Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

No soy una buena persona
No soy una buena persona
No soy una buena persona
Libro electrónico176 páginas2 horas

No soy una buena persona

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

No es a quién amas, sino cómo.

Tras el matrimonio fallido de sus padres, la vida de Mateo ha estado siempre ligada a la sobreprotección de su madre. Mateo ha crecido como un ser egoísta que busca constantemente su propio bienestar, cree que todo le está permitido y se excita con la desgracia ajena. Mentiroso y cobarde, engaña y manipula a la gente que le rodea: en el trabajo, a su padre, a su hermanastro y madrastra, e incluso a su madre -que lo idolatra-. Quiere ser escritor, pero carece de la constancia y el talento para serlo. Su ineptitud para amar y de aceptar su mediocridad lo convierten en un adicto al sexo por dinero.

Un día conoce a Leo y la quiere. Mateo se enamora, pero ¿es suficiente el amor para cambiar a un hombre, para que tome otro camino?, ¿o por el contrario intentará adaptar o forzar ese amor a sus necesidades?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento21 sept 2018
ISBN9788417505547
No soy una buena persona
Autor

Juanjo Durán

Juanjo Durán (Campos, 1974). Cuenta con más de diez años de experiencia tanto en cine y televisión como operador de cámara, editor, realizador y guionista. Finalista del II y IV certamen de Teatre de Barra con las obras El encargo y Max, respectivamente. Finalista del I concurso Tu Talento Cine365Film con el guion titulado Miedo y del 2nd Filmarket Script Contest con el guion Deseo. Seleccionado para el II Pitching Forum organizado por el GAC con el guion No soy una buena persona y finalista del I concurso de guiones de largometraje de comedia «La Traca» EDAV con el guion Spain is different. Tiene un máster en Escritura y Narración Creativa por la Escuela Europea des Arts y es colaborador habitual de la Revista Antrópika, así como miembro de ACIB (Asociación de cineastas de las Islas Baleares). En narrativa ha publicado dos libros: La muerte es ella, recopilatorio de diez relatos breves publicados en noviembre del 2013 por Flamma Editorial y De amor y muerte, publicado en abril del 2014 por la editorial Moixonia.

Relacionado con No soy una buena persona

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para No soy una buena persona

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    No soy una buena persona - Juanjo Durán

    No-soy-una-buena-personacubiertav2.pdf_1400.jpg

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    No soy una buena persona

    Primera edición: agosto 2018

    ISBN: 9788417483418

    ISBN eBook: 9788417505547

    © del texto:

    Juanjo Durán

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Dedicado a los que, además de soñar, no dejan nunca de trabajar.

    «Es extraña la ligereza con que los malvados creen que todo les saldrá bien».

    Víctor Hugo (1802-1885), novelista francés

    «Nadie se hizo perverso súbitamente».

    Juvenal (67-127), poeta satírico romano

    Doce/trece

    1

    Incluso desde lo alto de la azotea puedo ver a esas dos pijas sentadas sobre el banco de madera, esbozando sonrisas tan estúpidas como su ridícula educación católica al ver pasar a un chico algo mayor. Las dos ríen con fingida timidez y se encorvan cuando el guapito de cara les devuelve la sonrisa.

    —¡Ahora! —le digo a Lucas.

    Lucas no duda. Es un muchacho fuerte, con algún kilo de más para su edad, pero es algo que me viene bien para intimidar. Sin asomarse, estira el brazo y abre la mano. Nos inclinamos a tiempo para ver cómo el globo de agua revienta nada más tocar el banco de madera y, por un momento, lamento que no haya impactado sobre alguna de esas petulantes cabezas. Pero al final, el resultado es más o menos el deseado. El agua fría les salpica, congelando sus sonrisas. Una de ellas observa indignada cómo su preciosa rebeca adquiere un peso exagerado por encima de sus ya de por sí exageradas hombreras. La otra chica levanta despacio la cabeza y mira hacia arriba, como si no pudiese creer que algo así le pudiera estar pasando, indigna de semejante desgracia.

    Lo que daría por tener otro de esos globos. Lo dejaría caer sobre esa expresión perpleja y llena de pecas, con la esperanza de que su nariz explotara como hizo el globo contra la madera. Sería interesante ver su sangre manar de su rostro y mezclarse con el agua. Me recuerda a una película antigua en la que una sangre exageradamente roja se abría paso en un ascensor e inundaba el pasillo.

    Vuelvo al hoy y al ahora y recuerdo dónde estoy. Enderezo la espalda para que no pueda verme, pero la curiosidad de Lucas es mayor que mi precaución y se asoma un poco más para ver mejor su obra.

    Al hacerlo, se inclina en exceso y resbala con la húmeda cornisa. Alarga el brazo e intenta aferrarse a mi camiseta, pero reculo un paso y me pongo donde no pueda darme alcance. No es un movimiento que tuviera pensado, es puro reflejo. Lucas, al no encontrar apoyo, rebota de costado contra la cornisa. Suena como una fuerte palmada. Se escurre y se golpea con violencia la barbilla, dejando un fino rastro de sangre sobre el hormigón. Y sin remedio, se precipita al vacío.

    Me quedo quieto un momento y empiezo a asustarme de verdad, hasta que el silencio se rompe con un sonoro estruendo.

    Intuyo que es el impacto de Lucas contra el suelo, o quién sabe si contra alguna de las pijas.

    Visualizar ese momento en mi mente me provoca un placentero escalofrío que recorre mi espalda y me obliga a encorvar los hombros.

    Tengo que verlo o, sin duda, me arrepentiré. Me asomo con cautela, con el recuerdo de Lucas resbalando por la cornisa y los gritos de las infantas como banda sonora. Intento aparentar miedo por si pudieran verme desde abajo, pero mi grado de fascinación es tan alto que me cuesta fingir. Me llevo la mano a la boca para intentar ocultar mi gesto.

    Lucas ha impactado contra el banco de madera, muy cerca de las pijas. Su cuerpo ha quedado doblado, como un desgastado chicle sobre el respaldo. Me sorprende la escasa sangre, pero Lucas no se mueve.

    Devuelvo de nuevo mi cuerpo a la azotea al ver cómo el muchacho me señala con el dedo.

    Es el año 1997, el año en que Kurt Russell escapaba de Nueva York y los Bulls ganaban su quinto anillo.

    Me llamo Mateo y tengo doce años.

    2

    Me siento bien y protegido mientras recorro el pasillo aferrado a la mano de mamá.

    Mamá era muy guapa, pero la enfermedad entró en ella y, desde entonces, no ha hecho amago de querer marcharse. Hace meses que su pierna ha adquirido un ligero y preocupante color morado, de ahí su cojera. La falda que luce le llega hasta los tobillos y, a pesar del fuerte calor, lleva una gruesa camisa de manga larga abotonada hasta el último botón. Aunque se esfuerce por ocultarlo, resulta imposible obviar su preocupante delgadez, que se ve reflejada en un chupado rostro y unos dedos largos y finos, que me recuerdan a los de un fauno en horas bajas. Quiero a mi madre y por eso me duele ver cómo se marchita. Siempre he pensado que moriría joven, que moriría mucho antes que yo.

    La luz me baña y calienta mi rostro al salir al exterior. Papá nos espera fuera, sentado en el coche. Subimos en silencio y seguimos así todo el trayecto hasta casa; apenas unas furtivas miradas por el retrovisor. No sé si la actitud de mi padre se debía a la indiferencia, la desgana o la cobardía. A veces pienso que es el único que supo ver algo más, ver en qué me estaba convirtiendo, y que por eso mantuvo siempre una distancia prudente. Siempre fue temeroso; de mamá y puede que de mí también, pero ¿qué se puede temer de un niño de doce años? Entonces me acuerdo de Lucas y esbozo una sonrisa espontánea.

    Papá me observa por el retrovisor. Borro la sonrisa, pero no le pierdo la mirada. Parpadea despacio y devuelve la vista a la carretera.

    De regreso a mis pensamientos, analizo lo que ha pasado. Comprendo que no soy ni seré una buena persona, porque no me invaden los remordimientos ni hay pesar en mí; por otra parte, eso sería lo normal, pero ¿quién quiere ser normal? Yo no, desde luego. Vuelvo a sonreír imaginando el futuro que me espera.

    Esto es solo el comienzo.

    3

    Los jadeos son audibles desde mi habitación. Me levanto de la cama con mi Madelman militar aferrado de la mano. Salgo y me planto en la puerta contigua. Empujo la madera, girando el pomo despacio, lo justo para que mi mirada entre en la habitación. Lo veo a él echado sobre mamá. Unos años después, supe que lo llamaban la postura del misionero. Papá jadea y se balancea rápido; en cambio, mamá permanece inmóvil, con la mirada perdida y aburrida, con los brazos extendidos y apoyados sobre el colchón, lejos de cualquier contacto físico, esperando paciente a que acabe. Por suerte para ella, la espera no suele ser muy larga.

    Yo sujeto el Madelman y comienzo a retorcerlo al ritmo de las embestidas de mi papá, pero mi atención está puesta en otra tarea. Sé lo que vendrá ahora; lo he vivido otras noches y me centro en lo que sucede en la habitación. Aun así, no puedo obviar la erección que nace bajo mi pantalón y que va en aumento.

    Cuando papá eyacula y exhala un último y largo jadeo, arquea la espalda como cuando sueltas un lento bostezo y se echa a un lado. Mis hombros ceden hacia delante con cierta brusquedad, coincidiendo con el orgasmo de papá. El gesto me saca de mi letargo y bajo la vista. Me he manchado el pantalón del pijama y tengo mi Madelman partido en dos; la cabeza en una mano, y el resto del cuerpo en la otra.

    Antes de irme, me da tiempo a observar cómo la mirada de papá se cruza con la indiferencia de mamá, que lo aparta ligeramente con el brazo y sale de la cama. No me quedo a ver más, ya sé lo que viene ahora.

    Mamá se encerrará en el baño y abrirá el grifo de la ducha, mientras papá se tiende en la cama en silencio. Esperará pacientemente su regreso en busca de una palabra o un gesto amable, una sonrisa o un beso de buenas noches, que él considera que merece y que nunca llegan. Pero es que papá no la conoce tan bien como yo.

    4

    Por fin llega junio. Hoy es mi cumpleaños y estamos todos en el jardín. Mamá ha colocado una mesa en el patio con refrescos y otra con comida: pan de molde con Nocilla y foie gras cortado en triangulitos, como a mí me gusta. También hay patatillas, ganchitos y galletas de Inca, de las gordas. Mamá sabe que las prefiero antes que las pequeñas.

    Un chaval que apenas conozco y que no recuerdo su nombre se me acerca. Su madre trabaja con mi padre. Es dos años menor que yo y como dos palmos más alto. Es feo como la madre que lo parió, pero lleva un paquete envuelto en papel de regalo, motivo por el cual sonrío cuando se acerca y me tiende el presente. Lo abro sin ocultar mi falta de paciencia y me alegro de que no se trate de un compás; otro más y se lo habría clavado en el ojo. Pero no, el gigante ha acertado y observo, dichoso, el Madelman ataviado con un uniforme de combate de la Segunda Guerra Mundial. Se lo muestro con orgullo a mamá, levantándolo por encima de mi cabeza. Ella sonríe y a su lado veo sentada a la señora Cruz. A pesar de su rollizo rostro, parece más enferma que mi madre. Está pálida como un cadáver y tiene unas sombras negras y grandes como panes bajo unos ojos sin vida. Con semblante serio, se esfuerza en sonreír cuando mamá se disculpa y se levanta. Se acerca hasta mi padre, y yo con ella, pero manteniéndome a cierta distancia. Seguro que hablan de la madre de Lucas y quiero oírlo.

    Papá observa a la señora Cruz con disimulo. Sobre su regazo sostiene un pequeño regalo que no sé a qué espera para darme. Cuando su mirada se cruza con los niños corriendo y jugando en el jardín, su gesto se entristece aún más. Hasta ese día, nunca había visto un cadáver en vida.

    —No tendrías que haberla invitado, se nota que no está cómoda. —Oigo decir a papá—. Y pensar que nosotros podríamos estar como ella.

    Mamá se revuelve, enfadada, y se encara con él.

    —Puestos a elegir, mejor ella que yo.

    Ya he escuchado más de lo que deseaba oír y acomodo mi nuevo Madelman bajo el brazo. Pronto sacarán la tarta y quiero dejarlo antes en mi habitación, junto a la mierda de ropa de niño y los dos putos compases. Corro hacia la puerta y, por la vidriera, veo cómo la señora Cruz se levanta y sigue mis pasos. ¡Joder! Espero que no quiera hablar de Lucas. Todo el mundo quiere que hable de él y de cómo me siento: el psicólogo infantil, la directora de mi nuevo colegio, mi padre... Todos menos mamá; ella parece que es la única que comprende que me siento afortunado porque no fui yo quien cayó y se partió el espinazo. Si me hubiese agarrado del brazo, habríamos caído los dos, y ahora serían dos las madres que agonizarían en vida.

    Mejor él que yo.

    La señora Cruz recorre el pasillo con el regalo en la mano. He dejado la puerta de mi habitación entreabierta, sé que viene detrás como un fantasma. Acabemos con esto cuanto antes.

    Golpea la madera con los nudillos con tan poco ahínco que casi no la oigo.

    —¡Adelante! —grito para ver si así la avivo un poco, pero nada.

    Me doy la vuelta y la veo ahí, plantada como un espectro. Esbozo una de mis mejores sonrisas.

    —¡Hola, señora Cruz!

    Me siento sobre la cama, donde he acomodado los regalos por orden de preferencia; a la altura de la almohada, el Madelman de la Segunda Guerra Mundial, la pelota de fútbol, mi mochila de Men in Black, un jersey, calcetines y los dos compases.

    La señora Cruz se decide a entrar y extiende los brazos, mostrándome el regalo. Al fin.

    —Hola, Mateo. Feliz cumpleaños.

    Su voz apenas es una brizna, débil y sin emoción. Me levanto y me acerco hasta ella. O, mejor dicho, al regalo. Me afano en recogerlo y le doy las gracias de manera mecánica,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1