa y digna mujer; pero he advertido muchas veces que tienes la fatal costumbre de intervenir, sin ton ni son, en conversaciones serias, como un perro en un juego de bolos.

    —Es posible —respondió mi madre—. Pero si hubieras atendido mejor mis consejos, Leonardo, estaríamos bastante mejor. Puedo no conocer

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