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El Accidente
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Libro electrónico119 páginas1 hora

El Accidente

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Once minutos pueden parecer pocos en nuestra vida diaria, no es así en el caso de Jacobo Soriano, nuestro protagonista, un padre de familia sencillo, un agente inmobiliario agradable, con buenos amigos y acostumbrado a una vida rutinaria
Once son los minutos en los que transcurre esta novela en el recorrido por la sierra de Málaga, en un trayecto diario, recurrente, pero no por ello siempre igual, entre el trabajo y la familia, entre San Pedro de Alcántara y Ronda
Paco Moreno Ortega, tras su primera novela La ingravidez del biombo nos adentra en El Accidente en una historia cercana, apasionante y centrada en el pasado y el presente de su protagonista. Donde nos muestra que por mucho que pensemos que nuestro día a día es una rutina de caminos y trayectos , pequeños factores son determinantes para cambiarlo todo.
 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jul 2021
ISBN9788418848117
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    El Accidente - Paco Moreno Ortega

    Minuto 11

    Jacobo Soriano tuvo un golpe de tos cuando iba a bordo de su flamante Volkswagen Passat negro metalizado, que le obligó a reducir considerablemente la marcha para no tener un percance en la peligrosa carretera.

    Afortunadamente —dio gracias a Dios mirando con recelo el quitamiedos de la derecha— nunca había tenido un mal contratiempo en aquella ruta que él hacía diariamente. Y eso que la carretera era propensa a todo tipo de peligrosas eventualidades, a sorpresas inesperadas motivadas por desprendimientos de rocas de sus numerosos taludes, alguna cabra en mitad de la calzada en una curva cerrada, un bache que no se veía bien, y, lo más peligroso, un derrumbamiento de un trozo de pista en algún lateral provocado por el mal tiempo reinante, sobre todo, en invierno, y cosas así.

    Jacobo tomó, de una cajita azul con letras blancas que llevaba en la guantera, un comprimido para la tos mientras mantenía una velocidad prudencial con el coche. Extrajo de la pequeña caja el comprimido achaflanado, color rosa, y se lo llevó a la boca. Era de esos que se chupan, no masticable, lo que le hacía de fácil ingestión, sin la necesidad de agua u otro líquido.

    Jacobo Soriano recordó entonces con desenfado y cierta triste nostalgia —siempre que tomaba uno de aquellos comprimidos lo hacía— la terrible tragedia vivida durante su infancia cada vez que tenía que ingerir alguna medicina en forma de cápsulas, comprimidos, tabletas o pastillas, casi se bebía una botella de líquido, buche tras buche, en tanto que el maldito comprimido se le quedaba siempre en la boca, escondiéndosele astutamente en un pliegue del paladar, bajo la lengua o en aquella mella de la encía inferior que tuvo siempre.

    Aquel que acababa de tomar para la tos era algo más grande que los que solía tomar, pero tenía sus virtudes. No había que tragarlo, se iba deshaciendo en la boca y, además, tenía un agradable sabor a fresa.

    Qué mala suerte había tenido durante toda su infancia —pensó Jacobo con cierto humor—. Todos los comprimidos que había tomado fueron para tragar enteros. Algunos de proporciones descomunales —pensó él—, lo que le hizo siempre propenso en cada enfermedad a sentir mucho más miedo a los medicamentos que al propio mal.

    Jacobo paladeó el comprimido chupándolo con agrado, como queriendo desquitarse un poco, con resabios de aquella vieja catástrofe, aquellas batallas celebradas contra el agobio ofensivo que ocasionaban los comprimidos intragables cuando fue niño.

    Apretó con suavidad el pie sobre el acelerador y el coche, libre de la mordaza, se deslizó como un pez por la calzada, como si respirase a pleno pulmón.

    Jacobo sintió en su cuerpo la aceleración del coche a modo de algo que le empujaba gratamente hacia delante de una manera tierna y blanda. Su ropa se despegó ligeramente de su piel al paso de un nuevo aire que invadió la cavidad interior. Bajó algo más el cristal de la ventanilla de su lado pulsando el botón que estaba cerca de su codo izquierdo, impelido por el deseo de sentir aquel airecillo reconfortante, en la cara y en las manos, un poco más intenso.

    A pesar del frío reinante fuera del automóvil, en el interior la temperatura era más bien cálida.

    Ya no se veía nada. La noche acababa de cerrar hacía poco y la intensa oscuridad se adueñó de todo cuanto había de manera absorbente.

    Jacobo tuvo la impresión —aunque probablemente no fuese así— de que su actividad física y mental se disminuía un poco, como si fuese también absorbida de algún modo por aquella compacta oscuridad. Su capacidad de ver, incluso de discernir, casi de moverse. Se sintió encerrado en el automóvil y que este lo transportaba como un fardo, sin su propio control, como algo que formaba parte del coche, y que aquel lo llevaba hacia un lugar desconocido elegido por el propio automóvil.

    La sensación era incómoda, pero agradable al mismo tiempo. Por lo menos, nuevo para él. Le recordaba a los artilugios de las ferias. El látigo, por ejemplo, o la montaña rusa que recibían su cuerpo, se apropiaban de él, y, por un cierto tiempo, no era nadie sino un pelele, un harapo, zarandeado y afligido, a merced de la locura de un monstruo mecánico inhumano y cruel.

    Podría ser que la oscuridad, deshaciendo todos los puntos de referencia, de contacto con el mundo exterior, contribuyera a crear aquel fenómeno consistente en reducir la actividad del cuerpo acercándolo a un estado de pasividad parecido al sueño o la flexibilidad.

    Si aquello era así, Jacobo, reducido a un bajo dominio de sí mismo a la única actividad de conducir monótonamente su Volkswagen Passat, quedaba a merced de una circunstancia que nada tenía que ver con cuanto Jacobo pudiera decidir. Pero tampoco era así. Jacobo seguía siendo dueño del coche y de su voluntad. Todo lo más era que ambos caminaban juntos por aquel laberinto invisible de la noche, y aquella soledad irreversible de la inmensa montaña.

    El monótono ruido del motor y el temblor aquel sobre los desiguales tramos del pavimento hicieron que despertara de aquella especie de reclusión, de aquella somnolencia. Puso su vista en lo primero que había delante de sus ojos. Lo más inmediato a él que tenía en aquellos momentos, los trazos blancos de la carretera —no había rayas continuas, ni intermitentes a causa del excesivo número de curvas—, y en el brillo exiguo y mate del borde metálico del quitamiedos coronado de manera casi continuada por los tableros de flechas blancas sobre fondos azul oscuro y agrupadas casi siempre en números de dos, tres o de cinco, según la amplitud y la visibilidad de las curvas.

    Aquellas flechas indicadoras saltaban a la vista emergiendo desde lo más oscuro como una siniestra advertencia de que justo allí, allí mismo, estaba, velado, pero latente, un grave peligro que allí, a cuatro metros de él, de su Volkswagen Passat negro metalizado, y, solo a poquísimos segundos, aguardaba con todo su macabro esplendor, la muerte.

    El comprimido que había tomado para el ataque de tos, había desaparecido en su boca quedando reducido a un pequeño corpúsculo que seguía estando por alguna parte y llenándole el paladar de un intenso sabor a fresa.

    El ejercicio que su lengua había hecho para deshacer y tragar el comprimido, le había llenado la boca de una saliva dulzona, aromática y viscosa donde seguía permaneciendo el sabor a fresa que Jacobo tragaba continuamente. Por un instante pensó que si su organismo se disparaba fabricando saliva de aquel modo con sabor a fresa, estaba claro que bien podría terminar ahogándole, evidentemente de una manera dulce y sabrosa, pero no fue así.

    Por fin, tras una nerviosa persecución con su lengua por toda su cavidad bucal, encontró en un rinconcito de la encía de abajo, pegado a la raíz de un diente, el último retazo del comprimido que aún emanaba un leve hilo de sabor a fresa.

    Fue lo mismo que en su infancia cuando se atiborraba de buches de agua para tragarse un comprimido que solía esconderse bajo la lengua u otro intersticio bucal impidiendo su deseada ingestión. Pero aquella vez sin aquel folletinesco drama.

    Jacobo dejó escapar un leve suspiro de desahogo notando el regusto de un extraño placer todavía infantil. Condujo lo que quedaba del comprimido, ya casi impalpable, pero sin abandonar su sabor a fresa, hasta la entrada de la garganta y con solemne austeridad, con la misma severidad con que se colocaba un condenado junto al paredón para ser fusilado. Jacobo Soriano tragó aquel resto de comprimido dándole mentalmente todo tipo de privilegios. Con toda seguridad ya se había resarcido de todos los desagravios sufridos por aquellos comprimidos que había ingerido a lo largo de su vida.

    Todo esto, aparentemente banal, cobraba una gran importancia en aquel momento cuando Jacobo hacía un balance de cuanto la vida le había ofrecido, cuanto aún esperaba de ella, y cuanto, en aquel preciso momento, enriquecía su patrimonio espiritual.

    En aquel gran silencio que imponía la noche y en aquella soledad persistente y opresiva que invadía la ruta, a Jacobo, pensar en algo le venía bien. No importaba en qué, solo se trataba de agilizar su mente. Como verse sobrevivir a aquel rígido aislamiento, a aquella instantánea desconexión del mundo. Si bien, dentro de poco todo habría cambiado nada más llegar a su hogar, donde le esperaban los suyos.

    Entonces se trataba solo de atravesar la sierra, de sortear todos los peligros que encerraba la carretera. Conducir, aunque fuese por una ruta peligrosa, terminaba dando confianza al conductor que llegaba a verla como algo monótono y aburrido, así que había andado por ella cierto tiempo y esto era lo que Jacobo no quería. Aquella carretera requería toda la atención, como

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