Historias Subterráneas
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El lenguaje empleado en la mayora de los relatos est ms cerca del reportaje periodstico que de la prosa potica.
Las historias son totalmente independientes, tanto en su forma con en su contenido, pero se articulan entre ellas como si cada relato fuera una estacin entre tneles que se intercomunican libremente, dentro de un todo que no nos es dado ver en su conjunto, sino siempre fragmentariamente.
As, cada historia es una especie de portal que permite asomarse a algo que es ms que ella misma. Existen nexos, a veces insospechados, entre una y otras, y los lectores, al asomarse a ese portal, ven (intuyen) algunas de esas conexiones.
Otro elemento que aparece en varios de los cuentos es una buena dosis de irreverencia y sentido del humor.
Una de las historias, El ojo de Bertha, gan el premio Casa de Amrica Latina, de Pars, en diciembre de 2002.
Gerardo Jiménez Valdés
Gerardo Jiménez Valdés nació en la Ciudad de México Distrito Federal, el 2 de agosto de 1958. Es licenciado en Filosofía por la Universidad de Salamanca, España. Tiene un Master en Periodismo por la Escuela de Periodismo El País/ Universidad Autónoma de Madrid. Ha trabajado en los periódicos Cinco Días y El País, de España, y en La Jornada, Reforma y, El Universal de México, en secciones tan diversas como Internacional, Economía, Cultura y Seguridad Pública. También tiene la especialidad en Desarrollo Humano, por el Instituto Humanista de Psicoterapia Gestalt, de la Ciudad de México.
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Historias Subterráneas - Gerardo Jiménez Valdés
Copyright © 2014 por Gerardo Jiménez Valdés.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2014913733
ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-8979-6
Tapa Blanda 978-1-4633-8980-2
Libro Electrónico 978-1-4633-8981-9
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
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Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.
Fecha de revisión: 14/08/2014
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662935
Índice
El ojo de Bertha
‘Transbording’
Falsedad de declaración
Aquí me bajo
Tenía el cabello bonito
Los hombres de gris
Solamente una vez
Los faquires de Etiopía
¡Ojalá nunca muera!
El ojo de Bertha
[Cuento ganador del premio Casa de América Latina,
en el Concurso de Cuento Juan Rulfo, edición 2012,
organizado por Radio Francia Internacional]
Siempre me ha gustado ver cuando el convoy del Metro se cruza con otro que viaja en dirección opuesta. La rápida sucesión de luces y reflejos es como la serie de cuadros de una película que desfila rápidamente frente al ojo, sin llegar a presentar una imagen coherente.
Por eso procuro ir siempre del lado izquierdo, junto a la ventana que da hacia las vías del sentido contrario. Soy fotógrafo de profesión y me entretengo captando imágenes, aunque a veces sólo sea en mi mente.
También me gusta ir en el vagón delantero cuando el Metro entra a toda velocidad en una estación y se ve pasar rápidamente a la gente caminando o esperando en el andén opuesto. Esta experiencia es más enriquecedora cuando coincide con la partida en la misma estación, del tren que va en la dirección contraria. Es como si la cámara se disparara congelando una secuencia de imágenes.
Esta curiosidad por atrapar instantáneas durante mis recorridos en el Sistema de Transporte Colectivo me regaló, por así decirlo, una de las más intensas experiencias de mi vida.
Iba por la línea 8, que corre de constitución de 1917 a Garibaldi, cuando en el momento en que el tren pasa del trayecto exterior al subterráneo lo vi.
Fue entre Coyuya y Santa Anita, apenas tras entrar al túnel. Era un hombre que pintaba en un claro de luz que se formaba en el muro de la galería subterránea. Me pareció que eran figuras humanas.
Me apeé en Santa Anita y esperé al siguiente tren en dirección opuesta. Eran poco más de las 10:30 de la mañana. A esa hora los trenes tardan en pasar, pues ya no es la hora pico. Cuando por fin abordé el convoy, unos minutos más tarde, ya no había nadie en el túnel, ni tampoco se veía rastro del claro en la pared.
Me obsesioné. Bajé del tren en Coyuya, descendí del anden y caminé junto a las vías hasta la entrada del subterráneo.
La oscuridad del túnel me intimidó un momento, pero la curiosidad fue mayor que el temor y me adentré por la boca oscura.
Siempre llevo una linternita en el llavero, así es que la encendí y apunté hacia la pared, cubierta a diversas alturas por ductos de cables que corrían a lo largo del túnel. Comprobé que quedaba espacio suficiente entre la pared y la vía para poder caminar, si no con holgura, al menos con la seguridad de que el convoy no me aplastaría contra el muro.
Luego de caminar varios metros encontré un nicho en el muro donde calculé se encontraba el hombre pintando. Al llegar a la cavidad, los ductos ascendían, respetando la forma de la hornacina. En el interior del hueco se veía un trozo de pintura blanca. Iluminé con el flash de mi cámara y vi que la pintura formaba un rectángulo. Toqué y sentí que estaba fresca. Tenía una textura especial, profunda y lisa para ser un muro de concreto, pero rugosa como el papel. Era pintura acrílica, de secado rápido.
Saqué una pequeña navaja y raspé un poco. A la luz de mi linterna me pareció ver abajo otra capa de pintura con trazos de líneas en negro.
Me pregunté cómo se habría producido la claridad que percibí desde el vagón. Note que unos metros más adelante había un respiradero, del lado opuesto al nicho. No tengo siquiera nociones de astronomía, pero deduje que en esa época del año (finales de febrero) la posición del sol era tal que durante algunos minutos los rayos entraban por el respiradero e iluminaban el nicho en el muro de ese lado del subterráneo, un fenómeno similar, guardando las proporciones, al que se produce en los equinoccios en El Castillo de Chichén Itzá, en donde la luz del sol forma una serpiente de sombra que repta por las escaleras desde el templo de Kukulcán, sólo que aquí se limita a iluminar un nicho.
Me fui emocionado a casa de mi amiga Rebeca, que es restauradora. Se estaba bañando. Me abrió la muchacha que hacía la limpieza. Esperé en la sala a que terminara de ducharse y le conté mi descubrimiento. No compartió mi entusiasmo y me dijo que estaba loco, tras un bostezo que por su aliento delataba que estaba cruda. Le di la razón, pues en ese momento efectivamente lo estaba y no me iba a detener en sutilezas de apreciación.
A pesar de todo, algo en mi agitación la hizo reaccionar y se acordó de que un colega suyo tenía una cámara de rayos equis. La venta de estas cámaras está muy regulada en Estados Unidos. Leí alguna vez en la revista Time que el FBI las utiliza sólo bajo mandato judicial, para espiar a sospechosos de terrorismo y otros delitos, y que algunos museos las usan en sus departamentos de restauración, bajo estrictas normas de control. En Tepito se consiguen a partir de cincuenta mil pesos.
Salimos al estudio de Héctor (así se llama el colega de la cámara indiscreta). La hizo un poco de emoción, pero al final prestó la cámara a cambio de que yo le dejara como garantía mi Nikon digital.
Volví a la estación del Metro. Rebeca no quiso aventurarse conmigo por la vía hasta el túnel, así que me explicó cómo usar la cámara y se fue a su casa.
Tomé unas placas y las revelé en el estudio de Héctor, pues mi laboratorio no está equipado para rayos equis.
Se las llevé a Rebeca y me confirmó que había varias capas superpuestas en las que se veían pintados una mujer y una cara que podría ser de hombre. ¿Cuántas?
, pregunté. No lo sé, así a simple vista parecen unas siete, tal vez más, pero tendría que hacer un análisis en profundidad
. Le di las gracias por la información provisional y le encargué un estudio de las placas.
Regresé a la estación Coyuya y bajé a la vía, pero por el andén opuesto. Quería inspeccionar una vez más el terreno. Caminé hasta encontrar el hueco con el rectángulo blanco, que esta vez quedó en la pared de enfrente. Me paré un rato en la oscuridad hasta que mis ojos se habituaron algo a la penumbra. Pasó un tren iluminando con intermitencia el cuadrángulo y vi que había otro nicho del lado del túnel en que me encontraba, casi frente al de la pintura.
Se me ocurrió que si llegaba antes que el pintor misterioso y me situaba en ese lugar, de espaldas a él, podría observarlo sin que se diera cuenta y hasta podría fotografiarlo, pues él quedaría bajo la luz del sol, lo que acentuaría la oscuridad de la cavidad en la que yo me colocaría.
Al día siguiente llegué a las 9:30 a Coyuya, calculando arribar mucho antes, por si surgía algún imprevisto. Y efectivamente surgió. Un elemento de seguridad del Metro me interceptó cuando descendía del andén a las vías. Le tuve que inventar una historia inverosímil para que no pensara que me quería suicidar. No me creyó, pero quedó convencido cuando le enseñé un billete de cincuenta pesos y le expliqué que al día siguiente habría otro y así sería cada día que me dejara pasar por ahí a esa hora. Aceptó sin sorpresa, dijo otro loquito
y se dio media vuelta.
Lo detuve para preguntarle quien era el otro loco. "Un pinche ruco rapado a cero que pinta graffiti", dijo y retomó su camino. Yo continué por el túnel hasta el hueco y me puse a esperar frente al nicho con