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Anuario iberoamericano de regulación: Hacia una regulación inteligente
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Anuario iberoamericano de regulación: Hacia una regulación inteligente

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La Asociación Iberoamericana de Regulación (ASIER) presenta a la comunidad académica y profesional el libro Hacia una Regulación Inteligente, integrado por los artículos de investigación presentados en el XIV Congreso Iberoamericano de Regulación, realizado en Medellín, Colombia, del 13 al 15 de noviembre de 2019 y en el cual han participado autores de España, Portugal, Colombia, Brasil, México, Chile, Perú, Costa Rica, Ecuador, El Salvador y Argentina.

La Asociación Iberoamericana de Estudios de Regulación está integrada por un grupo de profesionales de diversos países de Iberoamérica, vinculados a la regulación económica de los sectores estratégicos. Es una entidad plurinacional académica, de tipo asociativo, abierta a todos los interesados en el conocimiento y desarrollo de los mecanismos jurídicos, técnicos y económicos implicados en la regulación, la gestión y el control de los grandes sectores que sostienen la dinámica de vida de los países. Así, desde el año 2005, ASIER realiza su Congreso anual, el cual constituye un espacio privilegiado de encuentro y discusión entre organismos reguladores gubernamentales, proveedores de servicios públicos, académicos, jueces, investigadores y profesionales de los principales sectores económicos.

La presente obra, dirigida por el Presidente de ASIER, el Doctor Luis Ferney Moreno, y coordinada por su Vicepresidente, el Doctor Luis Ortiz, está organizada en los siguientes cinco capítulos: Capítulo 1: Tendencias e innovaciones en materia de regulación y mejora regulatoria. Capítulo 2: Novedades regulatorias en los sectores regulados, competencia y medioambiente. Capítulo 3: Actualidad en regulación por contratos: app, concesiones y otras modalidades. Capítulo 4: Regulación de tecnologías disruptivas. Capítulo 5: La regulación, revisión judicial y solución de conflictos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2020
ISBN9789587903638
Anuario iberoamericano de regulación: Hacia una regulación inteligente
Autor

Varios autores

<p>Aleksandr Pávlovich Ivanov (1876-1940) fue asesor científico del Museo Ruso de San Petersburgo y profesor del Instituto Superior de Bellas Artes de la Universidad de esa misma ciudad. <em>El estereoscopio</em> (1909) es el único texto suyo que se conoce, pero es al mismo tiempo uno de los clásicos del género.</p> <p>Ignati Nikoláievich Potápenko (1856-1929) fue amigo de Chéjov y al parecer éste se inspiró en él y sus amores para el personaje de Trijorin de <em>La gaviota</em>. Fue un escritor muy prolífico, y ya muy famoso desde 1890, fecha de la publicación de su novela <em>El auténtico servicio</em>. <p>Aleksandr Aleksándrovich Bogdánov (1873-1928) fue médico y autor de dos novelas utópicas, <is>La estrella roja</is> (1910) y <is>El ingeniero Menni</is> (1912). Creía que por medio de sucesivas transfusiones de sangre el organismo podía rejuvenecerse gradualmente; tuvo ocasión de poner en práctica esta idea, con el visto bueno de Stalin, al frente del llamado Instituto de Supervivencia, fundado en Moscú en 1926.</p> <p>Vivian Azárievich Itin (1894-1938) fue, además de escritor, un decidido activista político de origen judío. Funcionario del gobierno revolucionario, fue finalmente fusilado por Stalin, acusado de espiar para los japoneses.</p> <p>Alekséi Matviéievich ( o Mijaíl Vasílievich) Vólkov (?-?): de él apenas se sabe que murió en el frente ruso, en la Segunda Guerra Mundial. Sus relatos se publicaron en revistas y recrean peripecias de ovnis y extraterrestres.</p>

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    Anuario iberoamericano de regulación - Varios autores

    ASIER

    CAPÍTULO 1

    TENDENCIAS E INNOVACIONES EN MATERIA DE REGULACIÓN Y MEJORA REGULATORIA

    JUAN CARLOS CASSAGNE*

    El modelo de Estado regulador y garante: su filosofía y proyecciones jurídicas

    I. UN NUEVO MODELO DE ESTADO

    Es sabido que, tanto en América como en Europa, el Estado de Derecho decimonónico, basado en las ideas del liberalismo político y económico, fue parcialmente solapado por otro modelo que puso el acento en lo social a través de una Administración de carácter prestacional y el reconocimiento de los llamados derechos de tercera generación, produciendo un cambio profundo en el modelo del clásico Estado liberal.

    Mientras ese modelo de Estado Social de Derecho (basado en la concepción de Heller) acentuó el papel del Estado en la configuración y protección de los derechos sociales y en las prestaciones debidas a los ciudadanos, ha surgido en estos últimos años un nuevo modelo en el que la Administración, en definitiva el Estado, sin abandonar los fines que perseguía el arquetipo anterior, se repliega del plano de la gestión de aquellos derechos, concentrándose en la función de garantizar y regular las prestaciones que satisfacen las necesidades colectivas, cuya gestión se adjudica de modo preferente a los sectores privados, lo que traduce una manifiesta aplicación del principio de subsidiariedad.

    Así, de un modo escasamente percibido por el propio constitucionalismo social, se ha operado un cambio en los protagonistas del Derecho Público, potenciándose el rol de la sociedad que, de mera espectadora de la realidad, pasa a cumplir funciones relevantes, en colaboración estrecha con la Administración Pública.

    Este proceso que, a pesar de las crisis económicas, viene llevándose a cabo en la mayoría de los países pertenecientes a la cultura política occidental, responde a varias causas. Por de pronto, no implica el abandono de los postulados clásicos en los que se fundaba el Estado de Derecho liberal (principalmente del principio de separación de poderes, el de legalidad y la consagración de las libertades fundamentales) ni tampoco de los derechos y principios proclamados por el constitucionalismo social, reconocidos en la mayoría de las Constituciones sancionadas tras la segunda guerra mundial.

    En el escenario antes descripto aparece la concepción del Estado Regulador y Garante¹, cuya construcción obedece a una serie de razones que van desde las conocidas ineficiencias del sector público, los altos costos que genera el sistema prestacional a cargo del Estado y su política redistributiva, como consecuencia del crecimiento demográfico, hasta el surgimiento generalizado del proceso de globalización de la economía.

    Ese conjunto de factores condujo a una fuerte competencia entre los actores económicos de los distintos países, generando un mayor protagonismo de los sectores privados de la sociedad, que llevó a las respectivas Administraciones Públicas a suprimir de cuajo las trabas burocráticas que afectaban el libre comercio e industria y la iniciativa privada.

    Debido a la retirada del Estado gestor se consolidó el dualismo Sociedad-Estado que, según Messner² constituye uno de los principios jurídico-sociales de máxima relevancia en la medida que potencia los derechos preexistentes derivados del orden natural (sobre todo la propiedad y las libertades), ampliando el grado de participación en la economía de los individuos, empresas y demás cuerpos intermedios de la sociedad.

    Resulta paradojal que el nuevo Estado Regulador y Garante, lejos de abandonar su función social, procure alcanzar los mejores niveles de calidad y eficiencia de los servicios públicos, mediante la colaboración privada. Con todo, no es un repliegue absoluto pues se trata de una retirada instrumental³, ya que el Estado garantiza las prestaciones y servicios sociales mediante la función de control y vigilancia sobre los operadores privados a los que se les han transferido funciones públicas.

    En la filosofía que anida en este proceso hay un retorno a la clásica concepción del bien común⁴ que, aun cuando sea un producto medieval, luce ahora nuevamente en muchos de nuestros países que han basado sus esquemas regulatorios y garantísticos en el principio de subsidiariedad. Hasta en el campo de la literatura se advirtió, tras la segunda posguerra mundial, la necesidad del desarme del Estado, pues la prioridad no es la exaltación de este sino la integración de las diferencias y el equilibrio de las relaciones sociales mediante el fortalecimiento de la sociedad⁵.

    La principal dificultad que debe superar la concepción del Estado Regulador y Garante se encuentra en el carácter fragmentario y pluricéntrico de la sociedad actual que refleja el desorden generado por las ideologías que han pretendido suplantar la realidad por meras conjeturas dogmáticas. Al propio tiempo, se ha producido la aparición de líderes populistas que basan su acción en el conocido esquema schmittiano fundado en la oposición que resulta del axioma amigo-enemigo.

    En un sentido opuesto transita el nuevo modelo de Estado que, como se verá más delante y lo ha reconocido la doctrina del Derecho comparado, se apoya en la concepción del bien común tomista en cuanto proporciona el fundamento real del nuevo modelo estatal y de las transformaciones que han ocurrido en el seno de la sociedad y del Estado.

    II. EL QUID DE LA FUNCIÓN REGULADORA Y GARANTÍSTICA DEL ESTADO

    Existen varias definiciones en torno al concepto de regulación e, incluso, se ha llegado a suponer que equivale a la función de garantía que pesa sobre el Estado para satisfacer las necesidades colectivas de la población.

    Pero, en rigor, son funciones diferentes que aparecen unidas en la praxis del Estado Regulador y Garante. En coincidencia con Muñoz Machado, si bien con anterioridad ubicamos esta función dentro de la actividad interventora, pensamos que sus características actuales conducen a la superación de las clasificaciones clásicas (una de las cuales se basaba en la diferencia entre actividades de intervención y la de prestación) y que hoy en día habría que acomodar esos conceptos a la nueva realidad que ha modificado las relaciones entre la sociedad y el Estado.

    Esta nueva realidad nos lleva a coincidir en que el quid de la regulación, conforme a la definición propuesta por Philip Selznick, desde el campo de la sociología del Derecho, consiste en un control prolongado y localizado, ejercitado por una agencia pública, sobre una actividad a la cual una comunidad atribuye relevancia social⁶.

    La regulación se lleva a cabo a través de diferentes formas que traducen la atribución de poderes o facultades. Desde la ley, el reglamento, el acto y el contrato administrativo hasta las instrucciones y órdenes reguladoras por parte de entidades estatales y aun privadas (la autorregulación), ese conjunto de normas generales y decisiones individuales constituye un universo jurídico que absorbe el contenido de la mayoría de las instituciones del Derecho Administrativo.

    Este proceso, que se produce como consecuencia de la inserción del mayor protagonismo de la Sociedad en el Estado, exige reconsiderar la reformulación de las instituciones tradicionales del Derecho Administrativo para adaptarlas al nuevo esquema relacional en el que suelen enfrentarse diferentes concepciones sobre el derecho, como ocurre, en los países europeos, más que en Iberoamérica en la que reina mayor unidad doctrinaria e institucional.

    Se trata de una actividad continua, típica de la función administrativa de ordenación y vigilancia de determinadas actividades privadas por razones de interés público, que no excluye el control de la autorregulación. De esa manera, se admiten una serie de actividades privadas que, habiendo sido con anterioridad reguladas por el Estado, escapan su dirección porque han pasado a autorregularse, sin que ello implique que el Estado abdique de su potestad reguladora.

    En la búsqueda de las causas que determinan la necesidad de las regulaciones han surgido diversas teorías y posturas que la doctrina ha sistematizado, sobre la base de la realidad europea⁷.

    En tal sentido, cabe preguntarse: ¿Cuándo el Estado debe acometer la regulación de un sector o actividad económica o social o se permite a los particulares autorregularse para fijar sus propias reglas -por ejemplo- en punto en calidad y competitividad? Al respecto, Muñoz Machado desbroza, mediante el enlace con el pensamiento de los economistas, las siguientes situaciones:

    a. Una primera, sobre la que hay consenso entre las distintas concepciones económicas e ideológicas, se rige por el clásico esquema del derecho administrativo, con ligeras adaptaciones al nuevo modelo de Estado. Ellas suponen el ejercicio de la autoridad e implican la reserva de poderes coactivos⁸ hallándose fuera del comercio del derecho privado. Se trata de las funciones básicas y esenciales del Estado como la justicia, la hacienda pública, la defensa, la policía de seguridad y la realización de grandes infraestructuras públicas que benefician a toda la colectividad. Entre los economistas estas actividades se denominan bienes públicos y funciones públicas y no solo son financiadas por el presupuesto del Estado, sino que este tiene a su cargo la organización de dichas actividades. Aquí no hay duda de que corresponde aplicar todo el bagaje de normas y principios del derecho administrativo, aunque en punto a la gestión de dichos servicios se admita que, excepcionalmente, sean prestados por particulares a través de la figura de la concesión u otras (vgr. el servicio penitenciario).

    b. Al margen de las funciones básicas del Estado se encuentran los servicios de carácter económico que satisfacen las necesidades colectivas de la población que, en Iberoamérica, a diferencia de la Unión Europea y de los EE.UU., siguen en sus lineamientos generales y principios, la concepción francesa del servicio público. En Europa, si bien se acepta que los servicios públicos que se prestan en razón de la demanda (energía, comunicaciones y transporte) puedan ser de titularidad privada también es posible que, para mantener la cohesión social y la calidad de vida de los habitantes, se admita la financiación estatal.

    En Iberoamérica, algunos hemos pensado que, en el caso de los servicios públicos tradicionales, la titularidad del Estado no implica la propiedad o dominio del servicio público⁹ sino el poder de regularlo con mayor intensidad. En general, se han simplificado las clasificaciones (a diferencia de Europa), quedando dos formas básicas: los servicios públicos y las actividades de interés público, siendo objeto los primeros de una regulación más intensa.

    Otra de las situaciones en las que se impone la regulación es la de los monopolios naturales, cuyas infraestructuras sería antieconómico duplicar en razón de que, entre otras cosas, dificultan el control estatal y resultan física o económicamente inviables, particularmente en los servicios de redes. En general, en estos sectores (vgr. la distribución de agua potable) conviven la gestión estatal con la mixta o privada.

    d. La regulación también aparece justificada en el plano de la economía por la teoría de la competencia imperfecta que procura promover la competencia y corregir las fallas del mercado. Con todo, hay escuelas económicas como la de Chicago o la austríaca, que, por principio, suponen que el mejor regulador es el mercado. Lo cierto es que, en el campo de la realidad, se han creado en casi todos los Estados americanos, organismos o agencias con la misión de proteger la libre competencia y de evitar los abusos de las posiciones dominantes en el mercado.

    Aparte de las causas señaladas precedentemente existen otras que también vienen a justificar la regulación como 1) la necesidad de controlar beneficios inesperados (el caso de los países que cuentan con grandes reservas de petróleo y gas); 2) las correcciones de los precios debido a aumentos de los costos imprevistos como pueden ser las "externalidades" ambientales que se imponen a la fabricación; 3) la conveniencia de ordenar la información y garantías frente a productos defectuosos y 4) la necesidad de regular la excesiva competencia en los mercados (vgr. en el trasporte aéreo)¹⁰.

    En lo que concierne a la función de garantía del Estado, esta ha sido considerada como equivalente a la regulación¹¹. En rigor, la función garantística viene a ser una especie de un género de mayor amplitud que es la regulación, dado que esta última no solo persigue garantizar y asegurar las prestaciones y actividades públicas y privadas que satisfacen las necesidades de la población, sino que también procura promover la competencia y las libertades de mercado, impidiendo las prácticas abusivas y controlando los monopolios materiales, entre otras funciones¹².

    Por lo tanto, la función garantística, aun cuando que sea cumplida por agentes privados a través de la autorregulación, es parte de la función reguladora, constituyendo esta un supra concepto susceptible de albergar la mayor parte de las funciones estatales, incluso la resolución, en primera instancia, de los conflictos de naturaleza jurisdiccional, en el campo de los servicios públicos. El alcance de la regulación es por sí mismo muy amplio al comprender tanto la actividad de promoción como la de garantizar que los operadores del mercado no desvirtúen la libre competencia o no ejerzan sus poderes monopólicos (en el caso de los monopolios naturales) de un modo abusivo, en perjuicio de los usuarios o clientes.

    Estos fines del que persigue el Estado Regulador y Garante vienen a potenciar la aplicación en la práctica del principio de subsidiariedad en las relaciones entre la sociedad y el Estado, que constituye el eje sobre el que gira la concepción del bien común como causa final de Estado en este último.

    III. LA EQUIVALENCIA ENTRE EL ESTADO SUBSIDIARIO Y EL ESTADO REGULADOR Y GARANTE

    Como se ha señalado, el quiebre del Estado prestacional y el mayor protagonismo consecuente de la sociedad en las actividades de relevante interés público que venían siendo gestionadas por órganos y entes estatales, ha originado un nuevo modelo de Estado (denominado Regulador y Garante) cuyos fines y objeto resultan equivalentes a los que, desde la década del noventa del siglo XX, cumple el denominado Estado Subsidiario.

    En efecto, reiterando lo que dijimos hace algún tiempo¹³, el Estado Subsidiario constituye una organización binaria que se integra con una unidad de superior jerarquía que ejerce funciones intransferibles (justicia, defensa, relaciones exteriores, legislación básica, seguridad, hacienda) pertenecientes al Estado como comunidad superior que ejerce esas funciones directivas y que, al propio tiempo, completa su accionar con la colaboración de una serie de instituciones públicas y privadas que concurren a la satisfacción de las necesidades colectivas (vgr. educación, previsión social, salud, servicios públicos). Lo trascendente de este modelo es que la intervención del Estado en el campo económico-social es, en principio, supletoria, por aplicación del principio de subsidiariedad, que está en la base de la concepción tomista del bien común, cuyo retorno ha sido destacado por parte de la doctrina¹⁴.

    Este principio -en su faz pasiva- veda al Estado la realización de todo aquello que los particulares puedan hacer por su propia iniciativa y, al propio tiempo, obsta a que el Estado absorba las funciones que puedan llevar a cabo las entidades públicas de menor jerarquía (ej. Provincias) o los llamados cuerpos intermedios de la sociedad que llevan a cabo funciones públicas (vgr. Colegios profesionales). A la vez, en su faz activa, ese principio obliga al Estado a desarrollar aquellas actividades de interés público ante la insuficiencia de los particulares o entidades intermedias.

    IV. PRINCIPALES CARACTERÍSTICAS Y PROYECCIONES JURÍDICAS DEL ESTADO REGULADOR Y GARANTE

    Lejos estamos de hacer aquí un estudio completo y exhaustivo sobre el fenómeno de la regulación, pero al menos, expondremos sus principales características y proyecciones jurídicas.

    Lo primero que se observa es la transferencia de la gestión de cometidos públicos a los particulares en una proyección nunca vista en los siglos anteriores ya que, en algunos casos, hasta se ha operado la transferencia de la titularidad y dominio del servicio. Al contrario de lo que algunos han supuesto, ello no debería provocar un debilitamiento de las funciones del Estado ni una completa absorción de esas actividades por el derecho privado porque si bien se tiende a que el Estado adelgace su planta de personal, está forzado a intervenir y regular esas actividades de interés público en su condición de principal responsable y orientador del bien común.

    De esa manera, el mayor protagonismo de la sociedad conduce a la adopción de nuevas técnicas (aunque muchas de ellas estuvieron vigentes en otros períodos de la historia del derecho público) entre las que destacan la autorregulación (también sujeta al control regulatorio) junto al surgimiento del contrato como fuente de la regulación de determinados sectores de la industria o comercio. Tal es lo acontecido en nuestro país con el acuerdo plurilateral sobre la explotación del yacimiento de Vaca Muerta situado en la Provincia de Neuquén, en el que las empresas, el sector sindical y los gobiernos nacional y provincial, acordaron condiciones más flexibles que las que imponían las regulaciones existentes, sobre todo en materia laboral.

    Al propio tiempo, la regulación en competencia supera el antiguo modelo de la regulación de monopolios y procura reconstruir los mercados para favorecer la competitividad y la calidad de las prestaciones destacándose la función de controlar los precios en las relaciones y transferencias entre los sectores privados que actúan en regímenes de interconexión de servicios en red. La segmentación o fragmentación de los mercados y los mecanismos de rendición de cuentas que establecen las diferentes regulaciones están en línea con el objetivo de promover una competencia más libre, sin prácticas abusivas y poderes dominantes.

    A estas técnicas se adiciona la tendencia a sustituir el clásico régimen de las autorizaciones administrativas por meras comunicaciones sujetas al control de los entes reguladores, la mejora en los sistemas de acceso a la información pública, la protección y control de datos y el establecimiento de mecanismos que estimulan la participación pública previa a las decisiones que adoptan los reguladores.

    En este aspecto, el procedimiento de audiencias públicas -proveniente del Derecho norteamericano- como único y exclusivo sistema de participación de los usuarios en forma previa a la adopción de las decisiones de los entes reguladores suele prestarse -al menos en nuestro país- para fines estrictamente políticos o de hegemonía de los sindicatos, trastocando la finalidad del propio sistema que necesita conocer la opinión de los usuarios de los respectivos servicios. Por esta causa, pese a que, en Argentina, sectores doctrinarios y jurisprudenciales han considerado que la audiencia pública constituye un requisito constitucional (haciéndole decir a la Constitución algo que no prescribe) es de esperar que la evolución futura del sistema permita reemplazar esa exigencia por otras de mayor eficacia y menores riesgos de politización, como son las consultas o encuestas diseñadas por los reguladores.

    A su turno, el tema de la revisión judicial de las decisiones de los entes reguladores resulta una exigencia obligatoria en aquellos sistemas como el argentino o el español¹⁵, denominados judicialistas puros, en los que no cabe admitir que las decisiones de los reguladores no sean susceptibles de ser revisadas por la justicia, superando incluso los límites a la revisión judicial que imponía la doctrina del ultra vires¹⁶, que circunscribe la revisión al exceso o no de la competencia o poderes expresamente regulados por el ordenamiento.

    Desde luego que ello demanda, en virtud de la necesidad de garantizar los derechos de los particulares, que esas funciones jurisdiccionales limitadas que ejerzan los reguladores sean adjudicadas a órganos dotados de una especial idoneidad que, además, deben gozar de garantías de independencia e imparcialidad¹⁷.

    Al concluir este resumido panorama sobre el nuevo modelo del denominado Estado Subsidiario (Regulador y Garante) cabe reiterar que el mismo no implica abdicar de los principios que nutren al Estado de Derecho ni tampoco de los fines que perseguía el Estado prestacional. Se trata de un cambio instrumental acerca del papel del Estado y de la Sociedad en la regulación de los intereses generales que hacen al bien común.

    Por otra parte, como la realidad siempre termina por suplantar a las conjeturas de los juristas e ideólogos, el nuevo modelo, antes que provocar una declinación del derecho público, ha producido y continúa produciendo una extensión objetiva¹⁸ y subjetiva¹⁹ del derecho público a los particulares de considerable magnitud, lo que conduce a reformular muchas de las concepciones tradicionales del derecho administrativo para adaptarlas a esa realidad.

    En ese sentido, el nuevo modelo de Estado Regulador y Garante, encaja en lo que se ha llamado el nuevo constitucionalismo o neo-constitucionalismo, que representa un sistema de superior jerarquía, al que debe también adaptarse.

    En esa línea garantística, la supremacía que han adquirido los principios generales del derecho sobre las normas positivas no puede soslayarse habida cuenta que resultan mandatos vinculantes cuya observancia obligatoria abarca a todos los protagonistas de la regulación económica. Es una batalla contra el positivismo legalista²⁰ que, aunque parece darse solo en el campo de la filosofía del derecho, se reproduce con real intensidad en el ámbito de la actividad regulatoria de la Administración.

    REFERENCIAS

    CAMUS, A. (2016). La rebelión justa. Trad. del francés publicación del Consejo de la Magistratura del Poder Judicial de la Ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires- Ed. Jusbaires.

    CASSAGNE, J.C. (2000). Derecho Administrativo. 6ª ed. Buenos Aires. Ed. Abeledo-Perrot.

    CASSAGNE, J.C. (2016). Curso de Derecho Administrativo, t. I, Buenos Aires, Ed. La Ley.

    CASSAGNE, J.C. (2016). Los grandes principios del Derecho Público (Constitucional y Administrativo). Madrid. Ed. Reus.

    ESTEVE PARDO, J. (2015). Estado Garante, Idea y Realidad. Madrid. Ed. INAP.

    ESTEVE PARDO, J. (2013). La nueva relación entre Estado y sociedad. Aproximación al trasfondo de la crisis. Madrid. Ed. Marcial Pons.

    FELDER, CH. (2012). La economía del bien común. Madrid. Ed. Deusto.

    KEYS, M.M.A. (2006). Aristotle, and the Promise of the Common Good. Cambridge University Press.

    MAURER, H. (2011). Derecho Administrativo. Parte General. Madrid. Ed. Marcial Pons.

    MESSNER, J. Ética social, política y económica a la luz del derecho natural. Madrid, trad. del alemán. Ed. Rialp.

    MUÑOZ MACHADO, S. (2015). Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público General. t. XIV. 4ª ed. Madrid. Boletín Oficial del Estado.

    PERRINO, P. E. (2012). Entes reguladores, calidad institucional y desarrollo de infraestructura pública. Buenos Aires. Revista Argentina del Régimen de la Administración Pública n.º 406.

    PERRINO, P. E. (2015). La responsabilidad del Estado y los funcionarios públicos. Código Civil y Comercial. Ley 26.944 comentada. Buenos Aires. Ed. La Ley.

    SALAS, D. (2016). La rebelión justa. Trad. del francés publicación del Consejo de la Magistratura del Poder Judicial de la Ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires- Ed. Jusbaires.

    ÓSCAR R. AGUILAR VALDEZ*

    Riesgo regulatorio y responsabilidad del Estado

    "–Me encuentro exactamente en la posición de aquel hombre que dijo que podía creer lo imposible, pero no lo improbable.

    –Es lo que llaman una paradoja, ¿verdad?

    –Es lo que yo llamo sentido común, hablando con propiedad –repuso el Padre Brown"¹

    RESUMEN

    Mucho se habla en Iberoamérica de la existencia de un riesgo regulatorio en toda actividad regulada, pero poco se sabe en qué consiste el mismo. También se predica que toda empresa o sujeto regulado, por esa simple razón, asume como si se tratase de un riesgo de mercado o de un riesgo empresario, las consecuencias dañosas de aquel.

    A lo largo de la presente colaboración, intentaremos abordar, fundamentalmente, desde la perspectiva argentina, los principales problemas que, a nuestro juicio, aquí se plantean, ello, a los fines de poder otorgar alguna guía para poder determinar si las consecuencias dañosas del riesgo regulatorio deben ser asumidas por los regulados o por toda la sociedad.

    A estos efectos, comenzaremos realizando algunas precisiones sobre la relación que existe entre la regulación, el daño y el riesgo regulatorio, extendiéndonos, especialmente, sobre el concepto y alcance de este último.

    Luego, analizaremos los límites del llamado riesgo regulatorio y la importancia que, en esta materia, adquiere el instituto de la confianza legítima.

    Finalmente, nos abocaremos a la esencial cuestión sobre cómo –y a quién– asignar las consecuencias dañosas del riesgo regulatorio.

    I. LA PROBLEMÁTICA DE LOS DAÑOS CAUSADOS POR MEDIDAS REGULATORIAS. EL RIESGO REGULATORIO

    Tal vez sea fruto de nuestra tradición romanista que, instintivamente, seamos más proclives a otorgar una mayor protección a la propiedad tangible o material que a la intangible². En efecto, parece escapar a toda duda que si un acto estatal impide disponer de todo o de una porción física de un inmueble de nuestra titularidad el Estado debe compensar el daño o privación que ha causado. Pero la experiencia nos demuestra que la cuestión es bastante diferente cuando, en lugar de cosas físicas, lo afectado por las medidas estatales son intangibles, es decir, derechos o conjuntos de intereses jurídicos³, y esto es sumamente relevante, sobre todo, en el campo de las políticas regulatorias que con sus sucesivos cambios pueden afectar la situación de los operadores económicos cuyos principales activos no son cosas físicas sino bienes inmateriales⁴. En este sentido, repárese en que las cinco empresas de mayor valor de capitalización bursátil en el mundo –Apple, Alphabet (Google), Microsoft, Amazon y Facebook– son empresas cuyos principales activos no son cosas físicas sino intangibles⁵. Es que, hay que reconocer, que, tal como lo señaló la Suprema Corte de los Estados Unidos, Mucha de la riqueza existente en este país tiene la forma de derechos que no caen dentro del tradicional concepto de propiedad […] La sociedad de hoy está erigida en base a títulos legales. […]. Los más relevantes de estos títulos, en la actualidad, son otorgados y garantizados por el Gobierno⁶.

    La temática que nos proponemos abordar es una temática propia del Estado intervencionista o regulador. En efecto, cuando se consideraba que el Estado era un simple gendarme que solo fijaba reglas generales de actuación y sancionaba los incumplimientos, la redistribución de la riqueza se hacía, principalmente, por las transacciones entre particulares en el mercado y el Estado recurría a la política tributaria para obligar a los ciudadanos a contribuir al todo social según su capacidad contributiva, redistribuyendo lo recaudado a través del gasto público. Pero, como sabemos bien, hacia mediados de la década del veinte, en todo el mundo estos paradigmas cambiaron de modo sustancial. Las exigencias del Estado de Bienestar obligaron a que la redistribución fuese necesaria hacerla aquí y ahora y entre sectores económicos bien determinados, por ejemplo: desde la industria extranjera hacia la industria nacional; desde el sector agropecuario hacia el sector industrial, desde el capital hacia el trabajo, etc.⁷. De modo tal que se entendió que el Estado no podía descansar en las fuerzas del mercado ni exclusivamente en la política tributaria, sino que era necesario que la redistribución se hiciese de modo directo e inmediato a través de una política estatal concreta⁸. Esta modalidad de intervención directa e inmediata que tiende a incidir en la conducta de los agentes económicos para cambiar su curso de acción o para alterar sus efectos es conocida generalmente en la literatura jurídico-económica como Regulación⁹.

    Desde la perspectiva jurídica-económica, es importante que se tenga en cuenta –para el tema que vamos a desarrollar– que la intervención regulatoria del Estado presenta tres características:

    En primer lugar, que la regulación –y, en rigor, todo el fenómeno económico en cuanto tal– aparece frente al fenómeno de la escasez. En efecto, mientras que las necesidades son múltiples e infinitas, los recursos disponibles para satisfacerlas son limitados o escasos¹⁰, de allí que administrar en este campo sea, precisamente, el arte de aplicar esos recursos escasos a la mayor cantidad posible de esas necesidades múltiples¹¹. Por otra parte, los derechos de propiedad también son consecuencia del fenómeno de la escasez, puesto que, ante ella, si no existieran tales derechos, los agentes se apropiarían de los recursos sin importarles los costos o los perjuicios que su utilización provocaría para los demás. De allí que los derechos de propiedad son socialmente relevantes porque especifican de qué modo las personas pueden beneficiarse o perjudicarse y, por tal razón, determinan quién debe pagar a quién para modificar las acciones llevadas a cabo. En definitiva, los derechos de propiedad internalizan los efectos benéficos o perjudiciales derivados de la utilización de recursos escasos¹², haciendo a las personas responsables por el uso de tales recursos¹³.

    Por lo tanto, cualquier redistribución de esos recursos necesariamente generará un daño al sujeto pasivo de esa medida regulatoria cuyos activos le son tomados o restringidos por el Estado para aplicarlos de modo directo a cubrir las necesidades de otros¹⁴. No hay medida regulatoria, desde esta perspectiva, que no sea dañosa para alguien¹⁵. De allí que bien se haya dicho que las regulaciones nunca son neutras¹⁶. Es que, hay que entender, la regulación tiene lugar cuando los costos de transacción son demasiado altos para que la distribución de recursos y rentas pueda ser lograda, óptimamente, por mecanismos de mercado de modo tal que, por vía de acuerdos, los agentes económicos internalicen esos costos¹⁷. De allí que, entonces, cuando mayores sean los costos de transacción, y, por lo tanto, mayor relevancia tenga la intervención regulatoria, mayor importancia, tienen las normas de responsabilidad que deben intentar asignar y distribuir esos costos con base a criterios de eficiencia y de justicia¹⁸.

    En segundo lugar, que la regulación consiste, básicamente, en la fijación de las condiciones económicas de funcionamiento de las empresas y sujetos regulados y de la de sus activos¹⁹. En otros términos, la regulación suplanta las decisiones que en el orden normal de las actividades económicas están en manos de la discrecionalidad de los actores económicos. La libertad de empresa, si bien no puede ser anulada por la regulación, encuentra en esta importantes limitaciones. Inclusive, la existencia y alcance del mercado están predeterminados por las normas regulatorias. De ello se deriva, entonces, una directa relación entre las normas reguladoras y aquello que el sujeto regulado puede o debe hacer, lo que hace que, en definitiva, tanto el mercado como la empresa regulada sea aquello que la regulación dice que son²⁰.

    En tercer lugar, que la regulación se adopta –como ocurre con toda acción humana– con información incompleta. Eso supone que cuando las autoridades dictan esas medidas carecen de toda la información relevante para poder conocer de antemano y con precisión cuál va a ser su exacto efecto o impacto a lo largo del tiempo²¹; de lo que se deriva que toda medida regulatoria está sujeta a un importante grado de provisionalidad, es decir que necesariamente la regulación necesitará ser modificada, con el transcurso del tiempo, para ir ajustándose a las nuevas necesidades o para buscar efectos diferentes de los que efectivamente han generado su aplicación práctica²².

    Evidentemente, esos cambios –como ya lo anticipamos– son susceptibles de afectar situaciones jurídicas de sus destinatarios o de los sujetos que han realizado transacciones a la luz de las regulaciones anteriores. Surge, así, una noción fundamental en esta materia, cual es la de riesgo, que no es otra cosa que la incertidumbre en tanto que previsible y mensurable y de la que puede generarse un daño. Por lo contrario, cuando la incertidumbre no es previsible ni mensurable, técnicamente, no hay riesgo sino pura incertidumbre o álea²³.

    Por tal razón, al ser previsible y mensurable, el riesgo puede ser distribuido entre, o asumido por, los agentes económicos y, aun, trasladado a terceros (por ejemplo, por medio de un seguro). En definitiva, un riesgo puede ser gestionado²⁴. En cambio, un álea o incertidumbre que no ha podido ser prevista o mensurada, difícilmente pueda ser gestionada en tanto que no podrá ser asumida por un agente económico racional, puesto que no hay forma en que este pueda medirla, cotizarla ni, por lo tanto, asegurarla²⁵. Y hay que tener presente que todos los agentes económicos son, por definición, adversos al riesgo, puesto que se valora más perder lo que ya se tiene que verse privado de obtener ganancias aún no percibidas²⁶.

    Ahora bien, el riesgo derivado de un cambio en la regulación que puede perjudicar en un momento dado los intereses y estrategias de los operadores económicos del sector es lo que se conoce como riesgo regulatorio²⁷. Por lo que hemos dicho, en los sectores regulados, es casi connatural a ellos que estén sujetos, en alguna medida, al riesgo derivado de la posible modificación de las regulaciones existentes. No obstante, en tanto que se trata de un riesgo propio del cambio de la normativa sectorial y no de un álea, el riesgo regulatorio no incluye a las consecuencias dañosas de modificaciones a normas ajenas al sector regulado ni a las que se originan con motivo de una revolución absoluta de sector, alterando los principios básicos y fundamentales del mismo²⁸.

    Dada la íntima dependencia de la empresa regulada con las normas regulatorias, el riesgo regulatorio es un elemento central en esta clase de mercados, toda vez que tiene un impacto directo para las empresas que afecta, especialmente, sus resultados económicos, así como, también, a la cotización de sus acciones en los mercados de valores, modificando la percepción que analistas o inversores tienen del futuro de las compañías y de su capacidad de financiamiento, haciendo que el acceso al crédito para financiar los proyectos de inversión sea más caro y difícil. En definitiva, el riesgo regulatorio incide como una prima en la tasa de interés que, como es sabido, constituye el costo de oportunidad de toda inversión de capital²⁹. Lo dicho es de relevancia porque, cuanto mayor sea la intervención regulatoria en el sector, mayor será el riesgo regulatorio propio de ese mercado³⁰.

    Una característica especial del riesgo regulatorio es que, a diferencia de otros riesgos, se trata de uno que es difícilmente asegurable puesto que, por razones de asimetría de información, nos encontraríamos ante un supuesto de selección adversa en tanto que el asegurado tendría mejor conocimiento que el asegurador sobre las características y probabilidades de ocurrencia del riesgo asegurado³¹. Por otra parte, la naturaleza de la inversión en sectores regulados, especialmente, en los de infraestructura, donde existen inversiones hundidas solo recuperables en el largo plazo y en donde los regímenes aplicables obligan a prestar los servicios o actividades a todo aquel que lo solicite, estando limitadas tanto las actividades que puede realizar la empresa como el precio que el prestador puede percibir, dificulta, enormemente, la posibilidad que el inversor pueda gestionar eficientemente el riesgo regulatorio a través de la diversificación del portafolio de inversión, del recurso a instrumentos financieros o a la suspensión de la realización de inversiones requeridas para la continua y regular prestación de los servicios o actividades a cargo de la empresa regulada³².

    Así, parece claro, entonces, que quien se encontraría en mejores condiciones para prevenir y mitigar las consecuencias del riesgo regulatorio, es el Estado y no los particulares³³. En definitiva, el acaecimiento del supuesto comprendido en el riesgo regulatorio depende de la voluntad y decisión estatal. La asimetría informativa entre los sectores público y privado, en esta materia, es clara.

    Por esa razón, en estos sectores, las instituciones regulatorias están orientadas a prevenir, mitigar y distribuir tales riesgos de un modo diferente a como lo hacen las instituciones existentes en mercados desregulados, donde el riesgo regulatorio es menor³⁴.

    En este contexto, el Estado puede coadyuvar a tal fin recurriendo a diferentes vías.

    Por un lado, contractualizando las relaciones jurídicas con los sujetos regulados, de forma tal que, por vía de acuerdos, se asignen los riesgos –entre ellos, el regulatorio– conforme a las posibilidades de prevención y mitigación con las que cuenten las partes y según sus respectivos poderes de negociación³⁵. No obstante, si bien esta sería, en teoría, la forma más eficiente de mitigar el riesgo regulatorio³⁶ por cuanto el compromiso contaría con la protección que los sistemas legales otorgan a los contratos³⁷, lo cierto es que la existencia de importantes costos de transacción hace que no siempre esta solución se encuentre disponible o que sea la más eficiente³⁸.

    Por otro lado, el Estado puede también colaborar en la reducción y mitigación del riesgo regulatorio estableciendo marcos regulatorios y autoridades de regulación robustos, imparciales e independientes³⁹; obligando que los cambios regulatorios tengan lugar a través de procedimientos transparentes y con participación de los potenciales afectados donde se evalúe el impacto regulatorio que el cambio propuesto puede tener en los agentes del sector⁴⁰; anunciando con suficiente antelación el rumbo de los futuros cambios y otorgando un plazo de transición para la entrada en vigor de la nueva reglamentación que permita adecuar la operatoria de aquellos a las nuevas prescripciones⁴¹; de ser ello necesario, introduciendo modificaciones regulatorias que permitan compensar o mitigar los daños que los agentes sufrirán con motivo del nuevo régimen (compensaciones regulatorias)⁴² y, excepcionalmente, asumiendo el Sector Público los impactos económicamente negativos que surjan del nuevo marco⁴³ o confiriendo derechos de estabilización regulatoria de modo que el cambio normativo resulte económica y financieramente neutral para los regulados⁴⁴, entre otras alternativas posibles. No obstante, también aquí entran a jugar diversos elementos –de índole económica, política o jurídica– que hacen que no siempre sea posible que el Estado, a través de tales regulaciones, pueda coadyuvar a prevenir y mitigar –en definitiva, a gestionar– el riesgo regulatorio.

    Así, ante el carácter potencialmente dañoso que tiene toda regulación y ante la pareja existencia de un riesgo regulatorio en todo mercado sujeto a la intervención estatal, la cuestión, en definitiva, consiste en delimitar hasta qué punto el daño causado por estas medidas debe ser soportado por los afectados como la consecuencia de un riesgo asumido (el riesgo regulatorio una vez asumido por la empresa se transforma en riesgo empresario) y a partir de donde ese daño, por no derivar de un riesgo asumido, debe ser soportado por toda la comunidad.

    La solución exige prudencia (que no es temor, cobardía ni tibieza sino la virtud que permite determinar lo justo en concreto)⁴⁵ puesto que una errónea asignación de las consecuencias dañosas del riesgo regulatorio puede, por un lado, generar lo que se ha llamado costos de desmoralización, es decir, desincentivos a la realización de inversiones en estos sectores⁴⁶, elevando la tasa de descuento en la inversión de capital, o bien, erigiéndose en una barrera de ingreso a nuevos aportes de capital y financieros y, por otro lado, generar el llamado riesgo moral en cabeza de los regulados quienes, sabiendo que podrán trasladar a todos los contribuyentes los costos derivados del riesgo, no se preocuparán por ser diligentes y precavidos en su gestión empresarial⁴⁷. Por otra parte, una errónea asignación del riesgo regulatorio también afectaría las capacidades regulatorias del Estado, así como la accountability de los reguladores, toda vez que ello crearía incentivos, ya para que estos se desatendieran de las consecuencias de los cambios regulatorios, ya para que se abstuvieran de introducir las modificaciones normativas que exige el interés general en un momento dado. En todos estos casos estaríamos ante situaciones que son ineficientes, desde el punto de vista económico, e injustas desde el jurídico⁴⁸.

    II. RIESGO REGULATORIO Y SUS LÍMITES: SITUACIÓN JURÍDICA TUTELABLE Y CONFIANZA LEGÍTIMA

    Es un principio uniformemente aceptado en el Derecho Público –tanto en el internacional como en el interno– que si hay algo que caracteriza a un Estado como soberano es que tiene la potestad de regular las situaciones y relaciones jurídicas que se entablan bajo su jurisdicción, así como la de cambiar el contenido de su ordenamiento jurídico según lo exija el interés general⁴⁹. De ello se ha seguido otro principio, de también universal reconocimiento, cual es que nadie tiene un derecho a exigir el mantenimiento de una situación regulatoria anterior⁵⁰.

    Por su parte, y tal como ya lo hemos señalado, la regulación es un proceso dinámico que exige, periódicamente, realizar cambios y ajustes a las regulaciones, de modo tal que negar al regulador el recurso a esa potestad o garantizar, en todo supuesto, a los regulados, un derecho a exigir el mantenimiento del régimen anterior, iría en contra de la misma naturaleza de todo sistema regulatorio.

    No obstante, una cosa es que nadie tenga un derecho adquirido al mantenimiento de una determinada regulación, lo que no puede discutirse, salvo la existencia de un excepcional supuesto de estabilización regulatoria⁵¹, y otra muy distinta es afirmar que por ello nadie puede ser titular de una situación que, creada en función de la normativa preexistente, merezca la tutela jurídica en el caso en que el legítimo ejercicio del poder de cambiar la regulación le genere un daño⁵². Es que, como se lo ha señalado, si bien no existe derecho al mantenimiento de un régimen legal, sí existe un derecho a la protección de las relaciones jurídicas nacidas al amparo del régimen anterior⁵³.

    Es que, desde nuestra perspectiva, hay que asumir que, en materia de actividad económica, y más allá de la lógica provisionalidad de las medidas regulatorias, las reglas fijadas por el Estado son de enorme relevancia para los operadores⁵⁴, quienes adoptan sus decisiones de inversión –que, por definición, tienen en vista el mediano y largo plazo– y entran en transacciones con terceros teniendo como presupuesto que las bases fundamentales de dichas regulaciones serán respetadas y que, de producirse cambios en ellas, estos no serán bruscos⁵⁵ ni tendrán carácter revolucionario respecto del régimen imperante, serán adoptados por el Estado de modo transparente, no discriminatorio y no retroactivo, siguiendo los procedimientos aplicables⁵⁶ y dispuestos con base en el principio de proporcionalidad, de forma tal de afectar solo en la medida estrictamente necesaria⁵⁷ los derechos y expectativas legítimas que los operadores han adquirido al amparo de la regulación anterior.

    De allí que más allá del vínculo jurídico que los operadores tengan con el Estado, lo cierto es que existe entre ellos una suerte de compromiso regulatorio implícito de que tales modificaciones regulatorias se llevarán a cabo respetando tales pautas de modo de permitir, cuando menos, la amortización del capital invertido. Y dicho compromiso debe tenérselo por más robusto cuanto mayor sea el nivel de inversión exigido (industrias de capital intensivo) y cuanto más difícil sea, para el inversor u operador económico, poder salir del mercado con el menor daño posible (supuestos de inversión hundida)⁵⁸.

    Sobre esas bases, el instituto de la confianza legítima se constituye en un pilar fundamental en esta materia⁵⁹, a punto tal que Muñoz Machado ha dicho que el principio de confianza legítima es una de las importaciones más claras y notables que han acompañado a la teoría de la regulación⁶⁰. Por otra parte, la regulación globalmente avanza hacia la utilización de mecanismos de soft law en virtud de los cuales las normas, en lugar de establecer mandatos y compromisos imperativos, se basan en la imposición de estándares de conducta, de principios y lineamientos de políticas y cursos de acción, aplicables, tanto a los poderes públicos como a los operadores económicos⁶¹, de modo tal que negar cualquier valor jurídico a la confianza que los actores económicos depositaron en el cumplimiento y seguimiento, por parte de las autoridades, de tales estándares, principios y lineamientos, importaría una grave afrenta al Estado de Derecho, con más que perniciosos efectos para la economía nacional⁶².

    De allí que, en realidad y a diferencia de lo que se ha señalado en cierta jurisprudencia y doctrina españolas⁶³, la confianza legítima no se ve limitada por el riesgo regulatorio, sino que este es el que queda limitado por la confianza legítima⁶⁴.

    De todas formas, cabe aclararlo, la existencia de un supuesto de situación jurídica tutelable, comprensiva de la confianza legítima, es siempre una cuestión que solo puede verificarse con base en las particularidades concretas del caso y del régimen regulatorio de que se trate. Para responsabilizar al Estado con fundamento en este instituto no es suficiente invocar cualquier expectativa de negocio de los operadores ni la simple confianza que estos aleguen haber depositado en las regulaciones con base en las cuales realizaron sus transacciones⁶⁵. De lo contrario, el instituto sería fuente del ya mencionado riesgo moral, toda vez que permitiría trasladar a los contribuyentes los riesgos que debieron asumir los agentes económicos. Como bien lo ha dicho Coviello, la confianza legítima es de procedencia excepcional y solo ampara a los comerciantes prudentes, diligentes y que obraron de buena fe⁶⁶. De allí que, tal como surge del derecho comparado, este instituto, a los fines de justificar la procedencia de la responsabilidad estatal, solo protege a los actores económicos respecto de aquellos riesgos que, con fundamento en razones de equidad, justicia y seguridad jurídica, pueda determinarse que no fueron, ni pudieron ser, asumidos por estos al momento de realizar su inversión⁶⁷.

    III. LA ATRIBUCIÓN DE LAS CONSECUENCIAS DAÑOSAS DEL RIESGO REGULATORIO

    ¿Quién debe soportar las consecuencias especialmente dañosas del riesgo regulatorio: los operadores afectados por la medida o todos los contribuyentes? Recordemos que, tal como ya lo señalamos, las regulaciones nunca son neutras en términos de transferencia de recursos, de modo que la cuestión, en definitiva, consiste en delimitar hasta qué punto el daño causado por los cambios introducidos a las regulaciones debe ser soportado por los afectados como la consecuencia de un riesgo asumido y a partir de donde ese daño, por no derivar de un riesgo asumido, debe ser soportado por toda la comunidad.

    La respuesta a este interrogante ha tenido diferentes enfoques, según haya sido abordado por el Derecho anglosajón (especialmente, el norteamericano) o por aquellos sistemas que, como lo es el argentino, son –en esta materia– tributarios del Derecho continental europeo.

    En los Estados Unidos de Norteamérica, la línea divisoria entre lo que es el poder normal de regulación y lo que constituye un sacrificio patrimonial que debe ser compensado se la ha encontrado, básicamente, en el criterio del grado de afectación, es decir, en los efectos que causa la medida de regulación de modo tal que si el daño es poco considerable en esos supuestos se ha entendido que, en rigor, no se ha afectado el derecho de propiedad sino, solamente, que se ha delimitado el contorno de su ejercicio normal⁶⁸. En cambio, si esa medida afecta una porción sustancial de ese derecho de propiedad se ha considerado que en estos casos que lo que hay es una expropiación regulatoria (regulatory taking) y, por lo tanto, al regulado no pueden asignársele las consecuencias dañosas del riesgo regulatorio, puesto que ello violaría la garantía de la Quinta Enmienda Constitucional⁶⁹.

    El problema consiste en que el descripto es un criterio verdaderamente difícil de aceptar como pauta general, porque supone poder mensurar la propiedad, de modo tal que el derecho de propiedad dejaría de ser, en rigor, una realidad jurídica que existe en los términos y límites con los cuales fue legalmente reconocida para pasar a ser una realidad cuantitativa, puesto que solamente habría una propiedad –cuya afectación en términos constitucionales exige su compensación– en tanto y en cuanto la afectación sea sustancial⁷⁰. La realidad indica que el daño existe con independencia de la extensión de la afectación⁷¹. Por otra parte, no puede escaparse que un cambio regulatorio puede, sin llegar a causar una afectación sustancial de los derechos de propiedad de los operadores, afectar, de modo negativo, sus intereses, compromisos y legítimas expectativas, con lo que este criterio se muestra, en nuestra opinión, como muy restrictivo o estrecho para poder establecer un criterio general sobre cómo distribuir las consecuencias dañosas del riesgo regulatorio, especialmente, en países como los de Iberoamérica, que cuentan con instituciones y con una cultura regulatoria claramente diferente a la norteamericana⁷².

    Por el contrario, en los regímenes que, como el argentino, son tributarios del Derecho continental, la cuestión queda subsumida en el campo de la responsabilidad estatal por su obrar normativo lícito, donde el grado de afectación que provoca la medida no es, por sí, el factor determinante, sino que obliga a verificar la existencia de determinados presupuestos que, de presentarse, obligarían al Estado a tener que indemnizar⁷³. En estos sistemas, la cuestión pivotea –con variantes según los respectivos sistemas nacionales– sobre la necesidad de determinar si el afectado tiene, o no, la carga de soportar la lesión causada, teniendo en especial consideración el principio de igualdad ante las cargas públicas⁷⁴. Se trata, aquí, de encontrar un factor de atribución de la responsabilidad que permita asignar las consecuencias dañosas de la actividad estatal al Estado o al afectado⁷⁵.

    En Argentina, sobre la cuestión de determinar quién debe hacerse cargo del daño causado por una modificación regulatoria, hay que tener presente que la jurisprudencia de la Corte Suprema, a partir del año 1992, al tener que resolver una controversia sobre la responsabilidad que una entidad financiera le imputaba al Estado por el daño causado por la modificación de regulaciones financieras⁷⁶, consideró que para que tal responsabilidad pudiera existir, debía acreditarse la ausencia del deber de soportar el daño en la entidad regulada⁷⁷. Este requisito –de origen español⁷⁸ y que en realidad ya se encontraba implícito en otros precedentes anteriores– fue, con posterioridad, reiterado por su jurisprudencia, al tener que pronunciarse sobre la responsabilidad estatal por modificaciones a regulaciones cambiarias⁷⁹, de emergencia económico–financiera⁸⁰, de comercio exterior⁸¹, tarifaria⁸² y de servicios y medios de comunicación audiovisual⁸³. En la actualidad, se encuentra exigido por la Ley de Responsabilidad del Estado y sus Funcionarios n.º 26.944 como presupuesto de la responsabilidad estatal por su actividad legítima⁸⁴.

    A pesar de ello, la doctrina argentina no es unánime en cuanto al valor y fundamento de este requisito.

    Así, Comadira sostuvo que su formulación conllevaba una confusión conceptual puesto que, entendió que, en rigor, el concepto que debía ser aprehendido era, en todo caso, la obligación de soportar, o no, la conducta dañosa, debiéndose, así, distinguir, entre la medida que origina el daño y el daño mismo, de modo tal que, mientras que el particular podía estar obligado a soportar la medida dañosa no tenía por qué soportar los daños resultantes de la misma⁸⁵. Muratorio, por su parte, ha señalado que se trata de un requisito polémico e indefinido⁸⁶. Más recientemente, Piaggio y Mattera han entendido que este presupuesto carece de claridad conceptual respecto de su configuración⁸⁷.

    Otros autores, como Coviello y Veramendi, si bien no llegan a cuestionar, derecha y explícitamente, el fundamento de este recaudo, sí se muestran partidarios de ser prudentes en los requisitos para su configuración de forma tal de no llegar a soluciones injustas, vedando la procedencia de la reparación cuando ella sea razonablemente debida⁸⁸. Mertehikian, por su parte, si bien tampoco realiza una crítica directa, considera que esta exigencia resultaría sumamente cuestionable si no estuviera limitada a aquellos supuestos en los que la ley misma coloca tal deber en cabeza de la víctima⁸⁹.

    Finalmente, Cassagne, sobre la base de reconocer que existen supuestos donde hay obligación de soportar daños especiales por existir una carga general que así lo impone, ha afirmado que la ausencia del deber jurídico de soportar el daño constituye el factor de atribución de esta clase de responsabilidad estatal, de modo tal que al no existir dicho deber (situación que, como regla general, acontece cuando la actuación del Estado provoca un sacrificio especial), nace en cabeza del damnificado el derecho a reclamar la correspondiente compensación. Por lo contrario, entiende que el deber de soportar daños siempre existe cuando estos son generalizados y la ley no prescribe indemnizaciones especiales a título de garantía⁹⁰.

    Por nuestra parte, coincidimos con Cassagne en que la ausencia del deber jurídico de soportar el daño constituye el verdadero factor de atribución de la responsabilidad estatal en esta materia, tal como –entendemos– lo recoge ahora la Ley n.º 26.944[⁹¹]. Es que este recaudo, como se observará, se relaciona con el interrogante con el que comenzamos este capítulo: ¿Quién debe soportar las consecuencias especialmente dañosas del riesgo regulatorio, los operadores afectados por la medida regulatoria o todos los contribuyentes?

    Ahora bien, una primera cuestión que aquí se plantea, entonces, es determinar cuál es el principio: si el sujeto regulado está obligado a soportar esos daños o si, por el contrario, el principio es la inexistencia de tal deber.

    Teniendo en cuenta los términos en los que el recaudo en cuestión ha sido formulado –el que parecería que hace referencia a tener que demostrar que, en el caso, existe la ausencia de soportar el daño para responsabilizar al Estado–, podría entenderse que el principio es que, salvo que acredite dicha ausencia, el daño debe ser soportado por el afectado⁹². Esta interpretación se apoyaría, además, en la circunstancia que el régimen argentino ha establecido que la responsabilidad del Estado por actividad legítima es de carácter excepcional⁹³.

    No compartimos esta tesis. En efecto, en el sistema constitucional argentino rige en toda su plenitud la garantía que, consagrada constitucionalmente en el artículo 19.° de la Norma Fundamental, establece que nadie está obligado a hacer (o a soportar) lo que la ley no manda, ni privado de gozar de aquello que ella no prohíbe. Así, y tal como lo ha reconocido la Corte argentina, el principio que gobierna la materia es el que reza que se encuentra prohibido perjudicar los derechos e intereses de terceros, puesto que el alterum non laedere tiene base en el referido artículo 19° de la Constitución Nacional⁹⁴. De allí que tal como lo ha señalado Perrino, lo verdaderamente excepcional no puede ser que se reconozca la responsabilidad estatal cuando se verifican sus presupuestos de procedencia, sino que se admita que el Estado pueda dañar a terceros obrando en aras del interés general⁹⁵.

    Por otra parte, la Corte Suprema argentina ha afirmado en esta materia que "[..] la lesión de derechos particulares susceptibles de indemnización en virtud de la doctrina mencionada no comprende los daños que sean consecuencias normales de la actividad lícita desarrollada, puesto que las normas que legitiman la actividad estatal productora de tales daños importan limitaciones de carácter general al ejercicio de todos los derechos individuales singularmente afectados por dicha actividad […]"⁹⁶, pero agregando, que "[p]or lo tanto, solo comprende los perjuicios que, por constituir consecuencias anormales –vale decir, que van más allá de lo que es razonable admitir en materia de limitaciones al ejercicio de derechos patrimoniales–, significan para el titular del derecho un verdadero sacrificio desigual, que no tiene la obligación de tolerar sin la debida compensación económica, por imperio de la garantía consagrada en el art. 17 de la Constitución Nacional […]"⁹⁷. Así las cosas, acreditada la existencia de un sacrificio especial o, en otros términos, la de una consecuencia anormal derivada de la medida regulatoria⁹⁸, el principio será que no habrá obligación de soportarlo salvo que se acredite que existe una norma que impone a la víctima la obligación de asumirlo sin compensación⁹⁹.

    Aclarado esto, y teniendo en cuenta el carácter potencialmente dañoso de las medidas regulatorias y el consiguiente riesgo regulatorio que siempre existe en estos sectores, corresponde ahora indagar acerca de si las consecuencias perjudiciales de dicho riesgo regulatorio deben, o no, ser consideradas consecuencias normales de la regulación y, por lo tanto, deben ser asumidas por los agentes regulados.

    Preliminarmente, debemos recordar que el riesgo supone una incertidumbre en tanto que previsible y mensurable y que, por lo tanto, puede ser gestionado. Por lo contrario, cuando la incertidumbre no es mensurable ni previsible, técnicamente, no hay riesgo sino pura incertidumbre o álea, la que no es susceptible de ser mitigada ni gestionada. Por ello, también lo señalamos, el riesgo regulatorio no incluye a las consecuencias dañosas de modificaciones a normas ajenas al sector regulado ni a las que se originan con motivo de una revolución absoluta de sector, alterando los principios básicos y fundamentales del mismo.

    Así las cosas, claramente, los sujetos regulados no tendrán obligación de soportar a título de riesgo regulatorio las consecuencias derivadas de eventos que puedan ser calificados como áleas o riesgos ajenos a la regulación en cuestión¹⁰⁰. Tal es lo que la Corte argentina resolvió en un caso en el que entendió que la empresa prestadora de un servicio público no debía soportar los daños causados por la política laboral en tanto que la misma era ajena a la regulación sectorial¹⁰¹, y en el conocido caso Grupo Clarín en el cual entendió que el daño provocado por un cambio cardinal de la regulación de radiodifusión no debía ser soportado por el grupo actor¹⁰².

    Descartados estos supuestos, cabe afirmar que –a diferencia de lo que ha señalado la jurisprudencia y doctrina españolas¹⁰³– la existencia de un riesgo regulatorio, per se, no configura, en cabeza de los sujetos regulados, el deber jurídico de soportar sus consecuencias perjudiciales. En otros términos: no todo riesgo regulatorio constituye, de suyo, un riesgo empresario que habilite a entender que el operador ha asumido sus eventuales consecuencias dañosas¹⁰⁴.

    En efecto, solo cabe considerar que las consecuencias perjudiciales del riesgo regulatorio pesan sobre los sujetos regulados en la medida en que ello así se derive del marco regulatorio o del título de habilitación pertinente, de modo tal que esos riesgos –conocidos y aceptados de antemano por un operador prudente y diligente– puedan ser apreciados, mitigados o transferidos, es decir, gestionados de modo eficiente por este. Solo aquí el riesgo regulatorio se convierte en un riesgo empresario por tratarse de un riesgo asumido. Solo aquí estamos en presencia de las consecuencias normales de la actividad lícita desarrollada, en palabras de la Corte Suprema argentina. Solo aquí la asunción del riesgo es la consecuencia necesaria del paralelo derecho de propiedad que titulariza el operador.

    Por lo contrario, obligar judicialmente a soportar riesgos que el agente no pudo racionalmente asumir porque no está en condiciones de gestionarlos, equivale a exigir al empresario un comportamiento irracional desde el punto de vista económico y jurídico. De allí que los tribunales deben ser sumamente prudentes en el análisis de las particulares circunstancias en las que se desenvuelve la empresa regulada, así como de las alternativas que tenía esta para gestionarlo eficientemente, para poder juzgar –con la ventaja de que lo hacen ex post– sobre si el riesgo en cuestión pudo, o no, ser razonablemente asumido por el regulado¹⁰⁵. Aparece, aquí, la importancia de los previos análisis regulatorios, de modo tal que, ex ante, se puedan conocer cuáles serán los riesgos que, en su caso, deberá soportar el operador de modo que este pueda administrarlos eficientemente. Esos análisis pueden servir, ulteriormente y en ocasión de una reclamación judicial, como una importante pauta de atribución del referido riesgo y para que los tribunales puedan resolver la contienda de modo adecuado.

    Así, asiste razón a la doctrina que señala que la sola circunstancia de que el regulado se encuentre comprendido dentro de la peligrosa y vetusta relación de especial sujeción (que, además, carece de todo asidero en el régimen constitucional argentino)¹⁰⁶, no significa que, por tal motivo, esté obligado a soportar los daños derivados de cualquier riesgo regulatorio, ello, en la medida en que tal deber no surja del marco regulatorio o del respectivo título de habilitación¹⁰⁷.

    Asimismo, y tal como lo hemos visto en su lugar, en estos sectores regulados, la posibilidad de que se haya asumido el riesgo regulatorio y su consecuente perjuicio puede tener su contraprestación en beneficios que, a modo de compensación regulatoria, el mismo régimen sectorial contemple. Ello exige, entonces, considerar el régimen regulatorio no de modo parcializado sino en su conjunto¹⁰⁸. De allí que, verificada la inexistencia de una compensación regulatoria, no cabe, como principio, asumir que el riesgo en cuestión haya sido asumido por el regulado¹⁰⁹.

    Amén de estos supuestos, según la jurisprudencia argentina, el operador también habrá asumido el daño en aquellos casos donde este sea la consecuencia necesaria de haber realizado una conducta que la regulación reputa ilícita¹¹⁰ o que es reputada dañosa para la salud pública¹¹¹, cuando el daño es la consecuencia necesaria de la eficacia de una medida regulatoria determinada¹¹² o bien, cuando su asunción surge de la propia y discrecional conducta del sujeto afectado¹¹³.

    Asimismo, entendemos que la invocación de un pretendido principio de solidaridad no puede ser fuente del deber jurídico de soportar un daño¹¹⁴. Ello, por cuanto como bien lo ha demostrado Coviello, si bien la solidaridad constituye un valor importante en el plano de la política y la vida comunitaria, dada su falta de concreción como norma o precepto jurídico, no puede, siquiera, ser considerado un principio jurídico, careciendo, por lo tanto, de todo efecto preceptivo¹¹⁵.

    En definitiva: una adecuada aplicación del factor de atribución (ausencia del deber jurídico de soportar el daño) resulta esencial para evitar que el riesgo regulatorio sea trasladado o asumido por quienes no están en condiciones de gestionarlos. Por otra parte, la asignación de riesgos a través de instrumentos regulatorios se fundamenta en razones de índole económica y política, amén de jurídicas. De allí que, cuando por vía judicial, se redistribuya el riesgo regulatorio de modo diferente a como fue impuesto y asumido por los actores del sector regulado, existirá un supuesto de exceso en la jurisdicción que afectará, como es sabido, el principio de separación de poderes¹¹⁶.

    CONCLUSIÓN

    Profundizar en las cuestiones aquí tratadas es una fundamental tarea que, aún, aguarda mejores esfuerzos que los que aquí se han realizado, puesto que, en definitiva, lo que está en juego es el instituto que mejor asigna responsabilidades y que,

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