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Crónicas del tiempo: La viajera
Crónicas del tiempo: La viajera
Crónicas del tiempo: La viajera
Libro electrónico344 páginas5 horas

Crónicas del tiempo: La viajera

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Magia, viajes en el tiempo, dragones, vampiros, hombres lobo... Una fabulosa historia que te atrapará.

Año 511 d.C. Las fuerzas de la oscuridad se han levantado y un guerrero solitario lucha por cumplir su misión, aquella que lo ayude a salvar a la elegida. En una isla abandonada de la mano de Dios, una anciana logra proteger la vida de una niña enviándola al futuro, desde donde se verá obligada a librar al mundo de los guerreros de la noche.

Año 2017 d.C. Neila vive en su mundo adolescente ignorando todo aquello que la rodea, hasta que, tras un encuentro con su peor enemigo, viaja al mundo de Kairon, donde deberá luchar por encontrar su propia magia y por hallar el Oráculo de la Diosa para, poco tiempo después, regresar a su propio mundo con un único propósito.

Viajes en el tiempo, reliquias, vampiros, espíritus atormentados, dragones y un sinfín de criaturas extraordinarias acompañan en esta aventura maravillosa a la elegida: la viajera del tiempo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento17 sept 2019
ISBN9788417772215
Crónicas del tiempo: La viajera
Autor

Javier Romero

Javier Romero nació un 16 de julio de 1971. Su vocación como escritor fue tardía, pues despertó en 2008, cuando decidió escribir una historia sobre un joven romántico y soñador. Influenciado por la pluma de grandes clásicos de la literatura, es un escritor atrevido que unifica una sensibilidad fuera de lo común con una escritura ágil y depurada. Además de sus numerosos y significativos relatos, Javier Romero es conocido por obras de la literatura romántica como Estaré donde tú no estés, Ódiame y yo también te querré, Préstame tu amor, Mi amor en una bola de cristal y El ingrediente perfecto. En el año 2016 autopublicó la novela juvenil Soñaré contigo al despertar, con una gran acogida por parte del público adolescente. Y en 2018 publicó una dura pero esperanzadora historia contemporánea sobre la violencia de género desde el punto de vista de un niño. Desde hace muchos años, es lector de novelas fantásticas y fiel seguidor de Laura Gallego, por lo que ahora, con Crónicas del tiempo, da el salto a este género con una fabulosa historia repleta de magia y acción.

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    Crónicas del tiempo - Javier Romero

    Uno

    Bosque de Hensol, Wales, año 511 d. C.

    El lamento ronco de un cuerno sajón atravesó la soledad del bosque y llegó a los oídos del guerrero de cota blanca que, nada más escuchar el sonido, detuvo su montura y ladeó la cabeza. Tan solo un silencio sepulcral que le erizó el vello de la nuca y que puso nervioso a su caballo. Los cascos de su cabalgadura se clavaban en el barro con cada paso que este daba, y no ayudaba la niebla que se elevaba desde el lago cercano y que confería un aspecto aún más tétrico al lugar.

    El soldado posó su mano en una de las alforjas, que, sin pensárselo dos veces, llevó a su pecho y anudó alrededor del cuello, como si temiera perderla. Una de sus extremidades apretó la piel de carnero, y con ello sintió el contorno rugoso de la raíz que portaba en el interior del pequeño saco y que lo había llevado hasta allí. Una misión peligrosa como pocas, pero acompañada por la satisfacción de servir a su señora como llevaba haciendo desde que se formara caballero, cuando tan solo era un adolescente imberbe. Una vez más, su mano rozó la raíz de mandrágora y comenzó a recitar una oración propia de aquellos lares, aunque se vio interrumpida por el silbido emitido en su vuelo por una saeta de plumas rojas como la sangre.

    El impacto de la flecha en su hombro a punto estuvo de llevarlo al suelo, junto con el pequeño saco de piel, pero, una vez recuperado de su sorpresa inicial, tendió la mano hacia la parte posterior de su espalda, donde la tosca punta de piedra de la saeta brillaba con un tono rojizo, fruto de la propia sangre del guerrero. Con un rápido movimiento, quebró el astil de madera de fresno y extrajo la flecha por la parte anterior de su torso, justo en el instante en el que cinco hombres armados con arcos y hachas salían de la espesura a la carrera y se abalanzaban sobre él.

    Antes de que lograran cercarlo, el guerrero desenvainó su espada y comenzó a blandirla sobre su cabeza al tiempo que espoleaba a su montura con los talones para que clavara los cascos y se lanzara a la carrera. Uno de los forajidos echó mano a la correa de la alforja que llevaba al cuello y logró desensillarlo en cuanto el caballo dio el primer paso. Cayó al suelo, al pie de uno de los malhechores, que recibió un golpe en el tobillo y fue derribado junto a él. Antes de que pudiera incorporarse, una daga adornada con el sello de la casa de Modeon le arrancó la vida, cercenando su cuello de un solo tajo. Otro valiente se lanzó en pos del bien preciado que portaba y no tardó en recibir un buen golpe en pleno rostro que le hizo tambalearse antes de caer de bruces en un charco de barro. El guerrero se puso en pie y blandió la espada sobre su cabeza, a la vez que acompañaba este movimiento con un grito ronco y poderoso, que rompió la calma que precedía a la tormenta que él mismo desató. Ni corto ni perezoso, se lanzó a por los tres hombres que continuaban en pie, con sus armas toscas tendidas hacia él, pero con la vista puesta en algún lugar propicio para la fuga. No tardaron en dar media vuelta y poner pies en polvorosa a través de la espesa arboleda.

    Golpeó con el pie al único de los bandidos que había caído en el ataque y, en cuanto confirmó la inexistencia de movimiento alguno, tomó de nuevo la alforja de piel y llamó a su montura con un silbido penetrante. Guardó la espada en su vaina y se llevó la mano al lugar cercano al hombro, por donde un hilo de sangre manchaba su cota y recorría su torso en dirección a las calzas blancas que, a juego con su camisola, lo distinguían como soldado de la luz. Con decisión y rapidez, amontonó unas pocas hojas secas y las prendió con ayuda de su pedernal. Encima de ellas colocó unas cuantas ramas en forma piramidal y esperó a que prendieran antes de situar una de ellas, de mayor tamaño, en la parte más alta de la estructura. Con la vista fija en el fuego, que poco a poco comenzaba a crecer en el claro del bosque de Hensol, empezó a desnudar su torso. La sangre no dejaba de manar de la herida y sentía que las fuerzas lo abandonaban, con tan solo una única posibilidad que se mostraba frente a él. En un centelleante movimiento, tomó el leño al rojo vivo y se lo llevó a la herida abierta en su torso. Apretó los dientes para no gritar mientras la carne se quemaba bajo la ascua ardiente con la que pretendía cerrar la herida. Cayó de rodillas junto al fuego, pero no se detuvo en lamentaciones. Antes de abandonarse rendido en el suelo, llevó otra de las varas de fuego hasta la herida posterior, repitiendo cada uno de sus movimientos. Su vista se nubló, y a punto estuvo de perder el conocimiento, aunque el recuerdo de su misión le hizo ponerse en pie con las pocas fuerzas que restaban en su interior. Llamó a su montura con el mismo sonido sibilante que había utilizado con anterioridad y, nada más vestirse de nuevo, cabalgó y picó talones en los costados del animal, que no tardó en lanzarse al galope. Tras abandonar el claro, escuchó un griterío a su espalda. Se volvió el tiempo justo para ver a una veintena de hombres que corrían tras él, aunque sin la más mínima posibilidad de alcanzarlo. Uno de ellos elevó un arco hacia donde se hallaba y tensó la cuerda. Esta vez, el guerrero fue más rápido y viró el movimiento de su caballo para ver cómo la saeta se clavaba en el tronco de un árbol a pocos pasos de donde él se encontraba. Sonrió con suficiencia y, sin volver la vista atrás, se inclinó sobre el cuello de su montura, a la que espoleó con las pocas fuerzas que le quedaban. Salió a un claro y cabalgó sobre la alta hierba en dirección a la costa, hacia el lugar donde lo esperaba su señora, aquella que ni tan siquiera lo conocía, pero a la que servía desde hacía más de un lustro. Las leguas iban cayendo en su cabalgar tal y como se aproximaba a los campos de cultivo de Wenvoe, y sintió la euforia que le producía aspirar el acre aroma del mar, que golpeaba con furia en el extremo sur de las tierras del Rey de Reyes. A la altura de Pwil Erw Naw, detuvo a su montura y descabalgó para beber agua de un riachuelo y refrescarse, tanto él como su caballo, que comenzaba a mostrar los signos de fatiga propios de tamaña aventura. Un caño de barro regaba una pequeña charca, en la que se arrodilló para beber el agua que por ella salía con fuerza y una belleza tal que, en cuanto se incorporó con la barba húmeda, no pudo evitar estremecerse al sentir la magnificencia de las tierras que lo vieron nacer.

    —¡Qué sorpresa! El emisario de Gwenhwyfar.

    El guerrero se puso en pie con la velocidad que le permitía la herida del hombro y desenvainó su espada en cuanto se encontró de frente con un guerrero de gran tamaño, barba tupida y cota de color negro como la noche, que le confería un aspecto fiero, acorde con la cicatriz de buen tamaño que recorría una de sus mejillas y se escondía bajo una de sus espesas cejas. No tuvo ninguna duda y supo que no le quedaba otra que entregar su vida si quería triunfar en su misión. La fama de Draig lo precedía allá donde fuera, y la marca de su rostro lo identificaba sin necesidad de nada más. Sin pensárselo dos veces, retiró su casco, dejó su rubia melena ondear al viento costero y levantó su espada.

    —No tengo nada que te interese.

    —¿Ni tan siquiera la raíz que escondes en esa alforja? No me aburras y entrégamela.

    —Ni lo sueñes.

    Dio un paso hacia Draig y levantó su espada para descargar un golpe violento que el guerrero oscuro detuvo como si con su movimiento tan solo deseara espantar a una mosca. Un segundo envite, seguido de un tercer mandoble, y las fuerzas comenzaron a menguar bajo el peso de la espada, que se convirtió en una sensación insufrible. Draig movió su brazo sin ningún esfuerzo, y el golpe en el costado levantó al guerrero de la luz del suelo y lo lanzó un par de pasos hacia atrás. Su vista se nubló y la sangre comenzó a manar del lateral de su torso. Levantó la cabeza y observó a su oponente, que, paso a paso, se aproximaba a él con la espada en la mano izquierda y una daga en la derecha. Con un movimiento rápido como un rayo y las últimas fuerzas que logró hallar en su interior, llevó su mano a una de las botas y de ella extrajo una pequeña daga con mango de plata. La elevó en dirección al guerrero oscuro, y este lanzó una patada hacia el pequeño cuchillo. Un giro rápido de muñeca y el arma terminó por atravesar el pie de Draig de parte a parte. Ni tan siquiera emitió un ligero gruñido. Plantó con fuerza el pie herido de nuevo en el suelo y dio un paso hacia el guerrero de la luz. El soldado sabía que su final estaba cerca, y tan solo le quedaba una jugada arriesgada si quería cumplir su misión. Silbó con todas sus fuerzas, y un sonido similar retornó de los cielos al tiempo que Draig levantaba la mano y se la llevaba a la frente para intentar descubrir la fuente del segundo silbido. No fue necesario. Un halcón de gran tamaño descendió desde lo alto del cielo en dirección al lugar que ambos guerreros ocupaban. Draig extrajo una daga con la cabeza de un dragón en el pomo y la levantó con idea de derribar al halcón, pero el ave fue más rápida y logró esquivar el golpe mientras extendía sus garras en dirección al guerrero de la luz, que, desde el suelo, logró lanzar la alforja al aire antes de perder el conocimiento. La rapaz agarró con fuerza una de las asas de la bolsa de piel y remontó el vuelo ante las increpaciones de Draig, el cual solo pudo subir a su montura a toda velocidad para partir en pos del halcón. Antes de marcharse, giró la daga en su mano, tomó la punta con tres dedos y, sin dudar, lanzó el cuchillo, que atravesó el torso del guerrero y se clavó en el suelo, bajo su espalda. Espoleó a su montura y se lanzó al galope, con su vista fija en un punto oscuro en el cielo. Pocas leguas más allá, chasqueó la lengua, tiró de las riendas y dirigió a su caballo hacia el lugar donde el sol se levantaba cada mañana, con la frustración como bandera y el miedo a las represalias de su señora como único compañero de viaje. Había fracasado.

    Dos

    Castillo de Caerdydd, Wales

    Atravesó el patio, donde algunos mercaderes se afanaban por vender las escasas mercancías que habían logrado allende el mar del sur, mientras otros pocos solo podían desprenderse de aquello que habían recolectado o cazado con sus propias manos. Las pieles curtidas de conejos y zorros se entremezclaban con los paños de lana traídos de las vecinas tierras de Caledonia, donde los bárbaros luchaban con el pueblo francés por la hegemonía de un trono que ni tan siquiera existía como tal.

    Idris se detuvo un instante frente a un puesto donde un hombre de avanzada edad y barriga prominente intentaba adular a una joven cortesana tan solo con la idea de venderle alguno de los quesos de oveja que exponía con orgullo sobre un tablero de madera dispuesto encima de dos toneles. El joven, ni corto ni perezoso, tomó una porción cortada de uno de los quesos y se la llevó a la boca para dar cuenta de ella de un simple bocado. Al intentar repetir su hazaña, una mano fuerte lo atenazó por la muñeca, y él no tardó en dar un paso atrás y desenvainar su espada corta. El aldeano, al encontrarse frente a él con el príncipe Idris, hincó la rodilla en el suelo y se llevó las manos a la barbilla en señal de súplica.

    —Perdonadme, príncipe. No os había reconocido.

    —La próxima vez que pongáis vuestra mano sobre la mía, os la cortaré.

    —Perdonadme. Os lo suplico.

    El hombre agachó aún más la cabeza, e Idris aprovechó el momento para, bajo la atenta mirada de la cortesana, que lo observaba con descaro, tomar un nuevo trozo de queso y deleitarse con él. Desde las alturas, una mujer contemplaba la escena y movía la cabeza de lado a lado con desaprobación.

    El príncipe abandonó el patio del castillo al tiempo que envainaba su espada y cruzó el portalón que conducía al salón de ceremonias. Los pasos del joven resonaban en el corredor que conducía a la gran estancia donde su padre, el gran Rey de Reyes, conversaba en voz baja con su ayuda de campo y uno de sus generales. Emocionado como estaba por la noticia de la llegada de Draig, ni tan siquiera se percató de la conversación que su padre mantenía con los dos hombres.

    —¡Padre!

    —Un momento, Idris. Silencio.

    El joven príncipe se llevó la mano al pomo de la espada en un acto reflejo, como hacía cada vez que escuchaba alguna risa fuera del castillo e imaginaba que iba dirigida a él por su escasa experiencia y por su posición mundana, impropia del hijo de un rey. Odiaba ser el lacayo de un caballero, pero nada lo emocionaba tanto como aprender del mejor de los soldados oscuros, aunque ni tan siquiera hubiera querido que lo acompañara en su última misión.

    —¿Y bien? —preguntó el Rey de Reyes, visiblemente molesto, una vez hubo terminado de departir con sus hombres—. ¿Qué es eso tan importante que tienes que decir?

    Idris se aproximó, al tiempo que el ayuda de campo y el general se retiraban tras una leve reverencia dirigida al monarca. El joven príncipe los contempló con mirada adusta y, al cruzarse con los dos visitantes, estos le devolvieron la mirada y se permitieron el lujo de intercambiar un par de palabras en voz baja. Idris llevó de nuevo la mano al pomo de su espada y amenazó con desenvainar en mitad del salón de ceremonias.

    —¡Idris!

    El grito de su padre detuvo su movimiento y no permitió que ninguno de los dos soldados contemplase tamaña osadía por parte de un escudero, por muy príncipe que fuera. Idris bufó antes de recorrer los pasos que lo separaban del Rey de Reyes.

    —Hijo, debes aprender a templar tus ánimos.

    —Padre, con el debido respeto, nadie debería burlarse de un príncipe.

    —Idris, con el debido respeto, no se burlan de un príncipe, sino de un escudero.

    El joven tensó los brazos y se volvió en dirección al portón recién cerrado por el general, que le dedicó una última mirada burlona antes de abandonar la estancia.

    —Algún día se postrarán ante el nuevo rey y no tendré clemencia —susurró con los dientes apretados y la rabia inundando cada rincón de su ser.

    —¿Qué querías contarme? —inquirió el monarca con voz dulce y conciliadora.

    —Draig ha vuelto. Os pido permiso para acudir a su encuentro.

    —No deberías pedir permiso. Eres su escudero. Ya tendrías que estar a su lado.

    Idris regaló a su padre una medida reverencia y abandonó el salón de ceremonias para encontrarse con el hombre que le había enseñado todo lo que sabía y que luchaba, día a día, por refrenar el ímpetu de un joven que confundía el poder con el despotismo. El mismo Draig temía el día en que lo coronaran rey tras el periodo hegemónico de su padre. Sabía que se hallaba ante un hombre implacable y cruel, que recrudecería esas virtudes o defectos tal y como los años lo fueran curtiendo en mil batallas.

    ***

    Al mismo tiempo que Idris corría con denuedo por los pasillos del castillo, los pasos comedidos de su hermano apenas se escuchaban en el silencio del corredor que conducía hacia los aposentos de la reina. El joven de piel blanca y pelo cano, impropio de su edad, llamó a la puerta, escondida tras un recodo al final del pasillo, y esperó respuesta. Sabía que, tras diez jornadas de ausencia de Draig, su madre caminaría nerviosa al otro lado de la puerta, como hacía cada mañana cuando el sol comenzaba a elevarse en el cielo y las noticias no llegaban. En ese momento, un jinete recorría la inmensa explanada que protegía el castillo de cualquier avanzadilla nocturna que pudiera poner en peligro al reino, y Ceridwen observaba el cabalgar inconfundible de uno de los grandes generales asomada a uno de los balcones de su estancia. Unos instantes antes se había sentido ligeramente orgullosa al observar las andanzas de su hijo mayor en el patio del castillo, donde se había aprovechado de la bondad de un quesero y, sobre todo, del miedo y el respeto que todos le tenían en la comarca. A oídos de toda la población habían llegado rumores de la crueldad del joven príncipe, y Ceridwen sabía que temían el momento en el que el Rey de Reyes dejara el reino en manos de su hijo. Ella deseaba el poder, aunque, a pesar de todo, sabía que no se conseguía con el miedo, sino con la mejor de las armas que nadie podía poseer: la magia. En esos pensamientos se recreaba cuando unos golpes sonaron en la puerta y a su mente llegó con claridad la imagen de su otro hijo, el retoño que había llegado sin esperar y que se había convertido en fruto de sus desvelos y en la mayor de sus ilusiones. El niño irradiaba poder por cada poro de su piel, a pesar de que su dulzura contrastaba con la sensación que su madre percibía cada vez que lo tenía cerca. Giró sobre sus talones y abrió la puerta de madera, donde su hijo pequeño esperaba con rostro risueño y mirada perdida e inocente.

    —Madre.

    —Adelante, Llywd.

    —Ha llegado Draig.

    —Ya lo he visto. Espero que haya cumplido con su misión.

    —¿Y qué misión es esa?

    Ceridwen regresó a su escritorio y se sentó en el escabel, al tiempo que le hacía un gesto a su hijo para que se aproximara y se sentara frente a ella en un reposapiés.

    —Draig debía conseguir raíz de mandrágora blanca.

    —¿Para qué sirve?

    —Sirve para… —La reina guardó silencio—. Ya lo verás.

    Unos pasos provenientes del corredor resonaron en la estancia, y la puerta no tardó en abrirse ante el ardor de Idris, que ni tan siquiera había puesto cuidado en pedir permiso para penetrar en la estancia de la reina. Tras él apareció la figura imponente del guerrero oscuro, que, una vez dentro de la habitación de Ceridwen, se arrodilló y agachó la cabeza en un gesto de respeto que provocó el rechazo del príncipe, poco acostumbrado a rendir pleitesía.

    —Señora.

    —Poneos en pie, Draig.

    El guerrero se incorporó y se aproximó un par de pasos hacia la reina, con cierto temor que no pasó desapercibido para Llywd, aún sentado en el reposapiés. Idris lo contempló con recelo y resquemor, pero no le dedicó más tiempo del preciso al que veía como un ser insignificante que le había arrebatado lo poco que podía lograr de su madre. Tenía claro que algún día acabaría con él y con lo que suponía la debilidad que mostraba.

    —¿Y bien? ¿Habéis cumplido vuestra misión?

    —Mucho me temo que no, mi señora.

    Ceridwen apretó los dientes, se levantó del escabel y se aproximó a Draig con los puños cerrados y el cuerpo en tensión. Una vez frente a él, acercó su rostro al del guerrero y lo atravesó con la mirada.

    —Os exijo una explicación.

    —Mi señora, llegué a Mwydyn Pen en pos de la raíz, pero se me adelantó un guerrero de cota blanca y pelo como el pasto en verano.

    —¿Un guerrero vestido de blanco en su totalidad?

    —Sí. Lo alcancé, pero entregó la raíz a un halcón que echó a volar. No pude hacer nada.

    —Gwenhwyfar.

    —Mi señora, ¿puedo hacer algo más?

    —No, bastante habéis hecho fracasando en la misión que os encomendé.

    Idris, al ver el gesto contrito del hombre al que admiraba y del que había aprendido todo lo que sabía, hinchó el pecho y se plantó delante de su madre con la decisión de un príncipe y el poder de un escudero.

    —Madre, le debéis una disculpa a Draig.

    Ceridwen se volvió hacia su hijo Idris, se aproximó a él en solo dos pasos y agarró el cuello del príncipe con una de sus manos. Apretó de tal forma que el rostro del joven se congestionó en unos instantes.

    —No vuelvas a hablarme así en tu vida. No eres más que lo que la simiente de tu padre creó, pero no tienes poder alguno. Eres un gusano en comparación con tu hermano.

    Idris se desembarazó del agarre de su madre y, tras dirigirle una mirada cruel al joven Llywd, abandonó la estancia con Draig pisándole los talones. El guerrero temía y admiraba a partes iguales a la reina y sabía que su escudero estaba jugando con fuego, pero nunca osaría interponerse entre ella y el joven que sabía que algún día sería rey.

    Ceridwen, una vez sola con su hijo pequeño, apretó los dientes con rabia y salió de su habitación, seguida de cerca por el niño, que ni tan siquiera sabía si podía ir tras ella. Descendieron un sinfín de tramos de escaleras, a cada recodo más angostas y con el piso húmedo y deslizante, hasta llegar a un vestíbulo con una única puerta de madera. Llywd nunca había estado allí, y su cuerpo comenzó a tiritar por el frío reinante en los sótanos y la sensación que percibía en su interior, que emanaba de la estancia situada tras esos muros. La reina se volvió hacia él y lo vio tiritar.

    —¿Qué te ocurre, hijo?

    —No lo sé, madre. No me gusta.

    —¿Qué no te gusta?

    Llywd, sin tan siquiera abrir la boca, señaló hacia la puerta con un gesto de la cabeza, y la reina sonrió, satisfecha. El momento había llegado y no podía ni quería posponerlo. El joven debía conocer la verdad, y aquel era el instante que llevaba esperando desde hacía diez años. Extrajo una gran llave del interior de sus vestiduras y abrió la puerta, que sonó con un chirrido agudo y penetrante. Un hedor insoportable llegó hasta la nariz de Llywd, que, con un pie en el primer peldaño de la escalera, fue sostenido por su madre e introducido a la fuerza en la estancia. Lo que el joven vio lo dejó helado.

    Una veintena de jaulas poblaban la gran estancia, del tamaño del salón de ceremonias donde su padre recibía a los mandatarios de otros pueblos y donde, de tanto en tanto, los profusos banquetes eran los verdaderos protagonistas. Cada una de las jaulas estaba ocupada por diversos animales de distintas especies. Desde donde se encontraba pudo ver zorros, cerdos, conejos, tortugas, serpientes, murciélagos, lechuzas y un sinfín de criaturas, unas atemorizadas y otras enrabietadas al contemplar a aquella que las había privado de su libertad.

    —¿Qué es todo esto, madre?

    —Esto es lo que nos da la vida y lo que te va a convertir en el hombre más poderoso sobre la faz de la tierra.

    —Pero ¿y padre? ¿E Idris?

    —Ellos son el poder terrenal. Yo hablo de mucho más. La lucha de los caballeros oscuros y los guerreros de la luz. La lucha entre el día y la noche. La lucha contra Gwenhwyfar.

    —¿Gwenhwyfar?

    —La hechicera blanca. Ella controla el norte del reino y quiere hacernos desaparecer. Hoy es el día de conocer la verdadera identidad de aquella a la que debemos buscar. Hoy es el día de conocer la profecía.

    —No os comprendo, madre.

    —No es necesario. Tu sangre es lo único que necesito y hoy cumples diez años. Ha llegado el momento.

    La mirada cruel de Ceridwen no pasó inadvertida para Llywd, que se estremeció y dio un paso hacia la puerta, pero su madre se adelantó y se interpuso en su camino. Nada pudo hacer. La reina lo agarró de la muñeca y lo llevó ante un gran caldero que hervía sobre un fuego en el interior de una chimenea excavada en la roca. Dejó al joven junto a la marmita, se acercó a la jaula donde revoloteaban los murciélagos y, tras introducir la mano en ella, agarró a uno de los mamíferos voladores, le partió el cuello y lo lanzó al interior del caldero al tiempo que comenzaba a recitar un hechizo con voz profunda y oscura.

    Brenhines y Nos, derbyn y rhodd a gyflwynir gan dy lawforwyn. Gwaed tywysog tywyll yn tywys.

    «Reina de la Noche, acepta la donación presentada por tu sierva. Te ofrezco la sangre del príncipe oscuro».

    —Madre.

    Ceridwen agarró de nuevo a su hijo, tiró de él hacia el caldero y, tras tomar una daga con la cabeza de una serpiente en el pomo, pasó su afilada hoja por el antebrazo de este, que comenzó a sangrar al instante. El joven ni tan siquiera se estremeció y se dejó hacer, como uno más de esos animales indefensos. Las palabras y el tono de voz de su madre lo habían inundado de tal forma que se sentía más cerca de ella de lo que jamás había estado. Cuando ella elevó su brazo y apretó con fuerza para que la sangre chorreara hacia el caldero, no se sorprendió, como si llevara los diez años de su vida esperando ese momento. La reina tomó una escudilla de madera y bebió de ella una buena cantidad del líquido que tomó del interior del caldero. Dejó caer el recipiente al suelo. Su cuerpo se encogió para, posteriormente, abrirse como una flor en primavera, los ojos se le volvieron del color de la nieve y el cuello tomó una postura inverosímil en dirección hacia el techo de la estancia, que pareció volatilizarse con la idea de dejar paso a un cielo plomizo, en el que las nubes se desintegraron para entregar su lugar a una tormenta de granizo como piedras que comenzó a golpear a la reina. Llywd tuvo el tiempo justo para refugiarse bajo una mesa, desde donde pudo contemplar cómo un relámpago alcanzaba a su madre y parecía arrastrarla hacia el cielo. Su cuerpo se elevó, brazos en cruz y cuello fracturado, ojos en blanco y boca abierta en un rictus de dolor. Su voz, portentosa y masculina, se elevó sobre el rugir de la

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