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Primavera en el campo
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Libro electrónico239 páginas3 horas

Primavera en el campo

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Información de este libro electrónico

Primavera en el campo consta de varias historias breves basadas en la vida del autor durante su infancia y juventud en la Rusia de los años 60, 70 y 80, con relatos sobre sus años en el servicio militar y sus viajes de trabajo por todo el país, entre otros. Leo Egerev comparte con el lector una miríada de vivencias divertidas, extravagantes y muy humanas, donde nos da a conocer las personas que enriquecieron su vida y el recuerdo de aquellos que le animaron a escribir este libro.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento25 mar 2021
ISBN9781071594506
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    Primavera en el campo - Leo Egerev

    Primavera en el campo

    De Leo Egerev

    Al autor le gustaría expresar su más sincera gratitud a Alex Egerev, Savita Egerev, Lisa Goldenberg y Alexi Soma, por su valiosa contribución editorial a su obra.

    Copyright© 2012 Leo Egerev. Todos los derechos quedan reservados.

    ÍNDICE

    Parte I - El mar 6

    Una tarde de verano con los cineastas. 7

    La arena blanca del desierto 10

    Un cuento de hadas 13

    El barco pesquero 17

    Parte II - Tierra y lago 22

    El cine 23

    La lección de esquí 27

    Amigos de verdad 31

    Primavera en el campo 35

    Pescando lucio 39

    Setas y frutos del bosque 44

    El tejado 47

    Amor perruno 50

    La historia del estiércol 55

    El OVNI 58

    Un grado de cocina 

    Parte III - Gente uniformada 73

    Documentos 73

    Pushkin 76

    Un soldado 78

    Parte IV - La ciudad 81

    Las manoplas 81

    Corre más rápido 83

    Esperando al autobús 104

    Honestidad 106

    Una oportunidad 109

    Parte V - El desierto y la nieve 112

    Una parada en Kirguistán 113

    Un baño en la estación de bombeo 118

    En Tayikistán 123

    Sopa en casa de mi madre 134

    Dos estufas 137

    Cómo comprar un coche 141

    Capítulo I 141

    Capítulo II 150

    Capítulo III 154

    Capítulo IV 159

    Sankovsky 166

    Puertas abiertas 168

    Parte VI - Construcción 178

    Celebración de Año Nuevo 179

    Vecinos 184

    De boda 192

    Parte VII - Un continente diferente 198

    Comida rápida 198

    Un viaje al extranjero 202

    El festín durante la peste 206

    Navidad en Rhode Island 210

    A mi familia

    Hace poco nos mudamos a otra casa. Desembalando nuestras cosas, encontramos un viejo álbum de fotos que había tomado en Rusia entre los años 60 y 90. Entusiasmados, mi mujer Savita y mi hijo Alex empezaron a hacerme preguntas sobre todas las fotografías.

    –Ya sabéis –dije–, en cada fotografía hay una historia y necesitaría tiempo para contarlas todas, sobre todo si queréis conocer la historia completa y el significado de cada una de ellas.

    Savita me contestó:

    –Para firmar cheques y pagar facturas no tenemos tiempo, pero para historias... para eso sí que podemos hacer hueco. Queremos oírlas, pero quizás más tarde, cuando tengamos un poco más de tiempo.

    –Mira papá –me dijo Alex–, si escribes tus historias, a lo mejor podríamos leerlas a nuestro ritmo, y si no nos gustasen, podemos saltarnos esas páginas, así te ahorramos tiempo y no herimos tus sentimientos, ¿qué te parece?

    –Tienes razón –dije–, pero una cosa: como no vas a poder hacerme preguntas cuando lo estés leyendo, escribiré todo lo que crea necesario, ¿vale? De modo que algunas historias estarán incompletas, lo que significa que si te interesa oír lo que pasa al final, tendrás que venir a mí para que te cuente el resto.

    Parte I - El mar

    Durante mi niñez en Rusia, a finales de los años 60, me encantaba pasar las vacaciones de verano en el Mar Negro junto a mi madre, que solía ir por trabajo. En aquel entonces, yo disfrutaba de veranos largos, pues, como el resto de colegiales, era libre como un pájaro desde mayo hasta septiembre.

    Mi madre se había convertido en una maquilladora famosa en Rusia. Trabajaba en el Teatro Vakhtangov de la calle Arbat, en el centro de Moscú, a solo dos manzanas de donde vivíamos. No mucho después, recibió una oferta de trabajo en el recién construido estudio Ostankino, el mayor estudio de televisión de toda Rusia en aquellos tiempos, donde grababan largometrajes, series y películas para televisión. Naturalmente, aprovechó la oportunidad y estuvo trabajando allí durante varias décadas.

    Uno de aquellos veranos de finales de los años 60, trabajó con un director de cine que recibía ayudas del gobierno para grabar películas de propaganda que resaltaban «los valores fundamentales de la sociedad comunista». Que el director y su equipo pensasen que las películas salían mejor cuando se grababan en verano, en algún lugar fresco junto a la costa, no era una simple casualidad. Obviamente, era una escapada genial para el equipo y sus familias, además, todos recibían alojamiento gratuito. Y así, por pura suerte, fue como tuve la oportunidad de pasar los veranos de mi infancia disfrutando del sol junto al Mar Negro.

    Una tarde de verano con los cineastas.

    El verano que cumplí cuatro años, mi madre y el resto del equipo estuvieron rodando una película en el pintoresco entorno del Mar Negro. Me encantaba pasar el tiempo en el set de rodaje, viendo el hermoso trabajo de mi madre como maquilladora, y ella adoraba tenerme allí y escapar de la ciudad durante el verano. Solían rodar durante el día y, al terminar, algunos miembros del equipo se iban al bar a beber vino de los viñedos de la zona, pero mi madre siempre tenía que trabajar horas extras preparando cosas para el día siguiente.

    Una vez, le pregunté si podía ir al bar con los chicos y, después de que un cámara accediese a vigilarme, mi madre me dejó ir. Sin embargo, de camino al bar, mi niñero iba pensando en cómo podría beber con sus amigos y cuidar de mí al mismo tiempo sin meterse en líos. Cuando llegamos, para que no me perdiese, se le ocurrió que podría atar mi pierna a la suya con un trozo de cuerda, a modo de correa. Todos empezaron a beber y reír, y durante un rato estuvo bien.

    Yo jugaba en el suelo mientras que los chicos se divertían bebiendo cerveza. Uno por uno, empezaron a emborracharse. Yo seguía jugando tranquilamente, sin darme cuenta de que mi vida estaba a punto de correr peligro.

    Unas horas más tarde, empecé a aburrirme y le recordé a mi niñero que era hora de llevarme a casa, pero, al igual que el resto del equipo, este estaba completamente borracho y era incapaz de mantenerse en pie. Todos empezaron a tener acaloradas discusiones, maceradas en alcohol, sobre cómo me llevarían de vuelta a casa de una sola pieza, aunque ni ellos mismos eran capaces de llegar a sus propias casas. Me preguntaron si conocía el camino de vuelta, pero, al ser la primera vez que iba al bar, no conseguía recordarlo. Entonces, intentaron darme indicaciones, pero entre la borrachera que tenían y lo pequeño que yo era, no conseguía descifrar lo que estaban diciendo.

    Tras unas pocas cervezas, a los chicos se les ocurrió lo que ellos consideraron una solución apropiada: le dijeron a mi niñero que se pusiera a cuatro patas y me llevara en su espalda, como si fuese un caballo. Entonces, me ataron a él con una cuerda y sus cinturones, como si tuviera los pies en los estribos de una montura. Mi niñero se tambaleaba sin equilibrio, ni siquiera gateando conseguía mantenerse estable. Los chicos me dijeron que siguiera hablando y dándole indicaciones para que no se durmiese. Y así, con las bendiciones de los borrachos del bar, nos pusimos en camino.

    Teníamos que cruzar todo el pueblo y subir unos doscientos escalones y más allá por la montaña. Empezó a oscurecer, y cuanto más tarde se hacía, menos gente había en la calle. Quien nos veía, reía y nos preguntaba qué clase de juego era aquel, no entendían que estábamos en una situación bastante grave. Yo le daba indicaciones, pero mi niñero no veía bien, y ni hablar de que entendiese algo. Estaba demasiado borracho, y la cosa solo iba a empeorar. Nos movíamos lentamente y al no conocer la dirección ni ser lo suficientemente mayor como para leer los nombres de las calles, nos perdimos de forma inevitable. Ya sea por pura suerte, o porque había pasado el suficiente tiempo, conseguimos cruzar el pueblo y llegar a la escalera en la ladera de la montaña.

    Más tarde, me enteré de que, al terminar de trabajar, mi madre había pasado por el bar para recogerme. Ni que decir tiene que no me encontró... ni a mí ni a mi niñero. El resto del equipo seguía allí, pero estaban demasiado borrachos como para entender las preguntas de mi madre. Finalmente, el borracho más sobrio del grupo comprendió quién era y vocalizó una palabra:

    –Casa.

    Mi madre se fue del bar y se dirigió a casa confiadamente, suponiendo que nos encontraría allí, o al menos nos vería por el camino. Por supuesto, en aquel momento, mi niñero y yo seguíamos dando vueltas por las calles del pueblo, intentando encontrar el camino de vuelta.

    Cuando mi madre llegó a la casa, estuvo a punto de llamar a la policía, pero decidió echar un vistazo primero, para ver si nos encontraba. Bajó por la ladera y nos encontró dormidos en uno de los escalones; uno tan empinado que mi niñero no había sido capaz de subirlo. Nos habíamos quedado allí dormidos, conmigo aún atado a su espalda.

    Me desperté y vi a mi madre intentando desatar las cuerdas y cinturones que nos sujetaban el uno al otro. Entonces, me llevó a casa, tras lo cual volvió para hacer lo mismo con mi niñero. El sol ya había empezado a salir, y mi madre caminaba agotada por el pueblo, subiendo los doscientos escalones de vuelta a casa. Era el amanecer de un nuevo día...

    La arena blanca del desierto

    –A veces la arena se calienta tanto, que puedes freír huevos en ella –me dijo Spartak.

    Era uno de los protagonistas de la película que estaban rodando en las arenosas colinas junto al Mar Negro. Aunque era un equipo de rodaje diferente, esta vez, mi madre no iba a dejar que me quedase solo ni por un segundo, por lo que tenía que seguirla a todas partes y pasar el día viendo trabajar al equipo.

    –Quiero ser actor como tú –le dije a Spartak.

    –¿Por qué? –me preguntó –. Nuestro trabajo es difícil y, a veces, incluso peligroso, y ni que decir tiene que el salario no es muy bueno. Creo que me iría mejor si fuese cocinero. Me gusta cocinar.

    –Pero eres famoso, y le gustas a todo el mundo –dije.

    –Bueno, solo hasta cierto punto... Me tengo que ir, tengo que esconderme en la arena –contestó.

    Con suma curiosidad, observé cómo grababan la siguiente escena. Varias personas cavaron un hoyo en la arena y Spartak se metió dentro. Entonces, le cubrieron con arena, dejando solo la cabeza fuera. Me acerqué a él y le toqué la cabeza rapada.

    –Ves –me dijo –, esto es lo que tengo que hacer para escapar de la fama, ocultarme en la arena. Aunque... ahora que estoy aquí, ¡estoy deseando salir! La arena está muy caliente en la superficie, pero debajo está fría.

    Me acerqué a mi madre.

    –¿Por qué tiene que esconderse en la arena? –le pregunté.

    –Es una escena para la película –me contestó –. Era una costumbre del desierto; enterrar a los prisioneros de forma vertical en la arena, dejando solo sus cabezas al aire. Garantiza una muerte lenta y dolorosa.

    –¡Acción! –Escuché la voz del director gritando mientras veía cómo grababan la escena.

    De repente, un viento huracanado empezó a soplar, llenándolo todo de arena. El equipo corrió a sus caravanas, llevándose cámaras y demás con ellos. Todo el mundo gritaba, presa del pánico y el caos. El viento comenzó a soplar cada vez más fuerte, hasta que la arena que flotaba en el aire oscureció el cielo como si hubiese anochecido.

    En cuestión de minutos, todo el mundo estaba en sus caravanas.

    –¿Dónde está Spartak? –preguntó alguien.

    –¡Oh no! Probablemente siga en la arena. No puede salir solo.

    Todo el mundo salió corriendo. El viento paró de repente, y el cielo era claro de nuevo, pero había arena por todas partes. El paisaje había cambiado de tal modo, que no éramos capaces de reconocer el set de rodaje y no encontraban la cabeza de Spartak por ningún lado.

    –La arena debe de haberlo cubierto. Caminemos con cuidado por la zona, quizás podamos oír su voz.

    Todos se pusieron de rodillas y comenzaron a llamarle:

    –¡Spartak! –mientras se movían a gatas.

    –No podemos oírle. Deberíamos volver sobre nuestros pasos hacia donde empezamos –dijo el director.

    De repente, uno de los cámaras empezó a cavar de forma frenética mientras gritaba:

    –¡Puedo oírle!

    En aquel momento, todos vimos la cabeza rapada de Spartak saliendo de la arena.

    Estaba vivo, pero tenía arena por todos lados, dentro de los oídos, la boca y los ojos. Como su cabeza era lo único que sobresalía, el equipo le lavó los oídos y la boca primero, tras lo cual, comenzaron a echarle agua en los ojos.

    –Por favor, no me toquéis los ojos, la arena me está haciendo demasiado daño –dijo Spartak.

    –Te vamos a llevar al hospital –dijo el director.

    Mientras empezaban a sacar a Spartak del hoyo, este lloraba:

    –Por favor, ayudadme ahora, no voy a ser capaz de esperar más tiempo, ¡me duelen demasiado!

    –Solo hay un modo de ayudarle –dijo un miembro del equipo que decía tener experiencia médica–. Alguien tiene que intentar lamer la arena de sus ojos.

    –¡No! No quiero –exclamó Spartak–. Pero me duele muchísimo... solo se lo permitiré a Tamara.

    De este modo, mi madre se recostó junto a él y comenzó a limpiarle los ojos que, en solo 5 minutos, estuvieron libres de arena.

    –Ahora me siento mucho mejor, por favor sacadme del hoyo para que pueda mover mis brazos un poco –dijo Spartak.

    –Un momento –dijo el director–. Se le ve tan cansado y muerto... ¡Es exactamente lo que necesito para la escena!... ¡Acción!

    Me acerqué a Spartak y le toqué la parte superior de su brillante calva, que seguía sobresaliendo de la arena.

    –¿Sigues queriendo ser actor, pequeño? –me preguntó con una voz débil.

    Un cuento de hadas

    Las olas del mar trajeron un barco pesquero a la costa, en el pequeño pueblo donde mi madre estaba trabajando en una película. En aquel entonces, yo tenía cinco años y me senté a observarlo desde la ladera de la colina.

    –Hoy la pesca no ha sido mala –dijo uno de los pescadores, que era el hijo de nuestra casera.

    Entonces, empezó a subir la colina hacia su casa. Yo corrí hacia él y este me sonrió y me subió a sus hombros.

    –Tienes suerte de ser joven –me dijo.

    –¿Por qué? –pregunté.

    –Porque tú serás testigo de un futuro prometedor en el que cada día será una fiesta. Nosotros, los mayores, estamos trabajando duro para hacerlo posible.

    Al pescador le gustaba beber, soñar y hablar sobre lo bonita que sería la vida en el futuro. Cada vez que iba de pesca, volvía bebiendo algo de camino a casa y me decía:

    –Probablemente no viva para ver el día en que la vida, a este lado del mundo, sea placentera, más segura y fácil. Estoy seguro de que cuando crezcas, verás una fiesta, como un cuento de hadas hermoso.

    Llegamos a casa desde la costa. El perro del pescador nos recibió en la puerta, saltando y ladrando con alegría.

    –Necesito alimentar a las gallinas y otros animales –me dijo.

    Mientras preparaba la comida y la llevaba al jardín trasero, yo le seguía.

    –Este fin de semana tengo que arreglar el tejado –me dijo–. Cuando crezcas, todo será felicidad, como en la niñez. Vivirán en casas encantadoras, visitarán cafeterías y tiendas hermosas...

    –¿Cómo sabes todo esto? –pregunté.

    –Allí, en la distancia –dijo señalando a las montañas–, hay ciudades futurísticas con increíbles comodidades. Todas fueron creadas por diseñadores, arquitectos e ingenieros. Tú verás ciudades iguales o mejores aquí, en esta tierra.

    –Cuéntame más sobre esas ciudades –le dije mientras jugaba con su perro, que seguramente, estaba harto de mí, sobre todo porque lo vestía con mi ropa y le hacía pasear en sus patas traseras.

    El pescador dijo:

    –Esas ciudades futurísticas tienen normas estrictas, y tienes que pagar por vivir allí, pero todo está bien organizado. A sus habitantes les gusta tanto, que no les importa cuánto cueste mantener su estilo de vida.

    El sol estaba empezando a ponerse y el pescador entró a la casa. Miré hacia las montañas pensando en las ciudades y el «ambiente de

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