Fábula Cero
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Casi todos los dioses del Universo han caído; sólo quedan dos. La batalla final será entre Arcadia y el Arconte, en un planeta desolado. Viejas y nuevas narrativas se entrelazan en este cuento, premiado en 2007 en el certamen "La Revelación", de Ediciones Evohé.
Sebastián Lalaurette
Escritor y periodista argentino. Autor de libros infantiles y de notas de parrilla. Ganador de premios literarios en la Argentina y en España. Neurótico, patadura, lobo con piel de durazno. Escribo de noche.
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Fábula Cero - Sebastián Lalaurette
Fábula Cero
Sebastián Lalaurette
* * *
© 2016, Sebastián Lalaurette
Primera edición en Smashwords
Enero de 2017
Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida por ningún medio,
salvo bajo autorización expresa por escrito del autor.
Todos los personajes son ficticios y su eventual semejanza con personas reales,
vivas o muertas, es puramente coincidental.
FÁBULA CERO
Desde la cima de la montaña la vi flotar hacia mí. Su forma ascendía lenta pero continuamente, mientras la tarde se hundía en fulgores dorados. Iba envuelta en una especie de manto inmaterial, hecho de reflejos, y su vuelo tenía una belleza morosa, de saeta perdida. Ejecutaba una danza que parecía planificada desde el principio de los tiempos; el mundo, en tanto, el mundo entero, parecía esfumarse junto con la claridad del día.
Arcadia.
Su figura contrastaba con la planicie polvorienta que se extendía en todas direcciones. La montaña donde yo la esperaba era cien veces más alta que cualquiera de las colinas desperdigadas por todo el paisaje, que no presentaba ningún signo de vida. Había algunas nubes casi transparentes y, bajo ellas, violentas descargas eléctricas azotaban la tierra. Pero el agua, o todo lo que la recordara, parecía haber desaparecido de aquella región del planeta.
Ahora ella estaba descendiendo sobre la cima de la montaña, junto a la roca que me servía de asiento. Esta roca estaba apoyada sobre una superficie plana de las dimensiones justas para que yo pudiera estirar las piernas y quedara un espacio libre. En ese espacio se posó Arcadia.
¿Qué tenía puesto? No podía distinguir si llevaba realmente algún vestido. Lo que ocultaba su cuerpo eran reflejos y reflejos de reflejos: torbellinos de colores cambiantes, pisándose unos a otros, girando, sucediéndose a toda velocidad. Pero si uno no miraba directamente su atuendo el flujo tenía lugar con una cadencia armoniosa, con lentitud, casi con deleite. La rapidez del ciclo les daba a los reflejos una cualidad brumosa.
–Viniste, Arconte –dijo.
–Yo nunca falto a las citas, ni a mil años de haberlas fijado, y ni aunque signifique privarme de gratas compañías para contemplar el horrible rostro de la muerte –contesté con alguna impresión de discurso antinatural.
Sonrió. Mentiría si dijera que nada en mí pareció estremecerse con aquella sonrisa.
–Sin embargo, vas a tener que admitir que la máscara es hermosa.
Lo