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Yo Presidenta
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Libro electrónico274 páginas4 horas

Yo Presidenta

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Información de este libro electrónico

Al principio, no quiso replicar. Se mir la mano izquierda por largo rato y, luego, murmur, Un chico me la hizo con un cuchillo. Quera llevarme a su casa. Yo, para salvar mi honor, resist a su deseo y, en cambio, l me dio una pualada.
Se concedi una breve pausa y suspir profundamente. Al fin, agreg,Lo importante es que est viva.
Lo creo. Qu bien! Y, lo ves todava a ese chico?
Te dije que eres tonto.
IdiomaEspañol
EditorialAuthorHouse
Fecha de lanzamiento25 ago 2018
ISBN9781546256977
Yo Presidenta
Autor

Antonio Casale

Antonio Casale was born in Cervinara,Naples. He studied in Florence, Madrid, Mexico and Syracuse University where he taught for 25 years. He is the author of seven novels in three different languages:English, Spanish and Italian. (If there is space) Also, he ran also a radio show for fifteen years and on TV he played the role of an interviewer.

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    Yo Presidenta - Antonio Casale

    © 2018 Antonio Casale. Todos los derechos reservados.

    Ninguna página de este libro puede ser fotocopiada, reproducida o impresa por otra compañía o persona diferente a la autorizada.

    Publicada por AuthorHouse 08/23/2018

    ISBN: 978-1-5462-5698-4 (tapa blanda)

    ISBN: 978-1-5462-5697-7 (libro electrónico)

    Numero de la Libreria del Congreso: 2018910060

    Las personas que aparecen en las imágenes de archivo proporcionadas por Getty Images son modelos. Este tipo de imágenes se utilizan únicamente con fines ilustrativos.

    Ciertas imágenes de archivo © Getty Images.

    Debido a la naturaleza dinámica de Internet, cualquier dirección web o enlace contenido en este libro puede haber cambiado desde su publicación y puede que ya no sea válido. Las opiniones expresadas en esta obra son exclusivamente del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor quien, por este medio, renuncia a cualquier responsabilidad sobre ellas.

    CONTENTS

    Capítulo I Guanajuato

    Capítulo II Riqui

    Capítulo III La colecta

    Capítulo IV El Sendero del Norte

    Capítulo V El Norte

    Capítulo VI El Exorcista

    Capítulo VII Syracuse

    Capítulo VIII El Concurso de Belleza

    Capítulo IX El Salón del Congreso

    Capítulo X La Victoria

    Capítulo XI Las Elecciones Presidenciales

    Capítulo XII Yo…………..Presidenta

    Esta es una novela. Cualquier referencia a personas, lugares, situaciones, expresiones idiomáticas, pensamiento, filosofía, comentarios, son puramente casuales. Es solamente ficción.

    Gracias a Pablo Klonian por haber corregido el manuscrito. Dedico este libro a mis colegas universitarios que me ayudaron a crecer en los ámbitos profesional, social y personal, especialmente a Miryam, Rosita y Coco.

    Gracias a Cathy Clinton por la honestidad profesional que me mostró durante la fiesta de jubilación en casa de Miryam.

    Estoy en la Biblioteca Cervantina Nacional de Guanajuato. Cada mes, en el salón central hay una maxi-pantalla donde se proyecta una novela con la duración de un mes. A través de un mecanismo electrónico, las páginas se doblan lentamente para dar la posibilidad a la audiencia de leer con tranquilidad el contenido. Es una nueva atracción literaria para conquistar a la lectura a un mayor número de aficionados. La nueva novela es: Yo…. Presidenta, escrita por Antonio Casale. Vamos a leerla juntos. ¡Buena lectura!

    CAPÍTULO I

    Guanajuato

    Un eslogan en la ciudad de Guanajuato dice,

    ¡No más muros! ¡Más puentes!

    Guanajuato es la capital del homónimo estado de Guanajuato. Surge a una altitud de dos mil metros. Aquí se desarrolló la primera batalla de independencia después de que la revolución estalló en Dolores con El Grito de Dolores.

    Los conquistadores fueron atraídos hacia Guanajuato por el año 1520, debido a la fama de poseer minas de plata más ricas de Méjico. En realidad, esta tierra contenía casi tres cuartos del potencial minero del mundo. La colonización no fue fácil porque los chichimecas no se sometieron fácilmente al dominio de los invasores cuyo único y mayor interés era la explotación del metal precioso. Al contrario, los indígenas se retiraron en las angostas gargantas de las sierras para continuar la lucha de liberación de sus tierras. De allí, obstaculizaban el libre transporte y la comunicación con otras ciudades y hasta la capital. La obstinada resistencia de los autóctonos al trabajo de las minas obligó al gobierno real a importar esclavos de África y a enviar soldados para proteger a la población de las interferencias al libre comercio. El conflicto interno duró a lo largo de muchos años. La aversión de los aborígenes hacia los españoles disminuyó de manera relevante solamente después que se produjeron los casamientos entre españoles e indígenas.

    La posición geográfica de Guanajuato es un poco peculiar, porque duerme en un estrecho valle que condiciona la construcción de las amplias calles y plazas. Hay carreteras tan estrechas donde tampoco los coches pueden pasar y, por lo tanto, durante las lluvias se inundan fácilmente. Para sobrellevar esta dificultad, las autoridades locales han creado una red de transporte subterráneo.

    Entre las atracciones más importantes de esta ciudad, se encuentran el Museo de las Momias y el Festival de Cervantes.

    Era una mañana caliente, húmeda y bulliciosa. Yo estaba sentado enfrente del Museo de las Momias esperando que abrieran las puertas. Como periodista del mayor diario de Sacramento, había decidido venir aquí’ para hacer algunas investigaciones de carácter antropológico. Di un rápido vistazo al reloj. Faltaban tres minutos para las nueve. Mientras estaba esperando, se me acercó con paso tímido y con un dedo en la boca, una niña de trece o catorce años más o menos. Llevaba un pantaloncillo color azul y una camiseta blanca con muchas manchas de aceite. De repente, se quitó el dedo de la boca y se limpió la nariz con el dorso de la mano derecha. Luego se la pasó sobre los pantalones cortos. Cuando se dió cuenta que yo la estaba observando, me miró con circunspección para asegurarse que yo no la regañara por su gesto. Se apresuró a buscar algo, sin éxito, en los bolsillos de los pantalones. Eso me dio tiempo para observarla aún más. Era de estatura media-alta. El pelo, liso y negro como el carbón, le caía sobre el cuello para descansar en los hombros y descender rápidamente bajo el dorso casi desnudo. Dos ojos negros como faroles alumbraban la cara aceitunada y aterciopelada. La nariz lineal dividía dos pómulos salientes. Los labios carnosos y el seno prominente proyectaban la imagen de una adolescencia precoz. Calzaba un par de zapatillas grasientas y gastadas. Los huesos de las piernas eran dos líneas paralelas. El resto del cuerpo era una maravilla de curvas ondulantes. Ella me siguió silenciosa por un rato en mi escudriñamiento y me acompañó con una sonrisita. En ese momento, Yo rompí el silencio: Hola, princesa azteca, le dije sin titubear.

    Ella se puso de nuevo el dedo en la boca; me miró hacia lo alto y murmuró: Y ¿por qué ‘princesa’?

    Ahí, me equivoqué. ¡Perdón! Debería haber dicho: Hola, reina azteca".

    Eso es mejor, dijo regalándome otra sonrisa y quitándose el dedo de los labios. Luego, se arregló la camiseta sobre los pantalones cortos y añadió en voz baja: Mi nombre es Coqui. Sólo mis padres me llaman Coquita. Nadie más me conoce con este nombre.

    ¡Qué nombre tan bello! Ambos me caen muy bien.

    Acabo de decirte que no me puedes llamar con el segundo. ¿Qué eres estúpido?

    A veces, sí. En realidad, confieso que ninguno de los dos refleja tu verdadera hermosura.

    Retrasó un paso y me fijó con cara de sospecha: Ahora, quieres tomarme el pelo, dijo como si estuviera ofendida.

    Al contrario. Eres muy guapa. De verdad.

    Se tranquilizó y dijo: Mi apellido es Panagua y Vino.

    Yo no pude frenar mi incredulidad y comenté en media broma, Aquí tenemos una cena completa. Con pan, agua y vino, todo es divino.

    Le soltó una carcajada y se cubrió la boca con la mano derecha para no exponer sus dientes que necesitaban una visita a la higienista dental.

    Fingí no haber visto nada y me quedé en el tópico de la nomenclatura, ¡Que’ nombre tan interesante!

    En vez de contestar, apuntó el índice de la mano derecha hacia mí y me preguntó: Y, ¿tu nombre?

    Yo demoré en contestar.

    Ella se puso seria; agarró mi brazo izquierdo y lo sacudió tres veces. ¿Qué te pasa, hombre? ¿eres mudo?

    No, estaba pensando, y me cogí de espalda.

    ¿Qué? agregó incrédula. ¿Para dar tu nombre debes pensar? Entonces, eres tonto."

    No pude contener mi ímpeto y le acaricié el pelo. Ella hizo un rápido movimiento para esquivar la mano, pero yo la aseguré, Tienes razón, A veces soy tonto, pero en otras cosas. Mi nombre es Tonitus.

    Qué nombre tan extraño_murmuró ella.

    Concuerdo contigo. No es muy común en el mundo latino.

    Tampoco en el mundo anglosajón, exclamó con firmeza.

    Me puedes llamar Tonito, si quieres.

    Sí, para mí eres Tonito, aunque te voy a llamar Gringo desde ahora en adelante.

    Llámame cómo quieras. Lo importante es no discutir sobre la nomenclatura.

    Coqui se sentía orgullosa. Exhibía la exuberancia de alguien que había ganado un premio. Esperó un ratito y exclamó: Vale, Gringo. ¿De dónde eres?

    ¿Por qué me haces esa pregunta?

    Me lanzó una mirada provocativa: Es que tu acento no es mejicano. Eres gringo. ¿Quieres que repita otra vez…?

    Le contesté con una tenue sonrisa.

    Ella insistió: La ciudad. ¡Dime! ¿Dónde vives?

    Siracusa, poco lejos de las cataratas de Niágara.

    Sí, lo sé.

    ¿Cómo lo sabes?

    Ella atrasó algunos pasos como si estuviera ofendida.

    No, no te pongas así, chiquita. Es una manera de conversar. A tu novio no le gustará esa cara triste

    A estas palabras, me miró de travieso y estaba para despedirse de mí. Yo la agarré por un brazo.

    Yo no tengo novio. Tengo un sueño, contestó con énfasis.

    ¿Y qué tipo de sueño sería?

    Es un secreto. Se sonó la nariz con los dedos y se la secó con la prenda de la camiseta. El acto de abrir la mano me atrajo la atención una cicatriz vertical. ¿Con qué te hiciste esta herida?

    Al principio, no quiso replicar. Se miró la mano izquierda por largo rato y luego murmuró: Un chico me la hizo con un cuchillo. Quería llevarme a su casa, Yo, para salvar mi honor, resistí a su deseo y, en cambio, me dio una puñalada. Se concedió una breve pausa y suspiró profundamente. Al fin, agregó: Lo importante es que esté viva.

    Lo creo. ¡Qué bien! ¿Y lo ves todavía a ese chico?

    Te dije que eres tonto. Tú no me crees. ¿Cómo puedo seguir viéndolo si me estaba matando? Meditó un ratito y se puso de nuevo el dedo en la boca. Al fin dijo: A menos que tú no seas celoso… Y, comenzó a reír.

    Yo ya no prestaba atención a su comentario. Me miraba la mano derecha. Ella insistió: ¿Qué? ¿Tienes vergüenza de contestar?

    Algún día lo haré.

    Algún día… ¿Cuándo?

    Yo seguía observando la mano hasta que ella me preguntó: ¿Por qué te miras la mano? ¿Me estás escondiendo algo? exclamó con insistencia.

    Yo no tenía ninguna intención de seguir esa temática que me llevaba a tristes recuerdos. Al fin, tuve que rendirme. Ya que ella estaba esperando con recelo, le mostré la mano derecha que tenía una cicatriz horizontal.

    ¡Caramba! gritó con sorpresa. Es grande. ¿Cómo te la hiciste?

    Nada…Caí de un vagón de tren.

    Ella puso su mano en la mía hasta que las dos cicatrices formaran una cruz. ¡Qué casualidad! dijo entre dientes y en un modo casi imperceptible. Pasaron algunos momentos de silencio ensordecedor, y luego continuó: No te creo. Es una mentira. Tú me mientes y lo sabes.

    Algunas lágrimas descendieron lentamente sobre su rostro adolescente. Yo me precipité a darle un pañuelo. Ella me abrazó por un par de minutos sin abrir boca. Yo no sabía cómo reabrir el diálogo. Fue ella quien rompió el silencio que estaba oprimiendo a nuestros corazones. Tan pronto como se deslizó gradualmente del abrazo, me preguntó en voz baja: Dime la verdad. ¿Cómo te heriste la mano? ¿Qué te ocurrió?

    Mira, ese fue un triste episodio del cual no deseo llamar de nuevo a la memoria.

    Ella se irguió delante de mí. Su belleza adolescente explotó en todo su candor y yo me sentí débil, débil cómo nunca, antes. Ella me puso un dedo sobre la nariz y me dijo: Por favor….

    Esperé un rato para ver si ella desistía. Me miraba impasible y yo tuve que contarle mi pasado. Hace algunos meses vine aquí por el mismo motivo profesional. Un día vi a un chico que estaba molestando a una chica. Llevaba algo en la cara para esconder su identidad. En el acto de proteger a la chica, él me golpeó aquí. No sé si su propósito fuera el de acuchillar a mí o a ella. Estos casos suceden cada día. De vuelta a Sacramento, escribí un artículo sobre ese evento para despertar la atención del público. Nada más. Ahora, planeo terminar el trabajo. ¿Contenta?

    Coqui se frotó la cara cómo si estuviera tratando de salir de un túnel, de una pesadilla. Me miró otra vez y me preguntó: Y la chica, ¿la recuerdas?

    Pues no, hombre. No tuve la oportunidad de ver su cara. Estaba escondida por el cuerpo del molestador. Yo oía los gritos. La acción fue tan rápida que cuando la lama del cuchillo me cortó la piel, yo me contorcía por el dolor intenso; sangraba y pedía ayuda. Afortunadamente, la ambulancia llegó en unos minutos y me llevó al hospital. Dos días más tarde retorné a los Estados Unidos. Yo nunca tuve la oportunidad de ver la cara de la chica ¿Contenta?

    "Y, ¿Por qué volviste el otro día?

    Necesito acabar con mis investigaciones. Después, volveré a Sacramento para cumplir con mis empeños profesionales y solo por algunas semanas.

    Coqui no contestó. Estaba absorta en sus pensamientos.

    El museo ya había abierto las puertas. La temperatura empezaba a subir y estaba ya para despedirme de ella. Coqui me tomó por un brazo y me apretó casi a su cuerpo caliente y suave y me susurró: Sabes, yo tengo un sueño.

    Bueno, ¡dímelo!

    No te lo voy a decir en este momento. Lo voy a escribir en un papelito si tú me prestas el bolígrafo y el papel.

    Después de haber escrito algo, lo plegó y dijo: Lo debes leer cuando mi sueño se realice. ¿Prometes?

    ¿Y cómo y cuándo voy a saber si vas a realizar este sueño?

    Lo vas a saber. Y pronunció cada palabra con su debida cadencia.

    Yo esperaba una declaración más persuasiva que nunca vino. Un minuto más tarde, puso mi mano sobre su corazón y me ordenó: Jura que no lo vas a leer hasta que realice mi sueño.

    Yo para cumplir con su deseo, repetí: ¡Juro! En ese memento, me recordé que tenía en casa la camiseta azul de ella que el joven le había quitado y que yo usé para arrestar la sangre de mi mano.

    Pasamos como media hora de conversación durante la cual me olvidé de mis obligaciones profesionales. Ninguno de nosotros quería despedirse hasta que una camioneta de color negro y con la foto de un dragón sobre el capot se paró a corta distancia. Un hombre salió; abrió la puerta posterior y descargó dos grandes sacos negros de plástico en el andén. Tenía mucha prisa. Corrió al volante y puso el motor en marcha. La camioneta rugió por algunos instantes y vomitó una montaña de humo que causó problemas de respiración a los transeúntes. La acción fue tan fulminante que nadie sospechó de nada.

    Un anciano señor incapaz de ver por la nube tóxica, tropezó contra los sacos de plástico y cayó. En el acto de levantarse, apoyó sus manos sobre los sacos y gritó como a un loco. Pronto, el pavor hizo que la voz se perdiera en la garganta. Con muchos esfuerzos, se tiró al lado opuesto para evitar ulteriores contactos con los sacos. Un miedo tremendo se apoderó de él. Su rostro se convirtió en un color céreo; las manos empezaron a temblar y se quedó casi sin resuello. Entre golpes de tos y respiros, el pobre desgraciado balbuceó, Mal – di- to- se- a – e- se- pe- rro de chó-fer quie-n ha -ve-ni-do a ro-bar mi paz. Solamente después, se supo que había tocado la cabeza o los artos inferiores de cuerpos exánimes.

    Por fin, el hombre decidió levantarse, pero le faltaban las energías. En las calles, el vaivén era tumultuoso. La gente deambulaba en todas direcciones. Algunos peatones lo vieron y lo asistieron. Al recuperar su posición erecta, le dieron un café. El hombre estaba todavía deslumbrado. A las preguntas de la gente, musitó algo imperceptible y se marchó jadeante.

    No se detuvo tampoco delante de un semáforo en rojo. Afortunadamente, un policía notٕó que estaba en un estado de excitación y lo paró a tiempo antes de que fuera atropellado por un coche. En el andén, el mismo policía le preguntó, ¿Qué te pasa hombre? ¿estás borracho? Si ese es el caso, te acompaño a casa.

    El hombre, aún lleno de miedo, tartamudeó: ha…ha…y..mu..er..tos… a..llí. Se alejó jadeante hasta el museo y se desplomó en el pavimento. Se quedó en esa posición por unos minutos rechazando con un gesto tranquilizante de la mano la asistencia de Tonito y su compañera. Y, quizás, hubiera descargado el miedo en ese lugar por un tiempo indeterminado si su mujer, alertada, no hubiera venido para llevarlo a casa.

    Como dicho antes, delante de los sacos negros, pronto se produjo un grupo de curiosos. Coqui no resistió a la tentación e interrumpió la conversación con su interlocutor. Se unió a la muchedumbre, pero no podía ver por ser algunos de ellos muy altos. Entonces, se adelantó de puntillas; sin embargo, allí mismo, un coche de policía frenó bruscamente ante los dos sacos de plástico. De lejos, seoía la ambulancia sonar en continuación hasta que llegó al lado del coche de policía y se paró. El chofer detuvo el motor que rugió algunas veces antes de expulsar una nube de humo y abandonarse completamente al descanso. Los paramédicos descendieron con saltos felinos mientras la policía echaba atrás a los curiosos y usaban, en algunos casos, métodos rudos con los que resistían.

    Coqui no se rindió. Pedía disculpa mientras se abría un pasaje. Los jóvenes la dejaban pasar; los adultos respondían con un pestañeo de desaprobación. Hubo alguien quién se enfadó y la tiró atrás. Coqui no desistió. Empujando aquí y allá, se creó el espacio necesario para llegar en frente. La tensión aumentaba. Uno de paramédicos recibió la orden de cortar la soga que ataba las partes frontales de los sacos y las cabezas de un hombre y de una mujer emergieron cubiertas de muchas manchas de sangre.

    Coqui se agachó para averiguarse del contenido de los sacos. De repente, alzó la vista hacia el cielo y cayó con la cabeza atrás como si estuviera en trance. Cerró los ojos y se desmayó. Cuando los abrió de nuevo con la asistencia de los paramédicos, emitió un grito de gran dolor y empezó a llorar y a tirarse de los pelos. Los gritos me despertaron de la pasividad y corrí enseguida para anotar los eventos que me hubieran servido, posiblemente para un artículo. Algunos testigos me informaron que se trataba de cadáveres y que, probablemente eran parientes de la chica. La policía ya había formado un cordón alrededor de los sacos; todavía, el instinto de unirme a Coqui superaba mi discreción y traté de encontrar un resquicio a codazos. De nada valió mostrar mi identificación de periodista. Los policías me pegaron en la cabeza varias veces con un palo y me arrastraron, sangriento, hasta el museo. Para aquel entonces, perdí conciencia de la realidad. Cuando me desperté, estaba en un cuarto de un hospital.

    Igual suerte tuvo Coqui. Para calmarla, le dieron una inyección sedante y la trasportaron al mismo hospital, aunque en otro sector, de modo que nunca nos cruzamos. A causa de los golpes recibidos, yo tuve una pérdida temporal de la memoria. Tres días después, me dieron el alta del hospital, y con la ayuda del personal diplomático norteamericano, al día siguiente, tomé un vuelo para Sacramento. Dos semanas más tarde, mudé definitivamente en Syracuse. Y, asi’, acabaron mis contactos con Coqui, por lo menos, en lo inmediato.

    CAPÍTULO II

    Riqui

    Antes de la tragedia familiar, Coqui había vivido con sus padres y dos hermanos en una cabaña de una zona rural sin luz y sin baño. Su madre sufría de una cardiopatía y su padre cultivaba una tierra silvestre e improductiva, llena de cizañas y piedras. Los mosquitos que infestaban la zona picaban en la sangre con vehemencia. El pobre hombre había trabajado en una mina de plata hasta que se agotó, y, por lo tanto, se quedó desocupado.

    Don Abundancia era un hombre riquísimo. Había invertido mucho capital en minas y tierras. Para compensar de algún modo a sus dependientes con la pérdida del trabajo, les donó a cada uno de ellos un pedazo de tierra que nadie quería cultivar. Al padre de Coquita le tocaron cinco acres que no le permitían satisfacer el hambre de la familia. Para aliviar la carga económica, Coquita iba a vender periódicos a la ciudad durante los meses de vacaciones. La vida dura de los campos, las quejas de su madre, las cuentas impagadas y la cara feroz del hambre empujaban, a veces, a Coqui rebelarse y vacilar también en la fé.

    Durante una tarde calurosa, la chica les dijo a

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