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Al Garete
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Libro electrónico417 páginas6 horas

Al Garete

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Esteban Casañas Lostal es un ciudadano canadiense de origen cubano, nació en La Habana el 6 de Septiembre de 1949.
Mucho se ha escrito sobre la vida del hombre de mar desde aquellos gloriosos descubrimientos y conquista. Luego se encargaron de ceder un trozo de la historia a piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros, todas bien recibidas por la curiosidad que despierta esa apasionante vida.
Poco o casi nada se había escrito sobre la vida de los marinos cubanos actuales y el autor asume esa responsabilidad. Marcados con una mota negra, todos esos hombres fueron condenados a un injusto silencio hasta hoy. El alcohol, contrabando y el abrazo de hermosas meretrices, son pecados insignificantes a los sufridos por estos hombres convocados a esta obra de Esteban.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento9 jun 2021
ISBN9781506537573
Al Garete
Autor

Esteban Casañas Lostal

Esteban Casañas Lostal, ciudadano canadiense de origen cubano, nació el 6 de septiembre de 1949 y desde 1991 reside en la ciudad de Montreal. Marino de profesión, dedica los últimos años de su vida a la narración de historias comunes a muchos hombres de mar. Amor, sexo, contrabando y aventuras llenas de pasión, son la principal divisa utilizada en cada libro publicado.

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    Al Garete - Esteban Casañas Lostal

    Copyright © 2021 por Esteban Casañas Lostal.

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    Ciertas imágenes de archivo © Getty Images.

    Fecha de revisión: 08/06/2021

    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    831466

    ÍNDICE

    Notas Del Autor

    Prólogo

    Como Una Ola

    Los Amaneceres Aquí Son Apacibles

    Santa Ofelia del Vedado

    El Bayú De Mustafá

    Francisquito Y La Rusa

    El Trancapuertas

    Navegando Por Aguas Minadas

    El Alférez Torpedo

    Capitán Por Medio Día

    Los Mapas Más Caros Del Mundo

    ¡Todo A Babor!

    Capitán Manuel Balsa Larrinaga

    Luanda En Kayak

    Motonave N’gola, 12 Hombres Y 1 Muerto

    Orígenes-

    Motín A Bordo

    El Mojón Que Detuvo Un Convoy

    Abarloados Al Buque Sierra Maestra En Luanda

    Un Funeral En Lobito

    Oro Rojo

    Cazando Desertores

    Villegas In Memoriam

    Ataque Al Buque Hermann, Reciclando La Historia

    El Vandálico Ataque Yanqui Al Buque Cubano Herman

    Ha Muerto Pancho

    Virar En Medio De Una Galerna

    El Capitán Chocoleito Y La Emulación Socialista

    De Rostock A La Habana, Solo Oscuridad

    La Niebla

    Una Misión Del Partido

    Tres Deseos

    La Fosforera

    El Imperio De Remigio Aras Jinalte

    Un Polaco En La Habana

    Portuaria Habana

    El Musiquito

    Luchando Unas Rupias

    Navegando Por Aguas Congeladas

    Vitrolas

    El Capitán Water Melon

    Walkie-Talkie

    En Memoria De Un Sargazo

    Notas Del Autor

    Encontrarán varias definiciones al significado de al garete, una voz muy conocida y usada por todos los marinos del mundo. Su principal significado para cualquier hombre de mar se refiere al buque que se encuentra sin gobierno por tener sus máquinas fuera de servicio. En esas condiciones, la nave estará a merced de la voluntad de los vientos reinantes, los efectos de la mar y sus corrientes. Se utiliza también en sentido figurado para referirse a cualquier persona u objeto sin rumbo definido, puede aplicarse también a un país, régimen, equipo, etc.

    De eso va este libro, razón por la que eligiera este título. Al garete es una selección de crónicas, relatos y otros trabajos que fueron testimonio de una época. Nada es ficción y allí, donde el lector pueda encontrar una parodia, ella tiene su origen en un hecho verídico que fue de conocimiento público y luego fuera condenada al olvido por ese juez implacable llamado tiempo.

    Mi principal propósito siempre ha sido rescatar a esos buenos hombres que compartieron singladuras conmigo, condenados injustamente a una prisión oscura tendida por el olvido. Muchos de ellos se han convertido en fantasmas hace muchos años, duendes muy buenos que vagan como ánimas errantes, muy al garete hasta ahora que les tiendo un aro salvavidas. También los traigo muy malos, malísimos, fantasmas que durante ese corto paseo por la vida hicieron demasiado daño en nuestras flotas. Algunos de los fantasmas convocados a esta y otras obras mías no han muerto. Por ironías del destino, viven y convergen en un punto del horizonte situado a 90 millas de nuestras costas. Allí, víctimas y victimarios luchan por sobrevivir manteniendo un perfil bajo. Las víctimas, por sus miedos, no han podido lavarlas en esa playa y desean pasar inadvertidos. Los verdugos, por razones más poderosas, tratan de mantenerse invisibles acosados por sus conciencias y desde esta orilla, convocan a sus viejas nostalgias anhelando aquel pasado en la tierra de su enemigo.

    Siempre he manifestado, y repito, los descendientes de aquellas imágenes negativas que tantos sueños destrozaron en nuestra tierra, no tienen razón para llevar en sus equipajes los errores o desmanes cometidos por sus progenitores. Me hubiera gustado ignorarlos y dedicar todas mis líneas solo a hombres buenos, desgraciadamente no ha sido así y sus pasos por nuestras vidas dejaron huellas o cicatrices que no han cerrado. Yo sé que detrás de cualquier verdugo puede existir un buen padre o abuelo, pero esa no fue la parte de ellos que nos tocó vivir en los barcos. La historia debe escribirse tal y como sucedió, no se admiten culipandeos para satisfacer sentimientos individuales. Los hijos de las víctimas y las nuevas generaciones merecen conocer la verdad, no la que sea propiedad de los vencedores o los vencidos, solo la verdad.

    Este libro es otra de mis ensaladas sin pretensiones literarias, solo el vehículo utilizado para transportarlos hasta aquellos tiempos y conozcan la vida de aquellos hombres que vivieron estas aventuras conmigo. Te reirás en algunos de sus capítulos, puede que, en otros, te arranque una lágrima o logre ponerte a pensar. A la sombra de todos nuestros errores, contrabandos, amoríos, embriaguez, traiciones, corrupción y una vida mundana colmada de aventuras, reposan la vida y sentimientos de hombres que amaron esta ruda profesión y se entregaron a ella ganando $5.00 dólares a la semana y luego $2.00 dólares diarios. Gente que enfrentaron con valor todos los desafíos que la vida puso en sus proas y que años más tarde quedaron al garete dispersos en muchas latitudes, viviendo a merced de sus miedos. Esta es la vida de aquellos marinos cubanos y no otra.

    Mi infinito agradecimiento a esa gran amiga llamada Puppy Castelló por su hermoso prólogo, ella mejor que nadie conoce de nuestras vidas porque la vivió en carne y hueso. ¡Gracias, mi hermana!

    Esteban Casañas Lostal.

    Prólogo

    La máxima afirma que para el marino, todos los mares son iguales. No obstante, al navegante lo va cambiando cada singladura. Esteban Casañas, está en total acuerdo y con esa mirada aguzada de piloto, penetra en las oquedades de una comunidad peculiar. Así transcurre la existencia de sus integrantes, unos arrumbando y otros al garete.

    Un incidente o golpe de suerte lo bifurcó hacia la profesión de marino. Al enrolarse, llevaba el sol de los cañaverales y las ampollas del machete con que cortó las últimas toneladas de cañas. Ese mérito lo impulsó escalas arriba y con ello selló un pacto sagrado con las aceradas planchas de las embarcaciones.

    El convenio duró 24 años, tiempo que hoy le permite rebuscar en la memoria y actualizar sus recuerdos con un residuo de nostalgia. Lo marcó un ambiente engarzado en contradicciones y armonías. Así lo vivió, permeado de rudezas, debilidades, incompetencias, profesionalismos, traiciones, lealtades, odios y amoríos. Desde siempre comenzó a desarrollar sus aptitudes literarias empíricas que le han servido para que esa impronta quede en su ADN.

    Esteban en su narrativa traza la derrota hacia el diálogo donde la transgresión comulga con el respeto. Su estilo filoso, en ocasiones, aparece edulcorado por la lírica y en otras, timonea el adjetivo soez y lo enclava en el lugar en el instante adecuado. Pocas veces encontramos un libro que abunde en estos temas tan técnicos, con un lenguaje para todo público. Este autor lo logra, aún al enumerar los conocimientos insoslayables en un tripulante. Ejemplo de ello lo afirma, cuando asevera en uno de los capítulos un marino no se puede fabricar, hay que sentir el mar y destilar salitre por los poros, él lo dice con un claro rigor crítico y a su vez sentencioso. Más adelante acota, la vida en el mar no es un trancapuertas. Expresión que califica a un tripulante cuyo desempeño a bordo, no demostró ser otra cosa.

    Las primeras páginas de Al garete te remolcan por latitudes que subraya el escenario de estos relatos. Un mundo monocolor, por rutas que han sido recorridas desde el origen de la navegación. En convivencia con las mismas personas y escuchando la reiteración de los temas. Y cobran vida en este viaje que, aunque transporta la carga habitual destinada al mismo puerto, hoy es diferente porque tú haces que se renueve.

    El avezado oficial enriqueció su acervo por aguas de los Siete Mares y hoy todas las aventuras y desventuras del pasado, alcanza actualidad en este libro. Ellos, los que se marcharon en complicidad con los que permanecen, dejan su enseñanza, las diversiones en puerto, la supervivencia luego de una galerna y también los miedos ante el peligro. Esa sensación que como un garfio se instala en el presente, el pasado y arrastran hasta el futuro.

    Este libro es un homenaje que Esteban le dedica a esas dotaciones, los protagonistas de cada relato lo hacen vigente. El piloto, alejado de las unidades de superficie hojea sus páginas en las que aparecen nítidas, las responsabilidades insoslayables de a bordo. Y aunque lejos está de esas funciones, en algún momento, presiente que supervisa la presión barométrica, las marcaciones en la carta náutica y la polarización del radar.

    A veces se le ve atisbar los destellos del faro Pointe-au-Pere y su atención la fija sobre el río San Lorenzo. No le pregunté en qué pensaba cuando surcaban los buques esas aguas restringidas, aunque creo poderlo adivinar.

    La nave acaba de atracar, la determinación es tuya. Te aventuras a transitar la incógnita de un derrotero o continuas con tu vida al garete.

    Puppy Castelló Herrera

    Periodista

    Especialista en temas marítimos y portuarios.

    image1.png

    Hermes Cruz, Néstor, Venancio Galarraga, Esteban Casañas

    y Esmirdo Rodríguez a bordo del Jiguaní en Tokio 1970.

    Como Una Ola

    Iba colocando cuidadosamente cada hoja del periódico alrededor de mis piernas, luego continuaría por los muslos y terminaría forrando todo el pecho y la espalda antes de ponerme definitivamente la ropa. El Bicho había pasado y no tardaría en regresar, como el buque no tenía intercomunicadores, él era el encargado de despertarnos a todos. Abría la puerta y solía decir: ¡Ocupando puestos de maniobra! ¡Ocupando puestos de maniobra! Después, dejaba la puerta abierta de par en par para que el ruido de las plantas y el asfixiante carbono que siempre rondaba vigilante por los pasillos terminaran de despertarnos.

    El triste vaho a tabaco rancio que despedía cuando abría la boca, era probablemente más desagradable que todo el olor a combustible quemado del mundo, pero ya nos habíamos acostumbrado. Manso se encontraba en el timón, era afortunado, casi todas las maniobras coincidían con sus guardias. Al menos, dejaba espacio para vestirme con comodidad en aquel reducido camarote. Los periódicos próximos al tobillo los sujetaba con el tercer par de medias que me ponía, ninguna de ellas eran las apropiadas para enfrentar ese frío traicionero que velaba nuestra salida a cubierta.

    Me puse el par de botas que recibí en el almacén de la empresa, estaban forradas con piel de conejo y tenían zipper. Eran algo bonitas, pero no dejaron de ser la razón del choteo de los viejos marinos, las suelas eran lizas y esponjosas. Es muy probable que el creador de aquellas piezas haya sido premiado con algo, un diploma, una medalla, una semana en la playa. Algún premio debió recibir como estímulo, ahora me tocaba probar el fruto de su inventiva revolucionaria con el fin de no dejar escapar divisas hacia el extranjero. -¡Ocupando puestos de maniobra! ¡Saliendo! ¡Saliendo! ¡Saliendo! El olor a café recién colado pudo vencer la atmósfera viciada, suerte que la cocina se encontraba a popa de nuestros camarotes en la misma cubierta, El Bicho había encendido su inseparable mocho de tabaco.

    Las estachas se encontraban totalmente congeladas, quizás éramos los últimos en el universo que aún las utilizaba de henequén. Los esfuerzos para enderezarlas y poder darla al remolcador, consumieron en segundos el traguito de café bebido antes de salir a cubierta. El Primer Oficial gritaba rabioso por un megáfono de baterías en dirección al puente y desde allí le contestaban con una nueva orden. Nuestro aspecto era triste, parecíamos pordioseros embutidos en viejos trapos inflados por papeles, increíblemente éramos felices. Los guantes no estaban preparados para enfrentar aquellas hirientes temperaturas y tratábamos de calentarnos las manos soplando sobre ellas.

    Dos o tres hombres teníamos que fajarnos con una sola de aquellas estachas para darles vueltas en el capirón del molinete. Dos o tres hombres de los que estábamos presentes no hacíamos uno solo de los necesarios para fajarse con aquellos cabos, una larga estela de calamidades nos entregó debilitados a la marina mercante. Los copos de nieve chocaban con violencia sobre nuestros rostros casi entumecidos, muy rojos. Los labios dejaban escapar con mucha dificultad las palabras, las malas palabras que deseábamos expresar para maldecir nuestra suerte, sin embargo, éramos ingenuamente felices.

    Llevo varios días navegando en seco con las nalgas adoloridas por miles de singladuras desarrolladas en la sala de mi casa, cambio de barcos a la velocidad de un click. Busco incansablemente entre fotos algunas que pertenezcan a nuestra flota, que hayan pertenecido, debo hablar en pasado y referirme a conocidos cadáveres de acero. Cientos de modelos, son miles las que desfilan ante mis ojos agotados también. Salto de alegría cuando encuentro alguna nave conocida, detengo mis máquinas y recorro toda su cubierta. Luego, voy hasta la superestructura y penetro por la portilla de mi camarote. Subo hasta los botes salvavidas y casi siempre termino mi recorrido en la chimenea. Regresan las historias, aventuras, fiestas, mujeres, contrabando, bromas interminables, peleas que más tarde nos convirtieran en enemigos, reuniones, traiciones, delaciones, robos, doble moral. Comparto con verdaderos hombres de mar que van desapareciendo con ese trágico encanto que portan consigo los hombres nuevos. Un femenino gemido escapa por la portilla o atraviesa el indiscreto mamparo, mi vecino se excita y no pierde tiempo, se masturba.

    La chimenea, siempre me gustó disfrutarla desde la distancia de varias esloras, aquella mano empuñando un machete fue motivo de mis orgullos juveniles. Los Mambises eran nuestros entonces, nos los legaron nuestros abuelos con miles de historias y cuentos, toques a degüello, la trocha de Júcaro a Morón, Bayamo, Dos Ríos, Cacahual. Penetraron en nuestras venas por los labios de nuestros antepasados y los admiré muchísimo antes de comenzar a detestarlos, porque los Mambises de hoy nos habían traicionado. Aquellas chimeneas que hoy observo con esa mezcla de rabia y ternura, las encontré en muchas partes del planeta y cada encuentro fueron motivos de celebraciones.

    Bajo de la chimenea y mi vista se pasea por la amura del buque en busca de su nombre, me detengo y pienso. Nombres de héroes nuestros y vecinos paseamos por el mundo con ese orgullo propio de la juventud, algunas de nuestras provincias, bahías y ríos fueron transportadas hasta los confines de la tierra. Me detengo y vuelvo a leer la lista que tengo a mano, regreso a las fotografías, algún asesino fotogénico se encuentra infiltrado entre ellos, no lo conocía muy bien. Luego, un poco más tarde, una extravagante mezcla de voces nacionales pudo vivir en falsa armonía con otros que para nada nos correspondían.

    No ha sido hasta hoy que he tomado verdadera conciencia de la magnitud de nuestro desastre, no tenía una idea exacta de todo lo que perdimos, una maravillosa flota que estuvo al alcance de nuestras manos y se nos escapó o naufragó con el paso de una gigantesca ola. Mis compañeros de aventuras se han ido perdiendo y no queda nada de ellos, siento vergüenza por ese macabro olvido, les tiendo la mano y trato de rescatarlos. Mis enemigos van muriendo también, no eran propiamente enemigos míos, lo fueron de ellos mismos, cayeron engañados en las emboscadas que les tendió su conciencia. Hoy, más que nunca, hubiera deseado se encontraran vivos para que disfrutaran el final de esa amarga película donde ellos eran los principales protagonistas.

    La pena invade mi alma, la nostalgia penetra punzante cada fibra de mi ser cuando oigo decir que uno de mis compañeros se encuentra inventando en el mercado negro para tratar de sobrevivir, abandonado y traicionado por los suyos, que no dejan de ser nuestros también. El dolor desgarra mis sentidos al saber que uno de aquellos buenos capitanes con los que compartí fortunas y penas, anda jugándose la libertad trabajando ilegalmente como taxista. ¿Cuál libertad perdería que no perdió hace mucho tiempo por sus miedos? En un cajón, tal vez en el portafolio Samsonite que le regalaron en uno de aquellos viajes donde firmara falsas facturas, es probable tenga guardadas sus charreteras esperando que cambie la marea. Para unos cuantos el paso del tiempo ha sido implacable y se fueron dejando aquellas prendas guardadas, custodiadas por sus fieles esposas, quizás por uno de sus hijos.

    Permanecerán ocultas hasta un día de borracheras, ese día, el hijo o uno de sus nietos, sacará aquel pequeño maletín en medio de la festividad, lo hará picado por la curiosidad o satisfaciendo un capricho de su enervada ebriedad. Todos estarán atentos, se esforzarán por estarlo mientras sus pupilas viajan alocadas del vaso al piso, del piso a la mesa, de la mesa a la burla de uno de los presentes, y de los labios de uno de ellos hasta las charreteras de su abuelo. -¡Lo perdió todo por pendejo! Dirá el nieto desheredado y sin otra fortuna que el frecuente alcohol trasegando por sus venas. -¿Tuvo algo? Preguntó una de las nietas presentes y su mirada se dirigió hasta los ojos del padre. -¡Lo tuvo! Respondió a secas y le vino a la mente todos aquellos cuentos de los sacrificios realizados, las galernas, el hambre pasada, la falta de pago, los viajes a países en guerra. No quiso formar parte del tribunal que condenaría a su padre, el mismo tribunal que después, unos años de posterior inmovilidad, lo llevaría también a juicio sin comerla ni beberla, solo por haber heredado las miserias de su padre.

    Cada foto hallada es una tortura, una lista de muertos, placeres vetados en nuestras calles. Un muro derrumbado, millones de machetazos perdidos en nuestros cañaverales, sueños que se perdieron entre guardarrayas. Cada foto que atrapo y no dejaré escapar, son cientos de baches en nuestra ciudad, camas de nuestros enfermos, un pomito de medicina por llegar, el apagón de medio siglo, la falta de agua, la libreta de racionamiento, la esperanza insepulta. Cada una de esas fotos representa a miles de prostitutas, algunas de ellas nietas o hijas de nuestros hombres de mar. Jineteros que no encontraron un barco donde poder escapar y solo tuvieron al pene como chaleco salvavidas para sobrevivir la inmensa tragedia que pesa sobre nuestros miedos o cobardía.

    Siento vergüenza, enojo, pena, ira, cólera, furia, encojonamiento, como decimos en buen cubano, cuando logras regresar al pasado y te encuentras con parte de tu historia sepultada entre paladas de mierda. Esos sentimientos de frustración se multiplican cuando ves a tu alrededor bocas que se empeñan en continuar cerradas, cómplices, encubridoras. Observas las fotos de aquellas hermosas naves y sientes deseos de llorar, pero no lo haces y comprendes de una vez el por qué de esos silencios malintencionados. ¿No existimos, nunca existimos? Nos corresponde a nosotros, hombres con un mínimo de dignidad, decoro y vergüenza, sacar la historia de nuestra marina mercante de esa oscuridad donde pretenden enterrarla.

    Debemos hacerlo por muchas razones, poco importan nuestros hijos o nietos. Tenemos la obligación de legarle algo a las nuevas generaciones para que aprendan de nuestros éxitos, errores y fracasos. Ningún país puede crecer sobre cimientos que ignoren su historia, y aunque muchos se empeñen en borrarnos de ella, los marinos cubanos formaron parte de esas páginas. Nos corresponde a nosotros, los que sobrevivimos a esta tragedia y tenemos el valor del que carecen los demás, escribirla como les pertenece a sus verdaderos protagonistas. Sería un acto de suprema cobardía permitir que parte de nuestras vidas sea enviada al basurero de la historia por caprichos de dos o tres hijos de buena madre paridos en nuestra tierra.

    -¡Atención a toda la tripulación, ocupando puestos de maniobra! ¡Contramaestre, llamar al puente! Era mi voz, había penetrado cada uno de los recintos del buque y se difundió por todas sus cubiertas. Me encontraba debidamente uniformado, rara vez lo hacía, pudo haber sido un capricho del puerto visitado, tuvo que ser socialista. Tomé el teléfono y llamé al cuarto de máquinas. -¡Avísame cuando estés listo para soplar máquinas! Era un protocolo inviolable antes de cada maniobra, salí al alerón de babor para comprobar que la escala real se encontraba separada del muelle y no existían bitas u otros objetos próximos a ella. Sonó el teléfono, los oficiales tomaron sus respectivos walkie-talkie y partieron hacia sus puestos de maniobras.

    -¡Puente! Respondí a secas mientras accionaba el telégrafo, el buque se estremeció y mi vista se dirigió hacia el tacómetro. Unos segundos después, la misma operación en máquina atrás. Temblaron todos los equipos del puente y una densa humareda negra escapó por la chimenea, regresé el telégrafo a la posición de para máquina y luego respondí a listo máquina.

    -Contramaestre, poco me importa si la gente tiene frío. ¿No se le entregó el dinero para comprarse ropa de invierno? Tampoco me interesa si lo emplearon en comprarse refrigeradores o televisores a color. Ese no es mi problema ni las facturas que le dieron al Sobrecargo, el asunto es que estamos en maniobras de salida. Dile a la gente que se forre con papel de periódicos antes de ponerse los viejos abrigos, pero de que tienen que salir ni lo dudes. Déjate de sentimentalismos, estamos en un barco y si la gente tiene frío es su problema. Habían transcurrido más de veinte años de aquella maniobra realizada con estachas en el puerto de St. John en Canadá. Miro todas las fotos halladas en Internet, las ordeno cronológicamente, mi vida, toda una vida se reduce al espacio de la pantalla de mi ordenador, me considero dichoso, tengo un tesoro.

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    Motonave Habana, escenario de esta historia.

    Los Amaneceres Aquí

    Son Apacibles

    Anoche regresé cincuenta y tres años sobre mis pasos, lo hice desde la dulzura de mi colchón, la pieza que más amo de mi apartamento. Viajé acompañado de ese silencio agotador que me persigue en este mudo edificio, soledades que nos van matando poco a poco, como queriendo enterrar nuestras memorias y lo que un día fuimos, fusilando tantos secretos que arrastran a su paso sus abatidos inquilinos, resignados y buenos.

    Nunca había olvidado el título de aquella película soviética inspirada en una novela de Boris Vasiliev, no me importó tanto la historia como una sola de sus escenas. Me senté nuevamente en el comedor de oficiales de la motonave Habana, donde una vez corridas las cortinas de las portillas y apagadas sus luces, quedamos a merced de un proyector ruso que hacía tanto ruido como un tractor. Murillo, el eléctrico a bordo, era quien lo operaba en ese viaje. Solo en ese tiempo nos compartía algo que no era parte de su cosecha, los días restantes y cuando el tiempo lo permitía, el viejo se encargaba de entretenernos con algunos de sus cuentos, casi siempre fantásticos, que aseguraba fueran extractos de su vida real. No lo contradecíamos para continuar disfrutando de sus piadosas mentiras, la felicidad que nos imponía rebotaba en nuestros rostros y llegaba al suyo como una invitación a continuar. Ese viaje llevaba como segundo electricista a un espigado flaco al que todos llamaban El Sordo con mucha razón, defecto que se perdonaba en aquellos tiempos de espantos donde no era importante escuchar y la depresión no era una enfermedad de hombres, puras mariconerías, decían los fervientes revolucionarios de entonces. El viaje siguiente el caso de El Sordo fue más grave, se quedó sin habla también y la gente se lo perdonaba. Recorría las maquinillas, molinete y cabrestante acompañando a Murillo sin abrir la boca, muy triste y taciturno, ido de este mundo. No era para menos, cualquiera de nosotros hubiera reaccionado de esa manera, su mujer lo había abandonado teniendo un hijo. Siempre le temimos a los tarros, éramos capaces de enfrentarnos a terribles galernas, como la sufrida el viaje anterior, pero la presencia de un tarro hacía temblar todos los cimientos de nuestras existencias, sentíamos pánico de solo respirar su presencia. Su caso fue aún más grave, la jeva lo abandonó por otra jeva y los sentimientos de solidaridad humana hacia él fueron más profundos, solo que nunca le dijimos nada. Debe ser del carajo el trauma que se sufre, no tuvimos valor para preguntarle. Allí se encontraba tranquilo y con la mirada fija a una pequeña pantalla que se bamboleaba al ritmo de las olas. Algunas veces, las imágenes de la película escapaban del estrecho margen de aquella tela y se opacaban en el mueble barnizado que existía tras ella, nadie gritaba como en los cines de barrio.

    Las bromas improvisadas iban cediendo ante el avance de la película o la invasión del humo que despedían varios tabacos encerrados en tan pequeño espacio. Nadie decía que fumar daba cáncer en esas fechas, y si lo dijeron, había males que lo superaban haciéndonos perder el miedo. No éramos muchos los asistentes esa tarde, realmente la tripulación era algo reducida, numerosa para tiempos presentes. La tripulación estaba compuesta por veinticinco hombres y si descontabas los cuatro de guardia, los que se encontraban descansando y los indiferentes a esta manifestación del arte, podía afirmarse que solo compartíamos aquel humo y el ruidoso proyector, la mitad de la tripulación. Podía suceder que el resto prefiriera disfrutarla con más tranquilidad cuando se proyectaba para las brigadas de guardia, tampoco existían muchas ofertas y la misma película podía repetirse tres o cuatro veces en el mismo viaje, todo dependía del interés de la tripulación.

    Solo dos o tres películas se llevaban por viaje, una se podía ver de subida, una estando en algún puerto cuando nos quedábamos sin plata y la otra de bajada. Las distribuían en el Departamento de Atención a Tripulantes cuando aún atendían un poco a los marinos. Años más tarde eran parásitos que no servían para nada y sus funciones se reducían a visitar los barcos a la hora del almuerzo o para celebrar alguna actividad donde se ofreciera bebida. Solo una mujer realizaba con amor ese trabajo en toda la isla y la gente sabe que no miento, me refiero a la negra Carmen Rosa en Santiago de Cuba, los marinos la querían como si se tratara de una madre adoptiva. No recuerdo exactamente quien era el encargado de buscar las películas en la empresa o si ellos las traían a bordo, me inclino por esto último, luego estarían bajo la custodia de algunos de los secretarios encargados de arreglar al mundo.

    Regreso cincuenta y tres años sobre mi estela y lo hago accidentalmente, reviso las ofertas de NETFLIX y poco me atrae. Paso al menú de AMAZON y me sucede lo mismo hasta que me detengo en el título de aquella película conservada casi virgen en mi memoria, le doy play. La pantalla de mi televisor supera en tamaño a la del improvisado cine de aquel barco, no se balancea, no domina la niebla producida por los tabacos en las bocas de Bolaños, El Bicho o los Populares encendidos por otros tripulantes, tampoco se escucha el molesto ruido de aquel proyector ruso. Encuentro que no se trata de una película, tampoco es en blanco y negro como la original, no la abandono. En la medida que va avanzando logro identificarla, el drama es el mismo, solo que por tratarse de un serial es más lento, me quedo esperando por la escena que nos hizo saltar del asiento en medio de la leve marejada, llegó.

    -¡Murillo, para eso, coño! Gritó El Sapo desde el fondo del comedor. El viejo saltó asustado y apagó el proyector.

    -¿Qué pasó, que pasó? Dijo nervioso Murillo, quien al parecer se había quedado dormido y pensó que se trataba de una emergencia.

    -¡No paso nada! Pero coño, esas escenas pásalas en cámara lenta para cargar las baterías. La risa invadió todo el salón, El Sapo era un tipo ocurrente y muy simpático. Realmente eran dos Sapos, Bernardo, el que habló, vivía en el poblado de Regla. Alto, rubio y narizón, flaco como una vara de pescar y de estructura corporal estrecha, tanto, que ambos brazos amenazaban salir debajo del cuello. El otro Sapo era Menéndez, nada que ver con el anterior. Vivía en Cayo Hueso y tenía una hija con una mulata llamada Belkis, creo que ese era su nombre, muy chéveres ambos. Trigueño, bajito y tan descojonado por la vida como Bernardo. Menéndez se parecía mucho a Pototo, ocurrente, inoportuno y cómico como el artista. Ambos habían llegado de las filas del MININT, creo que navegaron en uno de los yates de Castro. Nada que ver como agentes represores, solo un par de jodedores muy queridos entre los tripulantes, Bernardo era militante del partido, Menéndez no militaba en nada.

    -¡No jodan, coño! Menudo susto me has dado con tu jodedera. Terminando de hablar puso el tractor en marcha y no se hizo esperar la protesta general.

    -¡Murillo, no jodas y dale pa’tras! Intervino Chirino el camarero de tripulantes con la nariz más grande de Cuba. Alto, flaco, enjuto y destimbalado en todo el sentido de la mala palabra. Chirino era un tipo muy noble y querido por todos, solo que la cagó en el viaje siguiente cuando junto a Papucho chivatearon a Víctor por estar comiéndose a una pasajera y lo expulsaron de la marina. Como era tan medio tonto, imagino haya sido presionado por Papucho, Chirino también vivió en el poblado de Regla. Murillo detuvo al tractor soviético y manualmente fue retrocediendo en rollo.

    -¡Ahí, no! ¡Ahí, no, mas pa’tras! Gritó Juan Cardona, el mulato camarero de los oficiales, buena gente este muchachón que vivía en Santiago de Cuba. Un buen viaje se enamoró de una enfermera en Nicaro y se empapayó. Se casó con La China, una de las mulatas más lindas de aquel pueblo y dejó de navegar. Cada vez que el barco tocaba a Santiago yo me llegaba por su casa, Juan estaba trabajando en la termoeléctrica y continuaba con su hermosa mujer. La última vez que lo vi fue por pura coincidencia en la terminal de trenes de Santiago, la situación del país había empeorado y le había tocado de cerca. Me mostró los pies para decirme que no tenía calcetines y delante del público me quité los que calzaba para dárselos. Los guardó sin penas en uno de sus bolsillos y nos despedimos, quizás para siempre. Murilo, bajo protestas, detuvo nuevamente su tractor y retrocedió un tramo más largo la película. Puso a funcionar nuevamente al tractor soviético y reinó por unos segundos el silencio, solo unos segundos.

    -¡No jodas, Murillo, pasa esa escena

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