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Tras la sombra del boiges
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Libro electrónico374 páginas5 horas

Tras la sombra del boiges

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Un grupo de jóvenes, haciendo el camino de Santiago, quedan aislados, en el valle del Boiges, donde tendrán que enfrentarse, junto a otros viajeros, a una antigua maldición. Lo que comenzó como un viaje de placer se convertirá en una lucha entre el bien y el mal, que tras varios siglos de contienda deberán resolver por su propia supervivencia usando para ello el valor, la lealtad y la inteligencia como únicas armas. ¿Lo conseguirán?
IdiomaEspañol
EditorialMirahadas
Fecha de lanzamiento31 jul 2023
ISBN9788419973108
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    Tras la sombra del boiges - Ramón Lorente Portero

    CAPÍTULO I

    El viejo estandarte de la unidad, atado de manera torpe y por manos inexpertas al palo de una lanza, se movía de manera frenética a merced del fuerte viento. El humo y el polvo, arrastrados por las rachas de aire, escondían intermitentemente su tela blanca manchada de tierra y sangre después de la gran batalla en el que había sido utilizada. Solo la cruz de color burdeos pintada en el centro, a mano y sin ningún tipo de simetría, refulgía entre las tinieblas marcando su posición en el campo de batalla.

    La mirada del capitán Gonzalo de Burgos no se apartaba del danzar de aquel trozo de tela. Sus ojos se perdían en cada rápido movimiento, hipnotizado, absorbido, mientras que el resto de su cuerpo permanecía inmóvil apoyado en el lomo de aquel caballo, que momentos antes había intentado aplastarlo bajo sus cascos. Aquella flecha proveniente de no sabía dónde y si era amiga o enemiga, atravesó la cabeza del equino haciéndolo rodar grotescamente en su agonía, salvando al capitán de una muerte segura.

    Aunque en el último momento saltó ágilmente hacia un lado, no pudo evitar que una de las patas le golpeara el pecho desplazándolo varios metros. Ahora el dolor, que antes era insoportable, empezaba a diluirse en un profundo sueño. Morir es más dulce de lo que imaginaba, pensó mientras se abandonaba a su destino en medio de aquel caos de muerte.

    Cada vez que el viento amainaba y se convertía en suave brisa, traía consigo un desagradable olor a sangre y vísceras acompañado de miles de lamentos y gritos de euforia. La batalla había terminado y la victoria había sido aplastante.

    No sabía el tiempo que había pasado, pero cuando abrió los ojos de golpe y el dolor regresó a su maltrecho cuerpo, lo ancló de nuevo a la vida de manera lamentable. Escuchó en la lejanía una voz que poco a poco se acercaba a él, pronunciando su nombre y aunque, en un principio, era solo un alarido más entre la multitud, fue haciéndose cada vez más fuerte y comprensible mientras se aproximaba.

    —¡¡¡Capitán, victoria!!! Hemos ganado —repetía una y otra vez.

    Giró la cabeza muy despacio para ver quién era la persona que le gritaba de esa manera. Entre el humo apareció un joven soldado esquivando cadáveres con agilidad. Llevaba en la mano una espada manchada de sangre.

    —¡¡¡Victoria!!! —gritaba eufóricamente hasta llegar junto al cuerpo de su capitán y se arrodillaba enfrente de él—. ¿Está bien? —le preguntó jadeando. Gonzalo sacó las fuerzas justas para asentir con la cabeza mientras balbuceaba un «sí» casi inaudible, no quería dar la imagen de vencido, su arrogancia no se lo permitía. El joven gritó de alegría y tirando su espada al suelo, asió con toda su fuerza el estandarte, lo levantó lo más alto que pudo y gritó el nombre de su capitán, mientras lo movía de un lado al otro rítmicamente.

    Gonzalo poco a poco volvía a la realidad de la situación. Aquella imagen del joven eufórico moviendo el estandarte disfrutando de la victoria hizo que las fuerzas volvieran a sus extremidades y aunque dolorido y moribundo, su mano apretó con fuerza la empuñadura de su espada, se incorporó tambaleándose con enorme torpeza y apoyándose en ella respiró profundamente llenando sus pulmones con aquel pegajoso aroma que le circundaba.

    Levantó la cabeza y miró el paisaje con atención. Lo primero que vio a sus pies era el cadáver del joven Chitín, soldado de catorce años que luchó bajo sus órdenes desde los doce. Era el encargado de portar el estandarte en la batalla. Recordó con tristeza la última orden que le había dado. Más que una orden fue el consejo de cambiar el palo doblado del estandarte por una lanza y llenarse de valor para la batalla. Ahora, aquella sonrisa con la que aceptó la orden se había transformado en una grotesca mueca al ser atravesada su cabeza por dos flechas, una que entró por la boca y la otra que se introdujo por el ojo derecho dejando la punta asomada por la nuca del desdichado chico.

    Gritó de rabia y levantó la espada acompañando con el gesto al joven soldado que movía el estandarte a su lado. Vació sus pulmones hasta que un sabor a sangre invadió su boca. Escupió con desprecio y cogiendo aire de nuevo con una violencia ilimitada, empezó a caminar evitando los cadáveres tanto de sus hombres como los del enemigo. Comprobó que había muchos más de los segundos que de los primeros. Sus ojos no podían divisar el final del campo de batalla, solo podía guiar sus pies hacia la lejana colina donde vislumbró la figura de su rey, acompañado por su séquito en el que se encontraba su Señor, el conde Hermenegildo, al que debía por partes iguales lealtad y una amistad absolutas.

    Sus pies chapoteaban en la multitud de regueros de sangre que corrían como arroyos por todos lados. Tenía manchadas hasta las rodillas, pues en ocasiones sus piernas fallaban y caía pesadamente al suelo. En el camino se encontró con más de sus hombres, tanto vivos como muertos. Todos ellos distinguidos por aquel trozo de tela roja anudado en sus muñecas. Hecho que los distinguía del resto del ejército, de esta manera se reconocerían entre ellos y se ayudarían en la batalla con preferencia sobre el resto. Orden exclusiva dada a todos y cada uno de sus 500 hombres.

    Llegó exhausto a los pies de la colina y allí la guardia del rey lo detuvo impidiéndole el paso. Miró con desprecio a aquellos soldados que no eran más que los «preferidos» de los nobles e incluso del propio rey, a los que se les dio el don de la seguridad frente a los pobres campesinos que, alistados a la fuerza, yacían destripados como cerdos por todo el campo de batalla. Empujó a uno de aquellos soldados con la intención de pasar aquel vergonzoso y cobarde control, pero fue derribado al suelo con violencia. Si aún le quedara en la reserva de su cuerpo algún resquicio de fuerza, lo habría decapitado con un rápido movimiento de su espada, pero las únicas fuerzas que le quedaban eran para levantarse lentamente del reseco suelo.

    Desde lo alto de la colina, aquella refriega no pasó desapercibida. Todos los nobles, e incluso el rey, giraron la cabeza para ver qué pasaba. El conde Hermenegildo aguzó su vista y reconoció entre la sangre y el polvo que lo vestían, a su capitán Gonzalo de Burgos, el más leal y valiente de entre todos sus hombres. Sintió alegría de verlo con vida. Era su capitán, pero también su amigo. Espoleó al caballo, clavándole las espuelas con fuerza haciendo que este se doliese, poniéndose a dos patas y rápidamente bajo la suave ladera de la colina al encuentro de su mejor soldado. No tuvo la delicadeza de detenerse al llegar, donde se encontraban aquellos centinelas pulcramente vestidos, y riéndose del moribundo capitán, los empujó sin miramientos con el pecho de su caballo haciéndoles tambalearse e incluso caerse cómicamente al suelo.

    Al llegar a la altura del capitán Gonzalo, este levantó la mirada y sonrió a su Señor, mientras gritaba:

    —¡¡¡Victoria mi Señor!!! —Y cayó al suelo agotado, al tiempo que todo se volvía negro a su alrededor.

    II

    La noche era tranquila. En el cielo, las estrellas brillaban como nunca, sin nubes, sin viento, solo el frío relente otoñal que corría por las calles del campamento hacía necesario ponerse algo de abrigo. Por lo demás, todo estaba calmado.

    En la zona del campamento destinada a los heridos era otra cosa. Intermitentemente se escuchaban los lamentos y quejidos de los moribundos que esperaban su hora por la gravedad de sus heridas. Otras veces eran terribles alaridos provenientes de aquellos soldados a los que se les amputaban algunas partes de sus cuerpos, bien brazos o bien piernas, cuando la gangrena se hacía más y más evidente.

    En las tiendas donde estaban los heridos más leves, aun dentro de la gravedad de sus heridas, reinaba un silencio sepulcral. No todos dormían, es más, la gran mayoría estaban despiertos, pero no querían hacer ningún ruido como si de esa manera pudieran engañar a la muerte haciéndola pasar de largo por la puerta de sus tiendas.

    Cuando despertó Gonzalo, no sabía dónde se encontraba. Giró la cabeza a ambos lados de la cama y haciendo un gran esfuerzo intentó incorporarse torpemente, pero, aparte del profundo dolor que sintió en el pecho que le hacía creer que se ahogaba, algo más se lo impidió. Miró hacia su hombro derecho y allí vio una mano que le sujetaba dificultando su incorporación.

    —Lo siento, mi capitán, pero no puede levantarse —dijo una voz entre las tinieblas de la tienda—. Llamad al conde —ordenó de la misma manera.

    —Da lo mismo, no puedo —refunfuñó el maltrecho soldado dejándose caer de nuevo en el camastro, al tiempo que escuchaba cómo alguien corría en el exterior de la tienda.

    Sobre una mesa, situada en el lateral de la cama, había una pequeña vela encendida que, aunque no daba mucha luz, permitía cuando se adaptaba la vista a la penumbra, vislumbrar que su acompañante no era otro que aquel soldado que cogió la bandera de las manos muertas de Chitín. Lo miró intrigado. No sabía el tiempo que llevaba allí postrado. Le dolía todo el cuerpo, pero, sobre todo, el brazo derecho y el pecho.

    —Soldado, ¿qué es lo que me pasa, dónde estamos? —preguntó con tono militar. Su acompañante fue hacia la mesa, cogió la vela y se la acercó al camastro. Esa luz tintineante le permitió ver que tenía una venda manchada de sangre que cubría desde la muñeca hasta el codo y en el pecho otra venda que, aunque no estaba manchada de sangre lo cubría totalmente—. ¿Es grave? —preguntó poniéndose en el peor de los casos.

    —No, mi capitán, la herida del brazo no es profunda, aunque se ha tenido que coser, pero tiene varias costillas rotas, suerte que tenemos un médico morisco que desertó y se ha unido a nuestro bando. Es impresionante los conocimientos que tiene del cuerpo humano. Muchísimos soldados le deben la vida, incluso usted, mi capitán. El conde Hermenegildo se ha encargado personalmente de su recuperación. Nos ha ordenado que permanezcamos a su lado y que no le falte de nada —le explicó.

    —Pero, cuéntame, ¿qué pasó? No recuerdo nada —volvió a preguntar.

    —Solo sé que se desmayó, mi capitán. —Ante la respuesta, Gonzalo quedó callado, en silencio, como intentando recordar algo. Pero en su cabeza solo había más y más preguntas.

    La escueta lona que servía de puerta en la tienda se abrió de golpe. Una sombra se introdujo dentro de ella rápidamente, mientras que una voz ronca e inconfundible gritaba en tono jocoso.

    —¿Cómo estás, Gonzalo? —dijo, a la vez que estallaba en risas. El capitán enseguida reconoció que era la voz de su Señor, el conde Hermenegildo. Intentó levantarse otra vez, pero fue el propio conde quien se lo impidió.

    —Estaba asustado, Gonzalo. No sabía si ibas a salir de esta —le dijo esta vez con tono paternal.

    —Mi Señor, no recuerdo nada —le respondió.

    —¿Que no recuerdas? —le preguntó simpáticamente—. Tráeme vino —ordenó al joven acompañante, a la vez que se sentaba en el taburete, ahora vacío—. Ganamos, Gonzalo, pero no solo ha sido una victoria más, hemos derrotado a las tropas de Almudar, totalmente. Su ejército ha sido barrido. —Empezó a reír sonoramente otra vez—. El plan del rey de hacerles una emboscada en la orilla del río y caer sobre sus flancos ha dado resultado. Todo ha salido bien, calculamos unas 12000 bajas enemigas por 1000 nuestras. Ha sido una victoria que se recordará a lo largo de los tiempos como la batalla de Polvoraria.

    —Entonces, lo hemos conseguido, el Reino está a salvo. ¿Hemos exterminado para siempre a los enemigos? —preguntó excitado.

    —Siempre habrá enemigos, de momento tendremos paz, mi querido amigo, pero sabemos que tarde o temprano tendremos que luchar otra vez. De momento, descansa, disfruta de la victoria, eres uno de los mejores capitanes que tenemos y debes recuperarte. Se encarga de ti el médico personal de Almudar. Utiliza unas hierbas y ungüentos que hacen sanar rápidamente las heridas de nuestros soldados. Parece que Dios ha escuchado nuestras plegarias. Aunque nos haya mandado a un morisco. Ahora descansa —dijo, mientras se levantaba ágilmente del taburete y se encaminaba hacia la puerta sin mirar atrás.

    Gonzalo quedó callado, sentía un enorme orgullo por haber luchado en aquella batalla, por haber colaborado en la derrota total del ejército morisco. Ahora, sus heridas incluso dolían menos y empezó a sentirse orgulloso de ellas. Con una sonrisa en los labios volvió a cerrar los ojos abandonándose al sueño en el confortable y caliente camastro donde yacía.

    III

    Los días pasaban lentamente y aunque las heridas físicas de Gonzalo estaban mejorando, en su cabeza empezaban a ordenarse los recuerdos de la batalla y de los días anteriores a esta. Se despertaba sudando y agitado todas las noches cuando en sus sueños veía acercarse aquel caballo con los ojos inyectados en sangre hacia él, y aunque no era la primera vez que lo intentaban matar, la mirada de aquel equino desbocado lo inquietaba profundamente. Ni el vino que tomaba, ni los paseos nocturnos por el campamento lo conseguían calmar. Simplemente se quedaba sentado, en silencio, en la pequeña loma situada en el costado del campamento, sintiendo cómo el aire fresco entraba en sus pulmones y observando cómo las hogueras, donde eran quemados los cadáveres de los caídos en la batalla, iluminaban el cielo e impregnaban de macabro aroma.

    Los paseos a caballo, empezaron a hacerse más frecuentes, ya no le faltaba la respiración cuando cabalgaba a lomos de su nuevo caballo, regalo de su Señor. Con el paso de las semanas, seguía sufriendo pesadillas nocturnas, pero lo que peor llevaba era el echar de menos a sus hijos, imaginaba qué estarían haciendo en ese momento. Recordaba con vehemencia el día que los dejó a cargo de su mentor, fray Asterio, al igual que lo había hecho su padre con él. Era un hombre duro, perseverante y muy disciplinado e imaginaba que con el tiempo se habría vuelto un anciano cascarrabias. ¿Cuántos años tendría?, se preguntaba, mientras una sonrisa de añoranza se instalaba en su cara.

    Lo había enseñado a escribir, lo había enseñado a escuchar y hablar cuando era necesario, le había enseñado a… todo prácticamente, tenía más figura paterna en él que en su propio padre.

    El sentimiento de odio que tuvo hacia su progenitor volvió a clavarse en lo más profundo de su ser. No podía perdonarle que lo entregara tan joven a fray Asterio y sepultase, de esa manera, su infancia dentro de aquel frío monasterio.

    Ahora, con el paso de los años, él mismo se había convertido en la figura de su padre para sus hijos. Seguro que lo odiaban. Ya no recordaba los años que llevaba batallando, ni cuándo abandonó su hogar ni el tiempo que hacía que los estrechó entre sus brazos la última vez. Ahora las batallas se fundían unas con otras mezclándose en su cabeza. Se dio cuenta que echaba de menos su vida familiar. Su vida cotidiana. Empezaba a comprender que se estaba haciendo viejo para ser soldado y aunque su brazo sujetaba fuertemente la espada en su interior, las fuerzas empezaban a flaquear.

    El día se levantó lluvioso, pero no quiso perderse su paseo matinal por la vega del río Órbigo. Sentía cómo el fresco mañanero se clavaba en su rostro. Los días empezaban a ser más fríos, el otoño avanzaba rápidamente y envuelto en su capa, vio cómo unos jinetes se acercaban galopando hacia donde se encontraba.

    —Señor, ha sido llamado por el conde, debe acompañarnos —le dijeron.

    No les respondió, simplemente clavó las espuelas y galopó velozmente hacia el campamento. Cuando llegó a su tienda vio la guardia del conde en la puerta. Incluso reconoció a uno de los soldados que se habían burlado de él en aquella loma. Lo miró fijamente a los ojos cuando pasó a su lado y este disimuló con vergüenza mirando hacia el infinito.

    —Perdone, mi Señor, por el retraso —dijo disculpándose, mientras entraba en la tienda.

    —Buenos días, Gonzalo —informó—. Tengo una nueva misión para ti.

    —Lo que ordene, mi Señor.

    —El rey me ha pedido que solucione unas revueltas al norte de tu tierra natal. Incluso me ha ordenado que envíe a mis mejores hombres, pues piensa que hay un grupo de moriscos huidos de la batalla que están aterrorizando a todas las aldeas de la zona —calló, mientras se echaba un vaso de vino y lo bebía de un trago—, realmente no sabemos qué pasa allí, pero he decidido que vayas tú, confío en tu buen juicio y tu capacidad de solucionar problemas. Coge cincuenta hombres, los que tú quieras y necesites. Parte lo antes posible, pues el mal tiempo corre en tu contra.

    —A sus órdenes, mi Señor —dijo lleno de orgullo.

    —Nosotros partiremos hacia el oeste la semana que viene, ya estamos preparándolo todo. Solo Dios sabe lo que nos encontraremos —dijo, mientras salía de la tienda. Al pasar al lado de su capitán se paró en seco y susurrando añadió—: Te echaré de menos, amigo. Y desde luego a tu espada también —añadió, dando un golpe en su espalda. Salió de la tienda y se perdió rápidamente entres las calles del campamento.

    Gonzalo quedó en silencio, sentía enorme orgullo de que su Señor hubiera depositado en él esa responsabilidad. Había sido elegido entre todos los capitanes para esa misión. Se sintió el hombre más importante del campamento. Respiró lo más profundo que sus pulmones permitieron y se encaminó hacia las tiendas donde sus hombres descansaban. Llegó dando voces y todos ellos formaron alegremente delante de él. Observó cómo en sus muñecas estaban anudados los trozos de tela rojos totalmente limpios. Brillaban en comparación con el resto del uniforme. Parecía que todos aquellos hombres sentían orgullo de estar bajo sus órdenes. Los saludó eufórico, pero manteniendo el tono militar, y eligió inteligentemente a los cincuenta que lo acompañarían. Arqueros, jinetes, infantería, a todos los que él conocía personalmente y sabía que no le fallarían en ningún momento. Ordenó que se prepararan para salir en la madrugada del día siguiente.

    Marchó hacia su tienda para prepararse él también, revisó y limpió escrupulosamente su armadura. Afiló con cuidado su espada y su daga. Llenó sus alforjas con ropas y cogió unos papeles en blanco, tinta y pluma, pues decidió escribir todo lo que aconteciese en la misión a modo de diario. Una vez que terminó apagó las velas pellizcando la llama de estas, y en mitad de la tienda y en profunda soledad, se arrodilló con una pequeña cruz apretada con fuerza entre sus manos y se dispuso a rezar. Necesitaría todas las fuerzas posibles para el buen término de la misión.

    CAPÍTULO II

    El paisaje pasaba intermitente por la ventanilla del tren. Carlos estaba recostado sobre su asiento con las piernas estiradas sobre el de enfrente y con la mirada perdida en el horizonte, buscando algo que le llamara la atención para romper la monotonía. De vez en cuando sus ojos se fijaban en alguna casa, algún puente, algún animal… cualquier cosa que destacara en la enorme meseta que estaban atravesando. Mientras, el sol, poco a poco se iba poniendo.

    Estaba tranquilo, feliz, pero a la vez excitado, pues acababa de empezar el viaje de sus sueños. Desde que era niño siempre le había llamado la atención el norte de España. Devoraba con desmesurada atención todas aquellas fotos que aparecían en los libros de texto o en las revistas. Catedrales, ciudades y paisajes quedaron grabados en su cerebro y le hicieron soñar con mil y una aventuras de las que, sin duda, era el audaz protagonista. Ahora, a sus veinticinco años, no tenía una imaginación tan volátil, ya no era el protagonista de ninguna proeza o aventura, salvo la de conseguir llegar a fin de mes como todo el mundo. Aunque el gusto por esas maravillas lo seguía teniendo.

    Su trabajo consistía en estar ocho horas seguidas delante de un ordenador pasando informes. No le gustaba, no era su profesión, pues había estudiado magisterio y aprobado con nota, cosa que le sorprendió mucho en su momento porque sus años de estudiante fueron un poco alocados entre juergas, borracheras y compañías femeninas. Pero si tenía que estudiar sacaba toda la fuerza de voluntad del mundo encerrándose en su habitación hasta conseguir aprobar los exámenes uno tras otro.

    Cuando terminó su carrera, opositó durante un par de años, pero el dinero se iba agotando y tuvo que buscar otras alternativas. Iba de una entrevista a otra, su vida se esfumaba hasta que le salió la oportunidad de trabajar en la empresa del padre de un conocido. La aceptó temporalmente y con la idea centrada en las siguientes oposiciones. No lo consiguió, siempre le faltaba alguna décima para llegar a la nota de corte. Con el paso del tiempo y la seriedad que ahora le caracterizaba fue ascendiendo y terminó por acomodarse en su trabajo, dejando de opositar. En la última reunión que tuvo con sus antiguos compañeros descubrió que solo él estaba trabajando. Todos se habían tenido que marchar de vuelta a casa de sus padres o salir al extranjero. Comprendió que, tal y como «estaba el patio», no se podía quejar, además, tenía el incentivo de que el sueldo no estaba mal del todo, lo que le permitía vivir cómodamente. Su pequeño piso en las afueras y su modesto estilo de vida le hacían incluso ahorrar en la medida de lo posible.

    Por las tardes, cuando salía del trabajo iba al gimnasio que estaba en su misma calle y allí machacaba su cuerpo hasta el límite. Desde pequeño le gustaba el boxeo; fue el niño raro de su barrio, pues a todos les gustaba el fútbol menos a él, con lo que su infancia no fue del todo la más deseada. Después tuvo el grave accidente de coche con su familia. Él fue el peor parado de todos. Estuvo en coma varios días y cuando despertó, los dolores de cabeza y «aquello» fueron su constante el resto de su vida. Ahora, a pesar de alguna recaída, estaba bien. Incluso había dejado de tomar la medicación. Todo le sonreía en la vida. Trabajo, aficiones y una soltería que aprovechaba al máximo. Además, en el gimnasio conoció a Julio, su mejor amigo, su confidente y su compañero de batallas.

    Cuando el grupo de chicas que estaban sentadas al principio del vagón, justo al lado de la puerta, estallaron en risas viendo la pantalla del móvil de una de ellas, despertó del trance. El paisaje que ahora se veía por la ventana estaba en penumbra. Solo se distinguían las luces de algún pueblo o los faros de los coches que circulaban por los caminos. Cambió la mirada hacia las chicas, intrigado por lo que verían en el móvil. Se estiró disimuladamente tapándose la boca a la vez que bostezaba.

    La enojosa tranquilidad que producía viajar en tren, a pesar del alboroto de aquellas jóvenes, se rompió cuando la puerta del vagón se abrió con el típico siseo. Por ella apareció Julio con dos cervezas en la mano, haciendo equilibrios para que no se derramaran. Carlos no pudo evitar sonreír, cuando vio los gestos de su compañero y las muecas de su cara al pasar junto a las chicas, estas se dieron unas a otras disimuladamente y lo observaron mientras pasaba a su lado. En más de una se instaló una sonrisa pícara al pasar y darles la espalda, mientras seguía con sus movimientos bamboleantes.

    Carlos recordó mientras veía a su amigo por el vagón, el primer día de gimnasio cuando lo conoció. Era borde, solitario, serio y muy distante con los demás. Se apuntó para hacer rehabilitación por una grave lesión que tuvo en el hombro haciendo escalada. Estaba obsesionado con los deportes de riesgo, los había practicado todos, siempre y cuando su trabajo en la ferretería se lo permitiera. Paracaidismo, submarinismo, alpinismo… no le daba miedo ninguno, pero esta lesión había mermado sus facultades para realizarlos, no quedándole otra que adaptarse a una vida más tranquila. Con el precio de caer en una profunda depresión.

    Desde el primer momento se sintió identificado con él, además de ser ambos morenos, de mediana altura y con los ojos marrones, tenían la misma personalidad y eso les hacía totalmente compatibles. Le recordada a él mismo en aquellos días de su infancia. No tardó en acercarse e inmediatamente surgió la amistad. Para Julio fue una lotería encontrar a alguien en quien confiar fuera de su antiguo círculo de amigos y compañeros de aventuras. A Carlos le vino estupendamente, pues al mes de conocerlo, su novia y prometida lo había dejado plantado con la única excusa de estar muy agobiada. Poco después se enteró que el agobio se llamaba Manuel y era un compañero del trabajo de ella.

    Compartieron penas y alegrías, ayudándose mutuamente a salir de sus respectivas depresiones. De esta manera se hicieron inseparables. Así, cuando Carlos le preguntó a Julio si quería acompañarlo para hacer este viaje, no dudó un solo momento en aceptar. Para él era otro reto, quizás el más modesto de su currículum, pues era un viaje más bien cultural, cosa que nunca había hecho. Pero le apetecía mucho acompañar a su amigo para materializar el sueño de su vida y perderse entre aquellos paisajes, conocer el mayor número de personas posible y, desde luego, degustar toda la gastronomía de la zona.

    —Toma, tío, dale caña que no están muy frías —dijo Julio cuando llegó a los asientos.

    —Creo que acabas de ligar con aquellas chicas —le informó Carlos.

    —Sí, me he dado cuenta. Me fijé cuando fui al bar, pero son muy crías —añadió, mientras levantaba la cerveza para brindar—. De todas maneras, tenemos que estar centrados en el viaje, ¿no? ¿En eso habíamos quedado? —preguntó irónicamente.

    —Eso es, muy bien, así me gusta. ¿Chin chin?

    —Ni chin chin ni hostias. Como encuentre una tía que me guste, te aseguro que te espero fuera de tus catedrales, de tus museos y de lo que quieras ver —comentó guiñándole un ojo, mientras empezaba a reír sonoramente, al tiempo que hacía hueco en la pequeña mesa entre multitud de vasos vacíos.

    —Pues tú te lo pierdes. O te lo ganas —le respondió, riendo de igual manera.

    El ruido dentro del vagón se hizo más estridente cuando el tren atravesó un gran túnel. Las risas de los dos amigos no cesaron. Al terminarse la cerveza se volvieron a jugar a piedra, papel o tijera quién iría a por la siguiente. Le volvió a tocar a Julio con el correspondiente cachondeo de su amigo y la alegría de las chicas de poder verle la retaguardia cuando pasara a su lado.

    II

    Al pasar de nuevo el tren por un túnel, el ruido que hizo despertó a Carlos. Se removió en su asiento intentando despertarse del todo. Miró la mesa y la vio llena de vasos vacíos de cerveza montados unos encima de otros.

    «Joder, vaya tela», pensó. Miró hacia los lados y comprobó que su amigo no estaba. Se estiró para mirar por encima de los asientos por si lo localizaba. El vagón está totalmente en silencio. Parecía que no había nadie. Ni siquiera las chicas del fondo. Se asomó al pasillo para confirmarlo, pero estaba vacío. Miró el reloj instintivamente ante la tardanza de Julio, extrañándose por ello sorprendido, se dio cuenta de que el reloj se le había parado hacía un par de horas. Mientras golpeaba repetidamente la esfera de cristal con el dedo, como si de esta manera se fuera a arreglar solo, se volvió a sentar para centrarse un poco, pues la cabeza le latía fuertemente. Aquel dolor. ¿Habría vuelto? Se estremeció del miedo.

    Intentó razonar, había bebido mucho, el movimiento del tren, la incomodidad de los asientos para dormir, todas las excusas se amontonaban en su cabeza. Echó un vistazo hacia la ventana, pero la noche había caído ya y cubría con su manto negro cualquier paisaje. Es más, lo único que veía era su propia imagen reflejada en el cristal. Se puso las dos manos en las sienes para tapar la luz del vagón y las pegó al frío cristal mirando atentamente hacia el exterior. No había nada, lo único que pudo escuchar es cómo la bocina del tren sonaba enérgicamente haciéndose cada vez más aguda. Se introdujeron de nuevo en otro túnel, más oscuro incluso que el anterior. El agudo sonido retumbaba en sus oídos cuando decidió apartarse de la ventana. Fue en ese momento cuando entre las sombras vio un punto blanco reflejado en la

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