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Querida Vagina
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Libro electrónico421 páginas5 horas

Querida Vagina

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Querida Vagina es ms que una coleccin de aventuras sexuales o amorosas ocurridas en su existencia. Es un viaje por la vida con vista de guila y nos regala el momento histrico al que corresponden cada una de ellas. Comenzando desde la candidez de su infancia, el autor marca pautas en acontecimientos que marcaron no solo a su generacin, esas desgracias afectaron profundamente a las actuales.

Cuando la limitada geografa de su isla result pequea, se propuso y lo logr, experimentar fuera de sus fronteras. Nada lo detuvo, poco import diferencias culturales o idiomticas, razas o credos. Sin pudor o vergenza, menos aun con sentimientos de culpa, el autor nos ofrece esta obra preada de sexo y humor. No exenta de esa mirada crtica en lo que suceda alrededor de esas aventuras, desarrolladas entre sabanas limpias o sucias. Una vez embarcados en su nave, disfrutarn recorrer los puertos ricos en placeres que se esconden en las vaginas de negras, mulatas, caucsicas, criollas, latinas, profesionales y trabajadoras sociales, como ha preferido referirse a las prostitutas.

IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento23 feb 2017
ISBN9781506519166
Querida Vagina
Autor

Esteban Casañas Lostal

Esteban Casañas Lostal, ciudadano canadiense de origen cubano, nació el 6 de septiembre de 1949 y desde 1991 reside en la ciudad de Montreal. Marino de profesión, dedica los últimos años de su vida a la narración de historias comunes a muchos hombres de mar. Amor, sexo, contrabando y aventuras llenas de pasión, son la principal divisa utilizada en cada libro publicado.

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    Querida Vagina - Esteban Casañas Lostal

    QUERIDA VAGINA

    U n hombre maduro tiene más tiempo para meditar los pormenores de su vida y siempre he deseado escribirte una carta de agradecimiento, unas notas, componerte una canción, un poema, cualquier cosa. Apuro el teclado antes que sea un poco tarde, no quiero partir como muchos ingratos, sin decirte nada, o al menos darte las gracias por la felicidad que me has brindado.

    Pocos recuerdan que a ti te debemos la vida, y que por tu existencia también luchamos, amamos, odiamos y gozamos esos indescriptibles placeres que húmedamente pones en nuestras manos, rostros o labios…

    INOCENCIA

    L legamos la noche anterior a los recintos de la escuela La Salle en Santiago de Cuba, nos pasamos tres días en la carretera desde Varadero a bordo de una guagua escolar. Viajábamos con destino a Baracoa y disponíamos de un día de descanso, la próxima escala sería en Guantánamo. Nuestros uniformes de brigadistas estaban recién estrenados y ninguno de los muchachos vestía de civil. Todos lo lucíamos con ignorado orgullo, motivados quizás por la aventura de lo desconocido, formaba parte también de la moda patriótica que se respiraba en esas fechas. En aquella guagua viajábamos siete u ocho benéficos, así nos llamaban a los que pertenecimos a la Casa de Beneficencia y Maternidad de La Habana, éramos tan inseparables, que todos fuimos destinados al mismo cuartón en Baracoa, se llamaba Cerqueo.

    Ese mediodía me dispuse a caminar por la ciudad en compañía de mi amigo Nemesio Echeverría, aún recuerdo su nombre y el de muchos de aquellos muchachos, hoy comienza a traicionarme la memoria.

    Padre Pico, nunca pude olvidar ese nombre y luego, unos diez años más tarde, fui a su rescate durante una de mis visitas como marino a esa ciudad. La recordaba perfectamente, era una ancha escalera que desembocaba en una calle. Todo había cambiado y aquellas mujeres se transformaron en carteles con consignas revolucionarias, banderas, nada era igual, ni nuestro propio lenguaje.

    Cuando logramos descender el último escalón doblamos a la izquierda y nos salió al paso un individuo con cara de pícaro muy sociable, recuerdo que andaba bien vestido a la moda de aquellos tiempos. Pantalón de piernas anchas que llamaban bataholas, no recuerdo si de Drill Cien o Hacendado muy tieso, expertamente almidonado y planchado, posiblemente por una negra, eran las mejores en ese oficio. Guayabera de hilo con mangas largas algo desabotonada para dejar al descubierto una camiseta de cuello y mangas marca Perro con tres botones de oro, como usaban los chulos o guapos. Por encima de la camiseta pude ver el destello dorado producido por una gruesa cadena y cuando estuvo cerca de nosotros, descubrí que llevaba un medallón con la virgen de la Caridad del Cobre. Sus zapatos eran de dos tonos, el tiempo ha borrado su color, no recuerdo si carmelitas o negros con hermosas perforaciones dibujando las punteras. Para cubrirse del ardiente sol, su cabeza llevaba como lastre un sombrero de jipijapa, así le llamaban entonces. Andaba perfumado con alguna colonia, Varón Dandy u Old Spice, que por entonces eran muy populares, no puedo asegurarlo. Tenía un pañuelo en la mano con la que se secaba constantemente el sudor de la frente, era una pieza indispensable para el disfraz de guapo, se mantuvo invariable varios años después, hasta que se acabó la guapería elegante de aquellos años.

    -¡Y qué, muchachos! ¿Buscan algo por aquí? ¿Quieren una mujer? No tenía la más remota idea de lo que deseaba decirme y que la pregunta la hiciera en plural. ¿Para qué deseaba yo una mujer? Fue una pregunta inmediata que llegó a mi mente infantil.

    -¿Cuánto vale? Contestó con rapidez Nemesio y yo continuaba sin entender de lo que hablaban.

    -A un Peso la hora. Le respondió el individuo sin dar tiempo a titubeos. ¿Quieres una?

    -¡Si, preséntame una! Me sorprendió Nemesio, no me había explicado nada de sus propósitos, yo ignoraba verdaderamente que rayos haría con una mujer. El hombre le hizo señal a una mulatica delgada que se encontraba parada en uno de los portales y su andar fue rápido a nuestro encuentro. Tenía un vestido ancho a media pierna y seguro que debajo llevaba oculto un refajo y sayuela. Aquellos rellenos de entonces la mostraban más gruesa, pero sus canillas lucían igual a dos palitos de escoba. Hice un paseo visual por los portales colindantes y pude distinguir a otras mujeres que esperaban también por una señal similar. Una de ellas se aventuró y llegó hasta nosotros sin que el chulo la llamara.

    -¡Y tú, niño! ¿No quieres hacer nada? Me asusté mucho y no lograba escapar de mi asombro o ignorancia.

    -¡No, yo no quiero hacer nada! Respondí con timidez y la voz me temblaba ¿Qué iba a hacer con una mujer? Yo no la conocía, no teníamos confianza como para invitarla a un helado o refresco con los diez pesos que nos pagaron en Varadero. En ese instante la mulatica tomaba de la mano a Nemesio y se lo llevaba en dirección al portal de donde vino, como si se tratara de una presa que no deseaba perder.

    -¡Nemesio, te espero en la escalera! Me asusté mucho y regresé nuevamente sobre mis pasos, realmente no nos habíamos alejado demasiado, solo unos metros de Padre Pico. Me senté en uno de los escalones muy preocupado por la suerte de mi amigo, temí lo peor, pero aquella incertidumbre apenas duraría unos quince minutos. Regresó muy sonriente y fuimos caminando hasta el parque Céspedes donde bebí por primera vez el Pru Oriental. Me gustó, era espumoso y refrescante, de un sabor desconocido para mí, exótico, incomparable.

    -Nemesio, si pagaste por una hora con esa mujer, creo que te han robado el dinero, solo estuviste quince minutos. Le dije con toda la candidez del mundo.

    -Es que quince minutos fueron suficientes. Me respondió algo evasivo, como queriendo regresar mentalmente hasta Padre Pico.

    -Y si fueron suficiente esos quince minutos, ¿Por qué no te devolvió la plata de los cuarenta y cinco restantes?

    -Porque para estar con ellas pagas por la hora completa, si no la usas, ese no es su problema. Debes pagar por adelantado y no te devuelven nada.

    -Son unas abusadoras, eso no se hace, es una estafa. ¿Y qué se hace con ellas que debes pagar un Peso por la hora?

    -¿No lo sabes?

    -No, no tengo idea.

    -Se paga para singar.

    -¿Singar? ¿Singar? ¿Singar? ¿Qué es eso, Nemesio? ¿Es un juego? Nemesio me miró muy serio y se tomó algo de tiempo en responderme.

    -¿No lo sabes? Las mujeres tienen entre las piernas un hueco rodeado de pelos que se llama bollo. Ese hueco fue hecho para que los hombres metieran la pinga y cuando lo haces, eso es singar. ¡Mira, es más o menos así! Yo atendía muy concentrado su explicación y él, para ilustrarla un poco más, levantó su mano izquierda e hizo un pequeño círculo con su dedo índice y el pulgar, después fue introduciendo el dedo índice de su mano derecha en aquel círculo repetidamente. Metía y sacaba, metía y sacaba, metía y sacaba. Tienes que imaginar que el círculo es el bollo y el otro dedo es la pinga, eso es singar, no lo olvides.

    -De todas maneras, no entiendo mucho. Si pagaste un Peso por singar una hora, ¿Por qué lo hiciste en quince minutos? Nemesio no era muy paciente tampoco y no quiso continuar su explicación. A solo quince metros de nuestro banco, la banda municipal comenzaba su retreta en medio del parque con un danzón, se escuchaba muy raro interpretado por instrumentos de viento. En solo unos minutos se rompió el himen de mi inocencia y apareció ante mí las interrogantes de un mundo peludo. Yo tenía solamente once añitos, como acabado de sacar de una incubadora. Muy creyente de que todo ocurría por obra y gracia del espíritu santo, bueno, eso me decían las monjitas en la escuela.

    Después de soportar las fatigas de un interminable viaje entre montañas, me encontré de pronto integrando el núcleo de una familia campesina compuesta por el matrimonio, dos hijos varones de aproximadamente mi edad y una hermosa hembra, algo mayor que todos nosotros. Tenía el cabello largo, negro y con muchos rizos; la piel blanca como la leche; un bello contraste de colores que remataba con unos encantadores ojos verdes azulados. Tenía al alcance de un pestañazo a una verdadera diosa, ante la que pronto caí fulminado por su divino rostro.

    En aquellas tiernas etapas de mi vida ya conocía el amor, tuve a mi primera noviecita a los diez años. Mireya y yo nos amábamos por carticas y miradas. Solo una vez le besé las manos en la oscuridad del teatro de la escuela mientras ensayábamos una obra, ya poseía téticas, se le marcaban por encima del uniforme escolar. Siempre evadí fijar los ojos en esa parte de su cuerpecito de mujer enana, lo consideraba indecente y vulgar. Nunca me fijé en sus piernas, caderas o nalgas, yo estaba enamorado de su rostro solamente, no necesitaba otra cosa para amar que no fuera una cara bonita. Esa misma conducta la mantuve durante el año siguiente, creo, hasta que la influencia de los amiguitos o el medio donde me encontraba, extendieron mi mirada hacia otras partes del cuerpo femenino. Comenzó velozmente a despertarse esa curiosidad infantil con insaciable apetito, ante lo que se presentaba como un enigma por descubrir.

    Me enamoré del rostro de aquella guajirita mayor que yo y me conformaba con mirarla todos los días, cada mañana cuando ella se dirigía al fogón para encender la leña con la que luego preparaba el desayuno de los demás. Yo me convertí en su novio secreto, tal vez lo comprendió y me aceptó en esa condición, hablábamos mucho. No podía incubar dentro de mi mente ingenua la idea de que, aquella mujercita estaba lista para su vuelo y podía estar ardiendo en la hoguera de sus pasiones o deseos reprimidos controlados férreamente por un viejo ambicioso que esperaba una buena oferta, hablemos quizás de posesiones en las laderas de cualquier montaña, algún mulo como medio de transporte, plantaciones de café o cacao, ¿Quién pudiera conocer las exigencias que encontraría ese príncipe azul de las montañas? Su futuro estaba próximo a cumplirse, desfilarían varios pretendientes por la casa ante el olor de la mujer en celo. Llegarían en hermosos corceles los de mejor linaje de aquellas empinadas lomas, montados sobre bellas monturas de las que pocos recuerdan fabricarlas. Los más vanidosos, calzarían espuelas de plata y se bañarían en el arroyo más cercano a sus bohíos antes de ir al de Ramón e inundarlo de un fuerte olor a limón con sus presencias, quizás de aquella colonia barata 1800.

    El patriarca se desgastará hablando de las cualidades de sus gallos de pelea, mientras ella cuela café dentro de un enorme colador del tamaño de la ubre de una vaca. La colada más fuerte para los mayores y el agua de chirre para los más pequeños. Desfilarán uno tras otro los pretendientes sin darle oportunidad a ella para la selección, verdaderamente quien seleccionaría sería el viejo. Durante aquella larga espera, debía continuar con sus masturbaciones de madrugada, o eso pienso. Más tarde, llegará la comedia del compromiso, la presencia de la chaperona que no permite un beso entre los novios, los falsos planes de matrimonio y el fin de la obra. Vendrá el guajiro de madrugada y en un punto distante al bohío esperará a su prometida, la montará en el caballo y la robará. El segundo acto de aquella comedia será la búsqueda de lo que no desea encontrarse, amenazas de muerte a machetazos y tampoco correrá la sangre, sólo se trata de un acto fingido y bien escrito para esa comedia. Fin del espectáculo, serán felices por siempre o no. Esto no lo llegué a ver porque me fui de aquella casa.

    No recuerdo por cual estúpida razón, me vi enredado a golpes con el guajirito contemporáneo conmigo, a la entrada de la casa. El hijoputa de Ramón, gallero hasta los tuétanos, en lugar de separarnos achuchaba a su hijo como si se encontrara en una pelea de gallos. Gracias a la intervención de aquella hermosa muchacha de ojos bellos, pude desprenderme de aquel león tusado, por poco me descojona el guajirito de mierda. Recogí mis pocas pertenencias y me largué.

    Nosotros estábamos subordinados a un maestro voluntario llamado Reunerio Cuéllar, dichosa memoria la mía. Lo encontré años más tarde en la calle San Lázaro y me llevó hasta su apartamento donde la esposa preparó café. Reunerio me destinó a la casa de Eusebio, un canario con una prole superior a la de Ramón. Estaba compuesta aquella familia por la esposa, cuatro hijas y un varón de mi edad con el que tuve buenas relaciones hasta el final de la campaña de alfabetización.

    Me trataron y comporté como lo que era, un niño. Todos dormían en el mismo cuarto del bohío, era inmenso, vivían en una imperdonable promiscuidad. Cuando fui dotado de la confianza que se otorga a cualquier miembro de la familia, yo pasaba al interior de aquel cuarto y encontré a las muchachas muchas veces en blúmer y ajustadores. Eran blúmeres de tela cocidos por su madre y los ajustadores de igual material. Como muchos estaban desgastados de tanto uso, delataban en su interior pequeños bulticos negros que imaginé fueran los explicados por Nemesio. A la mayor se le escapaban algunos de aquellos pelos por las piernas del blúmer, eran lacios y bien negros. Cuando mi vista indiscreta se dirigía hacia ese punto de su cuerpo, la pícara se reía. Solo la más pequeña carecía de teticas y sin vergüenza se mostraba ante mí sin nada que le cubriera los pechos. El varón y yo nos pasábamos el día cazando pájaros o buscando cangrejos debajo de las palmas reales, no lo hacíamos por deporte, nos los comíamos. Uno que otro día, me llevaba hasta una de las pocetas de aquel río de aguas cristalinas donde escuchábamos voces femeninas. Permanecíamos escondidos en la maleza mientras las observamos lavando y como se iban desnudando al concluir aquella faena. Se pasaban largo rato nadando en aquellas aguas casi puras que bajaban de las montañas y nosotros permanecíamos embelesados, atontados, ante las bellezas de sus figuras. Era como decía Nemesio, y pensaba, al menos tienen aquello cubierto de pelos, sólo que no podía ver el huequito a la distancia de quince metros. El hijo de Eusebio se masturbó varias veces delante de mí y me invitaba a que lo imitara, nunca encontré razones para hacerlo, no lo comprendí.

    Mi lugar fue ocupado por otro brigadista mayor que yo en casa de Ramón, lo conocí durante aquellas periódicas reuniones que teníamos con Reunerio en la escuelita del cuartón. Un día, al finalizar uno de esos encuentros y camino de regreso para nuestras casas, me mostró una fotografía de la muchacha de ojos bellos totalmente desnuda. La imagen captada por mis ojos fue grotesca, vulgar, aberrante. Aun así, no dejé de mirarla por un largo instante y mi vista se detenía entre los senos y su monte de venus. Le devolví muy ofendido la fotografía y aunque no lo manifestara, sentí profanada mi inocencia nuevamente. Sin embargo, las explicaciones de Nemesio, las imágenes de las hijas de Eusebio, las guajiritas desnudas del río y la foto de la hija de Ramón, habían infestado mi mente con un enfermizo virus que viajará conmigo hasta el día de mi muerte. Los muchachos que hoy lean estas líneas dirán; ¡Que tronco de comemierda era ese viejo cuando chico! Yo les respondería con la misma moneda; ¡Que troncos de comemierdas son estos niños de ahora! Se pasan el puto día jugando con un PlayStation o detrás de una computadora. Indudablemente que esa respuesta no se ajusta al caso de los niños cubanos, muy pocos de ellos tienen PlayStation u ordenadores. Sus vidas son precoces y saben lo que es tener sexo desde bien temprano.

    PUBERTAD

    L a Casa de Beneficencia fue desintegrada en el año 1962 y sus alumnos distribuidos en el Plan de Becas de la Revolución. Me vi de pronto en un albergue de la zona del Laguito, uno de los lugares de lujo en la Ciudad de La Habana, estaba en la misma calle donde existían dos magníficas mansiones, recuerdo que una de ellas se llamaba Villa Marigardo y la otra Villa Viejo. Me parece que en esa última se filmó la película cubana Las 12 sillas, acabo de recordar, hablo de la calle 150.

    Ya nos encargaríamos los becados de deteriorar el interior de aquellos majestuosos palacios, después hice un amplio recorrido por lo que fuera el reparto Siboney sin lograr adaptarme al Plan de Becas. El ambiente era radicalmente distinto al de nuestra escuela y el discurso cotidiano comenzaba a afectar directamente a la infancia, extremadamente politizado con una abierta invitación a la delación de tus compañeros. Me sentí un objeto anacrónico dentro de aquel escenario y mi rechazo fue inmediato.

    Después de la Alfabetización y de aplicarnos dos o tres vacunas que provocaron una fiebre alta y aún convaleciente, nos montaron de nuevo en guaguas escolares que nos condujeron hasta Mayarí Arriba, en el oriente del país.

    La revolución nos había encomendado la noble tarea de la primera zafra del café y marchamos, mochilas al hombro, durante todo un día en busca del cuartón Soledad. Ocho o diez muchachos de la misma escuela y con edades aproximadas, fuimos asignados a la casa del negro Papi Mojena, el mayor de todos nosotros, no sobrepasaba los 14 años.

    Se sumaron otras experiencias a mi constante búsqueda infantil, cargadas de surrealismo y de las cuales nunca tomaría parte. Muchachos de mi edad carentes de orientación, quizás invitados por sus compañeros de aventuras, hicieron ante mis ojos lo acostumbrado con la yegua de Papi. La generación de mi padre tuvo como costumbre, siempre y cuando estuviera comprendido en sus posibilidades económicas, llevar al hijo a un burdel una vez cumplido los quince años. Era una especie de rito muy popular de iniciación al muchacho en su largo camino hacia la hombría, donde se trataba de borrar cualquier posibilidad de ser tentado por la homosexualidad, defecto condenado por un alto índice de una sociedad de carácter férreamente machista. Esta práctica se mantuvo vigente hasta la prohibición de la prostitución, acción tomada durante el año 1961 o posterior. Los chicos del campo o pueblos cercanos a las ciudades, carentes de una economía que les permitiera visitar un burdel o no contar con la orientación de su progenitor, satisfacían su necesidad sexual o curiosidad practicando esa costumbre con un animal, acción que no fuera condenada por la sociedad en aquellos tiempos. Lo cual demuestra los baches existentes en la valoración de la moral de aquella época y que se extienden hasta nuestros tiempos, diferenciándose de acuerdo a la geografía. No puede afirmarse que tiempos pasados fueron mejores o peores que los presentes, cada generación ha impuesto sus usos y costumbres que rigen la moral de cualquier sociedad. Lo que una vez fuera pecaminoso o inmoral, pudo el tiempo convertirlo en una virtud, como sucede actualmente en mi tierra.

    Regresamos a La Habana después de tres meses que duró la zafra y el ambiente empeoraba constantemente. Solo se hablaba de pajas y bollos, poco importaban las clases de física o matemáticas. Mis tetillas comenzaron a inflamarse como le ocurre a cualquier muchachita, dolían un poco y molestaba el roce con la tela gruesa de las camisas de aquellos uniformes ridículos. El pantalón era de color verde olivo y la camisa gris con una franja anaranjada bordeando toda la manga, para rematar el pésimo gusto, teníamos también un kepi. Los muchachos se masturbaban en los dormitorios a la vista de todos, nadie tenía un ápice de vergüenza, se actuaba como si se estuviera participando en una competencia. Aquel bombardeo constante de las palabras bollo, tetas, pendejos y leche, comenzaron a destruir el muro que protegía mi inocencia y despertaron la natural curiosidad por placeres desconocidos hasta esos momentos. Una de esas noches y luego de que todos se durmieran, me masturbé por primera vez. Un sublime espasmo las detuvo cuando menos lo esperaba y las contracciones invadieron cada pulgada de mi cuerpo y mente. Mi pene experimentó unas violentas convulsiones y me asusté muchísimo, pero no me arrepentí, lo disfruté como nada en la vida hasta esos momentos. Aquella nueva sensación fue tan deliciosa que quise experimentarla nuevamente, pero me quedé plácidamente dormido con la pinguita en la mano. Teóricamente me había venido, al menos, sabía lo que se sentía, pero continuaba sin orinar dulce, no tenía semen. Convertirme en hombre, o sea, orinar dulce, fue a partir de ese día una obsesión. No existió noche de tranquilidad para mis manos y ahora buscaba una razón sólida para masturbarme. Colindante con nuestro albergue se encontraba uno de muchachitas, sólo necesitábamos saltar la cerca de nuestro patio para entrar en el de ellas. No hay casas sin ventanas y sus existencias fueron toda una tentación para nosotros, también sus tendederas de las que tomamos algunos blúmeres prestados. Luego pasarían de mano en mano, olfato a olfato, como perros buscando huellas de sus dueñas para excitarnos.

    -¿Ya te viniste? Podían preguntarme con mucha naturalidad a la hora del desayuno o comidas. Todos vivían pendientes de ese acontecimiento que me obligaba a masturbarme diariamente.

    Me vine, coño! ¡Me vine! ¡Me vine! Gritaba mientras corría por todos los pasillos de aquella casa con una gota pequeña de leche en la palma de la mano para mostrarla. Sólo una escasa gota fue el resultado de una asfixiante masturbación, una gota incolora. ¡Me vine, carajo! Gritaba de alegría, ya me había graduado de hombre al precio justo de casi una asfixia. Estaba muy sudado, acababa de salir del clóset situado en el pasillo de la casa que daba a los cuartos. Fue precisamente en la tabla superior y muy pegado al bombillo donde me masturbé con la ayuda de una revista, solo mostraba una mujer en bikini, era la novia de todos nosotros.

    -¡Asqueroso! ¡Cochino! ¡Indecente! ¡Ve a lavarte las manos inmediatamente! La cara se me cayó de vergüenza al escuchar la voz de la tía a mi espalda. Era una vieja negra algo pelona y con algunas canas, una de las mujeres más tiernas que he conocido en mi vida. Victoria había pertenecido a la servidumbre de aquella casa durante muchos años, creo que más de veinte, así nos lo contó. Era bajita y algo gambada, ya sus nalgas habían comenzado a cambiar de figura geométrica, cambiando las curvas que pudo tener en su juventud por un cuadrado casi perfecto. Su andar era sumamente lento y arrastraba los pies al hacerlo en chancletas por aquellos pasillos tan familiarizados con su presencia. Siempre nos contaba algo de los viejos habitantes de aquella enorme casona situada en la calle 202 entre 13 y 15, se refería a ellos con mucho cariño y lealtad. Sus ojos brillaban cuando tocaba algún capítulo de la niña, se refería a ella como si fuera su madre. No la amamantó porque según ella, nunca se había casado y al parecer continuaba virgen, no lo dudo, por la clase de mujer a que pertenecía. Mientras escuchábamos sus historias, aquella niña hermosa de bucles en el pelo corría a lo largo de toda la casa o jugaba bajo su mirada en el patio. El momento de la separación resultaba muy triste y tratábamos de que el tema narrado tomara otro curso, Victoria no podía contener el escape de una u otra lágrima. Se soplaba la nariz con un pañuelito que llevaba en su bata de casa y ese era el momento del fin. Todos regresábamos a nuestros quehaceres mientras la veíamos desaparecer en dirección a su cuarto, el más pequeño de la casa con una puerta de acceso a la cocina y otra al exterior. No cupo en ninguna de las maletas de sus antiguos amos y allí quedo sembrada para siempre como el viejo flamboyán que nos regalaba su sombra en el patio.

    Dijo que se quedó para cuidar la casa, yo creo que no tenía para dónde ir. Solo la visitaba una sobrina de Pascuas a San Juan y sus únicas salidas eran los domingos cuando nos daban pase, Victoria iba caminando hasta una iglesia que estaba en la 5ta. Avenida, la misma que visitaba con sus amos. Un día de aquellos confusos tiempos, nos contó que llegó un grupo de hombres en un camión del gobierno y se llevaron todos los muebles. ¡Eran de mucho valor! Puntualizaba siempre que nos repetía esa parte de la historia. Después vino un hombre vestido de miliciano con un maletín en la mano y le propuso continuar trabajando en la misma casa. Unas semanas más tarde descargaron las rusticas literas donde dormiríamos y algo de comida, solo unos días después llegaríamos nosotros. Ya estábamos en los primeros meses de 1962, Año de la Planificación.

    Entre masturbaciones me cansé de aquella beca, había probado el sabor de la libertad en las montañas y no estaba dispuesto a continuar mi cautiverio. Mi madre ahora tenía pareja, el que sería mi padrastro. Vivía en una guarida detrás de la casa de sus suegros y su vida no resultaba agradable ante el rechazo de la suegra. Las mujeres solteras con hijos no eran bien recibidas en aquellos tiempos y generalmente las suegras eran implacables. Todas querían una señorita para sus hijos; el himen, ese pellejito de mierda, era el barómetro que media moralmente a muchas mujeres.

    Muy pronto ingresé en una escuela taller donde estudiaba y trabajaba, ganaba $30.00 pesos al mes que dividía con mi madre a partes iguales. Con ella vivía mi hermano Ernesto, medio alocado desde la infancia, eso sí, muy laborioso. En los tiempos libres y antes de ingresar en la escuela taller, hacíamos maravillas para ganarnos unos centavos. Ernesto recogía botellas para venderlas en la esquina de la casa, se fabricó una chivichana para transportar compras en el mercado y otras cosas. Vivíamos en la calle Carlos número 28 en el Reparto Párraga, barrio periférico de La Habana. Limpiábamos los zapatos de los vecinos, vendíamos las guanábanas de nuestro árbol a una vecina que su vez vendía durofrío. Yo tenía la paciencia de recoger diariamente las flores caídas de una mata de jazmín y cuando llenaba un cartucho, las vendía en la farmacia que estaba cerca de la iglesia de Santa Bárbara.

    Los fines de semana eran días de fiestas para nosotros, lográbamos reunir unos tres o cuatro pesos, bastante dinero para esos tiempos. Nos íbamos desde temprano a los cines de La Habana cuyos precios andaban por los veinticinco centavos la entrada y no teníamos necesidad de salir cuando el hambre apretaba. Un vendedor recorría el cine constantemente y sus ofertas eran variadas, casi siempre elegíamos pan con papa rellena y refrescos. Otras veces nos dábamos un salto al zoológico, playas, o circos; no dependíamos de nadie, nos ganábamos la vida desde pequeños. La gente pobre como nosotros, nos propusimos brindar a los hijos todo aquello de lo que carecimos durante nuestra infancia y tal vez cometimos un error, los privamos de una buena oportunidad para enfrentar la vida.

    ADOLESCENCIA

    E l tiempo de libertad fue efímero, estando en la escuela taller imponen la Ley del SMO (Servicio Militar Obligatorio) y exigieron el comprobante de inscripción. Para ingresar a esa escuela pedían tener dieciséis años y yo tenía catorce, mi entrada fue posible a la inexistencia de un carnet de identidad nacional. Ese carnet aparecería en el año 1976-77, si la memoria no me traiciona. No tuve otra alternativa que inscribirme en el SMO y presentar copia del documento a la escuela, pero vaya mala o buena suerte la mía, fui llamado al ejército el 4 de Abril de 1964 y el reclutamiento comenzó el día primero de ese mes. Atrás dejaba la existencia de una confusa infancia donde apenas hubo juguetes, mi futuro llegó muy temprano, me transformaba bruscamente en hombre. Un gran soldado se incorporó a la artillería antiaérea (DAAFAR) para defender a la Patria de cualquier ataque enemigo. Un soldado que apenas lograba pesar cien libras (45,4 kg), no tenía pelos debajo de los sobacos, unos casi invisibles pendejos y para qué mencionar barba o bigote. Continuaba disfrutando de aquella virginidad que desconocía el sabor de un beso y la palabra amorosa susurrada al oído. Caí de pronto en un mundo apartado totalmente de mi inocencia y donde la influencia de quienes me rodeaban, despertaron aún más mi curiosidad por todo lo desconocido. Hoy confundo el instante exacto donde dejé de ser niño y cuándo comencé a convertirme en hombre. Saltar etapas en la vida deja cierto sabor amargo, no pueden volver a recuperarse y se lamentan cuando pesan los años. Veo a mi nieto con la misma edad, mucho mejor alimentado que yo, mayor en tamaño, y con pensamientos que corresponden a su edad y me alegro por él.

    En uno de esos viajes para tomar la guagua con destino a Guanajay y que pasaba junto a nuestra unidad militar en la carretera del Mariel. Esta partía desde la terminal de ómnibus de La Habana y aún existían vendedores ambulantes (hay que recordar que ellos sobrevivieron hasta el año 1968 cuando se declaró La gran ofensiva revolucionaria) Pues en esa terminal pude comprar un librito que trataba sobre las declaraciones amorosas, su precio fue aproximado era un Peso.

    Pensé aprender a declararme a una muchacha y así vencer esa timidez que persistía en mí. Ni lo uno, ni lo otro. Tal vez elegí a la peor modelo para realizar mi primer ensayo, una prima de mi padrastro. Era bonita la muchacha y me gustaba algo, no tanto, no fue la chica que provocara mis desvelos amorosos como Gladys o Mireya, pero estaba obligado a romper esa barrera del miedo o de lo contrario, continuar disfrutando de esa soltería y misterios por descubrir.

    …Desde el primer momento en que te conocí, mis ojos se han convertido en esclavo de tu rostro y mi corazón no deja de palpitar cuando pienso en ti. Sueño con ese instante en el que pudiera darte un beso y susurrarte al oído cuanto te amo. La vida no significa nada para mí y el vacío de la soledad inunda mi alma sin conocer la esperanza de ser aceptado…

    Lucy me miraba estupefacta, la conocía desde hacía varios años y pude leer en su rostro todo lo que deseaba decirme. ¿Qué le pasa a este comemierda? ¿De dónde sacó esa trova tan picúa? ¿Estará enfermo, delira? Voy a tener que hablar con mi primo, me parece que su hijastro se está volviendo loco. Pensé todo eso en la medida que pronunciaba aquella ridícula declaración de amor que me recomendaba el librito, y eso que deseché la posibilidad de elegir otras sobrecargadas de lirismo y poesía. ¡No, si yo mismo no me creía nada de lo que estaba diciendo! Hasta sentí deseos de reírme por aquel tremendo papelazo.

    Lucy, no era fea, creo que era bonita, no tanto como su hermana. ¡Ohhh!, pero era de temer, voluntariosa, impulsiva, rebelde, espontánea, inoportuna, dominante, malcriada; muy bien vestida, pero con una lengua que ustedes no calculan. Sonia, aunque de aspecto refinado y un color de piel algo sublime para su barrio, tenía esa lengua que disparaba las palabras oportunas en su momento con la puntualidad de una ballesta.

    -Debo pensarlo. Fue toda su respuesta, seca, parca, irónica, flaca como ella, tempestuosa, ¿quién pudiera adivinarlo?, así era ella de impredecible. De algo estaba convencido, con papelazo o no, su respuesta era esperanzadora y su balanza inclinada hacia el lado positivo. En aquellos tiempos de marras, cuando una chica no deseaba relación alguna te lo decía al instante, ¡No!, y basta. Dejar lugar a la esperanza de una respuesta correspondía al romanticismo de la época, hacer esperar, sufrir, soñar, era lo que todo enamorado esperaba. Una respuesta rápida podía ser mal interpretada y generalmente las amiguitas aconsejaban a la pretendida. ¡No contestes tan pronto! Puede pensar que eres una mujer fácil, aguanta un poco.

    -Ya lo he pensado. Me contestó en uno de aquellos quincenales pases para salir a la calle y donde me moviera hasta su barrio para conocer su respuesta. ¡Sí! No me dijo nada más, y yo tampoco estaba preparado para recibirlo. Éramos novios a partir de su respuesta y tenía el privilegio de celarla, amarla o no y besarla si se presentaba la oportunidad. Ya había descubierto el poder de la oportuna palabra bien expresada, aunque fuera de contexto, ya era capaz de conquistar, pero, ¿qué viene después? El librito solo te iluminaba en la parte correspondiente a la declaración, sólo eso. Si deseabas conocer las etapas posteriores debías comprar otros libros y lo que ganaba no alcanzaba. Nos pagaban $7.00 pesos al mes y el coste del pasaje hasta nuestra unidad militar era de $0.35 centavos, estaba jodido. Me encontré con Lucy muchas veces, paseamos por el malecón habanero, nos sentamos en el columpio existente en el portal de la casa de los padres de mi padrastro, compartí con ella y sus padres en el portal de su casa, fueron muchas. Nunca me atreví a darle o solicitarle un beso, fui muy tímido y creo que ella también se desesperaba. Mi concepto del amor había variado muy poco, todo se limitaba a un rostro bello y lo demás carecía de sentido. No tuve al padre que me dijera como vencer cada etapa de mi desarrollo y por vergüenza no quería acudir a mis amigos. Mentía cuando hablaban de sexo, no sólo yo, creo que ellos también lo hacían. La vida en esos tiempos carecía de la promiscuidad de los actuales tiempos, éramos menos precoces, más fieles y románticos, menos

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