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El oscuro designio
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Libro electrónico665 páginas9 horas

El oscuro designio

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En El oscuro designio Farmer vuelve a llevarnos al Mundo Río, en este libro prepara el escenario para el final de esta saga. Nos encontramos de nuevo con Francis Burton, pero también surgen personajes nuevos, como Jill Gulbirra y Peter Frigate. Los misterios sobre los Éticos y el propósito de los seres humanos en este nuevo mundo sigue siendo un misterio, los personajes luchan por aclararlo, saben que las respuestas a sus preguntas están en la Torre Oscura, buscan llegar a toda costa. Pero hay obstáculos en el camino, antiguos enemigos, rencores pasados y traiciones, además regresa la amenaza de la muerte permanente, ya no hay más traducciones. Deberán moverse rápido y con cuidado para superar los obstáculos entre ellos y su destino.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 ene 2023
ISBN9786071676481
El oscuro designio
Autor

Philip Jose Farmer

Philip José Farmer (1918–2009) was born in North Terre Haute, Indiana, and grew up in Peoria, Illinois. A voracious reader, Farmer decided in the fourth grade that he wanted to be a writer. For a number of years he worked as a technical writer to pay the bills, but science fiction allowed him to apply his knowledge and passion for history, anthropology, and the other sciences to works of mind-boggling originality and scope. His first published novella, “The Lovers” (1952), earned him the Hugo Award for best new author. He won a second Hugo and was nominated for the Nebula Award for the 1967 novella “Riders of the Purple Wage,” a prophetic literary satire about a futuristic, cradle-to-grave welfare state. His best-known works include the Riverworld books, the World of Tiers series, the Dayworld Trilogy, and literary pastiches of such fictional pulp characters as Tarzan and Sherlock Holmes. He was one of the first writers to take these characters and their origin stories and mold them into wholly new works. His short fiction is also highly regarded. In 2001, Farmer won the World Fantasy Award for Life Achievement and was named Grand Master by the Science Fiction & Fantasy Writers of America.

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    Vista previa del libro

    El oscuro designio - Philip Jose Farmer

    PRÓLOGO

    El presente libro es el volumen III de la serie Mundo Río. Originalmente, debía ser la conclusión de una trilogía; sin embargo, el manuscrito tenía más de cuatrocientas mil palabras: publicado en un solo tomo, resultaría demasiado pesado y engorroso para el lector.

    Así pues, el editor y yo decidimos partirlo en dos. El volumen IV, El laberinto mágico, seguirá a este libro. Concluirá definitivamente esta fase de la serie, explicará todos los misterios planteados en los primeros tres volúmenes y atará todos los cabos sueltos en un nudo, sea gordiano o no.

    Cualquier novela sobre el Mundo Río que aparezca después del volumen IV no deberá considerarse parte de la serie principal. Ésas formarán la serie lateral, historias que no estarán directamente relacionadas con el misterio y las aventuras de las primeras tres. Mi decisión de escribirlas se basa en mi creencia —y la de muchos otros— de que el concepto del Mundo Río es demasiado grande para caber en cuatro volúmenes. Después de todo, tenemos un planeta en el que un solo río, o un mar muy largo y angosto, recorre dieciséis millones noventa mil kilómetros. A lo largo de sus orillas viven más de treinta y seis mil millones de personas, seres humanos que existieron entre la vieja Edad de Piedra y la primera parte de la Edad Electrónica.

    En los primeros cuatro volúmenes no hay espacio para relatar muchos acontecimientos que podrían ser del interés del lector. Por ejemplo, los resucitados no están distribuidos a lo largo del río según la secuencia cronológica de sus nacimientos en la Tierra; hay una considerable mezcla de razas y naciones de diferentes siglos. Tomemos como ejemplo uno de los muchos bloques a lo largo de las riberas, sería un área de diez kilómetros de largo y sus habitantes serían un sesenta por ciento de chinos del siglo VI d.C., treinta y nueve por ciento de rusos del siglo XVII d.C. y uno por ciento de hombres y mujeres de cualquier tiempo y lugar.

    ¿Cómo lograrían estas personas formar un estado viable a partir de la anarquía? ¿Cómo triunfarían o fracasarían en sus esfuerzos por congeniar y formar un cuerpo capaz de defenderse contra estados hostiles? ¿Qué problemas tendrían?

    En el presente libro, Jack London, Tom Mix, Nur ed-din el-Musafir y Peter Jairus Frigate navegan río arriba en el Razzle Dazzle II. En los volúmenes III y IV hay una considerable caracterización de Frigate y Nur; sin embargo, no había suficiente espacio para desarrollar por completo a los otros personajes, así pues, las historias laterales me permitirán hacerlo.

    Esas historias también contarán los encuentros de la tripulación del Razzle Dazzle con algunos representantes mayores y menores de diversos campos de la actividad humana. Éstos incluyen a Da Vinci, Rousseau, Karl Marx, Ramsés II, Nietzsche, Bakunin, Alcibíades, Eddy, Ben Jonson, Li Po, Nichiren Daishonin, Asoka, una cavernícola de la Era de Hielo, Juana de Arco, Gilgamesh, Edwin Booth, Fausto et al.

    Ha resultado evidente para algunos que Peter Jairus Frigate guarda un notable parecido con el autor. Aunque es cierto que yo mismo soy el molde del personaje, Frigate es, aproximadamente, tan similar a mí como David Copperfield lo es a Charles Dickens. Los rasgos físicos y psíquicos del autor son sólo el trampolín para lanzar la realidad hacia esa pararrealidad que es la ficción.

    Me disculpo con los lectores por los finales en suspenso de los tres primeros volúmenes. La estructura de la serie era tal que no podía emular la de la serie Fundación de Isaac Asimov. En esa serie, cada volumen parecía tener una conclusión definitiva, sólo para revelar, en la secuela, que el final anterior era falso o engañoso.

    Espero terminar la serie, los volúmenes I al V (o tal vez VI), antes de que llegue mi hora de acostarme y descansar en espera de abordar el barco fabuloso.

    PHILIP JOSÉ FARMER

    I

    LOS SUEÑOS rondaban el Mundo Río.

    El sueño, la Pandora de la noche, era aún más generoso que en la Tierra. Allá, había sido esto para ti y aquello para tu vecino; mañana, aquello para ti y esto para el otro.

    Aquí, en este valle interminable, a lo largo de las infinitas orillas del río, Pandora vaciaba su cofre de tesoros y prodigaba regalos a todos: terror y placer, memoria y anticipación, misterio y revelación.

    Miles de millones de personas se agitaban, gemían, lloriqueaban, reían, gritaban, nadaban hacia la vigilia y se hundían de nuevo.

    Poderosas máquinas aporreaban los muros y cosas extrañas se escabullían por los agujeros. A menudo no se alejaban, sino que se quedaban, como fantasmas que se negaran a desvanecerse al cantar el gallo.

    Además, por alguna razón, los sueños eran más recurrentes que en el planeta madre. Los actores del nocturno Teatro del Absurdo insistían en repetir funciones, en las que ellos, y no los mecenas, mandaban. El público era impotente para mofarse o aplaudir, para arrojar huevos y coles o salir de la sala, para charlar con sus compañeros de asiento o dormitar.

    Entre ese público cautivo se encontraba Richard Francis Burton.

    II

    UNA NEBLINA, gris y arremolinada, formaba el escenario y el telón de fondo. Burton estaba de pie en el foso, como un isabelino demasiado pobre para pagar un asiento. Sobre él había trece figuras, sentadas en sillas que flotaban sobre la bruma. Una de ellas estaba de cara a las otras, que estaban dispuestas en un semicírculo. Ese hombre era el protagonista: él mismo.

    Había ahí una decimocuarta persona, aunque estaba en las alas y sólo Burton podía verla desde el foso. Era una figura negra y amenazadora, que de cuando en cuando soltaba una risita hueca.

    Una escena similar, aunque no idéntica, había ocurrido una vez en la realidad y muchas veces en sueños; pero ¿quién podía saber con certeza cuál era cuál? Allí estaba él, el hombre que había muerto setecientas setenta y siete veces en un vano intento de eludir a sus perseguidores. Y allí estaban los doce que se hacían llamar los Éticos.

    Seis eran hombres y seis mujeres. Todos, excepto dos, tenían la piel muy bronceada o pigmentada y el cabello negro o castaño oscuro. Dos hombres y una mujer tenían leves pliegues epicánticos en los ojos, por lo que Burton pensaba que eran euroasiáticos, si es que su origen estaba en la Tierra.

    Sólo dos de los doce habían sido nombrados durante la breve inquisición: Loga y Thanabur. Ninguno de esos nombres parecía pertenecer a alguna lengua que Burton conociera, y conocía al menos un centenar; sin embargo, las lenguas cambian y era posible que fueran del siglo LII d.C. Uno de sus agentes le había dicho a Burton que provenía de ese tiempo, pero Spruce lo había dicho bajo amenaza de tortura y quizá había mentido.

    Loga era uno de los que tenían la piel relativamente clara. Como estaba sentado y no había nada material con que medirlo, podía ser alto o bajo. Era corpulento y musculoso, y su pecho estaba cubierto de vello rojizo. El cabello de su cabeza era rojo como un zorro. Tenía rasgos irregulares y fuertes: una barbilla prominente y hendida; una enorme quijada; una nariz grande y aguileña; espesas cejas amarillas; labios anchos y carnosos, y profundos ojos verdes.

    Era obvio que el otro hombre de piel clara, Thanabur, era el líder. Su físico y su rostro eran tan parecidos a los de Loga, que bien podían ser hermanos; sin embargo, su cabello era castaño oscuro. Tenía un ojo verde, aunque era un extraño verde hoja.

    El otro ojo había sobresaltado a Burton la primera vez que Thanabur volvió su rostro hacia él. En vez del verde que esperaba, vio una joya, parecía un enorme diamante azul, una piedra preciosa de muchas facetas destellantes engarzada en la cuenca ocular.

    Burton se sentía incómodo siempre que esa joya se posaba en él. ¿Cuál era su propósito? ¿Qué veía en él que un ojo viviente no pudiera ver?

    De los doce, sólo tres habían hablado: Loga, Thanabur y una mujer rubia, esbelta, pero de grandes pechos, con grandes ojos azules. Por la manera en que ella y Loga hablaban entre sí, Burton pensó que podían ser marido y mujer.

    Mirándolos desde fuera del escenario, Burton volvió a notar que encima de la cabeza de cada uno, incluido su otro yo, flotaba un globo. Estos globos, de muchos colores cambiantes, giraban y proyectaban brazos hexagonales, verdes, azules, blancos y negros. Los brazos se retraían hacia el globo, sólo para ser remplazados por otros.

    Burton intentó correlacionar las esferas giratorias y las mutaciones de sus brazos con las personalidades de los tres individuos y la suya propia, con su apariencia física, con el tono de su voz, con el sentido de sus palabras, con su actitud emocional. No logró encontrar ningún vínculo.

    Cuando la primera escena, la real, tuvo lugar, no vio su aura.

    Las palabras que se decían ahora no eran las mismas que en el suceso real. Era como si el Hacedor de Sueños hubiera reescrito la escena.

    Loga, el hombre pelirrojo, dijo:

    —Teníamos a algunos agentes buscándote. Eran muy pocos, considerando los treinta y seis mil seis millones nueve mil seiscientos treinta y siete candidatos que viven a lo largo del río.

    —¿Candidatos a qué? —dijo el Burton del escenario.

    En la primera ocasión, no había dicho eso.

    —Eso nosotros lo sabemos y tú debes averiguarlo —dijo Loga.

    Loga mostró unos dientes inhumanamente blancos, y continuó:

    —No teníamos idea de que estabas suicidándote para huir de nosotros. Pasaron los años. Teníamos otras cosas que hacer, así que retiramos a todos los agentes del caso Burton, como lo llamábamos, excepto algunos que estaban apostados en ambos extremos del río. De alguna manera, sabías de la torre polar. Más tarde supimos cómo.

    Burton, el que miraba, pensó: Pero no lo supieron por X.

    Trató de acercarse más a los actores para poder verlos más de cerca. ¿Cuál era el Ético que lo había despertado antes de su resurrección? ¿Cuál lo había visitado en una noche tormentosa, llena de relámpagos? ¿Cuál le había dicho que debía ayudarlo? ¿Cuál era el renegado al que Burton sólo conocía como X?

    Forcejeó contra la neblina húmeda y fría, tan etérea y tan fuerte como las cadenas que sujetaban al monstruoso lobo Fenrir antes del Ragnarok, el crepúsculo de los dioses.

    Loga dijo:

    —Te habríamos atrapado, de todos modos. Verás, cada espacio de la burbuja de restauración (el lugar donde despertaste inexplicablemente durante la fase de prerresurrección) tiene un contador automático. Cualquier candidato con un número de muertes superior al promedio es objeto de estudio, tarde o temprano. Suele ser más bien tarde, pues nos falta personal.

    "No teníamos idea de que eras tú quien había acumulado el asombroso número de setecientas setenta y siete muertes. Tu espacio en la burbuja PR estaba vacío cuando la miramos durante nuestra investigación estadística. Los dos técnicos que te habían visto cuando despertaste en la cámara PR te identificaron por tu… fotografía.

    Programamos el resurrector para que la siguiente vez que se recreara tu cuerpo, una alarma nos notificara para poder traerte a este lugar.

    Pero Burton no había vuelto a morir. De alguna manera, lo habían localizado con vida. Aunque había vuelto a huir, lo habían atrapado, ¿o no? Tal vez lo había fulminado un rayo mientras huía por la noche y estaban esperándolo en la burbuja PR. Esa gigantesca cámara que, suponía, estaba en las profundidades del planeta o en la torre del mar polar.

    Loga dijo:

    —Hemos registrado minuciosamente tu cuerpo. También hemos examinado cada componente de tu psicomorfo, o tu aura, como quieras llamarle.

    Señaló el globo giratorio sobre la cabeza del Burton que estaba sentado ante él.

    Entonces, el Ético hizo algo extraño.

    Se dio la vuelta hacia la neblina y señaló a Burton, el espectador.

    —No encontramos ninguna pista.

    La figura oscura en las alas soltó una risita.

    El Burton del foso exclamó:

    —¡Piensan que sólo hay doce de ustedes! ¡Hay trece! ¡Un número de mala suerte!

    —Lo que importa es la calidad, no la cantidad —dijo la figura fuera del escenario.

    —Cuando te enviemos de regreso al valle no recordarás nada de lo ocurrido aquí —dijo Loga.

    El Burton de la silla dijo algo que no había dicho en la escena original.

    —¿Cómo pueden hacerme olvidar?

    —Hemos borrado tu memoria como si fuera una grabación —dijo Thanabur. Hablaba como si diera un sermón ¿o acaso advertía a Burton, porque él era X? —. Por supuesto, nos tomó mucho tiempo recorrer tu memoria los siete años que has estado aquí y requirió una enorme cantidad de energía y materiales, pero la computadora que vigilaba Loga estaba programada para recorrer tu memoria a alta velocidad y detenerse sólo en el momento en que ese sucio renegado te visitó. Así que sabemos exactamente lo mismo que tú sobre lo que ocurrió entonces. Vimos lo que tú viste, oímos lo que oíste, sentimos lo que tocaste y lo que oliste, incluso experimentamos tus emociones.

    "Desafortunadamente, el traidor o la traidora te visitó de noche, y disfrazado. Incluso su voz estaba filtrada por un distorsionador que impidió que la computadora analizara sus marcas vocales. Digo ‘él o ella’ porque sólo viste una figura pálida sin rasgos identificables, sexuales o de otro tipo. La voz parecía masculina, pero una mujer podría haber usado un transmisor para sonar como hombre. El olor corporal también era falso. La computadora lo analizó y es obvio que estaba alterado por un compuesto químico.

    En pocas palabras, Burton, no tenemos idea de quién de nosotros es el renegado y no tenemos idea de por qué él o ella está actuando contra nosotros. Es casi inconcebible que alguien que sabe la verdad trate de traicionarnos. La única explicación es que esa persona está demente, y eso también es inconcebible.

    El Burton del foso sabía, de alguna manera, que Thanabur no había dicho esas palabras la primera vez, durante el drama verdadero. También sabía que estaba soñando, que estaba poniendo palabras en boca de Thanabur. El discurso del hombre estaba formado por los pensamientos, conjeturas y fantasías del propio Burton.

    A continuación, el Burton de la silla expresó algunas de esas ideas:

    —Si pueden leer la mente de una persona, por así decirlo, ¿por qué no leen las de ustedes? ¿Acaso no lo han hecho? Seguramente así encontrarían a su traidor.

    Loga parecía incómodo.

    —Nos sometimos a una lectura, por supuesto —dijo—. Pero…

    Se encogió de hombros y volteó las palmas de las manos hacia arriba.

    Thanabur dijo:

    —Entonces, la persona que llamas X debe haberte mentido. No es uno de nosotros, sino alguien del segundo orden, un agente. Estamos convocándolos para lecturas de memoria, pero eso toma tiempo. Tenemos mucho. Atraparemos al renegado.

    —¿Y si ninguno de esos agentes es el culpable? —preguntó el Burton de la silla.

    —No seas ridículo —dijo Loga—. En cualquier caso, tu recuerdo de haber despertado en la burbuja prerresurrección se borrará. Tus recuerdos de la visita del renegado y todos los acontecimientos posteriores también quedarán en blanco. Lamentamos mucho tener que cometer este acto violento, pero es necesario y llegará el momento en que podamos hacer las paces, espero.

    El Burton de la silla dijo:

    —Pero… Tendré muchos recuerdos del lugar anterior a la resurrección. Olvidan que pensé en eso muchas veces entre el momento de mi despertar en la ribera y la visita de X; además, le hablé a mucha gente sobre eso.

    Thanabur dijo:

    —Ah, pero ¿en verdad te creen? Y si te creen, ¿qué pueden hacer al respecto? No, no queremos eliminar todos tus recuerdos de tu vida aquí, eso te causaría gran aflicción, te alejaría de tus amigos y —aquí Thanabur hizo una pausa—… tal vez entorpecería nuestro progreso.

    —¿Progreso?

    —Ya tendrás tiempo de averiguar qué significa eso. La persona demente que afirma estar ayudándote en realidad te usa para sus propios fines. No te dijo que, al cumplir sus designios, estabas desechando tu oportunidad de vida eterna. Él o ella, quienquiera que sea el traidor, es maligno. ¡Maligno, maligno!

    —Bueno, bueno —dijo Loga—. Todos tenemos opiniones fuertes sobre esto, pero no olvidemos que el… desconocido está enfermo.

    El hombre del ojo enjoyado dijo:

    —Estar enfermo es, en cierto sentido, ser maligno.

    El Burton de la silla echó atrás la cabeza y lanzó una larga y sonora carcajada.

    —¿Entonces no saben todo, bastardos?

    Se puso de pie, sostenido por la bruma gris que lo rodeaba, y gritó:

    —¡No quieren que llegue a la fuente del río! ¿Por qué? ¿Por qué?

    Loga dijo:

    Au revoir. Perdónanos por esta violencia.

    Una mujer señaló un cilindro azul, corto y delgado, y el Burton del escenario se desplomó. Dos hombres, que sólo vestían faldas blancas, salieron de entre la bruma, levantaron el cuerpo inconsciente y se lo llevaron hacia la niebla.

    Burton trató de acercarse a las personas del escenario. Como no pudo, sacudió el puño y gritó:

    —¡Nunca me atraparán, monstruos!

    La figura oscura de las alas aplaudió, pero sus manos no emitieron sonido alguno.

    Burton esperaba que lo colocaran en la zona donde los Éticos lo habían puesto. En vez de eso despertó en Theleme, el pequeño estado que él mismo había fundado.

    Aún más inesperado fue el hecho de que no le habían quitado la memoria. Recordaba todo, incluso la inquisición de los doce Éticos.

    De alguna manera, X había logrado engañar a los otros.

    Más tarde se preguntó si le habrían mentido, si en realidad no tenían la intención de alterar su memoria. Eso no tenía sentido, pero Burton no sabía cuáles eran sus intenciones.

    En otro tiempo, Burton había sido capaz de jugar dos partidas de ajedrez al mismo tiempo, con los ojos vendados; sin embargo, eso sólo requería habilidad, conocimiento de las reglas, y familiaridad con el tablero y las piezas. No conocía las reglas de este juego, ni las habilidades de todas las piezas. El oscuro diseño no tenía patrón.

    III

    BURTON despertó a medias, con un gemido.

    Por un momento no supo dónde estaba. Lo rodeaba una oscuridad tan espesa como la que sentía en su interior.

    Unos sonidos familiares lo tranquilizaron. El barco estaba rozando el muelle, y el agua lamía el casco. Alice respiraba suavemente a su lado. Tocó su espalda suave y cálida. Arriba sonaban unas ligeras pisadas: Peter Frigate en su guardia nocturna. Tal vez estuviera preparándose para despertar a su capitán. Burton no tenía idea de qué hora era.

    Había otros sonidos conocidos. A través de la división de madera llegaban los ronquidos de Kazz y su mujer, Besst. Y luego, desde el compartimiento de atrás, la voz de Monat. Hablaba en su lengua nativa, pero Burton no podía distinguir las palabras.

    Sin duda, Monat estaba soñando con el lejano Athaklu, ese planeta de clima extraño y salvaje que orbitaba la estrella gigante de Arturo.

    Se quedó acostado un rato, rígido como un cadáver, pensando: Aquí estoy, un hombre de ciento un años con cuerpo de veinticinco.

    Los Éticos habían suavizado las arterias endurecidas de los candidatos, pero no habían podido hacer nada contra la aterosclerosis del alma. Al parecer, esa reparación dependía del candidato.

    Los sueños retrocedían en el tiempo. La inquisición de los Éticos había aparecido al final; pero ahora Burton soñaba que volvía a experimentar el sueño que tuvo justo antes de despertar al Último Triunfo. Sin embargo, se veía a sí mismo en el sueño; era a la vez partícipe y espectador.

    Dios estaba de pie sobre él, que estaba tendido en la hierba, débil cono un recién nacido. Esta vez, Dios no tenía la larga barba negra, ni estaba vestido como un caballero inglés del 53º año del reinado de la reina Victoria. Su único atavío era una toalla azul ceñida a la cintura. Su cuerpo no era alto, como en el sueño original, sino bajo y ancho, y musculoso. El vello de su pecho era grueso, rojo y rizado.

    La primera vez, Burton había visto su propio rostro en el de Dios: el mismo cabello negro y lacio, el mismo rostro árabe con profundos ojos negros como puntas de lanza que salieran de una caverna; los altos pómulos, los labios gruesos y la barbilla prominente y partida. Sin embargo, ya no mostraba la cicatriz de la lanza somalí que había cortado la mejilla de Burton y tirado sus dientes, con el filo clavado en el paladar y la punta saliendo por la otra mejilla.

    Esta vez la cara parecía familiar, pero Burton no podía nombrar a su dueño. Ciertamente no era la cara de Richard Francis Burton.

    Dios todavía tenía el bastón de hierro, con el que le golpeaba las costillas a Burton.

    —Estás atrasado con el pago de tu deuda, ¿sabes?

    —¿Cuál deuda? —dijo el hombre en la hierba.

    El Burton que miraba se dio cuenta de que la niebla se arremolinaba a su alrededor y alzaba velos entre los dos hombres que tenía ante sí. Detrás de ellos había un muro gris, que se expandía y se contraía como el pecho de un animal que estuviera respirando.

    —Me debes la carne —dijo Dios. Golpeó con su bastón las costillas del hombre en la hierba. De alguna manera, el Burton que estaba de pie sintió el dolor.— Me debes la carne y el espíritu, que son la misma cosa.

    El hombre en la hierba se levantó con dificultad, y dijo, jadeando:

    —Nadie puede golpearme y huir sin una pelea.

    Alguien rio, y el Burton que estaba de pie notó una figura alta y oscura entre la bruma del fondo.

    —Paga, o tendré que ejecutar —dijo Dios.

    —¡Maldito prestamista! —dijo el hombre en la hierba—. En Damasco conocí a otros como tú.

    —Éste es el camino a Damasco. O debería serlo.

    La figura oscura volvió a reír. La niebla lo envolvía todo. Burton despertó, sudando y escuchando sus últimos gemidos.

    Alice se dio la vuelta y dijo, somnolienta:

    —¿Tienes una pesadilla, Dick?

    —Estoy bien. Vuelve a dormir.

    —Has tenido muchas pesadillas últimamente.

    —No más que en la Tierra.

    —¿Quieres hablar?

    —Cuando sueño, estoy hablando.

    —Pero contigo mismo.

    —¿Quién me conoce mejor? —dijo él con una leve risa.

    —¿Y quién puede engañarte mejor? —dijo ella, con cierta brusquedad.

    Burton no respondió. Al cabo de pocos segundos, ella respiraba con el suave ritmo de quien duerme sin preocupaciones. Pero no olvidaría lo dicho. Burton esperaba que la mañana no le trajera otra disputa.

    Le gustaba discutir; le permitía explotar. Sin embargo, últimamente sus peleas lo habían dejado insatisfecho, listo para otra pelea de inmediato.

    Era muy difícil estallar contra ella sin que lo oyeran en esa pequeña embarcación. Alice había cambiado mucho en sus años de estar juntos, pero aún conservaba un femenil odio por, como ella lo llamaba, lavar la ropa sucia en público. Burton, sabiendo esto, la presionaba, gritaba, rugía, disfrutaba verla encogerse. Después se avergonzaba de haberse aprovechado de ella, de haberle causado vergüenza.

    Y todo eso lo enfadaba aún más.

    Los pasos de Frigate sonaban en la cubierta. Burton pensó en relevarlo temprano. No iba a poder dormir de nuevo; había padecido insomnio la mayor parte de su vida adulta en la Tierra, y también gran parte de su vida aquí. Frigate agradecería poder irse a dormir, le costaba trabajo mantenerse despierto en la guardia.

    Burton cerró los ojos. La grisura remplazó a la oscuridad. Ahora se vio a sí mismo en una colosal cámara sin paredes, piso ni techo. Desnudo, flotaba en posición horizontal en el abismo. Giraba lentamente, como suspendido en un espetón invisible. Mientras giraba, vio que había cuerpos desnudos arriba, a los lados y abajo. Al igual que él, tenían la cabeza y el pubis depilados. Algunos estaban incompletos. Un hombre cercano tenía el brazo derecho sin piel desde el codo hasta la mano. Giró y vio otro que no tenía piel en todo el cuerpo, ni músculos en la cara.

    A cierta distancia había un esqueleto con un revoltijo de órganos flotando en su interior.

    Por todos lados, los cuerpos estaban sujetos de pies y cabeza por barras metálicas rojas, que se alzaban desde un piso remoto hacia un techo también remoto. Estaban dispuestas en hileras hasta donde Burton podía ver, y entre cada par flotaban en línea vertical los cuerpos giratorios: hilera tras hilera de personas dormidas, cuerpos hacia arriba y hacia abajo, hasta donde alcanzaba la vista.

    Formaban líneas verticales y horizontales que se extendían hacia el gris infinito.

    Él, el capitán sir Richard Francis Burton, cónsul de Su Majestad en la ciudad de Trieste, en el Imperio austro-húngaro, había muerto el 19 de octubre de 1890.

    Ahora estaba vivo, en un lugar que no se parecía a ningún cielo o infierno del que hubiera oído hablar.

    De todos los millones de cuerpos que veía, él era el único vivo. O despierto.

    El Burton que giraba estaría preguntándose por qué fue elegido para ese honor no deseado.

    El Burton que observaba sabía por qué.

    Lo había despertado el Ético al que Burton llamaba X, la variante desconocida. El renegado.

    Ahora el hombre suspendido había tocado una de las barras; eso había interrumpido algún tipo de circuito, y todos los cuerpos entre las barras, incluido Burton, habían empezado a caer.

    El espectador sintió casi tanto terror como la primera vez. Era el sueño primigenio, el sueño humano universal de caer. Sin duda tenía su origen en el primer hombre, esa criatura mitad simio y mitad hombre pensante para quien la caída era una temida realidad, y no sólo una pesadilla. El medio simio había saltado de rama en rama, creyéndose, en su orgullo, capaz de salvar el abismo. Y había caído por su orgullo, que distorsionaba su juicio.

    Así como el orgullo había causado la caída de Lucifer.

    Ahora ese otro Burton había sujetado una barra y estaba colando mientras los cuerpos, que seguían girando con lentitud, caían a su alrededor como una catarata de carne.

    A continuación miró hacia arriba y vio una máquina aérea, con forma de canoa verde, que descendía en el espacio entre unas barras cercanas. No tenía alas ni hélices, y parecía flotar por alguna especie de mecanismo desconocido para la ciencia de tiempos de Burton.

    En la proa había un símbolo: una espiral blanca que terminaba apuntando hacia la derecha, y de cuyo extremo se desprendían hilos blancos.

    En la realidad, dos hombres habían asomado por un lado de la máquina voladora. Y luego, de pronto, todos los cuerpos cayeron más despacio, y una fuerza invisible sujetó a Burton, elevó sus piernas y lo desprendió de la barra. Burton flotó hacia arriba, girando; pasó más allá de la canoa y se detuvo. Uno de los hombres le apuntó con un objeto del tamaño de un lápiz.

    Gritando de rabia y odio y frustración, aquel Burton había gritado:

    —¡Mataré! ¡Mataré!

    Era una amenaza vacía, tan vacía como la oscuridad que calmó su furia.

    Ahora, sólo un rostro miraba por el borde de la máquina. Aunque no podía ver la cara del hombre, Burton pensó que le resultaba familiar. Fueran cuales fuesen sus facciones, pertenecían a X.

    El Ético rio.

    IV

    BURTON se incorporó y agarró a X por el cuello.

    —¡Por Dios, Dick! ¡Soy yo, Pete!

    Burton retiró las manos del cuello de Frigate. La luz de las estrellas, tan intensa como la luna llena de la Tierra, entraba por la puerta abierta y recortaba la silueta de Frigate.

    —Es tu guardia, Dick.

    —Por favor, hagan menos ruido —murmuró Alice.

    Burton rodó hasta bajar de la cama y buscó a tientas el traje que colgaba de una clavija. Aunque estaba sudando, se estremeció. La pequeña choza, cálida por la radiación nocturna de dos cuerpos, empezaba a enfriarse. La fría neblina estaba entrando.

    —¡Brrr! —dijo Alice, y un ruido indicó que estaba cubriéndose con las gruesas toallas. Burton vio un atisbo de su cuerpo blanco antes de que se cubriera. Volteó a ver a Frigate, pero el estadunidense ya se había dado la vuelta y estaba subiendo por la escalera. Fueran cuales fuesen sus defectos, no era un mirón. Aunque Burton no habría podido culparlo si hubiera mirado. Estaba enamorado de Alice. Nunca lo había dicho, pero era obvio para Burton, para Alice y para Loghu, la compañera de cama de Frigate.

    Si de alguien era la culpa, era de Alice. Hacía mucho que había perdido su pudor victoriano. Aunque lo negara, quizás había tentado a Frigate con un fugaz vistazo de su cuerpo, inconscientemente, por supuesto.

    Burton decidió no hablar del tema. Aunque estaba enojado con ambos, Frigate y Alice, parecería un idiota si decía algo al respecto. Alice, como la mayoría de la gente, se bañaba desnuda en el río, al parecer indiferente a los transeúntes. Frigate la había visto sin ropa cientos de veces.

    El traje de noche estaba compuesto de varias toallas gruesas sujetas por broches magnéticos ocultos bajo la tela. Burton lo abrió y ajustó la tela para formar una prenda con capucha que le ceñía las piernas y el cuerpo. Se puso un cinturón de piel de pez cornudo, del cual pendían fundas que contenían un cuchillo de pedernal, un hacha de sílex y una espada de madera. Los bordes de esta última tenían diminutas esquirlas de pedernal, y su punta un agudo cuerno de pez. De un estante tomó una pesada lanza de fresno y subió la escalera.

    Al subir a la cubierta, se dio cuenta de que su cabeza estaba por encima de la neblina. Frigate tenía su misma estatura, y su cabeza parecía flotar, sin cuerpo, sobre la lana arremolinada de la niebla. El cielo estaba iluminado, aunque el Mundo Río no tenía luna. Estaba lleno de estrellas y de enormes nubes de gas luminoso. Frigate creía que el planeta estaba cerca del centro de la galaxia de la Tierra, pero bien podía estar en otra galaxia, por lo que se sabía.

    Burton y sus amigos habían construido una embarcación y habían zarpado de Theleme. El Hadji II, a diferencia de su predecesor, tenía un solo mástil, sujeto a proa y a popa. A bordo iban Burton, Hargreaves, Frigate, Loghu, Kazz, Besst, Monat Grrautut y Owenone. Esta última era una mujer de la antigua Pelasgia prehelénica, a la que no le molestaba compartir la cama del extraterrestre. Con su peculiar tripulación (Burton tenía un talento, no siempre afortunado, para coleccionar un grupo heterogéneo de seguidores), había viajado río arriba por veinticinco años. Uno de los hombres con los que había compartido muchas aventuras, Lev Ruach, había decidido quedarse en Theleme.

    El Hadji II no había llegado tan lejos como Burton esperaba. Como había poco espacio, los miembros de la tripulación estaban muy cerca unos de otros, y en constante contacto. Era necesario tomar largos descansos en tierra para aliviar los efectos del encierro.

    Burton decidió que era momento de otro largo descanso cuando el barco llegó a esa zona. Era uno de los escasos lugares en que el río se ensanchaba hasta formar un lago de unos treinta y dos kilómetros de largo y unos nueve y medio kilómetros de ancho. En su extremo occidental, el lago llegaba a un estrecho de unos trescientos veintiún metros. La corriente era violenta en ese punto pero, por fortuna, el viento prevaleciente soplaba desde atrás de una embarcación que remontara el río. Si el Hadji II hubiera tenido que navegar contra el viento, habría tenido poco espacio para maniobrar.

    Después de observar el estrecho, Burton pensó que el paso era accesible, aunque sería difícil. Sin embargo, ahora era el momento de tomar un largo descanso. En vez de acercarse a una de las orillas, detuvo el barco a un lado de uno de los bancos de rocas que se proyectaban en medio del lago. Eran altos chapiteles de piedra, con un poco de tierra llana en la base. Algunos tenían piedras griales, rodeadas de chozas.

    La isla chapitel más cercana al estrecho tenía unos cuantos muelles flotantes. Habrían resultado más convenientes de haber estado del lado de la corriente, pero no lo estaban, de modo que la tripulación llevó el barco junto a un muelle. Lo ataron con cuerdas a los postes y lo apoyaron contra los parachoques, bolsas de correosa piel de pez caimán llenas de hierba. Los habitantes de la isla se acercaron con cautela. Burton les aseguró que sus intenciones eran pacíficas, y les preguntó amablemente si su tripulación podía usar la piedra grial.

    Sólo había una veintena de isleños: gente de baja estatura y piel oscura, que hablaba una lengua desconocida para Burton. Sin embargo, también hablaban una forma degradada de esperanto, así que la barrera lingüística era poca.

    La piedra grial era una enorme estructura de granito gris con vetas rojas, en forma de hongo. La superficie de su parte superior estaba a la altura del pecho de Burton y tenía setecientas hendiduras redondas dispuestas en círculos concéntricos.

    Poco antes de la puesta del sol, cada persona colocó en uno de los huecos un alto cilindro de metal gris. Los angloparlantes lo llamaban grial, pandora (o su forma corta, dora), caja de víveres, cubeta del almuerzo, cubeta de gloria y otros nombres. El más popular era el nombre que le daban los misioneros de la Iglesia de la Segunda Oportunidad: pandora, en esperanto. A pesar de que el metal era tan delgado como una hoja de periódico —excepto en la base—, era irrompible, indestructible e imposible de doblar.

    Los dueños de los griales retrocedieron unos veinte pasos y esperaron. Al poco rato, unas intensas llamaradas azules se alzaron desde la parte superior de la piedra hasta una altura de poco más de seis metros. Al mismo tiempo, cada una de las piedras que cubrían las orillas del lago escupió fuego y emitió un trueno.

    Un minuto después, varias de las personas de piel morena subieron a la piedra y bajaron los griales. El grupo se sentó bajo un techo de bambú, junto a una fogata de bambú y leña arrastrada por la corriente, y todos abrieron las tapas de los cilindros. Dentro había anaqueles con vasos y tazones, todos llenos de licor, comida, cristales de café o té instantáneo, cigarros y puros.

    El grial de Burton contenía comida eslovena e italiana. Él había resucitado por primera vez en una zona poblada principalmente por gente que había muerto cerca de Trieste, y por lo general los griales daban el tipo de comida que la gente acostumbraba comer en la Tierra. Sin embargo, cada diez días los griales servían algo completamente diferente. A veces era comida inglesa, francesa, china, rusa, persa o de cualquier otra nación. Ocasionalmente eran platillos repugnantes, como carne de canguro, quemada en la superficie y cruda por dentro, o larvas vivas. Burton había recibido esa comida de los aborígenes australianos dos veces.

    Esta noche, el vaso de licor contenía cerveza. Burton odiaba la cerveza, así que la cambió por el vino de Frigate.

    Los griales de los isleños contenían comida que le recordaba a Burton la cocina mexicana; sin embargo, los tacos y tortillas contenían carne de venado, no de res.

    Mientras comían y hablaban, Burton interrogó a los locales. Por sus descripciones, supuso que eran indios precolombinos, otrora habitantes de un amplio valle en el desierto del suroeste. Provenían de dos tribus distintas que hablaban lenguas emparentadas, pero mutuamente ininteligibles. A pesar de esto, los dos grupos convivían en paz y habían llegado a formar una sola cultura, en la que cada grupo difería del otro sólo en unos pocos rasgos.

    Burton decidió que eran el pueblo al que los indios pima de su tiempo llamaban hohokam, los antiguos. Habían prosperado en la zona que los colonizadores blancos llamarían Valle del Sol. Ahí se había fundado la aldea de Phoenix del territorio de Arizona, una aldea que, por lo que Burton había oído, se convertiría en una ciudad de más de un millón de habitantes a finales del siglo XX.

    Estas personas se llamaban a sí mismas los ganopo. En su época terrestre habían cavado largos canales de riego con herramientas de madera y pedernal, y habían convertido el desierto en un jardín. Pero desaparecieron repentinamente, dejando a los arqueólogos estadunidenses la tarea de explicar por qué. Se habían propuesto varias teorías. La más aceptada era que unos invasores belicosos del norte los habían exterminado, aunque no existía evidencia de ello.

    Las esperanzas de Burton de poder resolver el misterio se esfumaron rápidamente. Aquellas personas habían vivido y muerto antes de que su sociedad llegara a su fin.

    Esa noche todos estuvieron despiertos hasta tarde, fumando y bebiendo alcohol hecho con los líquenes que cubrían el chapitel de piedra. Contaron historias, la mayoría obscenas y absurdas, y rodaron en el suelo de tanto reír. Burton, al contar cuentos árabes, se vio en la necesidad de no usar referencias que no resultaran familiares, o bien explicarlas, si eran lo bastante simples como para entenderse. Pero nadie tuvo problemas para comprender las historias de Aladino y su lámpara mágica, o cómo Abu Hasan se tiró un pedo.

    Esa última historia había sido de las favoritas de los beduinos. Muchas veces, Burton se había sentado ante una fogata de estiércol seco de camello y provocado aullidos de risa entre sus oyentes, aunque ya la habían oído mil veces.

    Abu Hasan era un beduino que dejó su vida nómada para convertirse en mercader en la ciudad de Kaukabán, en Yemen. Se hizo muy rico y, tras la muerte de su esposa, sus amigos lo alentaron a casarse de nuevo. Después de resistirse un poco, cedió y arregló un matrimonio con una hermosa joven. Hubo banquetes con arroz de varios colores y sorbetes de muchos más, cabritos rellenos de nueces y almendras, y un potro de camello rostizado entero.

    Por fin, el novio fue llamado a la cámara donde esperaba su novia, ataviada con ricos ropajes. Se levantó de su diván, lentamente y con actitud digna, pero ¡ay!, estaba lleno de carne y bebida, y mientras caminaba hacia el tálamo, he aquí que soltó un pedo, enorme y terrible.

    Al oírlo, los invitados se miraron entre sí y hablaron en voz muy alta, fingiendo no haber notado aquel pecado social. Pero Abu Hasan se sentía muy humillado, así que, fingiendo que la naturaleza lo llamaba, fue a la caballeriza, ensilló un caballo y se marchó, abandonando su fortuna, su casa, sus amigos y a su novia.

    Después tomó un barco a la India, donde se convirtió en el capitán de guardaespaldas del rey. Al cabo de diez años lo asaltó tan terrible nostalgia por su hogar que se sentía morir, de modo que partió disfrazado de faquir pobre. Después de un viaje largo y peligroso, se acercó a su ciudad y desde las colinas contempló sus murallas y torres, con los ojos rebosados de lágrimas. Sin embargo, no se atrevía a entrar a la ciudad hasta saber que su desgracia estaba olvidada. Así pues, vagó por las afueras de la ciudad por siete días y siete noches, escuchando las conversaciones en la calle y el mercado.

    Al final de ese tiempo, estaba sentado a la puerta de una choza, pensando que quizá ya podía entrar a la ciudad mostrándose tal cual era. Entonces escuchó que una joven decía: Oh, madre, dime en qué día nací, pues una de mis compañeras necesita saberlo para poder adivinar mi futuro.

    Y la madre respondió: Naciste, hija mía, la noche misma que Abu Hasan se tiró el pedo.

    Apenas escuchó Abu Hasan estas palabras, se levantó de su banco y huyó, diciendo para sus adentros: En verdad tu pedo se ha convertido en una fecha que ha de durar por siempre.

    Y no dejó de viajar hasta que volvió a la India, y vivió ahí en exilio hasta que murió, y que la misericordia de Dios sea con él.

    Esa historia fue un gran éxito, pero antes de contarla, Burton tuvo que explicar que los beduinos de esa época consideraban pedorrearse en público como una desgracia. De hecho, era necesario que todos fingieran que no había ocurrido, pues el humillado mataría a cualquiera que lo mencionara.

    Burton, sentado con las piernas cruzadas ante el fuego, notó que incluso Alice parecía disfrutar la historia. Era una mujer de la era victoriana, criada en una piadosa familia anglicana; su padre fue un obispo y hermano de un barón, descendiente de Juan de Gante, el hijo del rey Juan; su madre fue la nieta de un conde. Sin embargo, el efecto de la vida en el Mundo Río y una larga e íntima asociación con Burton habían acabado con muchas de sus inhibiciones.

    A continuación, Burton contó el cuento de Simbad el Marino, aunque tuvo que adaptarlo a las experiencias de los ganopo. Como nunca habían visto un mar, convirtió el mar en un río, y el ave roc que cargó a Simbad se convirtió en una gigantesca águila dorada.

    Los ganopo, a su vez, contaron historias de sus mitos de creación, y las procaces aventuras de su héroe cultural: el Viejo Coyote.

    Burton los interrogó sobre la adaptación de su religión a la realidad de aquel mundo.

    —Oh, Burton —dijo el jefe—, éste no es el mundo que imaginábamos después de la muerte. No es una tierra donde el maíz crece más alto que la cabeza de un hombre en un día, y la liebre nos da una buena caza pero nunca escapa a nuestras lanzas. Tampoco nos hemos reunido con nuestras mujeres e hijos, nuestros padres y abuelos. Ni los grandes, los espíritus de las montañas y el río, de las rocas y arbustos, caminan entre nosotros y nos hablan.

    No nos quejamos. De hecho, somos mucho más felices que en el mundo que dejamos atrás. Tenemos más y mejor comida que allá, y no tenemos que trabajar para conseguirla, aunque en los primeros días tuvimos que pelear para conservarla. Tenemos agua más que suficiente, podemos pescar a nuestro antojo y no conocemos las fiebres que nos mataban o nos incapacitaban, ni los dolores y la debilidad de la vejez.

    V

    EN ESE momento el jefe frunció el ceño, y con sus siguientes palabras una sombra cayó sobre todos y las sonrisas se desvanecieron.

    —Díganme, extranjeros, ¿han oído hablar del regreso de la muerte? ¿La muerte para siempre? Vivimos en esta pequeña isla y no recibimos muchas visitas, pero los pocos que vienen, y aquellos con quienes hablamos cuando visitamos las riberas, nos han contado historias extrañas e inquietantes.

    Dicen que desde hace algún tiempo, nadie ha vuelto a levantarse después de morir. Una persona muere y ya no despierta al día siguiente, con sus heridas curadas y su grial a su lado, en un lugar alejado de aquel donde murió. Díganme, ¿eso es verdad, o es sólo uno de esos cuentos que a la gente le gusta inventar para preocupar a los demás?

    —No lo sé —dijo Burton—. Es verdad que hemos viajado miles de kilómetros… Digo, hemos pasado por incontables piedras griales en nuestro viaje. Y, en el último año, hemos notado eso de lo que hablas.

    Hizo una breve pausa, pensativo. Desde el segundo día después de la gran resurrección, ocurrían las resurrecciones menores, o traducciones, como se las solía llamar. Las personas morían asesinadas, o se suicidaban, o sufrían accidentes fatales, pero al día siguiente amanecían vivas. Sin embargo, nunca resurgían en el lugar de su muerte. Siempre aparecían lejos, a menudo en una zona climática distinta.

    Muchos atribuían esto a agentes sobrenaturales. Muchos más, entre ellos Burton, no pensaban que hubiera más agencia para explicar todo aquello que una ciencia avanzada. No se aceptan fantasmas, para citar al inmortal Sherlock Holmes. Bastaban las explicaciones físicas.

    Burton sabía por experiencia propia, y al parecer única, que el cuerpo de una persona muerta podía duplicarse. Lo había visto en el vasto espacio en el que despertó por un momento. De alguna manera se fabricaban cuerpos a través de una especie de grabación, con sus heridas curadas, la carne regenerada, los miembros restaurados, los estragos de la vejez reparados y la juventud restaurada.

    En algún lugar bajo la corteza de ese planeta había un inmenso convertidor termiónico de materia en energía. Probablemente funcionara con el calor del núcleo de níquel y hierro. Su maquinaria operaba a través del complejo de piedras griales, cuyas raíces se hundían en las profundidades del subsuelo, formando un circuito tan complejo que sólo pensar en ello aturdía la mente.

    ¿El registro de las células de la persona muerta se hacía en las piedras mismas? ¿O acaso, como había sugerido Frigate, lo hacían satélites orbitales que vigilaban a todo ser viviente, del mismo modo que, se suponía, Dios notaba incluso la caída de un gorrión? Nadie lo sabía o, si alguien lo sabía, guardaba el secreto.

    La conversión de energía en materia por medio del sistema de piedras griales también explicaba las tres comidas gratuitas que todo ciudadano del Mundo Río encontraba en su grial tres veces al día. La base de cada uno de los cilindros metálicos debía ocultar un diminuto convertidor y un menú electrónico. La energía se transmitía a los griales por medio del complejo de piedras griales. Ahí, la electricidad se convertía en materia compleja: carne, pan, lechuga, etcétera, e incluso lujos como tabaco, marihuana, alcohol, tijeras, peines, encendedores, lápiz labial y goma de sueño.

    Las toallas de tela también las proporcionaba el sistema de piedras griales, aunque no por medio de los griales. Aparecían apiladas junto al cuerpo resucitado y su grial.

    Tenía que haber alguna especie de mecanismo en las raíces subterráneas del complejo de piedras. De alguna manera, podía proyectar a través de varios metros de tierra la compleja configuración molecular de cuerpos humanos, griales y ropa, exactamente un centímetro sobre el nivel del suelo.

    Literalmente, personas y cosas se formaban a partir del aire.

    Burton se había preguntado algunas veces qué sucedería si la transferencia ocurría en una zona ocupada por otro objeto. Frigate decía que habría una terrible explosión. Eso nunca había ocurrido, al menos hasta donde Burton sabía. Así pues, el mecanismo sabía cómo evitar esa sobreposición de moléculas.

    Sin embargo, como había señalado Frigate, estaba el volumen de la atmósfera que el cuerpo recién formado debía desplazar. ¿Cómo evitaban las moléculas de aire mezclarse fatalmente con las moléculas del cuerpo?

    Nadie lo sabía. Pero, de algún modo, el mecanismo debía retirar el aire y crear vacíos para que aparecieran el cuerpo, el grial y la ropa. Y tenía que ser un vacío perfecto, algo que la ciencia de finales del siglo XX no había logrado.

    Además, lo hacía en silencio, sin la explosión de una masa de aire súbitamente desplazado.

    La cuestión de cómo se registraban los cuerpos aún no tenía una respuesta satisfactoria. Muchos años atrás, un agente capturado de los Éticos, un hombre llamado Spruce, había dicho que una especie de cronoscopio, un instrumento capaz de ver el pasado, registraba las células de los seres humanos, de cada persona que había vivido entre el año dos millones a.C. y el 2008 d.C.

    Burton no creía eso. No le parecía posible que algo pudiera retroceder en el tiempo, ya fuera corpórea o visualmente. Frigate también había expresado su incredulidad y decía que, probablemente, Spruce había usado la palabra cronoscopio en sentido figurado. O que tal vez mintió.

    Fuera cual fuese la verdad, las resurrecciones y la comida de los griales podían explicarse en términos puramente físicos.

    —¿Qué pasa, Burton? —dijo el jefe con amabilidad—. ¿Te ha atrapado un espíritu?

    Burton sonrió y dijo:

    —No, sólo estaba pensando. Nosotros también hemos hablado con muchos que afirman que nadie ha resucitado en sus zonas en un año. Por supuesto, eso podría significar, simplemente, que los lugares por los que viajamos no han tenido resucitados. Podría haberlos en otros lugares. Después de todo, el río debe medir…

    Hizo una pausa. ¿Cómo podría explicar el concepto de un río de diez millones de kilómetros o más a un pueblo que no comprendía ningún número mayor a veinte?

    —Un hombre que navegara de un extremo a otro del río podría tardar tantos años como la suma de las vidas de tu abuelo, tu padre y tú en la Tierra.

    "De modo que, aunque hubiera tantas muertes como briznas de hierba hay entre dos piedras griales, aun así eso no sería mucho en comparación con el número de personas que viven a lo largo del río. Aunque hemos viajado muy lejos, no hemos recorrido mucho camino en comparación con la longitud del río. Así que hay muchas zonas donde los muertos pueden haber resucitado.

    "Además, ya no muere tanta gente como en los primeros veinte años. Ya se establecieron definitivamente muchos pequeños estados. Existen ya pocos estados esclavistas. La gente ha formado estados que mantienen el orden entre sus ciudadanos y los protegen de otros estados. Las personas malvadas que codiciaban el poder, la comida y los bienes de otros murieron. Es cierto que resucitaron en otros lugares, pero en otras zonas no tenían seguidores. Ahora las cosas se han asentado, aunque por supuesto, todavía hay accidentes, sobre todo en la pesca,

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