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Conflicto Amazónico 1932-1934
Conflicto Amazónico 1932-1934
Conflicto Amazónico 1932-1934
Libro electrónico380 páginas3 horas

Conflicto Amazónico 1932-1934

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Han sido pocas las oportunidades en que los colombianos nos hemos unido para alcanzar un objetivo común. Tan escasas, que casi se podrían contar en los dedos de la mano. Y una de ellas, tal vez la más significativa en lo que va del presente siglo, tuvo lugar hace sesenta años.
En 1932, peruanos con el aval de su gobierno ingresaron a nuestro territorio por la frontera de Leticia. La soberanía nacional se vio amenazada y, por primera vez desde la lucha contra España en el siglo pasado, la nación como tal se unió frente a la agresión. Las hostilidades se prolongaron oficialmente hasta 1934, cuando se acordó su fin.
Como es obvio, las Fuerzas Armadas fueron protagonistas de ese episodio, a raíz del cual Colombia entendió de una vez por todas la importancia de contar con una fuerza pública profesional. La integridad del territorio se defendió con éxito gracias al valor de nuestros soldados, a la dirección política y diplomática y al apoyo de todos los sectores de la sociedad. Cosa similar no había ocurrido en algo más de un siglo de vida republicana.
Luego de las luchas por la independencia de España, nuestro país vivió convulsionadas décadas. Las guerras civiles estuvieron a la orden del día y cada región defendió sus intereses locales y políticos por medio de las armas. A cada desacuerdo se respondía con la conformación de ejércitos o milicias regionales, que no eran otra cosa que bandas armadas carentes de formación profesional y de conocimientos militares.
Estaban compuestas, sin duda alguna, por hombres valientes y arrojados, pero ajenos a lo que es una formación militar seria que respondiera a un propósito nacional. Eran campesinos o jornaleros que de la noche a la mañana devenían soldados por cuenta de los vaivenes de la Política o, las más de las veces, por el capricho de sus patrones.
Los oficiales de estas guerras casi todos con el grado de general, no tenían sueldo, apenas la retribución política del eventual triunfo de sus armas. Y los soldados no tenían más paga que el botín o que una pensión estatal tan remota como su victoria.
Ejemplos sobran. Pero tal vez el más conocido pertenece al universo de la literatura. El coronel Aureliano Buendía es el mejor caso del militar de ese período. Peleó innumerables guerras, salió victorioso y derrotado con un ejército que apenas se reunía antes de iniciar la ocasional batalla. Al final de sus días, este coronel sin escuela ni cuartel se preguntaba si toda una vida de guerras, de muertes y de odios entre hermanos, había tenido sentido.
Y es que en esa maraña de guerras civiles, de rencillas regionales y partidistas, no se pensó como nación. Por cuenta de ello, de un día para otro Panamá dejó de ser parte de nuestro territorio, sin protestas, sin lucha, ante la mirada de un país que vivió este episodio con impotencia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2020
ISBN9780463561287
Conflicto Amazónico 1932-1934
Autor

Ediciones LAVP

Editorial colombiana especializada en libros de geopolítica, estrategia, historia militar, defensa nacional y análisis político internacional

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    Conflicto Amazónico 1932-1934 - Ediciones LAVP

    Comentario inicial

    Han sido pocas las oportunidades en que los colombianos nos hemos unido para alcanzar un objetivo común. Tan escasas, que casi se podrían contar en los dedos de la mano. Y una de ellas, tal vez la más significativa en lo que va del presente siglo, tuvo lugar hace sesenta años.

    En 1932, peruanos con el aval de su gobierno ingresaron a nuestro territorio por la frontera de Leticia. La soberanía nacional se vio amenazada y, por primera vez desde la lucha contra España en el siglo pasado, la nación como tal se unió frente a la agresión. Las hostilidades se prolongaron oficialmente hasta 1934, cuando se acordó su fin.

    Como es obvio, las Fuerzas Armadas fueron protagonistas de ese episodio, a raíz del cual Colombia entendió de una vez por todas la importancia de contar con una fuerza pública profesional. La integridad del territorio se defendió con éxito gracias al valor de nuestros soldados, a la dirección política y diplomática y al apoyo de todos los sectores de la sociedad. Cosa similar no había ocurrido en algo más de un siglo de vida republicana.

    Luego de las luchas por la independencia de España, nuestro país vivió convulsionadas décadas. Las guerras civiles estuvieron a la orden del día y cada región defendió sus intereses locales y políticos por medio de las armas. A cada desacuerdo se respondía con la conformación de ejércitos o milicias regionales, que no eran otra cosa que bandas armadas carentes de formación profesional y de conocimientos militares.

    Estaban compuestas, sin duda alguna, por hombres valientes y arrojados, pero ajenos a lo que es una formación militar seria que respondiera a un propósito nacional. Eran campesinos o jornaleros que de la noche a la mañana devenían soldados por cuenta de los vaivenes de la Política o, las más de las veces, por el capricho de sus patrones.

    Los oficiales de estas guerras casi todos con el grado de general, no tenían sueldo, apenas la retribución política del eventual triunfo de sus armas. Y los soldados no tenían más paga que el botín o que una pensión estatal tan remota como su victoria.

    Ejemplos sobran. Pero tal vez el más conocido pertenece al universo de la literatura. El coronel Aureliano Buendía es el mejor caso del militar de ese período. Peleó innumerables guerras, salió victorioso y derrotado con un ejército que apenas se reunía antes de iniciar la ocasional batalla. Al final de sus días, este coronel sin escuela ni cuartel se preguntaba si toda una vida de guerras, de muertes y de odios entre hermanos, había tenido sentido.

    Y es que en esa maraña de guerras civiles, de rencillas regionales y partidistas, no se pensó como nación. Por cuenta de ello, de un día para otro Panamá dejó de ser parte de nuestro territorio, sin protestas, sin lucha, ante la mirada de un país que vivió este episodio con impotencia.

    Fue una dura lección que dejó enseñanzas. En 1904 fue elegido presidente de la república el general Rafael Reyes, veterano militar de las guerras civiles que entendió la necesidad de contar con unas Fuerzas Armadas permanentes, profesionales, neutrales en materia política y debidamente organizadas.

    Lanzó entonces la que se conoce como la Reforma Militar, que se inició en 1906 con la expedición de una serie de decretos que, entre otras cosas, crean la Escuela Militar, organizan la república en cuatro zonas militares y establecen un régimen salarial para los militares.

    Gracias a las gestiones adelantadas por el general Rafael Uribe Uribe, entonces embajador en Santiago de Chile, llegó a Colombia una misión militar chilena que fue la encargada de formar a nuestros primeros oficiales y de echar los cimientos para el desarrollo de nuestras Fuerzas Militares.

    Tras su retiro de la presidencia, la reforma de Reyes sufrió algunas trabas y variaciones. Pero con el tiempo continuó su camino, pues ya era entendida la necesidad de darles a las Fuerzas Armadas la importancia que requerían. A la chilena la sucedió una misión militar suiza, en 1924, que dejó como legado la primera gran reorganización y modernización del ministerio de Guerra, la reorganización del Ejército aumentando a cinco el número de Divisiones —esquema muy similar al que subsiste en la actualidad—, la puesta de nuevo en marcha de la Escuela Militar de Aviación y una profunda revisión de la legislación militar y de los reglamentos. Cinco años antes de iniciarse el conflicto con el Perú terminó la misión suiza su trabajo en Colombia.

    Una reorganización en la que las Divisiones fueron reemplazadas por Brigadas —unidades operativas menores— tuvo lugar en 1931, un año antes del inicio de las hostilidades. En realidad, esta variación no afectó el cubrimiento que del territorio nacional tenía el Ejército en esa época. Los 6.000 hombres que conformaban el pie de fuerza de la institución en el momento eran pocos para la extensión de la nación, pero los hechos del año siguiente demostrarían que, aunque escasos en número, su preparación militar les permitiría atender con éxito la crisis.

    El objetivo de esta presentación no es el de entrar en detalles sobre lo que fue el conflicto. La presente obra está dedicada precisamente a eso, y lo hace con lujo de detalles, con documentos de apoyo y con testimonios de los protagonistas. Por el momento, sólo quiero llamar la atención sobre dos aspectos.

    En primer lugar, vale la pena hacer énfasis en el papel que jugó la sociedad durante los hechos en cuestión. Pese a ser un territorio abandonado y prácticamente desconocido, el país entero se levantó para defender la soberanía en las lejanas tierras del Trapecio amazónico. Por primera vez se dio un movimiento nacional para defender la patria y todas las capas de la sociedad rodearon a sus Fuerzas Armadas en este propósito.

    El escaso material de guerra con que contaban, obligó a una campaña relámpago para conseguir fondos. Y no es exagerado afirmar que buena parte de los equipos se cancelaron con las joyas y el oro que los ciudadanos aportaron, de manera entusiasta, para la defensa de una lejana esquina de Colombia.

    Es un ejemplo que bien deberíamos tener en cuenta en las actuales circunstancias, no precisamente en lo que a los aportes económicos se refiere sino en lo relacionado con la unidad de propósitos y el comprometimiento con una causa común.

    De otro lado, no cabe duda de que nuestras Fuerzas Armadas salieron revitalizadas del conflicto con el Perú. Su desempeño en esa campaña cambió radicalmente la percepción que tenía la ciudadanía de los militares.

    La carrera de las armas se comenzó a ver como una profesión de altura, como siempre debió ser. Los jóvenes que leyeron o escucharon de las hazañas de sus compatriotas en las selvas del Sur encontraron en ellos un paradigma de servicio a la patria, y la Escuela Militar llenó sus aulas con distinguidos estudiantes que formaron generaciones de oficiales de gran valía.

    Como puede verse, se trata de un episodio de gran importancia en la historia de Colombia. Pese a ello, han sido pocos los esfuerzos por recuperar un capítulo tan especial. Hoy en día, tan sólo algunos estudiosos, especialmente militares, y los sobrevivientes de la gesta amazónica conocen los hechos y valoran su importancia.

    El empeño puesto por investigadores y estudiosos nos permite contar en la actualidad, por ejemplo, con varias horas de material fílmico de la época; se han conseguido armas y uniformes que se utilizaron en la lucha; buena parte de los documentos escritos, las órdenes y apreciaciones militares, se han recuperado; y, finalmente, se cuenta con los testimonios orales de varios de los protagonistas de esta gesta y que todavía viven a lo largo y ancho del país. Se trata de un material invaluable para la investigación histórica y que desborda el ámbito de lo puramente militar.

    Prólogo

    General, Luis Eduardo Roca Maichel

    La Unidad Nacional es el fundamento de un país; en ella, en ese acervo venerable, están depositados los valores supremos que otorgan cohesión y firmeza a un pueblo en su paso por la historia. Es lo que —con palabras sagradas— se llama La Patria. Y su expresión concreta son los símbolos nacionales, la Bandera, el Escudo y el Himno.

    En el caso de Colombia, esa Unidad Nacional está formada, principalmente, por estos factores: la religión católica, la educación familiar recia, tradiciones republicanas y costumbres basadas en una moral inconmovible, el idioma, el respeto a la ley, la libertad y el orden en consonancia con la revelación divina.

    El conflicto con el Perú —que en las páginas siguientes se conmemora—conmovió, hasta sus últimas raíces, nuestra Unidad Nacional, lo cual se tradujo en una vigorosa movilización tanto en el campo interno, como en el externo.

    Ante todo, y por su misma altísima misión constitucional, fue nuestro estamento armado quien respondió de inmediato, ya que se trataba de una violación de la soberanía territorial. Y pudo comprobarse, sin titubeo, que la gesta heroica iniciada por el Libertador proseguía poderosa. Otros fueron entonces los mandos y otras las tropas; pero la razón era afín: la defensa del ordenamiento jurídico internacional.

    Como puede apreciarse en la obra, en esta página de nuestra historia volvieron a surgir figuras de acendrado patriotismo -como el soldado Cándido Leguízamo- y, ya en un horizonte más amplio, se produjo una expansión de las Fuerzas Militares. Fue así como vimos configurar definitivamente la Fuerza Naval, la Fuerza Aérea y la Sanidad Militar. Incluso en esas horas decisivas empezó la organización permanente del clero castrense hasta culminar en el vicariato de hoy.

    De igual manera, la economía colombiana experimentó el impacto. ¡Precioso recuento de este itinerario puede leerse aquí!

    ¡Nunca como entonces, en este siglo, los militares colombianos produjeron una serie tan ejemplar de generaciones creadoras, que continúa hasta nuestros días! La población civil como un solo hombre acudió al llamado de la patria. ¡Cuántas joyas y objetos cargados de afecto familiar fueron entregados por nuestras gentes para contribuir a la victoria!

    Incluso cabe aquí señalar a este respecto un hecho curioso: una vez terminado el conflicto, los dineros sobrantes sirvieron para la fundación del Instituto de Cancerología. Todo esto nos habla de la valentía y la generosidad de los habitantes de este rincón privilegiado del planeta.

    Pero la conmoción, como es bien sabido, se hizo sentir también en el campo internacional. Aún resuenan -en el corazón de Colombia- las vigorosas palabras de uno de nuestros grandes patriotas, Laureano Gómez, quien en la célebre sesión del senado de la república del 17 de septiembre de 1932, a raíz de este conflicto con nuestros hermanos peruanos dijo: Paz, paz, paz, en lo interior. Guerra, guerra en la frontera.

    En esas horas de enorme expectativa pudo verse cómo, finalmente, Colombia hizo prevalecer el derecho sobre la fuerza. Así, a medio siglo del conflicto, han sido curadas las heridas con la vecina nación; ¡ni un resentimiento, ni un nacionalismo exagerado, ni un gesto de amargura sobreviven! Por eso, hoy celebramos la finalización de la confrontación y la promisoria hermandad entre nuestros pueblos.

    Puede decirse que una enérgica solidaridad, en aquel momento potenciada, hoy nos enaltece. La gesta culminada en 1819, pasa por 1932 y prosigue en el presente. Como he dicho, intacta en sus motivaciones profundas, porque un hálito de grandeza circunda y circundará siempre a la nación colombiana

    Introducción

    General Álvaro Valencia Tovar

    Esta es la narración de un conflicto que jamás ha debido producirse. Lo originó, por una parte, la desinformación del pueblo peruano, en particular del que habitaba la región amazónica de Loreto y la utilización de la misma por el presidente-dictador de la nación, Luis María Sánchez Cerro, que vio en la inconformidad de ese pueblo la oportunidad de congregar la opinión pública de su país en torno al tremolar de una bandera nacionalista.

    Entre los pueblos de Perú y Colombia ha existido una amistad histórica. La campaña libertadora del antiguo Imperio del Sol los enlazó con eslabones imperecederos de gloria compartida. Junín y Ayacucho son dos nombres que brillan como gemas en los sentimientos de los dos pueblos. La carga de José María Córdova y su inspirada voz victoriosa tiene para ambas naciones el orgullo y la resonancia que toda gesta heroica produce en las almas de las gentes.

    Si se rememora en estas páginas, no es por cobrar ni revivir ofensas que el tiempo y la comprensión de la hora de antagonismo desvanecieron para siempre. Es porque la historia, cualesquiera sean sus desarrollos futuros, mira al pasado en búsqueda de la verdad.

    Sobre todo, si es una verdad surgida de instantes estelares, en que el valor, el coraje, la abnegación, la capacidad de sufrir y de luchar se confunden en acto luminoso, para configurar las horas de gloria que todos los pueblos atesoran en la memoria de la Patria Histórica.

    No hay resentimiento en esta evocación. Tampoco el ánimo de remover viejas cicatrices o reabrir heridas que sanaron para siempre. Se trata de un atisbo en sucesos que engrandecieron el alma nacional, cuando en mal momento se invadió el extremo lejano e ignorado de un espacio selvático, cuyo sólo nombre pasó a significar la patria entera.

    Leticia era un punto casi desconocido en la geografía de Colombia. Los que éramos niños habíamos visto sobre los muros de nuestras aulas escolares una Colombia dibujada con las fronteras que el extinto virreinato de la Nueva Granada nos legó como herencia hispánica. De súbito la vimos encogerse dolorosamente.

    No llegaba su territorio hasta el Napo por el Sur ni hasta la desembocadura del Caquetá en el Amazonas por el Este. En vez de esa inmensidad selvática, vimos un estrecho trapecio que avanzaba en busca del gigante fluvial, con Leticia como ventana minúscula asomada al río legendario.

    En el Perú debió de ocurrir algo parecido. El mapa nacional ascendía hasta el Caquetá, donde una expedición nacional, comandada por el entonces coronel Oscar Benavides, ocupó la localidad colombiana de La Pedrera sobre la banda sur de este río en 1911. De pronto, sin que mediara un proceso de persuasión que indicara al pueblo peruano el arreglo limítrofe conseguido en forma ventajosa, la patria ancestral resultaba cercenada de un amplio fragmento.

    Allá hubo resentimiento. Aquí perplejidad. Perú había hecho acto de presencia amazónica desde los tiempos coloniales, cuando aquella vastedad de selva y agua se adscribió al arzobispado de Lima para fines misionales. Colombia no. País andino por geografía y por mentalidad derivada de su híspido entorno, poco había pensado en su patrimonio amazónico.

    Aquello estaba allí, a la espera de un segundo descubrimiento. Nos pertenecía por herencia, como una gran hacienda para una familia que sólo tiene conciencia citadina. No fuimos en su busca y terminamos perdiéndola. Era, una vez más, el conflicto entre una posesión jurídica y otra de poblamiento.

    Si la inconformidad peruana cobró forma en la arrebatada ocupación de ese puertecito diminuto que Colombia casi desconocía, nuestro pueblo despertó a esa realidad con el estremecimiento de quien recibe una bofetada en el rostro.

    Indignación ofendida, dolor, voluntad de recuperar lo que se nos arrebataba, reverberaron en un solo sentimiento: patriotismo. Adormecido por años de no recibir estímulos semejantes, se puso en pie como nunca antes lo había hecho.

    De esa emoción nacional, vuelta pasión en el ánimo colectivo de acudir al rescate de lo que se nos arrebataba, resulta esta memoria. Al escribirla, mil imágenes vuelven atropelladamente al espíritu, y del sentimiento revivido surgen estas páginas, a la vez rememoración y testimonio. Exentas por completo de rencor o ánimo vindicativo, buscan plasmar lo que para Colombia fue una gesta colosal.

    No se trata de sobredimensionamiento de un conflicto, si se quiere reducido en sus proporciones y alcance, sino de lo que fue improvisar un Ejército, crear una Marina de Guerra, convertir la naciente Arma Aérea en una aviación militar que superara la decrepitud de los pocos aparatos de escuela adquiridos en el decenio precedente y que eran, para 1932, poco más que milagros volantes.

    Además, había que desplazar hacia el teatro del conflicto los medios para rescatar, si fuese preciso por las armas, el retazo de patria que había sido ocupado. La vuelta por el Oriente al extremo de Suramérica hasta hallar las bocas del Río Grande de las Amazonas como lo bautizara Orellana, ascender por su corriente majestuosa y penetrar la selva casi virgen, fue una empresa que para su época revistió dimensiones grandiosas.

    Por el extremo opuesto, al Occidente, se acudió en busca del Putumayo por trochas inverosímiles, al paso que se construían vías de penetración. La Amazonia toda era para los colombianos una novela ardiente.

    La Vorágine que el gran escritor huilense describió en páginas magistrales. Las que ahora iban a escribirse, serían la vorágine de una guerra que no buscamos y que el Estado colombiano quiso sustituir por acción diplomática inteligente y hábil.

    El conflicto armado era un sustituto que podría llegar a hacerse indispensable si el derecho no bastase, en ámbitos internacionales parsimoniosos, sin mayor tradición en el arreglo pacífico de conflictos entre Estados, desconocida muchas veces la Sociedad de Naciones surgida de la Primera Guerra Mundial y carente de medios coercitivos para hacer cumplir sus determinaciones.

    Para miles de colombianos de entonces, la guerra en cierne fue el adiós trémulo al joven que partía hacia lo desconocido, al padre que abandonaba el hogar para marchar al frente. Separaciones dolorosas, embellecidas por el romántico y estremecedor tañido de bronce de la palabra PATRIA. Amores truncados. Esperanzas rotas.

    La palabra adiós brotando entrecortada de las gargantas o tremolando en un pañuelito blanco empapado de lágrimas. Fue sublime todo aquello. Sublime y heroico. Merecedor de una memoria. La que esta obra ha querido convertir en homenaje a los que partieron con la bandera de Colombia apretada en el alma. Y los que allí quedaron, bajo una bóveda de verdor intenso y salvaje, clavadas las pupilas inmóviles en los cielos azules de Colombia.

    Una dedicatoria, sola, emocionada y profunda, cabe hacer de esta obra.

    Al soldado colombiano de todos los tiempos.

    Al combatiente heroico que llenó con su presencia el llano tórrido y la alta cumbre en la epopeya gigantesca de la independencia.

    Al que transitó los caminos de su patria en pos de una bandera y de un rótulo en el absurdo de las contiendas civiles, sublimadas con su sacrificio y su valor.

    Al que en la selva amazónica supo estar a la altura de sus gigantes arbóreos y, en medio de los padecimientos de un entorno inhóspito y violento, supo narrar su propia historia con grandeza de alma, desprendimiento y abnegación supremos. Con nombres como Cándido Leguízamo, Zósimo Suárez y Juan Bautista Solarte Obando engarzados en las constelaciones de nuestros héroes conocidos o anónimos.

    Al que en Corea luchó al otro lado de la tierra por la libertad que había amado y servido en su propio suelo, y por la cual combatió en medio de la nieve y el viento cortante del invierno subártico o en el estío cálido y enrojecido.

    Y al que en su patria desgarrada sigue rindiendo el diario tributo de su denuedo, su abnegación, su coraje, su voluntad y su valor sin límites ni eclipses.

    Preámbulo

    La Ignición del Conflicto

    El 1º de septiembre de 1932, hacia las cinco treinta de la madrugada, una agrupación de civiles armados de carabinas Winchester y militares peruanos asaltaron la población de Leticia, sobre el llamado Trapecio Amazónico, consagrado come territorio nacional de Colombia por el Tratado Lozano Salomón de 1928.

    La capitaneaban el ingeniero Oscar Ordóñez y el alférez del Ejército del Perú Juan de la Rosa, quien vestía prendas civiles. Aunque los asaltantes vestían de paisano, la participación militar en el ataque se comprueba por múltiples aspectos. El alférez La Rosa era el comandante de la guarnición de Chimbote.

    Se emplearon ametralladoras pesadas y cañones, al lado de fusiles Mauser y carabinas Winchester, que sólo podían tener procedencia castrense. Una vez perpetrado el asalto, un contingente de soldados en uniforme distribuyó centinelas en los puntos más importantes de la población.

    La pequeña localidad de Tarapacá, sobre la margen sur del río Putumayo, lugar estratégico por su ubicación próxima a la frontera con el Brasil y sus características topográficas, fue tomada por fuerzas militares peruanas y convertida en fortín atrincherado, con lo cual se controlaba la navegación de este importante tributario del río Amazonas.

    El intendente del Amazonas, Alfredo Villamil Fajardo, fue tomado prisionero junto con las autoridades allí presentes y con la totalidad de los pobladores de nacionalidad colombiana. Expulsados los funcionarios por las fuerzas agresoras, hallaron refugio en la cercana población brasileña de Benjamín Constant, donde el intendente depuesto de su cargo y exiliado del territorio nacional, abrió un expediente en el que reunió 37 declaraciones de testigos presenciales de los hechos.

    La consistencia en el relato de lo ocurrido es notable. Cuatro ciudadanos brasileños, un francés, un maltés y el resto colombianos, además de dos peruanos revelan la presencia de elementos militares del Perú en el asalto, si bien difieren en el número de cañones y ametralladoras empleados. Este detalle se explica por las diferentes horas en las que unos y otros vieron dicho material pesado, lo que pudo significar emplazamiento gradual de las piezas divisadas por los declarantes.

    Todo enfrentamiento armado tiene un período de gestación. Los antagonismos que lo originan generan tensiones en progresivo aumento, que culminan bien porque un detonante ocasional produce el estallido, bien porque un proceso calculado señala el momento para desencadenar el conflicto.

    El asalto a Leticia estuvo precedido por más de un siglo de difíciles negociaciones diplomáticas, varias veces abiertas e interrumpidas, y por incidentes armados que variaron desde la guerra de 1829 desatada por el mariscal José de la Mar con el propósito de anexar al Perú las provincias colombianas de Cuenca, Loja y Guayaquil, hasta el ataque a la localidad de La Pedrera en 1911 sobre la margen sur del río Caquetá por una expedición militar al mando del teniente coronel del Ejército peruano Oscar Benavides.

    El Tratado Lozano-Salomón, ratificado por los dos países en 1928, si bien culminó las negociaciones bilaterales, no dejó satisfechas las aspiraciones contrapuestas de colombianos y peruanos, que se sentían con derechos sobre extensiones geográficas que el mencionado instrumento de Derecho Internacional Público dejó por fuera del respectivo país.

    Para el Perú, la soberanía nacional se extendía hasta el río Caquetá por el norte, por cuanto hasta allí llegaba la jurisdicción religiosa del obispado de Lima, al cual había asignado la corona española el territorio amazónico para efectos misionales. Para Colombia, esa parcela, entendida por el Sur hasta el río Napo y por el Oriente hasta la desembocadura del Caquetá en el Amazonas, le pertenecía como heredad histórica del virreinato de la Nueva Granada, en virtud de la doctrina del Uti Possidetis de 1810, aceptada en el mundo hispanoamericano como base de la delimitación territorial entre las naciones surgidas de las antiguas colonias españolas.

    Lo que para los colombianos fue aceptación resignada de un hecho jurídico, para los peruanos, en particular los pobladores de la región amazónica, aquello fue un despojo. Dos importantes firmas comerciales de naturaleza familiar, poseían intereses en la zona adscrita por el Tratado a Colombia.

    La Casa Arana, tristemente célebre desde las épocas de las caucherías, una inmensa concesión en territorio colombiano, otorgado por el gobierno de su país desde antes de la firma del Tratado Lozano-Salomón. Los hermanos Vigil eran propietarios de la granja La Victoria, al oeste de Leticia, fuente de importantes negocios madereros y agrícolas.

    Con poderosas influencias en los círculos políticos del Perú, Aranas y Vigiles presionaban el reintegro de los territorios «cedidos» a Colombia al patrimonio nacional de su país. Un hecho político vino a crear la coyuntura propicia. Al gobierno del Perú había accedido por la vía armada el coronel Luis María Sánchez Cerro.

    Débil políticamente por la cerrada oposición de partidos rivales, el régimen dictatorial halló en las circunstancias descritas la coyuntura favorable para consolidarse en un acto de reivindicación patriótica que obedeció, en sus propios términos, a "las incontenibles aspiraciones del pueblo peruano".

    Dos naciones amigas y hermanas se veían precipitadas así, a un conflicto bélico adverso a los intereses reales y futuros de sus pueblos, contrario a la vez a mandatos históricos y fuerzas unificadoras. Es este el origen del recuento contenido en las páginas del presente libro.

    La cuestión limítrofe

    Mayor General, Jaime Durán Pombo

    Geografía e Historia

    Una de las consideraciones que debe formularse quien se ocupe de cualquier acontecimiento histórico, es apreciar, previamente, la íntima vinculación que existe entre la geografía y la historia. La primera de estas ciencias estudia en sus más variados aspectos, el escenario natural en el cual ha venido actuando el hombre, el gran protagonista de la historia. Estas consideraciones son básicas cuando se trata de la cuenca hidrográfica del Amazonas, la más extensa del globo.

    Al respecto en Los fundamentos geográficos y los problemas de la vida económica, de que es autor el geógrafo Rudolf Lutgens, dice: "La región del tráfico fluvial más extensa del mundo es la del Amazonas, tiene más de veinte (20) ríos secundarios que son mayores que el Rhin. Los buques pueden remontar el Amazonas por más de cuatro mil (4.000) kilómetros". Inserta un cuadro comparativo que se transcribe. 1

    1 Lutgens Rudolf La tierra y la economía mundial. Tratado general de geografía económica. Volumen I. Los fundamentos geográficos y los problemas de la vida económica. Traducción española por Claudio Matons Rossi. Ediciones Omega Barcelona 1954.

    A los datos precedentes debe agregarse que dos quintas partes del espacio territorial de América del Sur, están cubiertas por el conjunto forestal amazónico, el más extenso del planeta, en donde se encuentran especies vegetales y zoológicas autóctonas de esta zona húmeda, tropical y ecuatorial. Además, la naturaleza ha complementado esta red fluvial con el brazo Casiquiare que conecta al río Negro, afluente del Amazonas, con el río Orinoco.

    Las condiciones geográficas características de la cuenca amazónica, han sido estudiadas por antropólogos y sociólogos, quienes han establecido la influencia que ellas ejercen en los seres humanos que habitan esas regiones. Concuerdan en afirmar que diez mil años antes de la Era Cristiana, ya había llegado el hombre a esta zona del planeta.

    Antecedentes remotos

    No fue fácil en el pasado la delimitación territorial en la Amazonia, donde se dieron cita dos imperios, España y Portugal, y convergen cuatro naciones contemporáneas, herederas de las que fueran sus antiguas posesiones de ultramar: Colombia, Brasil, Ecuador y Perú.

    Los dos reinos ubicados en la Península Ibérica se disputaron, durante los períodos que se conocen como Descubrimiento, Conquista y Colonia de Iberoamérica, el dominio de los espacios colindantes, circunscritos a las cuencas hidrográficas del Amazonas y del río de La Plata.

    Entre Castilla y Portugal se habían presentado, antes del Descubrimiento del Nuevo Mundo, discrepancias dinásticas y territoriales, para cuya solución los reyes y príncipes cristianos solicitaron la intervención del Sumo Pontífice. Tales discrepancias irían a intensificarse en la era de los grandes descubrimientos, cuando los intereses de los imperios español y portugués en formación comenzaron a coincidir en áreas de interés.

    El meridiano de Tordesillas

    El regreso de Cristóbal Colón de su primer viaje planteó el interrogante de cuáles serían los límites de las posesiones ultramarinas de España y Portugal. La cuestión se sometió al Soberano Pontífice de la Cristiandad, Alejandro VI (Rodrigo Borja 1492-1503, español), quien expidió al respecto seis bulas pontificias. La que vino a definir los límites imperiales de las dos naciones ibéricas, se tradujo en un Tratado que se firmó en la Villa de Tordesillas (Valladolid) el 7 de julio de 1494.

    Desde entonces se ha conocido como Meridiano de Tordesillas la línea divisoria entre los dos imperios, acordada antes de que Cristóbal Colón hubiese regresado de su segundo viaje. Sin embargo, ni el Meridiano ni el Tratado pusieron fin a los litigios. Fuertes controversias surgieron entre España y Portugal y por ende entre sus herederos iberoamericanos.

    Portugal nunca se ciñó al límite impuesto por el Meridiano. Sus bandeirantes lo traspasaron en el Brasil, a costa de grandes extensiones de territorios españoles, situados al occidente de esa línea inmaterializable, lo que iría a complicar seriamente la demarcación fronteriza entre las cuatro naciones amazónicas, surgidas de los dos imperios durante el proceso de emancipación de iberoamérica.

    El Tratado de San Ildefonso

    Muchas fueron las incidencias que se registraron en la historia paralela de España y Portugal a lo largo de los primeros dos siglos que sucedieron al Descubrimiento. Su desenvolvimiento constituye aspecto de singular interés por las repercusiones que tendría en

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