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La Hispaniola: El Reino Del Zombí
La Hispaniola: El Reino Del Zombí
La Hispaniola: El Reino Del Zombí
Libro electrónico172 páginas2 horas

La Hispaniola: El Reino Del Zombí

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Al presentarle la novela La hispaniola: El reino del zomb he querido plantear una teora basada en el sentido comn. Estamos en un nuevo milenio. Necesitamos encontrar respuestas a muchas interrogantes que se han ido postergando y escondiendo. Ya no podemos hacer como han hecho muchos historiadores que han guardado los desperdicios debajo de las alfombras de los museos y de los palacios presidenciales. Tampoco podemos hacer como el avestruz. Cmo es posible que siendo la isla de La Hispaniola tan rica, d albergue a la nacin ms pobre del mundo? Qu pasar cuando aumente la presin anti-inmigratoria de los Estados Unidos de Amrica y Canad, que afecta a los haitianos? Podrn los haitianos continuar viviendo en una tercera parte de la isla aun cuando en realidad son ms habitantes que los dominicanos?
Estas y otras preguntas sern contestadas cuando usted, querido lector, se deje llevar conmigo por ese viaje en la nave ficcionaria de la historia del Caribe a travs de La Hispaniola: El reino del zomb. Ojal tengan ustedes un buen viaje.
IdiomaEspañol
EditorialXlibris US
Fecha de lanzamiento26 ene 2017
ISBN9781524576080
La Hispaniola: El Reino Del Zombí
Autor

Félix Darío Mendoza

Félix Darío Mendoza nació en una zona montañosa en la provincia de La Vega, República Dominicana. Lleva más de dos décadas residiendo en los Estados Unidos de América. Antes de emigrar, trabajó como director de prensa e información de la Secretaría de Estado de Trabajo. Además, fue secretario de prensa de la Confederación Autónoma de Sindicatos Cristianos (CASC) y sus organizaciones afiliadas. Fue director del periódico Revolucion Obrera, órgano informativo de dicha organización laboral. Previamente, había sido secretario general del Sindicato de Trabajadores de la Industria Nacional del Papel del grupo CORDE en Villa Altagracia. Mendoza cursó estudios en el Bronx Commuty College y obtuvo una maestría en Educación Bilingüe en el City College de Nueva York. En la actualidad labora como profesor adjunto del Bronx Community College (BCC). Fue delegado por el Estado de Nueva York a la Conferencia Nacional de Educadores celebrada en Phoenix, Arizona, en 1995. También asistió como miembro de la delegación bilingüe que participó en el Congreso Nacional de Educadores celebrado en Washington, D.C. en el 1997. Además, participó en el Seminario “Puerto Rico: Microcosmo Caribeño”, organizado durante el verano del 1998 por el Centro de Estudios Puertorriqueños de la Universidad de Puerto Rico, en Río Piedras. Mendoza obtuvo el segundo lugar en la categoría de cuentos en el XXXII concurso del CEPI en Nueva York con “Dominigo sangriento”. Es el autor de la novela “Marina de la Cruz: radiografía de una emigrante”, publicada por la Editora Taller, 1994. “La Hispaniola: El reino del zombí”, es la segunda novela que publica este autor.

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    La Hispaniola - Félix Darío Mendoza

    ÍNDICE

    Reflexión

    Dedicatoria

    I El Despertar

    II La Hora Del Combite

    III Lo Que Piden Los Espíritus

    IV La Gran Jornada

    V La Transformación

    VI La Respuesta De Los Dioses

    VII La Llegada De Los Zombíes

    "Hay que morir para vivir.

    Un juguete como de la historia…

    Ese hombre soy yo.

    Me tocó nacer en el pasado

    Allá donde vive la muerte…

    Reclamando tierra del futuro para descansar."

    DEL GRUPO MUSICAL BORICUA:

    HACIENDO PUNTO EN OTRO SON

    REFLEXIÓN

    Pecaría yo de ser un imprudente si no le dirigiera algunas palabras a los lectores acerca de la dinámica que me ha motivado para entregarles esta novela.

    Siendo un niño, hace muchos años, correteaba por los valles y campos que engalanan la provincia de La Vega. Como vivíamos en una montaña, no había tenido la oportunidad de reunirme con mis primitos contemporáneos. Por alguna pasada del destino, vino una reunión de este tipo. Si mal no recuerdo, la inusual reunión se debió al fallecimiento de un pariente lejano. Por algo que se me hace difícil entender, los familiares y los amigos casi siempre se visitan cuando una persona nace o se muere. En esa ocasión estábamos casi todos reunidos. Mi familia parecía un arcoiris porque los habían de todos colores. Por el lado de mi madre yo tenia siete tías y por el lado paterno tenía siete más. Claro está, no existía la televisión y mis parientes se acostaban muy temprano, casi siempre se iban a la cama conjuntamente con las gallinas. Por vía de consecuencia, eso podría explicar el hecho de que, en las zonas campesinas, las personas tuvieran tantos miembros. Nací a la una de la madrugada. A esa hora, por extraña coincidencia, vinieron al mundo todos mis hermanos. No había energía eléctrica en el corazón de la montaña. Mi abuela Eudosia Díaz era una partera o comadrona muy experimentada. Pero como nací tres días antes de los cálculos que había hecho, mamá Eudosia no encontró a tiempo las tijeras para cortarme el ombligo. Imagínense la conmoción que se formó. Al siguiente día, cuando confirmaron que había nacido un varón, se corrió la voz de campo en campo y de montaña en montaña.

    Para ello usaron un fututo, que era una especie de trompeta que se usaba para anunciar los eventos especiales de la comarca. En fin, mis tías, tomando en cuenta que fui el primer varón entre todas las mujeres, me trataron como si hubiese nacido un rey. Ellas estaban casi todas solteras o vivían en el mismo campo. Por eso creían que había llegado un juguete de carne y hueso. Peleaban por cuidarme. Me tenían añoñaíto. Pero la cosa cambió más adelante. Cuando me hice un hombrecito me trataron como un esclavo. Con muchísimo amor me mandaban a todos los oficios.

    –– ¡Muchacho, busca la leña! ¡Vete y búscame el agua antes de que se desborde el río! ¡Por ser tú un hombrecito, córtale los plátanos a la abuela!

    Y como si los mandados fueran pocos, nunca se quedaba atrás la orden de una tía que, por el mal genio que tenía, no había ese macho que se le acercara. Estuvo a punto de quedarse jamona.

    –– ¡Darío, vete a ordeñar la chiva muchacho ‘e porra. Juro por todos los santos que si la chiva berrenda no me dá la leche, te la saco de las costillas! Aun retumban en mis oídos las ordenanzas de mis tías.

    Fue en esa reunión familiar, con apenas ocho años, que quise saber por qué mi padre era negro y mi mamá era una mezcla de indio con blanco. Las preguntas que surgieron después, en los salones de clases y en mis experiencias posteriores, se fueron entrelazando, hasta que se enredó más la madeja. Se formó una enredadera cuyo inicio está en las costas del Africa y se extiende hasta el rinconcito más apartado de la Isla.

    Al presentarle, con todo el respeto, la novela: La hispaniola: el reino del zombí, he querido plantear una teoría basada en el sentido común.

    Estamos en un nuevo milenio. Necesitamos encontrar respuestas a muchas interrogantes que se han ido postergando. Ya no podemos hacer como han hecho muchos historiadores que han guardado los desperdicios debajo de las alfombras de los museos y de los palac ios presidenciales. Tampoco podemos hacer como el avestruz. ¿Cómo es posible que siendo la isla de La Hispaniola tan rica, dé albergue a la nación más pobre del mundo? ¿Qué pasará cuando aumente la presión anti-inmigratoria de los Estados Unidos de América y Canadá, que afecta a los haitianos? ¿Podrán los haitianos continuar viviendo en una tercera parte de la Isla aun cuando en realidad son más habitantes que los dominicanos?

    Estas y otras preguntas serán contestadas cuando usted, querido lector, se deje llevar conmigo por ese viaje en la nave ficcionaria de la historia del Caribe a través de La Hispaniola: El Reino del Zombí. Tengan ustedes un viaje excelente.

    DEDICATORIA

    Esta novela está dedicada a todos los seres humanos que se preocupan por los cambios que transforman los pueblos y los países en busca de la creación de un mundo equitativo para las presentes y futuras generaciones. A los hombres y mujeres que, sin importar las adversidades, lo arriesgan todo para producir generaciones de luchadores que rompen las cadenas que los esclavizan, sin importales cuán poderosos sean los imperios

    I

    EL DESPERTAR

    –– ¡Pum! ¡Pum! ¡Kutu-pum! ¡Pum! ¡Pum-Kutu-Pum! ¡Pum! ¡Pum!

    Las mujeres meneaban sus cuerpos con una cadencia rítmica inigualable. El sonido de los tambores era claro, estruendoso y contagiante. Parecía que los instrumentos querían hablar. Cada tono era sacado con el trabajoso sobajeo del cuero de los tambores de Joseph François Casablanche. La destreza del timbalero se ponía hoy, de nuevo, a su más dura prueba. En esta fecha se celebra en El Alcajé, La Tortuga, Gonaive, Juana Méndez y Cap Hatien, un gran evento. Por su magnitud, el hecho cambiará el curso de la historia. Hoy se fusionarán, por los siglos de los siglos, las dos culturas, los dos mundos que habitan la Isla de la Hispaniola. En fin, en toda la nación haitiana había un júbilo inusual. Era una algarabía en la que muchos cantaban y otros lloraban.

    En esta fecha los vientos haitianos, con desenfreno de violentas batallas, bañaban los profundos valles y mesetas, arrastrando a su paso el rumor de la gran jornada, de la esperada faena, del cumplimiento constitucional. Los ventarrones parecían corceles briosos, encabritados, que descendían estrepitosos por las laderas de la geografía haitiana como una maldición colectiva. Los animales venían empujando el carruaje de una nueva inquisición caribeña. Los caballos y sus jinetes venían anunciando a los cuatro puntos cardinales, con todas las fuerzas de sus pulmones, el establecimiento del reino del zombí.

    –– ¡Pum! ¡Pum! ¡Kutu-pum! ¡Pum! ¡Pum-Kutu-Pum! ¡Pum! ¡Pum!

    Haití había despertado de su letargo. Trescientos años de historia negra habían sido fulminados por la energía de un nuevo amanecer. Por fin se habían juntado, de una vez y para siempre, los elementos de la historia universal que, con exactitud inmaculada, creaba una gran mezcla, una gran fusión mediante la cual Puerto Príncipe y Santo Domingo habían cambiado de sitio. Los ríos Masacre y Ozama bebían de la misma fuente. Mediante esta metamorfosis de la naturaleza isleña, los hércules de ébano se levantaban desafiantes con fututos en vez de trompetas. Azuzadas por el sonido contagioso de los tambores, por las prédicas hipnotizantes de los líderes políticos y religiosos, un ejército desenfrenado de gigantescas bestias relinchaban. Tras sus gritos escalofriantes saltaban barrancas abismales, cruzando desbocados los ríos caudalosos de La Hispaniola. Los animales y sus jinetes venían apresurados a cumplir con el anuncio de una nueva sociedad, de un nuevo reino en la región del Caribe. Había llegado la hora del despertar. Los negros y los mulatos no tenían ya ninguna duda de que, con el murmullo de los vientos, se distinguían las voces de Dessalines, Louverture, Boyer, Petion, Boukmann, Trujillo y Duvalier. El coro de varones escogidos venía anunciando, en su mensaje de ultratumba, la liberación de Haití. Todos habían llegado a una conclusión. Los haitianos estaban convencidos y se habían puesto de acuerdo en que La Isla es una sola e indivisible.

    –– ¡Pum! ¡Pum! ¡Kutu-pum! ¡Pum! ¡Pum-Kutu-Pum! ¡Pum! ¡Pum!

    ¡Saint Domingue et Haití est un sole paix!

    ¡L’union faite le force!

    ¡pour la liberté et la dignité!

    ¡Vivre la Republique de Haití!

    El robusto negro Joseph Francois Casablanche, sudoroso hasta los tuéstanos, estaba rodeado por cuatro tambores gigantes que le cubrían hasta las tetillas. El hombre tenía los ojos desorbitados. Sus pupilas parecían dos brasas encendidas. Los músculos de su cuerpo se expandían, se crecían, se inflaban uno por uno, desde los pies hasta la cabeza. Frente a él pasaba una procesión humana, tan excitante como interminable. Era como una cadena sin fin, compuesta por seis negras y seis mulatas, que de manera inusual, se juntaban en esta ocasión después de tantos siglos habitando en un valle de limbo en donde reinan los zombíes. Por primera vez se reunían como si fueran miembros de una sola raza, tras el paso de los siglos, halando cada uno para su lado, arrancándose las greñas como dice la gente. Malgastando el tiempo y la energía en discusiones estériles. Divididos. Vencidos por la ambición personal, sin importarle la penuria del pueblo que dicen defender. Así pasan los siglos, disputándose la supremacía racial de la sangre blanca de los franceses contra la negra de los africanos. Exterminándose con odio cavernario en las montañas y los valles, bañando con sangre inocente y culpable los terrenos áridos de la comarca tropical. Entaponando de cadáveres a medio matar, los ríos y las cañadas del suelo haitiano. Pero el momento había llegado. Esta era la hora de los puros. Sin más pecado que el original, el que se adquiere al nacer por obra y gracia de la madre iglesia. Y que, de acuerdo a sus preceptos, sólo se borra con el bautismo. Sin embargo, el Dios de los zombíes no era católico. Por lo tanto, los hombres y mujeres que se habían transformado, se preparaban para despertar del letargo, de su invernadero, de su limbo. Mientras tanto, los tambores de Joseph François seguían rugiendo.

    –– ¡Pum! ¡Pum! ¡Kutu-pum! ¡Pum! ¡Pum-Kutu-Pum! ¡Pum! ¡Pum!

    En Fonde du Blanc se celebraba el gran encuentro, la gran fiesta nacional con la presencia omnipotente de Metresilís, Anaísa y Papá Candele. El júbilo se sentía en todo el territorio. Ellos estaban convencidos de que el triunfo era ahora, o nunca. Los eventos del 1751 al 1804 volvían a repetirse; porque la historia es tan exacta como las matemáticas. Las rocas milenarias se derrumbaban pulverizándose, como si fueran golpeadas por un enorme mazo de acero divino. Los troncos de los árboles centenarios que habían sido cercenados por las compañías madereras de Norteamérica comenzaban a nacer y a crecer de la noche a la mañana. Los arroyuelos iban anchando sus causes para ponerse en competencia con los ríos, con la intención paradójica de ahogarlos, de extrangularlos. Las montañas, en vez de neblinas, vomitaban fuego; y, los volcanes apagados, escupían lava y ceniza en toda la geografía de la Isla. A esa hora, el Océano Atlántico y el Mar Caribe se abrazaban, se besaban y copulaban en un maritaje descomunal. Como fruto de la pasión de ese encuentro se levantaban enormes olas con lengüetas arremolinadas que pegaban al cielo.

    Parecía que las bocas gigantescas de los dioses soplaban las aguas desde el fondo de los mares. En el horizonte cercano un sol, agigantado y enrojecido, atestiguaba con rubor los acontecimientos de la Isla de la Hispaniola. Mares y océanos querían unirse también a la jornada de liberación de la esclavitud moderna impuesta al pueblo de Haití.

    Parecía como si el Rey Dessaline le respondiera con sus soplilos de injurias, desde el Sur, al Todopoderoso Henry Christophe, en Cap Haitien, señoreando en su madriguera del Norte, escondiéndose en sus guaridas de sangre y cemento.

    Este era el momento de los haitianos. Era su única oportunidad. Aunque muchos líderes no lo veían así. Los dioses de ahora querían que todos vieran por propia voluntad o los forzarían a presenciar la llegada del nuevo reino, del reino del zombí.

    –– ¡Pum! ¡Pum! ¡Kutu-pum! ¡Pum! ¡Pum-Kutu-Pum! ¡Pum! ¡Pum!

    Las hermosas mujeres, que apenas se tapaban la parte inferior de sus cuerpos, se tambaleaban y se estremecían. Sus senos saltaban con el ritmo de la música cadenciosa. Sus atributos, perfectamente torneados, vibraban al compás de los tambores. Los presentes estaban clavados en sus asientos, viendo estupefactos aquel derroche de erotismo. Casi todos observaban inofensivos esa sensualidad tan pura, tan original como si los orfebres divinos hubiesen moldeado con sus manos los perfectos cuerpos de ébano de las doncellas haitianas, exóticas e inigualables como las mujeres caribeñas. Las bailarinas pasaban enloqueciendo a los hombres con la proximidad de sus atributos. Mientras tanto, algunas mironas que se habían colado sin invitación en la ceremonia, atisbaban a las mujeres con disimulo; con la rabiza del ojo; como el que quiere y no quiere. Pero en su interior se les quemaban las vísceras de la envidia al ver esos cuerpos tan extraordinarios.

    Los hombres, por su parte, querían saltar de la emoción. Excitados como estaban, se mojaban la lengua como perros sabuesos. Tenían los ojos desorbitados como bolas de billar, listos para saltar sobre su trozo de carne. Pero la ceremonia del lugar no se lo permitía.

    ¡Ay de aquel que confundiera los movimientos corporales de las hermosas mujeres! ¡Ay de aquel que se pusiera de fresco y le echara mano a sus atributos femeninos! Pobre del que se atreviera siquiera a tocar con las yemas de los dedos, a una de esas doncellas! Eran muchos los que sentían ganas de satisfacer la lujuria de la mente tocando la carne. Sin embargo, no se encontraba allí un solo hombre que desafiara el celo de los espíritus supremos. Los más desesperados caían en trances frenéticos. Sacudían sus cuerpos como

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