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El destino del agua
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El destino del agua
Libro electrónico499 páginas7 horas

El destino del agua

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En la constelación de Piscis, las hijas del agua viven en la anarquía desde hace milenios y solo el regreso de su señora puede restablecer el orden. Una profecía revela que el universo se está desmoronando y solo una mujer puede desencadenar la salvación. Helena está convencida de que la elegida es Gota de Lluvia, su señora, y decide bajar a la Tierra a buscarla.
Cuatro seres de habilidades especiales se verán entrelazados por las hebras del destino. Tendrán que enfrentarse a criaturas misteriosas y de extraordinario poder para detener la segunda destrucción de la vida.
Realidad y fantasía se mezclan en una aventura donde nada es lo que parece. Descubre el destino del agua en esta apasionante novela.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2019
ISBN9788494955822
El destino del agua
Autor

Mikael C. L.

Mickael Cantalapiedra López (Donostia-San Sebastián, 1984). Licenciado en Humanidades (especialidad comunicación) por la Universidad de Deusto en San Sebastián. Tras su ópera prima El destino del agua (Ediciones Arcanas, 2018), trabaja en la segunda parte de la obra.

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    El destino del agua - Mikael C. L.

    Prólogo

    Un hombre camina por un pasillo oscuro. Sus pasos suenan decididos contra el suelo de mármol. A los lados, columnas dóricas limitan los caminos que dividen el edificio. Anda despacio, atraviesa la luz de un cinematógrafo que se proyecta en una pared amarillenta por el tiempo. En la imagen, miles de personas se amontonan en la calle de un pueblo; transportan una estatua de madera. La virgen va ornamentada con una capa y muchas flores. La muchedumbre se golpea, se aplasta, se empuja para tocarla.

    Continúa su camino con su clac y toma uno de los arcos románicos que encuentra a su izquierda. En la pared, otro proyector ilumina una escena diferente. Frente a un muro agrietado, varias decenas de personas se arrodillan y rezan. El calor parece sofocante. Unos ancianos se agachan y elevan sus oraciones. La persona que anda atraviesa el haz de luz, cortando por un momento las imágenes. Más allá, frente a él, otra pared flanquea su marcha. En una gran plaza, las personas caminan sin cesar. Sus atuendos coloridos alegran la vista. En la calle, sentado, un varón de melena y barba largas medita. Su cuerpo muestra los huesos marcados, sus arrugas sugieren más de cuarenta primaveras. Sus ropas sucias indican su estatus social.

    El hombre que recorre las galerías se detiene un segundo para examinar la imagen y sigue adelante. Pasa bajo otro arco y cruza un nuevo pasillo. Por un momento duda en su andar y mira a ambos lados. A la izquierda, unos niños ejercitan gestos una y otra vez; repiten sonidos que no se oyen. La película debe de ser antigua o estar en mal estado. El ruido se intercala. Mano a la cabeza y se vuelven a cuadrar. Uniformes de mayores en cuerpos pequeños. Esvásticas en blanco y negro.

    A la derecha, un teatro de sombras. Al modo oriental, los monigotes caminan de aquí para allá. Un hombre parece el centro de atención, aunque nadie lo puede mirar a la cara. Los demás muñecos se inclinan ante él y luchan entre ellos por mandato suyo. El sol se pone, el sol sale. Todo ocurre por mandato suyo. Se celebran festines en su honor, con pocos invitados. Se consumen deliciosos manjares.

    El camino sigue y sigue, pero no hay final en la galería. Imágenes a la izquierda y a la derecha. El hombre recorre las estancias. Parece que busca algo concreto.

    En una habitación blanca e impoluta un doctor con mascarilla efectúa algún tipo de operación. La imagen se ve nítida, sin ningún fallo. En la siguiente habitación la luz y lo reflejado son también bastante asépticos. Unos tubos, unos microscopios. Una mujer mezcla los contenidos de diferentes colores. Examina a su vez los resultados con el microscopio. En él, células que se mueven.

    Continúa y continúa. Las luces nunca terminan. Los arcos se abren a ambos lados. Al cruzar un portal, una bandera es izada sobre un mástil. La película muestra cómo llega a lo alto y ondea rápidamente, como si la cámara la grabara a doble velocidad. Un individuo mira el trozo de tela gozoso.

    Al fondo, una pared lisa aparece desnuda. Ninguna proyección la ilumina; solo la oscuridad. El hombre se acerca y la roza con la palma. Se enciende un foco tras él. Su silueta se recorta en negro dentro de un lienzo de luminiscencia blanca. El hombre sonríe. No hay ruido; no hay voces. Solo imágenes llenando las salas de ese gran edificio. Y el silencio.

    Libro de Enoc, apócrifo, Capítulo 21

    1. Después volví hasta donde todo era caótico;

    2. y allá vi algo horrible: no vi ni cielo en lo alto ni tierra firme fundamentada, sino un sitio informe y terrible.

    3. Vi allí cuatro estrellas del cielo encadenadas que parecían grandes montañas ardiendo como fuego.

    4. Entonces pregunté: «¿Por qué pecado están encadenadas y por qué motivo han sido arrojadas acá?».

    5. Uriel el Vigilante y el Santo que estaba conmigo y me guiaba, me dijo: «Enoc ¿por qué preguntas y te inquietas por la verdad?».

    6. Esta cantidad de estrellas de los cielos son las que han transgredido el mandamiento del Señor y han sido encadenadas aquí hasta que pasen diez mil años, el tiempo impuesto según sus pecados.

    7. Desde allí pasé a otro lugar más terrible que el anterior y vi algo horrible: había allá un gran fuego ardiendo y flameando y el lugar tenía grietas hasta el abismo, llenas de columnas descendentes de fuego, pero no pude ver ni sus dimensiones ni su magnitud ni haría conjeturas.

    8. Entonces dije: «¡Qué espantoso y terrible es mirar este lugar!».

    9. Contestándome, Uriel el Vigilante y el Santo, que estaba conmigo me dijo: «Enoc ¿por qué estás tan atemorizado y espantado?». Le respondí: «Es por este lugar terrible y por el espectáculo del sufrimiento…».

    10. Y él me dijo: «Este sitio es la prisión de los ángeles y aquí estarán prisioneros por siempre».

    Antes de todo, fueron los elementos. Los cuatro en el firmamento, los cuatro en las estrellas. Más allá, tomaron forma, cambiaron y se adaptaron. Y los seres formaron sus sociedades. Diferentes e iguales, Agua, Tierra, Fuego y Aire. Imagen humana, pero sentidos elementales.

    1

    La caída

    Caigo, me desplomo en el aire. Nunca había pensado que fuera así.

    Me siento pesada, casi como un yunque, y eso me pone muy nerviosa. En el agua era insustancial, ligera, me podía mover con total libertad. Pero ahora caigo. El peso de mi cuerpo me arrastra, tira con fuerza y no me permite nadar; ni subir, como solía hacer. Era como un torrente, nada me paraba. Ni siquiera mis hermanas lograban atraparme en aquellas carreras alrededor del cosmos.

    Caigo como nunca he caído antes y el miedo recorre mi ser como un escalofrío que sube hasta el cuello y, a partir de ahí, sigue subiendo hasta perderse. Ahora quiero ascender, pero ya no puedo y eso me da más pánico aún. Siento el aire en mi espalda —revuelve todo mi pelo, arremolinándolo en mi rostro— y veo el suelo, la tierra seca que adquiere diferentes matices según me acerco. Sé que no estoy en peligro, no moriré así, eso no es lo que más me asusta. Es lo que viene después lo que me aterra y me arrastra tanto como la gravedad de la Tierra. Las gotitas de agua recorren mi nueva piel, tersa y blanca. El aire las arrastra como a mí, pero en sentido inverso. Recorren mi cara, mis labios, mis senos y, finalmente, son lanzadas a este vacío al que me he arrojado sin pensar.

    Me siento tan confusa…

    ¿Por qué fui la única que se apiadó de nuestros hijos?

    Al principio, todo era agua y tierra, fuego y aire. Aún recordamos el comienzo con gran nostalgia y solemos embellecerlo sobremanera. En aquel entonces, nosotras guardábamos el equilibrio frente a nuestros hermanos de la llama. Pero el agua es cambiante. Cuando la vertemos en un recipiente, toma su forma, adapta sus características a las suyas. El agua no es estática. Si la intentas tocar, beber o acariciar, se amolda a la nueva situación. Ya no es lo mismo, es diferente.

    Ese fue el comienzo de todo. El agua se adaptó a su nuevo entorno, aquí, en la Tierra, y de ella surgió la vida en todo su esplendor. La situación nos tomó por sorpresa y decidimos examinarla cuidadosamente. La vida comenzó a evolucionar y a cambiar. Entendimos que era parte del agua, variable, y, por lo tanto, era parte de nosotras. Por eso comenzamos a divertirnos observando cómo esta planta marina azulada, que luego adquirió la forma de un pez, era en gran medida parecida a nosotras. Cada vez más, aquellos seres crecieron y se multiplicaron. Llenaron los océanos, ríos y mares para nuestro deleite. Entonces fue cuando empezó la disputa de los Cuatro.

    Los hijos de la llama, los hijos de la roca y los hijos del viento se enfadaron. ¿Qué estaba ocurriendo? Aquello no era parte del equilibrio que debíamos proteger. Las hijas de Gota de Lluvia intentamos explicárselo; el agua era cambiante y nosotras no podíamos detener nuestro elemento natal, ni sus fundamentos. Era como usurpar el combustible al fuego o la consistencia a la roca. ¿Qué podía hacer el huracán destructor sin el movimiento que le daba la fuerza?

    No les importó. Se trataba de una anomalía demasiado grave y, según el consejo, rompía la balanza a favor de nuestro elemento. Nuestra señora, Gota de Lluvia, se enojó a más no poder, pero nada pudo hacer frente a la decisión unánime de los tres que decidieron dar de nuevo forma al planeta. Mediante el calor del fuego deshicieron la roca; las erupciones modificaron su forma y el viento propagó la destrucción. Nada quedó a salvo. Sin embargo, nosotras lloramos durante días para volver a llenar los océanos y el mundo llamado Tierra fue recreado.

    No lo entendieron la primera vez, pero es que el agua cambia, siempre cambia, y por eso, la vida volvió a surgir. Lo guardamos en secreto todo el tiempo que pudimos y, esa vez, el cambio fue más rápido. No solo surgieron animales en el agua, también salieron de ella para vivir sobre la tierra y la roca de nuestros hermanos. Se adaptaron, conquistaron el medio aéreo con sistemas muy especiales y singulares. Y en esa ocasión, la disputa de los Cuatro fue diferente. Ya no éramos las únicas que teníamos el privilegio; y, aunque los hijos de la llama hicieron lo posible para acabar otra vez con la vida, el Consejo de los Cuatro no lo permitió.

    Así fue como, con el tiempo, apareció el hombre. Al verlo, el consejo se quedó maravillado. No solo caminaba por la tierra, o se componía de agua, sino que, además, consiguió volar. Ni siquiera los hijos de la llama se opusieron a estos nuevos seres, aquellos hacia los que me dirijo mientras caigo. Observaron que en su interior llevaban una gran pasión y eso les agradó infinitamente. Sobre todo cuando empezaron a utilizar el fuego en su beneficio.

    Nuestros hermanos y nosotras observábamos impávidos sus vidas desde el otro lado del universo. No actuábamos de ningún modo sobre la Tierra y prometimos a los cuatro sabios no hacerlo jamás. Pero el hombre también era agua y, por eso, la situación cambió. Aparecieron energías diferentes a las nuestras que no comprendíamos. Comenzaron a venerar dioses extraños a los elementos vitales; e incluso a un solo dios creador de todo.

    Las hijas de Gota de Lluvia nunca habíamos considerado de dónde proveníamos. Éramos hijas del agua de la vida y con eso nos bastaba; no sabíamos realmente cómo habíamos sido creadas. Nuestra señora quedó aprisionada con la idea de haber nacido de otro ser y, sentada en su trono, pensó en la creación. Permaneció sin decir nada durante cuarenta días. Comprendimos que no conocíamos la verdad del mundo, que solo éramos parte de él, y consideramos la posibilidad de que la vida y nosotras no hubiésemos nacido del mismo elemento.

    Las opiniones sobre el tema se multiplicaron entre todos los hermanos. Los tradicionalistas térreos pensaban que no había razón para discutir, solo era una idea humana sin sentido. Los áureos prefirieron no opinar de lo que, a su parecer, no tenía importancia y comenzaron con maquinaciones secretas para hacerse con los sueños humanos que, como ya me han advertido en más de una ocasión, son parte del aire que nos rodea. Los hijos de la llama empezaron a hablar de antiguos manuscritos de sus antepasados, sobre los que nunca nos habían hablado, que relataban sobre un dios que creó el fuego y dio vida al universo. A él se refirieron como Demiurgo, término utilizado por los seres humanos en más de una ocasión. Por lo tanto, afirmaron que el don del comienzo debería haber sido suyo.

    Nuestra señora, rabiosa por haber perdido tanto tiempo meditando sin que nuestros hermanos le ofrecieran la menor información, huyó de nuestra constelación para descubrir por sí misma aquel misterio. Así, nos quedamos solas en Piscis, observando qué sucedía con los humanos. Como sacerdotisas del agua, decidimos que eran nuestros hijos, del elemento que da la vida.

    Ya han pasado más de dos mil años desde que nuestra señora se fue. Las cuatro castas se han separado y las luchas entre ellas persisten. Los hijos de la roca consideran que nosotras no podemos votar en el Consejo de los Cuatro ya que Ella no se encuentra aquí. Los hijos de la llama siguen creyendo que ellos son los primeros de la creación, elegidos por Demiurgo, que luego creó a los demás, e imponen sus decisiones. Los obstinados áureos se enfrentaron a unas criaturas llamadas árcades que habitaban los sueños humanos. A causa de esta guerra, perdieron a muchos de los suyos y no consiguieron su propósito. Además, algunos nunca volvieron de aquellas tierras.

    Nosotras hemos seguido adaptándonos a los tiempos que corren, como hicimos antaño. Algunas consideramos que deberíamos buscar a Gota de Lluvia y volver al consejo. Otras, en cambio, se han hecho más hurañas y no confían en que esto pueda llegar a buen fin. Las luchas internas por el poder de la Señora no se han hecho esperar y Danae, señora de Cáncer, ha ocupado el trono.

    El dolor me ahoga. Sé que estoy llegando al punto en el que no hay retorno. Lágrimas saladas recorren mi cara y parece que suben por la fuerza del viento. Mi alma se ha partido al huir de casa y será difícil que se recupere en el lugar al que voy. Sin embargo, dejo que mi cuerpo mojado caiga y adquiera nuevas formas. Lo recorro con las manos y siento frío y calor al mismo tiempo; pero, sobre todo, noto la presión de la gravedad y de los sentimientos sobre mi ser. Dice Neala que fue el don que nos concedió la Señora antes de irse. Sentimos la amargura y el dolor de los que nos rodean. Esa joven me hace sonreír. No considero esto un don, sino una maldición impuesta quizás por Demiurgo.

    Estoy llegando. Lo sé porque siento la presencia de los humanos. Sus sentimientos son especialmente duros y amargos. Mi paladar se reseca y mis pensamientos se enturbian; dolor, pena, rabia, frustración…

    ¿Por qué fui la única que se apiadó de nuestros hijos?

    Todas sabemos que se está acabando. Todo se acaba y cambia. En la constelación de Escorpio, en Sargas, existen unas ruinas en medio del Lago de Cristal. Es una extensión llana y azulada, cubierta por agua. Pero en los polos se observan dos esferas relucientes. Al norte, brilla con luz rosácea y muestra un gran trono plateado. Al sur, es de color verde turquesa y revela un altar en el que solo se percibe un cáliz enorme lleno de agua negra. Desconocemos quién lo ha construido, pero sabemos que es un lugar de paz. El agua tiene el poder de mostrar qué ocurrirá, aunque solo nosotras sabemos hacerlo. Mejor que siga así porque el destino cambia y los demás hermanos no entienden lo que eso significa. Allí fue donde todas vimos qué iba a suceder: cuatro estrellas unidas en un mar de fuego y destrucción; cuatro esferas regidas por un destino mutuo. Pero solo si una de ellas, una mujer, comienza el rompecabezas, se podrá cumplir la profecía y los astros vencerán su atadura.

    Ante tal visión se convocó a todas las hijas de Gota de Lluvia. El Consejo de los Mares llevaba milenios sin celebrarse. La Señora siempre había sido la única capacitada de presidir el evento, pero en su ausencia, y muy astutamente, Danae de Cáncer usurpó su lugar. El revuelo en la sala fue inmenso. Las hermanas fieles a nuestra líder le pedimos que abandonara el trono, pero sus compañeras se interpusieron. El caos resultante provocó una disolución que, en mi opinión, solo se solucionará si Ella vuelve.

    ¿Por qué fui la única que se apiadó de nuestros hijos?

    Hemos visto los resquicios del futuro y sabemos que, si la profecía es cierta, alguna mujer debe desencadenar la salvación de la Tierra. Algo va a ocurrir. Las aguas se enturbian cuando les preguntamos qué sucederá. Pero esas cuatro estrellas, poderosas por sí solas —y más cuando están encadenadas—, pueden detener la segunda destrucción de la vida.

    Seguro que es Gota de Lluvia quien debe desatar todo. Era la más poderosa de nosotras y la temían por ello. Si está enfadada por haber descubierto la mentira en la que hemos vivido ya sé dónde ha ido a comprender la verdad: a la Tierra.

    Neala me quiere mucho. No quería que me fuera porque sabe que luego no podré volver, pero no me lo ha impedido. Fue con ella con quien descubrí la verdad. Tengo que buscar a la Señora para que arregle los problemas de los hermanos y salve al mundo. Si ella no desencadena la salvación, nadie lo hará. Tiene mucho poder y sabrá qué hacer.

    Caigo porque la única manera de llegar a vosotros, nuestros hijos, es cayendo. Mi esencia toma forma física y los sentimientos me ahogan, me asfixian. Mi forma sólida me ofrece nuevas sensaciones. Ya estoy llegando, pero no sé dónde buscar. Ha sido una locura venir sin saber siquiera si ella se encuentra aquí.

    Ya llego. Aunque, en realidad, me gustaría volver a casa.

    Siento la hierba bajo mis pies; es suave y fresca. Juego con los dedos y noto cómo las hojas se meten entre ellos. Estoy en un bosque, en la vieja Inglaterra. Aquí existe un lago muy especial en el que vive, desde hace mucho tiempo, una de nuestras hermanas. Ella conoce muy bien la zona y me ayudará a tomar el camino correcto. También cayó, expulsada por las hermanas, y ya no puede volver.

    La tierra seca del camino que recorro me resulta extraña. Al final está mi destino. Me acerco a la orilla. Mi sustancia primordial me llama. Hace tanto que no he disfrutado de ella que me arrastra casi tanto como la gravedad. Un pescador observa atónito mi cuerpo desnudo bajo la luna brillante. Se pone de pie en la barca e intenta dirigirse a mí, pero yo no tengo tiempo. Su cara expresa lascivia. No me gusta ese hombre.

    Me zambullo; ya no puede verme. Busco a Damae, pero ella no responde. Vuelvo a enviar ondas que la despierten de su estupor. No contesta.

    Empiezo a ponerme nerviosa. ¿Y si no está?

    Giro sobre mí misma porque las nuevas emociones que siento son demasiado abrumadoras. El torbellino desplaza el agua y, sobre la superficie, la barca se deja llevar por la fuerza que ejerzo. Vuelca. El pescador cae al líquido que controlo totalmente.

    Alguien me pide que pare desde lo más profundo del estanque. Yo, encolerizada por mis sentimientos enturbiados, lo intento. Pero no puedo… Quiero volver, quiero subir, aunque sé que es imposible, y por eso me enfado aún más. Una presencia me avisa y me frena. Siento una hermana tras de mí que me tranquiliza y me arrastra hacia abajo.

    El pescador casi se ha ahogado. Nada hasta llegar a la orilla, pero las frías aguas le han calado hasta los huesos.

    —¡Maldita sea! —oigo su voz; cada vez más lejana—. ¡Esto solo me puede pasar a mí!

    Saco mi cabeza formada de agua y lo espío. Se quita la ropa mojada y se marcha. Deduzco que va a su casa, tal vez no muy lejos del lago.

    —¿Por qué has venido, Helena? —me pregunta Damae con voz chillona. Se estira, su cuerpo acuático se dobla y vuelve a su forma natural—. Ya sabes lo que te ocurrirá ahora.

    —No podía hacer otra cosa.

    Me estoy intentando convencer a mí misma de ello, pero no lo consigo. Su cara expresa preocupación, aunque en sus ojos puedo ver que está feliz.

    Espera. Espera a que le diga algo; o más bien todo.

    —Mira, Damae, no tengo tiempo de contarte lo que ha sucedido en los mil años que llevas fuera —le digo con atisbos de enfado, aún acumulados en los matices de mi voz—. Dime lo que debo hacer para buscar a la Señora y me iré enseguida.

    —¡Conque era eso! —Sonríe—. Pero, ¿tú qué crees; que sé dónde se encuentra? —Una carcajada hace que vibre el agua y es acallada al instante. Las ondas resultantes se alejan hasta diluirse—. ¡Ilusas! Siempre fuisteis unas ilusas. ¿Sabes por qué no nos dejaban inmiscuirnos en la vida de la Tierra? Porque la querían para ellos. La Señora y los tres del consejo han viajado hasta aquí en más de una ocasión. Conoces la historia de los áureos, pero ¿sabes la de Prometeo? ¿O la de Piéter? Ellos han andado por estas tierras desde sus comienzos, haciendo de ellas lo que han querido. Y, ¿qué me dices de la Señora? Cada vez que bajaba aquí, los océanos se encolerizaban y ella se divertía con ello. Toda aquella desolación causada le encantaba. Pero claro, si alguno de sus hijos intentaba bajar, no le dejaban volver a subir, porque si no, se lo podría contar a los demás y chafar su pasatiempo. ¿Qué os ha dicho mi hermana Danae sobre mi bajada?

    Quiero contestar algo, pero sus palabras son como agujas que intentan escarbar en mi piel. Lo único que sale de mi boca son ruidos guturales, que se parecen más al zumbido de un insecto que a palabras humanas. Aquello la divierte y, girando sobre sí misma, me muestra que no ha olvidado nuestras costumbres.

    —Anda, pasa y cuéntamelo todo; que, si no, no podré ayudarte. —Me regala un guiño mientras me indica con la mano que la siga.

    En lo profundo del lago hay unas ruinas; ella se cuela por un resquicio. Por fuera no parecen demasiado grandes, pero, al internarnos por una cueva que aparece en uno de sus laterales, puedo divisar nuestra arquitectura en todo su esplendor. Diez columnas con figuras femeninas sujetan el techo cincelado en forma de bóveda. Sus capiteles de signos marinos me recuerdan a nuestra capital de Piscis, con el símbolo de los dos peces entrelazados. Varios viaductos nos conducen a la parte superior, donde una estancia nos ofrece una mesa y unas sillas para conversar apaciblemente.

    —Como puedes ver, me las he apañado bastante bien. Con los años, una aprende a apañárselas sola.

    Afirmo con la cabeza y le cuento lo que vimos en el lago de Cáncer, en el cáliz de cristal. Sus ojos verdes se dilatan como los de un gato a la luz de la luna y, durante mi relato, intenta no interrumpirme por miedo a perderse alguna palabra. Hablamos hasta el amanecer del día siguiente y, al final de mi historia, un gran pesimismo invade su cara; una lágrima aflora, resbala por un instante sobre su mejilla y se funde en el agua que nos rodea.

    —Yo no sé dónde se encuentra… —susurra tras varios segundos de vacilación—. Sé que hace miles de años unas inundaciones muy grandes, las que los hombres denominaron diluvio, asolaron el planeta, pero lleva mucho tiempo sin pasar algo parecido. Lo único que puedo hacer es mostrarte el mundo humano para que puedas buscarla sin mayores dificultades de las que ya entraña tu misión. Sabes que debo proteger mi lago, por lo que no podré acompañarte. Sin embargo, sé quién puede hacerlo.

    Con violencia, me arrastra por un hueco de la bóveda hacia la superficie. Su agilidad me impresiona a pesar de que no tengo demasiado que envidiarle. Después de tantos años en la Tierra, ¿cómo ha podido alcanzar tales habilidades acuáticas?

    Aún me encuentro asimilando las declaraciones que me ha confiado. Mientras, recuerdo las palabras de Danae. Nos ha advertido que su hermana, repudiada por nuestra gente, huyó a la Tierra para escapar de nuestras represalias. Se supone que ha intentado robar el tridente de la Señora, a fin de proclamarse reina. Es irónico… Lo que hizo huir a Damae, lo ha repetido Danae de Cáncer. Con sus argucias políticas y ante la ausencia de Gota de Lluvia, tomó el tridente y se autoproclamó señora de Piscis, nuestra capital. Tengo miedo de preguntar qué es lo que realmente pasó para que desertara, pero quizás no tenga otra oportunidad de hacerlo.

    Mientras me arrastra intento hacer que se detenga. Recuerdo que le encantaba jugar y creo que por eso no para. Se ríe y me lleva hasta la orilla. Nos acercamos con nuestra forma física a una casa de madera, rodeada por un pequeño sendero empedrado.

    —Antes de hablar con el pescador tendremos que conseguir algo de ropa —me indica, y roba sin vergüenza unas cuantas prendas que hay tendidas en unas cuerdas. Deben de pertenecer a la mujer del hombre que vive en esa casa.

    —¿No será el pescador de anoche? El de la cara lasciva… Me hizo sentir mal al mirarme así. Prefiero no verle.

    —Debes entender que ibas desnuda. Aquí no es tan normal como en Piscis. Aquí hay que taparse siempre que puedas. Excepto… —Su cara se ruboriza y calla.

    —¿Excepto…? —pregunto curiosa.

    —Nada que debas saber todavía —responde entre risas.

    Me coloca varias ropas sobre el cuerpo y nos dirigimos a la puerta. La golpea haciendo un leve sonido con los nudillos, pero el trozo de madera retumba como si fuera de papel. Abre una anciana, nos mira fijamente y hace una reverencia ante Damae. Después nos invita a pasar.

    —Es la Dama, es la Dama —dice con una vocecilla rota.

    Llama en su idioma a los habitantes de la casa. En el mismo instante que vocaliza, comprendo sus palabras. El agua se adapta con rapidez a todo, al fin y al cabo. El hombre de la noche anterior aparece de pronto, pero ya no tiene la expresión lasciva. Veo que también es bastante mayor, aunque no tanto como la persona que nos ha abierto la puerta.

    Con actitud de superioridad, Damae deja de comportarse como una niña juguetona y habla con voz de mujer. Les pide un favor, al cual acceden antes de que se lo cuente. Tan solo deben acompañarme al pueblo más cercano y contarme cómo es un día para ellos, sus costumbres y todo lo que hacen. Después, se levanta con gracilidad y se dirige a la salida. Antes de que diga nada, la mujercilla se acerca y le abre la puerta en medio de varias reverencias de despedida.

    —Recuerda, no te debía nada —me advierte Damae con rostro severo antes de marcharse.

    Siento un escalofrío al comprender sus sentimientos contradictorios hacia mí: amor y dolor.

    Al cerrar, ambos me observan como si esperaran que pasase algo. Callan; aguardan a que hable primero.

    —Soy una de las hermanas de Damae —les explico, pero continúan sin mediar palabra. Esperan, como si necesitaran mi permiso para hablar—. ¿Cuándo nos dirigiremos al pueblo más cercano?

    Al parecer mi pregunta les da la autorización que buscaban.

    —Dentro de unas horas llegará nuestro hijo Frederick; está cortando leña en el bosque —contesta la anciana—. Pero, siéntese por favor. —Señala un taburete cercano a una mesa grande de madera.

    Sujeto la prenda robada y me siento mientras tiro de ella para tapar mi cuerpo todo lo que puedo. El pescador está más tranquilo que anoche. Se dirige al frigorífico; coge queso, pan y una botella de vino que coloca sobre la mesa.

    —¿Quiere comer algo? Está muy bueno. ¡Hecho con mis propias manos!

    Mientras me explica la fabricación del queso y el pan, me fijo en ellas. Arrugadas y callosas, pero fuertes. No aparenta ser mayor que la mujer; sin embargo, en sus palmas veo décadas de trabajo duro. Sí, es mayor que ella; unos diez años. Las marcas agrietan su piel como torrentes de agua que surcan la roca.

    —Déjala en paz, John —le regaña su esposa—. ¿No ves que no le interesa lo que le estás contando?

    —Chorradas. Chorradas de vieja gruñona que no sabe hacer otra cosa que molestar. ¿No has oído a la Dama? «Contadle todo lo que hacéis y cuál es vuestra vida diaria». ¿O no? Pues eso es lo que hago yo cada día; ordeñar la vaca, cuidar la huerta… ¿Has visto los tomates de mi huerta? —vuelve a dirigirse a mí—. Son enormes y están buenísimos. Están tan cerca del lago que creo que saben a pescado. Ven; ven y pruébalos.

    Me toma del brazo con sus manos ásperas y calientes. Mi piel blanquecina se enrojece al tacto, pero no tira de mí. Me ayuda a levantarme de mi asiento y me acompaña, galante, hasta la puerta. ¡Qué diferente es del hombre que vi anoche en el lago!

    —Mis tomates tienen sabor a sardinas en vinagre… Mis tomates son grandes y hermosos… Ñañaña, ñañaña, ñañaña… —murmura su esposa en tono jocoso mientras nos alejamos.

    En mi cara comienza a dibujarse una sonrisa y se me escapa una carcajada que suena hueca en la gélida mañana, pero John sigue a lo suyo, no oye a su mujer. Está orgulloso de sus tomates.

    Pasamos la mañana de aquí para allá. De su huerta me lleva al embarcadero para enseñarme sus útiles de pesca y a un cobertizo cercano, donde una vaca enorme toma cobijo. Veo los retazos de su vida resumidos en varias horas.

    —¡Uf, niña! Estoy agotado y todavía no hemos comido nada. Vamos, vamos, que hoy vas a poder probar lo más sabroso de aquí a York: el estofado de Mary Rose —asegura.

    La mujer de aspecto cansado me sonríe cuando volvemos a la casa.

    —¿Qué, ya te has aburrido de él? —pregunta, sin importarle lo más mínimo que esté delante.

    Creo que la señora no ve muy bien. Coge unos anteojos que hay sobre la mesa y, al colocárselos, me examina de arriba abajo mirando por encima de ellos. Cuando sonríe, los años vuelan de su cara arrugada como gorriones que han anidado a la vez en un mismo árbol y recupera la belleza que tuvo hace algún tiempo. Después, la sonrisa se apaga y los pájaros vuelven a su morada.

    Como si hubiera leído en mis ojos lo que estaba pensando, me dice:

    —¿Sabes? —Se gira en dirección a la cocina—. Con tu edad también era hermosa y esbelta. Pero si tuvieras que aguantar cuarenta años a un marido como este y un hijo que tiene el estómago como un pozo sin fondo, tú también envejecerías.

    Se acerca a una vasija de metal que tiene en el fuego. Expele un aroma de verduras cocidas que se arremolina en mi estómago y hace que suene. Qué extraño, nunca antes he sentido hambre; el agua no necesita alimentarse.

    John se ríe y me invita a sentarme. La vida de la mujer me parece demasiado monótona, nunca se divierte. Me comenta que todos los días los dedica a ordenar y limpiar esta casa de campo, aunque en invierno viven en la ciudad. Siempre prepara tres comidas, algo que me sorprende bastante. Su único divertimento es coser y, de vez en cuando, ir al pueblo más cercano a bailar.

    —¿Tantas veces tenemos que comer? —Dudo inevitablemente.

    —Sí —contesta ella con cara de asombro. Veo la curiosidad en su rostro.

    —Yo antes no tenía que comer… tanto —le explico para huir de esos ojos que me atosigan.

    Ella continúa dubitativa.

    Al mediodía la comida está preparada y el hijo de Mary ha vuelto de cortar leña. Es un hombre pelirrojo, de unos veinticinco años, con pelo en el mentón. Se parece a su padre. Su cara, aún tersa, expresa el cansancio de un día duro. El sudor cae por su mejilla y, disculpándose por su imagen, me da dos besos. Sus padres le cuentan que soy la hermana de la Dama del Lago, pero él no se lo cree.

    —Mamá, ya te he dicho muchas veces que esa señora no es la Dama del Lago. Solo es la dueña del castillo de la colina, a la que le gusta mucho nadar en el lago. Su nombre es Damae.

    Mary Rose se hace la sorda y continúa revolviendo la comida. Frederick sube a darse un baño, pero antes me pide perdón por el comportamiento de su madre y me comenta cosas horribles sobre su senilidad.

    Mientras comemos, Fred me explica que Damae fue un antiguo amor que tuvo, pero a causa de la independencia de mi hermana, no llegó a buen puerto.

    —Es demasiado niña, ¿verdad? Siempre jugando y riendo… —Me mira esperando una contestación.

    —Sí, todas pensábamos eso mismo de ella —afirmo con sinceridad.

    —¿Cómo que todas? —pregunta con suspicacia.

    —Todas sus hermanas, claro.

    Mary Rose pega un codazo a su hijo para hacerle ver lo extraño de mis palabras.

    —Ah, y ¿cuántas hermanas sois, pues? —curiosea la señora.

    —Ahora menos que antes por los problemas internos de la orden —contesto con un tono de preocupación insondable.

    —No lo entiendes, mamá. Es una de las hermanas de su hermandad —explica Fred—. Damae ya me ha comentado que en la universidad formó parte de una fraternidad llamada Las hijas de la Gota de Agua o algo así.

    —De Lluvia —puntualizo.

    —Sí, eso es, Gota de Lluvia.

    Mary no queda muy convencida, pero prefiere callar. Comprendo que no podemos exponer nuestra verdadera identidad a los seres humanos, pero a veces olvido el juramento. «Nunca te descubrirás ante un mortal, so pena de que todas las hermanas se esfumen en el fin de los días.» Está escrito en Piscis, en el templo de la Señora, y eternamente escrito permanecerá en nuestro interior, porque ese es nuestro destino; nuestro legado.

    Fred promete llevarme al pueblo al día siguiente, en un objeto metálico al que denominan coche. Su forma me recuerda a los escarabajos, pero en su interior nos podemos acomodar.

    Esta noche dormiré en una habitación especialmente preparada para mí, pero antes, al anochecer, salgo de la casa sin hacer apenas ruido. Me dirijo al lago y, tras quitarme las ropas que me ha prestado Mary, me zambullo. Siento el vigor que solo el agua me ofrece; me llena de vida. Me fundo con ella y nado a través de las ruinas que Damae ha modelado. Mediante varios movimientos, le hago saber que estoy allí. Al poco aparece juguetona y gira alrededor de mí.

    —¿Qué es eso de que tuviste una historia de amor con un humano? —le pregunto intrigada.

    Sonríe, da un par de vueltas más.

    —¿Con cuál de ellos?

    —Fred me ha dicho que tuviste una relación con él, que finalmente rompisteis.

    —Ah, sí claro, Fred… Fue la última relación que he tenido con un hombre.

    —¿Cuántos romances has tenido?

    —Cientos; varios cientos diría yo. El tiempo que llevo aquí me ha servido para conocer a mucha gente.

    —Pero, los celestes no podemos enamorarnos de los humanos. Ya conoces el juramento.

    De repente para de girar. Su cara se torna seria y el agua se enturbia a su alrededor.

    —Yo nunca he roto el juramento —su voz rezuma ira—, aunque lo podría haber hecho si es lo que quieres saber. Me echasteis de mi casa, a un lugar inhóspito… ¿Qué creíais? ¿Que iba a mantener nuestras costumbres? No, busqué consuelo en los brazos que me lo dieron. Nunca supieron de dónde venía. A veces me hacía pasar por humana y otras por un hada del río. Entre sus leyendas existen seres acuáticos extraños y no me costó hacerles creer que era uno de ellos.  Además, desde que adquirí el castillo que se encuentra detrás de la loma, nadie sospecha nada de mí.

    Sus ojos translúcidos se oscurecen al hablar y un brillo extraño surge en sus pupilas cuando recuerda lo sucedido. Muchos años han transcurrido desde que bajó; muchas historias que no hay tiempo para

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