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El museo de la calle Donceles
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El museo de la calle Donceles
Libro electrónico109 páginas2 horas

El museo de la calle Donceles

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Información de este libro electrónico

Eduardo Ovalle, curador y profesor de artes, recibe en su apartamento un misterioso guacal con una máquina derruida, cruel en su dimensión estética. A partir de allí su vida se convertirá en un delirio, porque un mundo conflictivo que estimó superado, hecho escombros y ceniza, ahora emerge como pesadilla en su presente inestable. Una madre posesiva y severa; un exótico museo de barrio; una desaparición enigmática, y una relación paranoica con la literatura son algunos de los elementos que nutren la vida compleja de un individuo acorralado por su propia sensibilidad y expuesto a los intereses de unas fuerzas enemigas veladas. ¿Qué busca encubrir Ovalle de su relación con la madre? ¿Qué sucedió realmente al interior del museo una noche de luna? ¿Por qué una máquina, un objeto intervenido, resulta para el curador un germen de la perversión? ¿Podrá serenar al fin su conciencia de habitante marginal? Para aventurar respuestas a estos interrogantes, se sugiere visitar, al caer la tarde, el museo de la calle Donceles.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 sept 2015
ISBN9789587168112
El museo de la calle Donceles

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    El museo de la calle Donceles - Rigoberto Gil

    EL MUSEO

    DE LA CALLE

    DONCELES

    Rigoberto Gil

    Premio Nacional de Novela corta

    Pontificia Universidad Javeriana 2014 Reservados todos los derechos

    © Pontificia Universidad Javeriana

    © Rigoberto Gil

    Primera edición: Bogotá, marzo del 2015

    Número de ejemplares: 300

    ISBN: 978-958-716-811-2

    Impreso y hecho en Colombia

    Printed and made in Colombia

    Diseño de páginas interiores: El Peregrino Ediciones

    Diseño de carátula: Sandra Restrepo

    Diagramación: Isabel Sandoval

    Corrección de estilo: Óscar Daniel Campo Becerra

    Desarrollo ePub: Lápiz Blanco S.A.S

    Editorial Pontificia Universidad Javeriana

    Carrera 7 núm. 37-25 oficina 1301

    Teléfono: 2870691 ext. 4752

    editorialpuj@javeriana.edu.co

    Gil Montoya, Rigoberto, 1966-

    El museo de la calle Donceles / Rigoberto Gil. -- 1a ed. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2015.

    101 p. ; 24 cm.

    ISBN: 978-958-716-811-2

    Premio Nacional de Novela Corta 2014.

    1. NOVELA COLOMBIANA. 2. LITERATURA COLOMBIANA. I. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Sociales.

    CDD C863 ed. 21

    Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana.

    Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

    opg.                                                  Marzo 09 / 2015

    Para Margarita Calle,

    curadora del museo

    ¡Ya tendrían tiempo de sobra para ver estas columnas en pedazos, estas estatuas mutiladas, estas ruinas humeantes, estas escaleras infernales! Ahí estaban, como un museo de pesadillas petrificadas, como un Museo de la Desesperanza y de la Vergüenza. Pero había algo que quería destruir sin dejar siquiera rastros.

    El túnel, Ernesto Sabato

    ‘Si no hay cuerpo del delito no hay delito’,

    decía para tranquilizarse.

    Wally, el asesino agrario, Carlos Chernov

    1

    Pensará el lector que pretendo hacer literatura para no atender mis obligaciones académicas y de curaduría. En aras de la verdad, debo decir que el guacal con la máquina me llegó un martes, poco antes de las tres de la tarde. Todo cambió desde ese momento para mí. Tuve la sensación de que alguien me ponía al descubierto.

    La irrupción a mi mundo privado no podía obedecer a la mera casualidad, porque en mi mundo no existe ni lo casual ni lo repentino. Existen los hechos que provocan otros hechos. Presumo que todo obedece a un sistema de relaciones que impulsa la lógica de lo cotidiano. Lo peor era que nada podía hacer por detener lo que a partir de allí se desataría: dos días después de recibir la máquina y, con esta, un sobre de manila, recogí en mi casillero el mensaje de la directora Rivas que me pedía ir a su despacho cuanto antes: Sobra decir que me encuentro desconcertada, así cerró su recado. Ese jueves en la noche sonó el teléfono en mi apartamento. Era Vanessa Cortés, una chica que solía brillar en clase por su vulgaridad en el vestir y por sus despistes conceptuales:

    —Conocimos a su amigo Leopoldo Vallejo. Lo conocimos casualmente en la Charcutería Alemana de la calle Rosellón. Muy querido su amigo, ¿sabe?, bastante locuaz. A Marcos le cayó muy bien. Me pidió que lo saludara y que le dijera que desea verlo antes de su retorno a España. También me preguntó por su madre, que si ya sabía algo de ella. ¿Qué le digo?

    —Nada —le dije—. No le diga nada —y colgué, sin poder ocultar mi enfado.

    Ningún encuentro con Leopoldo Vallejo podía considerarse de orden casual. No había conocido a nadie que se moviera por la ciudad con tanta cautela y resquemor. De hecho, por él adquirí la manía de vivir alerta, la costumbre de camuflarme en suburbios modestos para evitar llamar la atención, la necesidad de cambiar a menudo las rutas de desplazamiento. Si había ido hasta la calle Rosellón de la zona oriental, era porque necesitaba conectarse con los chicos y gracias a su cadena de informantes supo que ellos frecuentaban en el sector la Cinemateca Lugosi y a un lado, la Charcutería Alemana. Vanessa Cortés actuaba como intermediaria, de modo que se había creado entre ellos algún tipo de vínculo, y no podía descartar que la citación de la directora Rivas tuviera que ver con este incidente.

    Era julio y aún no había registrado en la plataforma electrónica las notas de todos mis estudiantes, así que andaba preocupado con los tiempos de entrega, porque ya la directora Rivas me había llamado la atención y solo tenía hasta el viernes siguiente para cumplir con la tarea:

    —Claro, si es que todavía estás interesado en orientar el próximo seminario —agregó, con esa sutileza que le es dada a las mujeres que saben administrar el poder universitario frente a individuos transitorios, sin una carrera laboral estable y, en mi caso, con circunstancias personales que preferiría no tocar por el momento.

    Todavía faltaba por evaluar cuatro propuestas artísticas, una de las cuales venía contenida en el guacal. No estaba bien que este material llegara de repente hasta mi apartamento, esa tarde más o menos a las tres. La propia directora Rivas había sido enfática al respecto: todas las propuestas debían llegar a su oficina y desde allí se trasladarían al salón H, un lugar amplio y tranquilo, ubicado en el ala norte del edificio de Artes, donde los estudiantes solían exhibir sus obras ante maestros y jurados. De hecho, allí evalué el trabajo creativo del resto del grupo y esta vez había permitido que la exposición fuera visitada a un mismo tiempo por el público de Artes Visuales, pues deseaba recoger, como parte de los elementos a examinar, la impresión que estas obras despertarían allí expuestas.

    Bajo el título Contra El Quijote, cada estudiante debía proponer la materialización de una obra que sintetizara el contenido de un texto literario seleccionado a mi criterio. El resultado era más que satisfactorio, porque en sus propuestas encontraba recursividad en el uso de materiales, irreverencia y sarcasmo en el juego de la representación, profundidad en la síntesis temática. Pero la obra que Daniel Buchard hacía llegar a mi apartamento por intermedio de un extraño, desbordaba cualquiera de estos contenidos. El estudiante había descartado el texto Máquinas de Luisa Valenzuela que yo había seleccionado para él. Me interesaba que esa Máquina de la Memoria, ideada como una premonición por Hebe Solves antes de la época oscura de la dictadura militar del Cono Sur y tan distinta de la que trastoca el tiempo de los Buendía, pudiera servir de archivo o de registro sensible en torno a los desaparecidos de la Toma del Palacio de Justicia. Me interesaba ver en su obra una propuesta artística mediada por lo político. Así se lo sugerí, y asimismo lo descartó, porque la que ahora enviaba con alevoso designio era una obra que sin duda se basaba en un texto mío, que yo había escrito en prisión. Buchard atacaba de frente. Al tiempo que me dejaba sin argumentos para objetivar su obra, conseguía ponerme en la cuerda floja. Allí estaba la mano infame de Leopoldo Vallejo, no había otro modo de concebir algo tan perfecto en su materia simple. Nada podía hacer por impedir la realidad de ese martes.

    El hombre corpulento y calvo, con manos de leñador, que subió las escaleras de los seis pisos del edificio, me entregó la pesada caja de madera sin disimular su enojo.

    —¿Dónde estaba escondido? —me cuestionó. Habría esperado un saludo—. Llevamos días buscándolo.

    —Qué raro —le respondí, para no ser descortés con aquel hombre que traspiraba en las arrugas de su frente—. Aquí he permanecido las últimas semanas.

    —Entonces han estado negándolo allá abajo —replicó el hombre—. Pero bueno, eso no es asunto mío. La próxima vez solicite que este tipo de encomienda le llegue directamente al museo. Al menos allí no hay que subir escaleras y no me estaría exponiendo hoy a la soledad miserable de este vecindario. Firme acá.

    —¿A qué museo se refiere? —le pregunté, sin ocultar mi sorpresa.

    —A este.

    El hombre señaló con su bolígrafo el papel amarillo que había sido grapado en un extremo de la caja: Para el Museo de los Esfuerzos Útiles, calle Donceles. Máquina liviana del año 48, hallada por azar el 26 de marzo de 2003. La dirección de entrega estaba escrita aparte, sobre un papel verde en el centro de la caja y coincidía con mi domicilio. El mensajero notó mi titubeo. Pareció satisfecho, como si el propósito para el que fuera contratado se hubiese cumplido a cabalidad.

    —Firme acá —insistió—. Use su bolígrafo, la tinta del mío se agotó.

    Y agregó entre dientes, mientras examinaba las paredes del corredor:

    —No entiendo por qué la gente decide vivir en el aire, con lo peligroso que es. ¿Se ha fijado en las grietas de esa columna? A esta ciudad

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