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Huesos Del Río
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Libro electrónico415 páginas5 horas

Huesos Del Río

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Información de este libro electrónico

Al volver a su ciudad natal para comenzar una nueva vida, Sara Mason se entera que hay un asesino serial aterrorizando la zona. A pesar de luchar contra el recuerdo de la muerte de su hermana y de sus padres alcohólicos, Sara está decidida a hacer las paces con su pasado.

Sin embargo, Sara descubre que el psicópata suelto la tiene en la mira. Su intento de recostruir su vida se ve también obstaculizado cuando descubren restos humanos en su propiedad. Mientras la investigación estudia diversos sospechosos, Sara descubre pruebas vitales y valientemente se ofrece como voluntaria para un operativo del Departamento del sheriff.

El destino de Sara la trajo nuevamente a casa, pero, ¿será su decisión lo que la lleve por un camino peligroso y directo hacia el psicópata?

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento2 jun 2020
ISBN9781071545324
Huesos Del Río

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    Huesos Del Río - Mary Deal

    Agradecimientos

    Muchas gracias a mis amigos del Delta de toda la vida...

    Jim y Glenda Faye Emerson, de Courtland, California.

    Donna y Bob Nunes, de Rio Vista, California.

    Cuyo punto de vista fue invaluable cuando rememorábamos nuestros días en la ribera del río.

    Foto de la autora provista por Faces Studio and Salon, en Honolulu, Hawái.

    Capítulo 1

    En la pantalla, las letras carmín cubrían la parte superior del sitio de noticias...

    IDENTIFICAN A LA VÍCTIMA DEL ASESINO SERIAL

    Cada vez que Sara Mason se conectaba para leer y conocer sobre Sacramento River Delta, la zona de su ciudad natal que nunca llegó a conocer, la página principal mostraba títulos relacionados al elusivo psicópata. Leía los artículos con inquietud, y recordaba el terror que el asesino del Zodíaco había ocasionado en los años 60 y 70. Como en esa época, las autoridades no tenían pruebas directas que pudiesen identificar al asesino.

    Leer las actualizaciones del caso no fallaba en ponerla nerviosa. Poco después de mudarse, creyó escuchar a alguien caminando por su propiedad en el medio de la noche, pero no encontró pruebas de que esto hubiese pasado. ¿Sería que estaba imaginando cosas?

    Las noticias difundían que:

    Las fosas donde se encontraron dos esqueletos no identificados no contenían documentación ni objetos personales, tal como en los sitios donde se habían encontrado los anteriores. Los huesos de gato encontrados en el sitio fueron lo que lo unió con las víctimas anteriores, ya que todas habían sido encontradas junto a los huesos de animales pequeños.

    —Un gato —dijo Sara, en voz alta. Se le vino a la mente una imagen antigua: un vestido rosa y un pequeño conejo de peluche.

    Los detectives de un caso sin resolver identifican uno de los dos cuerpos como el de Paula Rowe, una empleada del turno noche de un minisúper de Sacramento. Se encontraba desaparecida desde hace 15 días.

    Las actualizaciones previas indicaban que las víctimas habían sido enterradas con lo que llevaban encima en ese momento. El asesino cavó las fosas en áreas remotas cercanas a ríos y a arroyos, y que las tierras blandas y húmedas agilizaron la descomposición de los cuerpos.

    Un policía especializado en perfiles delictivos indicó que el autor del delito probablemente viviese en el área cercana a las fosas. Se encontraron restos más allá de la Ruta Interestatal 80, al oeste, en Roseville, al norte, y al este de Rancho Cordova en la ribera del Río de los Americanos. Dentro de esta zona se encuentra el área metropolitana de Sacramento en su totalidad y los suburbios. La mayoría de las víctimas habían desaparecido años atrás, algunas desde hacía décadas. Como las fosas encontradas recientemente no contenían cuerpos frescos, se presume que el asesino abandonó la zona o simplemente dejó de matar, cosa que las fuerzas de seguridad creen poco probable. Cada tanto, se agrega un nombre a la lista siempre creciente de personas desaparecidas.

    Un último ítem en un artículo online explicaba que...

    Como las víctimas son tanto masculinas como femeninas y de diferentes razas, no es sencillo determinar un motivo posible, solo se determina que las autoridades tienen un loco elusivo entre manos.

    De no ser cuidadosa, la imaginación de Sara podía salírsele de control. La gran cantidad de robos a las casas del barrio donde vivía en Puerto Rico las últimas tres décadas la dejo desconfiada. La necesidad de encontrar un área segura en la ciudad era cada vez mayor. Necesitaba encontrar un lugar donde se sintiese segura, pero no se imaginaba que se vería a sí misma en la otra punta del país.

    Una vez que decidió que volvería a vivir a la zona de su ciudad natal, su primera decisión importante fue buscar una casa en la ribera del río, pero que no estuviera confinada a la zona de Rio Vista en Solano County, donde fue a la escuela secundaria.  Muchas personas se mudaban al Delta y construían mansiones multimillonarias en la ribera: eso no era lo que ella haría.

    Llegó a la ciudad antes de Navidad un par de meses atrás y compró una casa más antigua como regalo para sí misma. Ser dueña de una mansión victoriana era un sueño que había tenido toda su vida y que no había podido olvidar. Encontró un lugar así, y, para sorpresa del agente de bienes raíces, firmó inmediatamente el contrato de venta por el monto que se pedía. Cuando se aprobó su oferta, pagó en efectivo por medio de una transferencia bancaria.

    Luego de firmar los documentos, oyó por casualidad al agente ufanarse en otra oficina.

    —Una señora —rica, atractiva, de Puerto Rico— acaba de comprar esa casa horrenda a punto de caerse en la ribera. —Sara no se sintió ofendida y sonrió para sí misma. Sabía que llevaba bien sus años y cómo renovaría la antigua mansión con exactitud.

    Acto seguido, Sara contactó la escuela donde se graduó, la Escuela Secundaria Rio Vista, para saber sobre reuniones de las promociones. Por medio de los archivos de la escuela encontró a Daphine Whelan, que había sido su mejor amiga en aquel entonces. Si alguien más la recordaba, probablemente tenían de imagen a una chica callada y tímida, de cabello rubio grasoso.

    —Ya sabes lo que se dice sobre esa casa —le advirtió Daphine por teléfono.

    —El agente de bienes raíces me contó —dijo Sara—. No creo en cosas así.

    Daphine se encontraba de buen humor al saber que su amiga de la infancia se encontraba de nuevo en la ciudad, pero las charlas con ella sobre la casa eran sombrías.

    —Ten cuidado, ¿sí? Ese loco todavía está suelto y el propietario anterior de la casa sigue desaparecido.

    La mayor parte de la turbia información sobre la mansión parecía mezclada con rumores y chismes. Los únicos datos sólidos que tenía provenían del agente de bienes raíces. Orson y Esmerelda Talbot fueron los segundos propietarios de la dilapidada casa victoriana conocida como Talbot House. Los propietarios originales la habían construido en 1928. Al ser una copia de una casa victoriana real, no podía registrársela con ninguna sociedad histórica. Los Talbot habían buscado dejar la ajetreada vida en el área de la Bahía de San Francisco. En 1928 había nacido Orson Talbot, por lo que tomó esto como una señal para comprarla. Poco después, éste desapareció.

    —Daph —Sara recordó decirle a su amiga—, destartalada o no, esta es mi casa soñada y nada va a alejarme de ella. Solo espera a ver lo que hago con ella.

    El silencio de Daphine en el teléfono pareció una advertencia.

    Por más que sus manos seguían en el teclado, Sara se quedó mirando las fotos de su hermana menor colgadas en la pared cubierta con un antiguo papel tapiz de flores azules. La pequeña Starla había fallecido hacía años, pero ella siempre se sentía en paz al ver su rostro. Muchas veces, Sara había puesto fotos de su juventud junto a las de su hermana. Si hubiesen nacido con menos años de diferencia, podrían habérselas confundido por gemelas.

    —Extraño tu risa —le dijo Sara a la foto en primer plano de Starla. Se preguntaba si el cabello dorado de su hermana se habría mantenido de ese color, tal como el de ella lo había hecho. Si Starla hubiese tenido la misma figura esbelta, hubiese sido alta, si le hubiesen ofrecido oportunidades de modelar como a ella. Si hubiese mantenido el brillo de sus grandes ojos celestes, o si lo hubiese perdido cuando ella entendiese la verdad sobre sus padres.

    Más tarde, luego de lograr dejar la computadora y acostada en la cama, Sara se vio agobiada con pensamientos de que se encontrasen más cuerpos. La necesidad de tener cuidado que había adquirido en Puerto Rico todavía no se disipaba ni se establecía como un recuerdo lejano. Por ahora, su instinto de preservación propia se mantenía en alerta. Habían mejorado mucho las calles desde cuando ella había vivido en la zona. Toda la región de Sacramento y del Delta estaría cubierta por los seguros dentro de poco tiempo. Si el criminal había dejado Sacramento, podría haberse ido a cualquier lado. Giró en la cama e intentó dejar la mente en blanco para visualizar la antigua casa remodelada y redecorada. El viento soplaba y la parte trasera de la casa rechinó. Fue un sonido que ya se le había vuelto familiar.

    Se acurrucó y agradeció por la existencia de los pijamas de franela, algo que no era necesario en el Caribe. Apenas estaba quedándose dormida, se sobresaltó por un ruido afuera: pisadas. Las había escuchado antes, sonaban como a botas en la acera del lado norte. ¡Estaban pasando justo fuera de la ventana de su dormitorio!

    —Es un sueño —dijo, medio dormida—. Seguro estoy soñando.

    No podía quedarse acostada ahí si había alguien intentando entrar. Le habían dicho que algunas veces entraban indigentes y vándalos. Quien fuera que estuviese ahí debía enterarse que la casa ahora se encontraba ocupada. Se destapó y estaba por dejar su habitación cuando recordó que las ventanas ya no estaban tapadas por maderas. Al no funcionar el viejo sistema de calefacción, no había sobre las ventanas casi nada de condensación. Nada que escondiera a cualquier persona adentro. Por si no era un indigente buscando un techo —su mente fue al asesino serial de paradero desconocido— decidió no prender las luces y exponerse como un pez cautivo en una pecera.

    —Debería haber dejado las ventanas tapadas —susurró para sí misma. El dormitorio y el baño eran los únicos cuartos donde había cortinas temporarias. Se concentró para escuchar, pero no oyó nada más. Luego se acostó en el suelo y se arrastró hasta la sala de estar, mirando las ventanas para ver si se movía alguna sombra afuera. Sintió paranoia, y se preguntó si esto era por lo que pasaban sus vecinos en Puerto Rico cuando los delincuentes entraban a sus hogares. Paranoica o no, era mejor estar segura. Volvió a mirar las ventanas.

    Ni un movimiento.

    Se arrastró hasta la puerta del comedor, observó las ventanas, y no vio nada. Luego de pasar la chimenea, entró a la bodega, donde esperó y se quedó escuchando justo afuera de la cocina.

    No oyó nada.

    En el secador de platos había un cuchillo de carnicero. Se arrastró para tomarlo.

    Oyó más ruidos...cerca del frente de la casa, en la otra punta.

    Tomó el cuchillo, se acercó a la bodega y encontró un martillo que había dejado luego de quitar estantes viejos.

    Si había alguien caminando en la propiedad, quizás podría verlo desde una ventana del piso de arriba. Comenzó a subir por la oscura escalera de la parte trasera de la casa, entre la cocina y el comedor, que alguna vez había sido usada como el acceso de los criados al resto del hogar. Un escalón chirrió y el eco del sonido se escuchó por las paredes a ambos lados de la escalera.

    El corazón de Sara latía salvajemente. Contuvo su respiración.

    En el piso superior, se movió silenciosamente de cuarto a cuarto, pispeando hacia afuera sin acercarse mucho a cada ventana. No se veía nada excepto los árboles moviéndose contra el cielo nocturno, y no se escuchaba nada que no fuera el viento soplando en las tejas de la casa.

    Se sentía sola, durmiendo por su cuenta en una casa monstruosa de cuatro pisos y cuatrocientos metros cuadrados, en la que los sonidos retumbaban en los cuartos vacíos. Finalmente, volvió a sentarse en su cama y se aseguró de que su celular siguiese en la mesa de luz. ¿Pero de qué le serviría tener un problema en el piso de arriba si su teléfono estaba en la planta baja? Apretó su teléfono y consideró llamar al 911. Los ruidos podían ser simplemente su imaginación. Sin embargo, debía contarle a alguien sobre su situación.

    Dudó, pero marcó el código y esperó a que alguien contestase.

    —Buck, soy yo, Sara.

    Se escuchó un bostezo.

    —Es de madrugada, Sara. Soy un viejo que no se mantiene despierto trabajando hasta tarde como tú.

    Se había quedado por un tiempo con sus amigos Buck y Linette hasta que se completó la transferencia. Sara suspiró.

    —Solo es que estuve leyendo más sobre ese psicópata y ahora no me puedo dormir, Buck. Pensé que, si ustedes todavía estaban despiertos, podía pasar por allí y...

    —¡No te atrevas a salir en el medio de la noche!

    —¿Entonces crees que el psicópata puede estar en esta zona?

    —Sólo quiero que estés segura. Aprende a quedarte en casa por la noche cuando estás sola.

    —Supongo, eh, supongo que estoy exagerando.

    —¿Tienes un arma? —preguntó Buck, entre bostezos.

    —Si —respondió, mirando el cuchillo y el martillo junto a ella en la cama—. Estaré bien.

    Cuando finalmente volvió a meterse en la cama, el silencio era aturdidor. ¿Cómo podía siquiera pensar en que alguien podría asustarla hasta el punto de hacerla dejar su casa? Para relajarse, como solía hacer, pensó en la pequeña e inocente Starla, que amaba cantar. Décadas atrás, Starla había escuchado en la radio la canción principal de una película de los sesenta poco conocida, El Circo de los Horrores, con la que sintió una conexión por su nombre. Sara imaginó la dulce voz de su hermana, cantando, cuando sientas que no hay nadie guiándote... busca una estrella.

    Sara sintió un escalofrío y no fue por la falta de calefacción en la vieja casa.

    —Espero poder dormir —se dijo en voz baja. Suspiró y miró el cuchillo y el martillo en la mesa de luz, colocados estratégicamente para poder tomarlos con rapidez.

    Capítulo 2

    La preocupación por el paradero del asesino serial hizo que Sara se quede despierta por mucho tiempo. Se levantó tarde la mañana siguiente, atrasada con lo que tenía planeado, pero finalmente llegó a su última parada del día.

    Los despojos del invierno tapaban las tumbas. Sara juntó un puñado de pequeñas ramas y hojas secas, apretándolas con tal fuerza que las ramitas se quebraron en sus manos. Las tiró, vengativa, contra la lápida más grande.

    Una junto a la otra se erguían tres lápidas de mármol blanco en la sección más vieja y abandonada del Cementerio Elk Grove al sur de Sacramento, intactas y visibles, tal como sus recuerdos. Observó la inscripción en la piedra doble que rezaba:

    MASON

    Quincy Everett y Petra Lou

    —Nacidos el mismo año y fallecidos juntos. Tal para cual —expresó, con un mohín de disgusto—. A veces me pregunto si están en el cielo...o en el infierno.

    Se agachó y tocó el suelo frente a la lápida de menor tamaño, en la que se leía la inscripción:

    Starla Gay Mason

    —Hola, hermanita. Aquí estoy, es hora de vengarse.

    Recordó a su hermana en el ataúd, su cuerpo entero, pero de un tono blanco fantasmagórico. Siempre la recordaba de esa manera. Entera y durmiendo, en su único vestido, uno rosa con moños blancos. De último minuto, Sara había colocado el juguete favorito de Starla, un conejo blanco de peluche, bajo el brazo de su hermana.

    Sara colocó el ramo de tulipanes rosas en la vasija a un lado de la lápida y esperó a que el nudo en su garganta se disipase. Luego de mudarse a Puerto Rico al morir sus padres y su hermana, ella imaginaba que sus propias cenizas terminarían esparcidas en las aguas cristalinas del Mar del Caribe. Al retornar a su ciudad natal, ahora todo eso podía cambiar. Siempre tuvo dificultad para pensar en Starla yaciendo en el frío suelo. Sara no podía imaginarse a ella misma yaciendo bajo la lápida junto a la de Starla, ya inscripta para ella:

    Sara May Mason

    Luego de comprar las otras dos, su lápida fue un regalo lastimoso de la compañía de los mármoles; un regalo a una pobre familia que no tenía nada y cuya única superviviente, una adolescente, tenía mucho menos.

    —Nunca más seré pobre —dijo, mirando la lápida de sus padres. Pensar en ellos la deprimía. Debía dejar el pasado atrás y enfocarse en su nueva y emocionante vida.

    Se quedó mirando el nombre de su hermana.

    —Lo vi otra vez—dijo con una sonrisa, sintiendo esperanza. Pensó en el hombre que recientemente había visto varias veces en un restaurante en Sacramento. La primera vez, estaba sentado junto a su grupo en una cabina en el restaurante detrás de donde ella se encontraba, sola. Su voz era distintiva pero no aturdía. Hablaba sobre un hermano mayor que le había enseñado a andar en bicicleta y que, años atrás, le enseñaría a andar en motocicleta una vez que volviese de Vietnam. El hombre hablaba de su hermana como si fuese un talento financiero. Hablaba con cariño sobre sus hermanos y sus padres. Era claro que la familia era todo para él. Sara sintió culpa e intentó no oír esa conversación que no le concernía, pero su familia parecía una con la que ella solo podía soñar.

    El grupo se fue antes que ella. Cuando pasaron por su asiento, el hombre giró y la miro directamente a los ojos. Tenía cabello corto, ondulado, oscuro, y ojos hundidos, brillantes como un topacio azul y con un dejo de melancolía. Sus miradas se cruzaron en una conexión de las que existen mucho antes de que se intercambien palabras. Pasó caminando con mayor lentitud y su intensidad disminuyó, hasta que finalmente sonrió y su curiosa expresión triste desapareció.

    Sara volvió al restaurante en múltiples ocasiones y finalmente vio al hombre salir de éste junto a otros. Había llegado tarde. En otra ocasión, ella salía del restaurante justo cuando ellos entradas.

    —Qué tal —dijo el hombre de ojos como topacios.

    —Hola —dijo Sara. Lo único que pudo hacer fue alejarse, ya que inventar una excusa para volver a entrar le parecía forzado.

    En otra de sus excursiones a la tienda de muebles en Sacramento, el mismo hombre se encontraba caminando por la vereda junto a otros. Mientras que esperaba el semáforo y se preguntaba cómo podrían conocerse, lo vio entrar a un edificio en la cuadra siguiente. Al pasar con el auto, vio que ese edificio pertenecía a una agencia del gobierno. Siguió pensando en él hasta que notó lo encantada que estaba por él. Se preguntó si sería por el amor que él tenía por su familia.

    —La próxima vez que lo vea en el restaurante—le dijo al nombre de Starla en la lápida—. Conversaré con él.

    Pero desde hacía tres semanas que no lo veía. Sara había superado la vergüenza que sentía cuando conocía hombres. Alguna parte de las enseñanzas de su infancia todavía quería que ella creyera que no era suficiente. Sabía que no estaba bien pensar de esta manera, y juró que este sería otro defecto de su personalidad que superaría. Nunca era tarde para cambiar, y de verdad esperaba poder encontrar un nuevo amor algún día.

    Desde que había vuelto al Delta, y a medida que se hacía conocida a nivel local, Sara dudaba que alguien la recordase. Además de la muerte de su familia, que se había considerado solo más ahogados en el río, su vida había sido poco notable.

    Otra imagen que había quedado en sus recuerdos era de hacía más de treinta años atrás, cuando el Sheriff tuvo que informarle sobre el accidente. Las horribles fotos e imágenes pasaron por su mente, como si hubiesen ocurrido el día anterior.

    Se había quedado en casa para trabajar en un proyecto escolar. Sus padres estaban llegando tarde a casa con Starla. Cuando tomaban, siempre llegaban tarde. Sin saberlo, mientras ella hacía su tarea, los agentes rastrillaban el río con garfios a menos de quinientos metros del dique. Encontraron el viejo auto familiar en el fondo del río, atrapado en lodo, a cinco metros de profundidad. Su madre y su padre, todavía con los cinturones puestos, probablemente se ahogaron con facilidad: estarían muy intoxicados para notar que inhalaban agua del río en lugar de aire. Los buzos encontraron a la pequeña y menuda Starla flotando con los ojos abiertos en la burbuja de aire que se formó contra el techo del auto.

    —Hermanita —le dijo Sara a la lápida—. Has sido la estrella que me guía todos estos años.

    Tomó más ramas y hojas secas y las tiró sin cuidado sobre la lápida de sus padres. Las yemas de sus dedos estaban rojas y habían perdido sensación. El árbol gigante que se encontraba cerca de ahí era joven cuando Sara enterró a su familia. Se sentó con las piernas cruzadas en el césped frío y observó el nombre de Starla. Junto con el atardecer comenzó a aparecer la niebla.

    —Me enteré de otra cosa. Nunca fuimos basura blanca pobre como nos solían decir. —Deseaba poder hablar con su hermana, como parloteaban y jugaban en su juventud. Su mente se vio llena de recuerdos, que confundían sus pensamientos—. Hoy es el Día de San Valentín.

    Sara recordaba ese festejo en particular como nada más que un concurso de popularidad en la primaria para ver quién recibía más tarjetas de San Valentín de sus compañeros. Tenía suerte si recibía una o dos. La alegre y pequeña Starla no había llegado a saber qué tan popular hubiese sido.

    —Tu nombre es conocido ahora. —Sara cerró los ojos y luego de un momento, volvió a abrirlos, para volver a hablar en un susurro—. Mandy murió. Pero has estado ahí arriba mirando todo lo que sucede, ¿no?

    Sara sintió un escalofrío y se refugió en su abrigo. La brisa movía su cabello frente a su cara y lo enredaba en su cuello. Cuando levantó la mirada, ya no podía ver las inscripciones en los mármoles frente a ella a través de la densa niebla blanca.

    Recordó la niebla del Valle Central de California. El nombre científico era niebla de advección. La gente de la zona la llamaba niebla de tule. Se había originado en el Valle de San Joaquin: las lluvias y la irrigación saturaban el área agropecuaria y cuando una gran masa de aire invernal invadía el valle húmedo, la humedad en el aire se espesaba y se convertía en niebla. La sábana de blanco podía cubrir casi la mitad del estado por días. En los peores años, podía mantenerse en las áreas más bajas hasta ya arrancada la primavera.

    Sara rechinó los dientes al recordar. El vivir en Puerto Rico por los últimos treinta años no había borrado sus recuerdos. Esta niebla era lo que seguramente impidió ver a su padre, que con el exceso de velocidad descarriló al auto en el camino del dique al sur de Ryde.

    Se paró, y luego volvió a agacharse para tirar más despojos de la tumba de Starla sobre la tumba de sus padres. Tomó una rama delgada que se encontraba frente a su propia lápida y la tiró con el resto. Con la niebla, no sería seguro manejar por la noche.

    —Volveré —dijo, y con eso, se dio vuelta para irse; no podía ver su todoterreno blanca. Caminó con cuidado en la dirección que recordaba haberlo estacionado, con los brazos extendidos para encontrar el camino. La niebla se disipó levemente y notó que se había pasado.

    Capítulo 3

    Sara condujo con cuidado hacia su casa. Cuando la niebla cubría la Interestatal 5 en el Valle Central, se podían generar accidentes múltiples con facilidad. En ese momento, no podía ver a más de cuatro metros de distancia. Se acercó más al parabrisas y bajó la velocidad: creyó que había encontrado la salida de la carretera, pero notó que, si hubiese intentado salir por allí, hubiese caído en una zanja.

    —Los reflectores —dijo en voz alta, con frustración—. ¿Dónde están...?

    La niebla se disipó por un momento. En el atardecer, se veían las borrosas siluetas de las tumbas en el antiguo y casi abandonado Cementerio Franklin. Volvió a respirar con tranquilidad ahora que sabía que había girado en el camino correcto.

    Una luz apareció por delante, moviéndose en diversas direcciones. Continuó manejando con lentitud. Tres personas caminaban por la calle, riendo y saltando en la acera, una invitación al desastre si viniera manejando alguien a altas velocidades. Paró para evitar chocarlos mientras ellos brincaban iluminados por sus luces delanteras. Eran adolescentes. Alegres, dieron unos golpes al capó del auto y pispearon por la ventanilla del acompañante del auto, aullando como fantasmas en Halloween. Uno de ellos arrastró su cigarrillo encendido por la ventanilla. Sara aceleró y se alejó rápidamente.

    Algo difuso apareció en el camino.

    —¡Cuidado! —gritó y apretó el freno cuando vio a un hombre caminando por la calle pocos metros delante. Tocó la bocina por un largo momento. Su todoterreno giró y sintió que las ruedas delanteras dejaban el pavimento.

    La silueta macabra del hombre salió de las sombras de la neblina y las luces del auto y volvió a desaparecer en la oscuridad. Luego un rostro apareció en la ventanilla del lado del conductor, fantasmagórica por la neblina, con los ojos y la boca abiertas, y una mirada penetrante. Sara gritó; su rodilla golpeó el volante cuando dio un pequeño salto. El rostro se acercó aún más.

    De la oscuridad, la voz de un hombre joven gritó:

    —¡Oye! ¡Sal de ahí!

    El viejo comenzó a correr, llevando consigo algo con un asa, quizás un azadón o una pala, y la niebla lo tragó y borró todo rastro de él.

    Sara recordó el sonido de las ruedas del auto contra la grava de la banquina.

    —¡Justo lo que me faltaba! No tengo idea en qué dirección tengo que ir.

    Alguien golpeó la ventanilla trasera, y Sara saltó en su asiento. Vio la luz de una linterna: eran los adolescentes. Uno apareció del lado de la ventanilla del conductor y la golpeó.

    —¿Oye, estás bien? —preguntó uno de los chicos. Sara bajó un poco la ventanilla—. Vamos, te ayudamos a volver a la carretera.

    Sara sintió su aliento a marihuana. Suspiró aliviada mientras que los otros adolescentes apuntaban sus linternas y se paraban en la banquina derecha del camino. Con cuidado, el primer chico le indicó cuanto retroceder y luego tocó la ventana trasera para que pare, y luego vuelva a avanzar.

    —¡Muchas gracias! —Sara exclamó por la ventanilla cuando notó que las ruedas volvieron a la carretera.

    —Oye —dijo el chico. Su cara era mucho menos amenazante cuando volvió a acercarse—, ese era el loco Ike. Le gusta cavar en los cementerios.

    —Y hacer que la gente se salga de la carretera —dijo Sara—. ¿Cava en los cementerios?

    —Si, es muy extraño —respondió el chico. Los otros adolescentes se acercaron detrás de él—. Ya nadie viene mucho a este cementerio.

    —Tiene un perro agresivo —dijo la chica del grupo—. Un chucho todo destartalado.

    —Si —dijo el otro chico, y los tres se acercaron—. Si el loco Ike te lo tira encima, le debes avisar a la policía.

    —Desaparece gente por aquí —continuó la chica—. Nadie los vuelve a ver.

    —Nah —dijo el primer adolescente, haciendo un gesto de desinterés con la mano—. Eso es todo mentira.

    Luego de eso, se alejaron.

    —Gracias de nuevo —dijo Sara. Cerró la ventanilla, los saludó con la mano y volvió a arrancar con cuidado. Soltó un largo suspiro de alivio.  Quizás les debería haber ofrecido a esos chicos alcanzarlos a algún lugar, pero si estaban ahí afuera era porque querían estarlo. No tenía que estar levantando extraños, menos todavía unos que estuvieran fumando marihuana. Seguía teniendo problemas para ver a través de la niebla.

    —El momento perfecto para salir si eres un asesino serial, si me lo preguntas —dijo en voz alta, y notó que su miedo había sido en parte por el asesino suelto que mostraban en las noticias.

    La niebla siguió presente sin muchos espacios despejados en el camino. Sara no quería estar en las calles durante el atardecer en un día como este. No tenía experiencia manejando en la niebla, excepto las veces que estuvo del lado del pasajero en el auto de sus padres. Maniobrar a través de la capa enceguecedora

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