Anécdotas de una emigrante
Por Cándida Bermúdez
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Desconecta por unas horas leyendo intrigas de una joven emigrante que, con diecinueve años, se fue a Inglaterra. Trabajó para British Airways y tuvo la oportunidad de viajar a varias partes del mundo.
Ahora, como pensionista, cuenta sus relatos.
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Anécdotas de una emigrante - Cándida Bermúdez
Este libro es la segunda parte de Relatos de una emigrante. La primera de ciento seis páginas contiene ejercicios de inglés con toda la gramática, muchos ejemplos para construir frases y escuchas.
Anécdotas de una emigrante
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417856113
ISBN eBook: 9788417856571
© del texto:
Cándida Bermúdez
© de esta edición:
Caligrama, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
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Desconecta por unas horas leyendo intrigas de una joven emigrante que, con diecinueve años, se fue a Inglaterra. Trabajó para British Airways y tuvo la oportunidad de viajar a varias partes del mundo. Ahora, como pensionista, cuenta sus relatos.
Capítulo 1
Mi primer viaje
Cuando yo tenía diecinueve años, mi vecina recién casada se marchó a Inglaterra; su madre no sabía leer ni escribir, y yo era algo así como su escribana, como también lo era para una tía mía que tenía sus hijos en Bilbao, y para otro vecino que tenía un tío en Argentina; este tenía una hija de mi edad y hermanos menores que sabían escribir, pero él decía que su familia no sabía escribir cartas como yo. Un día, la señora, mi vecina, recibió una carta de su hija diciendo que unos señores conocidos suyos necesitaban una chica para cuidar a los niños. Como en aquellos tiempos estaba muy de moda emigrar a otro país y como me gustó la idea de trabajar con gente conocida y, al mismo tiempo, buscar nuevos horizontes, yo también me fui a Inglaterra.
Era un martes de enero, a las once de la noche. El tren salía de la estación de La Coruña. Tenía tres clases de vagones, primera, segunda y tercera, y todos iban repletos. En tercera clase, los asientos eran de madera. A mi lado se sentaba un señor que hablaba mucho; decía que era coruñés, que su esposa ya llevaba dos años en Inglaterra y él iba a trabajar con ella. Sus hijos se quedaban con los abuelos. Llevaba un hórreo como regalo para los señores de la casa.
Frente a mí se sentaba una chica joven, estudiante, también coruñesa. Hacía dos años que estudiaba inglés y entendía mucho, según decía ella. En el compartimento también iban unos chicos de regreso a Alemania y una chica que regresaba a Suiza. Ellos eran veteranos viajando, contaban sus aventuras y la cantidad de nieve y frío que hacía en esa época en aquellos países. La noche pasó rápidamente; por la mañana, el tren avanzaba a gran velocidad por los campos desolados de Castilla. El sol se reflejaba en las ventanas. A mí me llamaban la atención aquellos campos tan llanos, desnudos, sin árboles; solo se veían de vez en cuando un par de casas viejas a lo lejos.
A la caída de la tarde, llegamos a Irún, la frontera con Francia; el señor coruñés, como me veía joven, inocente e ignorante aldeana, no paraba de decirme que no me separara de Olga. «Ella es estudiante, ella sabe hablar». Pero todos íbamos muy cargados de equipaje y cada uno se apañó como pudo. Olga, como señorita estudiante que era, a mí me veía como una fuerte campesina, así que repetía: «Mi maleta pesa mucho, Cándida, ayúdame», a pesar de que ella solo llevaba una maleta y yo tenía dos, porque la madre de mi vecina y su suegra me cargaron con cosas para ellos. Dos trajes para él, ropa para ella, chorizos y no sé qué más; en aquellos tiempos, existía la costumbre de mandar comida para otros países.
Tuvimos que pasar por la aduana francesa y abrir nuestras maletas ante unos señores de traje y gorra de color azul oscuro. Ellos hablaban muy despacio, pero nosotros solo prestábamos atención a las señales de sus manos. El tren francés era muy superior al nuestro; los asientos eran blandos y pronto nos quedamos dormidos. Por la mañana llegamos a París. Al salir de la estación había muchos taxis, y solo con mencionar la palabra «Londres» ya entendían todo. La Estación del Norte era grandísima, de allí salían trenes para todas partes. Nosotros, buscando el rótulo que indicaba «Londres», subimos al tren, que también iba abarrotado.
A mi lado se sentaba un señor muy gordo y me resultaba incómodo estar junto a él. Como mis maletas estaban en el pasillo, me senté en una de ellas. Me sentía triste y aburrida, así que me puse a cantar una canción de Antonio Molina; pensando que nadie me prestaba la menor atención, seguí con mi canto. Cuando terminé, escuché aplausos. Yo sentí un terrible calor en mis mejillas y, sin saber qué hacer, me asomé a la ventanilla para tomar el aire.
Cuando subimos al barco en el puerto de Calais, bueno, ¡aquello era horrible! ¡La cantidad de gente que entraba en aquel barco! La marea estaba brava y el barco se tambaleaba como un juguete entre las olas. La gente vomitaba por todas partes; yo tuve suerte y no me mareé. Al entrar, nos dieron unas tarjetas para rellenarlas con nuestros datos personales. El señor coruñés, como pesado que era, me dijo: «Dale tu tarjeta a Olga, ella es estudiante, ella sabe hacer esas cosas». Pero yo ya había rellenado mi tarjeta. Cuando fuimos a entregarlas, era la de él la que estaba mal.
Al llegar a Dover, otra vez tuvimos que abrir nuestras maletas ante unos señores de tez clara que hablaban lento y bajito, con una sonrisa que hoy interpreto como de lástima hacia nosotros. Me indicaron que pasara a una pequeña sala, donde estaba una señora con una bata blanca. Era muy agradable y me palpó el vientre suavemente.
Yo ya había oído decir algo de que a las chicas embarazadas no las dejaban entrar, así que le dije: «Yo no estoy embarazada». Ella sonrió y, tocándome la espalda, me abrió la puerta para que saliera. A la salida de la aduana me esperaban mis vecinos, que me llevaron para reunirme con mis futuros jefes; una señora alta, rubia, de ojos grandes y azules y un señor con la cara colorada y la sonrisa más bonita que jamás había visto. Fuimos hasta el coche y me sorprendí al ver que era ella la que conducía, porque él de noche no veía bien. Aunque iba cansada y estaba oscuro, notaba lo anchas y rectas que eran las carreteras. Mis vecinos me decían: «Aquí son todas así».
Cuando entramos en casa, me quedé sorprendida al ver dos perros grandes; los dos vinieron hacia mí olfateando y lamiéndome las manos. Los señores se preguntaban por qué los perros no me extrañaban. «A mí todos los perros me quieren bien», les dije. Aquel gesto les gustó mucho. Me llevaron a una habitación caliente, y poco después apareció la señora con unos sándwiches de jamón cocido y una taza de leche caliente. Mis amigos se fueron. Yo no sé cuántas horas dormí, pero cuando miré por la ventana por la mañana, estaba todo blanco de nieve. ¡Un paisaje precioso!
Era una casa grande. No sabía muy bien cómo bajar a la cocina, pero cuando salía de la habitación, apareció la señora, hablando, sin yo entender nada. Me indicaba que la siguiera. Me presentaron a una chica irlandesa y desayunamos huevos fritos con bacón, café con leche y tostadas con mermelada. Yo nunca había tomado un desayuno así. Después me presentaron a los dos niños, de cinco y tres años, muy robustos, con grandes ojos azules, iguales que los de sus padres.
Shelly, la chica irlandesa, conocía a mis vecinos. Su marido trabajaba en la granja de los señores con los que ellos estaban. Después del desayuno, me pusieron a limpiar plata, cubertería y bandejas. Yo nunca había hecho nada de aquello, pero con las indicaciones de Shelly, pronto le di modo. A la una en punto, one o’ clock, me llamaron para comer. El señor cortaba rajitas de carne de un pernil y las servía con patatas asadas y guisantes hervidos. En la aldea había comido carne de cordero en las fiestas, pero siempre estofada, con mucho aceite; nunca me gustó. En cambio, aquella carne asada al horno, sin grasa y jugosa, estaba deliciosa; como postre, había tarta de manzana caliente con nata fresca, que tampoco había comido nunca, y me encantó. Estos platos todavía siguen siendo mis preferidos.
La tarde era fría, pero soleada. Shelly y yo, con los niños y los dos perros, salimos a pasear. Había mucha nieve en la carretera y me dieron unas botas que me quedaban grandes, pero eran mejores que mis zapatos, que no eran aptos para la nieve. Fuimos hasta la granja; me quedé sorprendida al ver tantas vacas en hileras, cada una en su sitio, sujetas con cadenas. Las había de todos los colores, gordas y muy limpias. Conté unas ochenta y dos. Los dos hombres que trabajaban allí me saludaron muy amablemente, lo que hoy entiendo: «Good afternoon, Candida, welcome»; es decir, «buenas tardes». Me hizo gracia cómo pronunciaban mi nombre. Desde aquel día, dejó de llevar tilde en la primera «a», al menos en Inglaterra.
El trabajo se llevaba bien; a las siete y media tenía que llevarles el té a la habitación, era una costumbre muy inglesa. Mi trabajo consistía en limpiar la casa y ayudar con los niños, aunque el mayor era bastante travieso. La comida fuerte se hacía a mediodía. Todos los viernes comíamos pescado con guisantes y patatas fritas; los demás días casi siempre había carne asada variada, pero el pollo al horno de su granja era una fiesta para mí, y siempre con verdura poco cocida. Un día por semana también ponían salchichas con puré de patata y verduras. Yo, que estaba acostumbrada a pasar con un plato de caldo y un trocito de carne cuando la había, ¡imagínense el cambio!
Como costumbre de ese país, sobre las cinco de la tarde, hacían la merienda de té con pasteles o sándwiches, y a las ocho y media acostaban a los niños con una cena ligerita con cereales. Los señores se servían en un carrito de ruedas una cena ligera, casi siempre lo que quedaba del mediodía, y la llevaban a la sala de la televisión. Yo cenaba lo mismo y me iba a mi habitación. Me dieron una radio, y el señor me enseñó cómo alcanzar emisoras españolas, pero ya me gustaba más escuchar emisoras inglesas. Tenían menos discursos y más música.
Yo tengo muy buen oído y pronto captaba la pronunciación de cualquier palabra. A la mañana siguiente, le contaba a mi compañera las palabras que había escuchado. Ella me las escribía y yo las buscaba en el diccionario. El señor, cada vez que pasaba por la cocina, cogía cualquier objeto y decía: «Knife». Se aseguraba de que yo dijera lo mismo y se marchaba con su bonita sonrisa. Con mi compañera, que era tan habladora, y el niño pequeño, que se había encariñado conmigo, aprendía yo inglés hasta por los codos, pero también era porque me gustaba de verdad.
Los jueves era mi día libre. Con Antonio y Amalia, mis vecinos, íbamos a pasar el día a Tumbridge Wells. Cuando hacía mucho frío, íbamos a reunirnos con más españoles en un pub grande de la ciudad vieja. El dueño, al vernos entrar, decía: «Spanish allá al fondo». Claro que era porque los españoles hacían mucha bulla y poco gasto. Los jueves aquella ciudad se llenaba de españoles, y en las estrechas aceras se paraban a charlar cuatro o cinco personas, bloqueando el paso. Yo, con frecuencia, oía decir a los ingleses: «Bloody foreigners» o «bloody Spanish»; es decir, «malditos extranjeros».
En agosto fue mi cumpleaños. Era mi día libre y, cuando bajé a desayunar, me encontré con un paquete que contenía unos pendientes, de parte de los niños, y una bata de casa con una nota que decía: «Thank you for feeding us, from Ponny and Sue», de parte de los perros.
En mi familia no existía eso de celebrar los cumpleaños; nunca había tenido un regalo y me hizo mucha ilusión. Después de comer, siempre era yo quien fregaba la loza. No sé cómo lo hacía, pero acabé rompiendo todos los vasos que tenían de diario. Un día que fueron de compras, la señora regresó a la cocina con vasos nuevos, cogió uno y lo dejó caer al suelo, pero el vaso no se rompió. Ella, con su sonrisa de broma, me indicaba que no habría más preocupaciones. Aquello me dejó un poco confusa; yo había oído hablar del plástico, pero no sabía que había vasos que se parecieran tanto al cristal.
Cuando llegó la Navidad, la señora y su madre, que vivía cerca, se pusieron a hacer pasteles un par de días antes,