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La Defensa Nacional
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La Defensa Nacional

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El militar es un jefe en estado puro. A no dudarlo, hay mucha fuciones sociales en que el mando desempeña un papel importante: el ingeniero, el médico, el jefe de servicio, el administrador, dan órdenes subalternos y se cercioran de su correcta ejecución. Pero su principal actividad consiste en concebir, en cuidar, en redactar o en organizar, y las órdenes que puedan impartir no son sino consecuencias de ella. Para mandante militar sucede a la inversa: mandar es la esencia misma de sus funciones.
Cuando, por ejemplo, actúa como educador, no está preparando a aquellos a quienes instruye para una acción que luego han de dirigir otros, como sucede con un profesor. Forma a los hombres a quienes mandar él mismo, o que van a servir a órdenes de un individuo con grado semejante a él. En verdad, el maestro no hace hacer las cosas: apenas enseña a hacerlas. Hasta cuando organiza "trabajos prácticos", nunca persigue el rendimiento, sino la formación. El militar, por el contrario, hace ejecutar. De la guerra, considerada en conjunto, decía Napoleón que es “un arte sencillo, y todo ejecución".
Ejefe militar manda por su esencia, el político manda por accidente. No es que no guste de hacerlo: por el contrario piensa constantemente en "el poder", pero esa ambición, profunda y general, no se ve satisfecha sino pocas veces. Si logra serlo, es un éxito siempre precario.
El jefe político no ejerce un verdadero mando. Mientras que —según fórmula— la principal fuerza de los ejércitos es la disciplina, la indisciplina es el rasgo más constante de la vida política. Los ministros son aliados o colaboradores del presidente del consejo, no son sus subordinados.
Los puestos de mando son mucho menos numerosos que los que los ambicionan, de modo que la emulación es constante, y muchas veces feroz. Después de haber combatido para conseguir el poder, el político aún tiene que combatir para conservarlo.
En la política, como en los negocios, la decisión que se desea provocar se obtiene en dos tiempos: en el primero se trata de seducir o de convencer, y se hace lo posible por crear en el interlocutor las ideas o los sentimientos favorables. En el segundo (que la sicología teórica tiende a omitir o a subestimar.) se trata de obtener del otro que pase a la acción.
El militar manda a sus hombres, pero a él también lo mandan: el funcionario está encuadrado también. Uno y otro están presos en un orden que los sostiene y que a veces los obliga a ejecutar tal o cual acción en tal o cual momento por el contrario, el político a menudo tiene que decidirse a actuar cuan nada en absoluto lo obliga a ello. Antes de convencer a los demás tiene que ponerse en camino, y para ello tiene que ponerse en marcha a sí mismo

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 dic 2018
ISBN9780463723081
La Defensa Nacional
Autor

Julio Cervantes

Coronel del Ejército colombiano, que durante las décadas de 1950 y 1960 se distinguió como un académico e intelectual bilingüe.

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    La Defensa Nacional - Julio Cervantes

    La defensa nacional

    Por Louis Trotabas,

    Miembro Correspondiente del Instituto, director del Centro de Ciencias Políticas de Niza.

    El IV Período del Centro de Estudios Superiores de Ciencias Políticas de Niza se dedicó a la "Defensa Nacional". En este prólogo quisiéramos explicar cómo se concibió ese período, y justificar su denominación.

    *****

    Los centros de estudios superiores especializados deben dedicarse al estudio de un problema que se plantea un poco al margen de los programas generales de una disciplina determinada: deben permitir que se profundice sobre un punto dado, que apenas puede mencionarse en la enseñanza general.

    En el campo de las ciencias políticas, tal es el problema que plantean las relaciones entre el poder civil y el poder militar. El estudio de estas relaciones, en efecto, se encuentra en el origen de este IV Período, y emana de los Principios de Derecho Público del decano Hauriou, que en su Capítulo IX, intitulado "Las Separaciones", tiene páginas cargadas de ideas, como todas las obras de este maestro del Derecho Público, sobre la separación de los poderes civil y militar. (1)

    (1) M. Hauriou, principes de droit public, 1910, pp. 369 et sq.

    Este análisis, complementado por algunos comentarios del decano Duguit, (2) hizo notar a los publicistas de la generación que iniciaba su formación jurídica en vísperas de la guerra del 14 un sector del Derecho Público que abría perspectivas inexploradas dentro del estudio general del Estado y el gran problema de su defensa.

    (2) L. Duguit, Tr. de droit constitutionnel, t. IV (1924), pp. 594 et seq., sobre los poderes del presidente de la república, y t. III (1923), especialmente pp. 187 et seq., 289, sobre el estatuto de los agentes del Estado.

    Al evocar a esa generación, observemos que tuvo la oportunidad de completar su formación intelectual con una experiencia personal de que su antecesora se vio privada. Por cuenta propia tuvo la experiencia de la integración de lo civil en lo militar en un terreno diferente del cuartel, y esta fuente de información, desgraciadamente, se ha ofrecido en forma continua a la generación siguiente.

    Pero si la parte militar de la vida se ha ampliado así desde hace casi cincuenta años, en detrimento de la vida civil, hay que reconocer que el estudio de los problemas planteados por la existencia del Ejército en la nación, y aún el análisis de sus relaciones mutuas, no han atraído especialmente la atención de los autores de Derecho Público.

    Ninguno de ellos ha demarcado el lugar que en la ciencia política corresponde a las realidades militares cuyo apóstol, que las selló con su sangre, fue Péguy —esas realidades que tienen "una importancia fundamental como piso de las demás realidades, de la mayoría de las realidades materiales, de las realidades económicas, de las realidades del poder, y de gran número de las realidades del espíritu, de las realidades intelectuales y mentales, y hasta de las morales. Y me atrevería a decir, las religiosas".(3)

    (3) Citado por J. Delaporte, Connaissance de Péguy, 1944, II, p. 280.

    Quizá en esta falta de interés y en la ignorancia de esas realidades militares podría verse una explicación, si no una de las causas, de la crisis padecida entre las dos guerras por todo nuestro aparato militar, tanto en el hundimiento de la conciencia pública como en el del mando. (4) lo cierto, al menos, es que el desastre de 1940, al cual se sumaron las duras lecciones de las campañas de ultramar, ha provocado un amplio movimiento conducente a tomar conciencia del problema militar.

    (4) Tony Albord, Pourquoi cela est arrivé (1919-1939), Aux Portes du Large, Nantes, 1946.

    Desde hace algún tiempo, éste viene imponiéndose a la opinión pública, aúnn a la menos avisada, por varios aspectos particulares, como el de la libertad del oficial o el del empleo del Ejército en la zona limítrofe entre la operación militar y la de policía.

    Pero detrás de esas emergencias particulares, el publicista adivina hoy que la estructura del Estado, su soberanía y su unidad, así como su independencia política o económica y su cohesión social, exigen el conocimiento general de las ''realidades militares" que tan bien sintió Péguy, porque ellas dominan las relaciones entre el Ejército y la nación.

    En el campo general de estas preocupaciones se justifica la actualidad de nuestro tema, y es en él donde lo hemos elegido. Definido así el espíritu general de nuestras investigaciones, puesto que estamos en el terreno militar nos queda por determinar la estrategia y por establecer la forma de conducir las operaciones que pueden permitirnos alcanzar nuestro objetivo.

    *****

    Dentro del marco de las ciencias políticas y a la luz de los análisis de Hauriou, el problema se planteaba, naturalmente, por el ángulo de las relaciones entre el poder civil y el poder militar. Esta vía de acceso no sólo se presentaba como la vía normal, sino como la única por la cual los guías que se trataba de reunir, para un cursillo de ciencias políticas, deberían conducir a la caravana de nuestros oyentes hasta las cumbres por explorar. Pero las montañas del derecho y de las ciencias políticas se transforman mucho más rápidamente que las de los alpinistas.

    No están sujetas solamente a la erosión constante que modifica sus accesos y a veces las hace más peligrosas: sufren también los efectos de fuerzas profundas casi completamente dormidas en el mundo físico, pero siempre poderosas en nuestras disciplinas. Todavía estamos en la era de los grandes plegamientos en que surgen cordilleras nuevas: los terrenos primarios que exploraba Hauriou en 1910 y sobre los cuales todavía seguíamos sus huellas en 1935, (5) se han sumergido o se han fundido en macizos nuevos, entre los cuales apenas se les reconoce.

    (5) V. Pouvoir civil et pouvoir militaire, en el t. X de la Encyclopédie (109, 8-3).

    Ahora es necesario abordar nuevas vías, en las que la investigación encuentra rápidamente, más allá de los senderos trillados y después de las pequeñas dificultades, los más altos grados del escalamiento científico.

    En 1910, y todavía durante los años inmediatamente siguientes a h guerra del 14, cuando aún se carecía de perspectiva para medir el movimiento de las cosas y para captar el sentido irreversible de los acontecimientos, el problema de las relaciones entre el civil y el militar o entre el Ejército y la nación era relativamente sencillo.

    Todo se basaba, en efecto, en esa separación que delimitaba lo civil y lo militar, simplemente reunidos por el efecto de una tradición milenaria en la persona del jefe del Estado: su imagen clásica, que todavía se refleja en las instituciones actuales, lo representaba sosteniendo a la vez el cetro y la espada, pero con el cetro, es decir, el poder civil, en la mano derecha, para indicar la supremacía de ese poder sobre el militar.

    Bajo esta separación se perfilaba una secuencia rígida: detrás del poder militar se encontraba el Ejército, y detrás del Ejército, al fondo del cuadro, la perspectiva de la guerra, horrible pero imperiosa, porque se imponía como garantía de la independencia y de la seguridad del Estado.

    Esa secuencia era bien rígida porque se desarrollaba infaliblemente, con sus contornos bien definidos desde su primer término hasta el último, y viceversa: lo único militar era el Ejército, y el Ejército no tenía más objetivo que la guerra, como lo expresaba, por lo demás, la denominación del departamento ministerial de que dependía: el ministerio de la guerra. Esta se concebía, a su vez, con el aspecto clásico del choque de los ejércitos, conducidos por el poder militar bajo la dirección gubernamental del poder civil. Secuencia rígida, en ambos sentidos.

    Esta perspectiva clásica se fundaba en lo que hoy se llama guerra convencional. Este calificativo se ha hecho necesario porque, desgraciadamente, en el fondo del cuadro subsiste siempre el genio malhechor de la guerra, pero el cuadro ya no se compone de trofeos épicos, con haces de banderas unidos a las armas, las trompetas y los tambores de guerra: impresa sobre los trofeos guerreros aparece una máscara detrás de la cual se ocultan la guerra total, la guerra de gases o la bacteriológica, la guerra fría o la guerra de nervios, la guerra atómica o la guerra de oprimir botones, la guerra revolucionaria, finalmente, y todas ellas nos amenazan a su turno.

    Tal vez otras formas de que aún no nos damos cuenta y que pueden poner en peligro la independencia y la seguridad de los Estados aún más gravemente que la guerra convencional, están desarrollándose detrás de esa máscara. Sobre esas bases nuevas, la secuencia rígida de antaño ya no es valedera. El Ejército concebido para la guerra convencional no está hecho para defendernos de la guerra revolucionaria, y la guerra de nervios o la guerra atómica se ríen de la separación clásica entre lo civil y lo militar.

    El problema de las relaciones entre los poderes civil y militar, pues, no tiene sentido ya, porque esas relaciones fueron concebidas únicamente en función de la guerra convencional. Estudiar esas relaciones sería inclusive abocarse a un falso problema, sí se puede esperar que la guerra convencional no ocurrirá. Pero la necesidad de la Defensa Nacional es siempre igualmente imperiosa.

    Con las amenazas malignas de la guerra, desde detrás de su máscara, los que se plantean son en realidad problemas nuevos, tanto para adaptar el Ejército a las defensas nuevas que necesitamos, como para delimitar sobre estos nuevos planos las relaciones entre lo civil y lo militar, investigando si la separación en que se basaba todo corresponde todavía o no a una realidad.

    Tales son los nuevos puntos de vista desde los cuales hay que determinar hoy el lugar del Ejército en la nación. Afectan primordialmente a las instituciones políticas y las condiciones de la vida social y económica, y sin embargo hasta hoy no se ha emprendido su estudio de conjunto por el aspecto de las ciencias políticas: nuestro cursillo, sin la pretensión de lograrlo por sí sólo, ha querido dedicarse a suscitar esas investigaciones, mostrando a sus participantes, y ahora a los lectores de sus trabajos, la importancia y la novedad de problemas que el estudio general de las ciencias políticas no les había hecho percibir.

    *****

    Estas perspectivas nuevas ampliaron considerablemente el alcance de nuestro cursillo, y el título que se había previsto, y que se refería solamente a las relaciones entre los poderes civil y militar no permitía abarcarlo. El de La Defensa Nacional que lo reemplazó, no es completamente satisfactorio, y esto exige algunas explicaciones más.

    Dentro del cuadro de un estudio de ciencias políticas que abarca todos los aspectos que hemos mencionado, la expresión Defensa Nacional puede parecer inadecuada. Y es inadecuada como lo son, según se dice, las posadas españolas, en las cuales no se encuentra nada qué comer, lo que puede solucionarse llevándolo uno mismo.

    Hoy día, "Defensa Nacional'' es de uso generalizado, oficial; por ese aspecto, es una fórmula segura, pero también, hay que reconocerlo, tremendamente vacía e impropia para expresar todos los problemas complejos que queríamos abordar. En nuestro lenguaje corriente, la Defensa Nacional es etiqueta administrativa, un ministerio, un papeleo, oficinas. Está en el mismo plano que el turismo, la marina mercante o los correos y telégrafos.

    Naturalmente, no se trata de discutir la importancia ni los méritos de esos servicios, pero su carácter técnico y administrativo no interesa esencialmente al complejo de las ciencias políticas. Por lo demás, ninguno de los términos de la expresión administrativa Defensa Nacional es satisfactorio. Defensa es un término estático, pasivo, que no expresa por sí mismo ni la importancia ni la complejidad de los problemas que se plantean, ni, sobre todo, su carácter primordial.

    Responde, evidentemente, a la preocupación de no asumir una actitud de conquistador, pero por eso mismo implica un elemento de seguridad pasiva, de resignación, de espera del peligro, de reacción a posteriori. que lo priva de todo dinamismo. Nacional debería expresar algo grande y noble, una fuerza viva, porque la idea nacional es por el contrario, una idea dinámica. Lo fue, pero, ¿sigue siéndolo para nosotros?

    El calificativo está hoy tan gastado, que ha perdido su valor de la fuerza. Cuando nacional se acopla a defensa, no tiene más grandeza que la denominación de una exposición, de una empresa, o desgraciadamente, hasta de una lotería...

    Pero a causa de estas insuficiencias, de esta sequedad, y no a pesar de ellas, hemos conservado para nuestro cursillo el título de Defensa Nacional. Hemos querido mostrar a nuestros oyentes, que podían ignorarle, cómo al aportar a esta fórmula todo lo que debe contener se la transforma de mala en buena, porque se carga de sentido.

    Nos hemos consagrado a ese necesario aporte, y si el conjunto de estos estudios logra demostrar que la expresión Defensa Nacional debe entenderse con mayúsculas, es decir, que expresa una personificación, y si así puede decirse, la encarnación del grave problema de la salvaguardia del Estado, hoy más grave y más complejo que nunca, nuestra empresa no habrá sido inútil.

    *****

    Apenas si es necesario decir ahora lo que fue esa empresa: resalta del simple examen de nuestro programa y de la lectura de nuestros estudios (6).

    (6) V. p. 13 el programa del período, tal como se desarrolló del 16 de julio al 10 de agosto de 1957.

    Hemos hecho hablar al historiador: desde lo que familiarmente puede llamarse el golpe del Rubicón hasta la formación del Estado moderno, nos mostró cómo ha tomado su sitio el poder militar dentro del Estado. También hicimos hablar al filósofo y al sociólogo, que nos dibujaron el retrato del militar frente al político, y analizaron la sociedad militar en sus relaciones con la sociedad civil e investigaron las condiciones o las posibilidades de su integración.

    Hicimos hablar al jurista y al economista, para determinar, en esas perspectivas nuevas, las relaciones fundamentales del poder civil y del poder militar, para ubicar al Ejército en la función pública, para mostrar los diversos aspectos de los problemas que se abordan en el Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional, y la elevación del problema del plano nacional al plano internacional.

    Dentro de ese cuadro, interrogamos al extranjero. Constreñidos por los límites de tiempo, no pudimos recurrir más que a los Estados Unidos, no sólo por el papel importante que desempeña ese país en el régimen de nuestra propia defensa, sino también en razón de los estudios que se han adelantado en América sobre las relaciones civiles-militares, y como signo de buena vecindad, porque simultáneamente con nuestro cursillo se adelantaba en el Instituto un seminario americano de ciencias políticas y económicas.

    Hicimos hablar al político, que nos aportó la más reciente y más rica información sobre el problema del desarme, que se discutía en Londres mientras desarrollábamos nuestras tareas. Finalmente, hicimos hablar a La Gran Muda, no para preguntarle sus secretos ni pedirle que se apartara de su reseña tradicional, sino para oír, en relación con la Defensa Nacional, la voz de quienes tienen la responsabilidad y el honor de asegurarla.

    Desde los aspectos particulares y técnicos de la Defensa Nacional, cuyo estudio se confió a los especialistas más competentes, hasta el problema general de la seguridad francesa en función de los organismos internacionales, abordado al más alto nivel de la jerarquía militar —puesto que el mariscal Juin aceptó tratar ese tema, aprestigiando nuestro cursillo con su presencia— esa participación militar demostró a la vez la diversidad de los aspectos nuevos de la Defensa Nacional, y la unidad de las más hondas preocupaciones de quienes mejor conocen sus resortes: en todas esas lecciones se encuentra la misma interrogación pungente, la misma inquietud por el bien común, por la seguridad de la patria, la misma necesidad de ampliación.

    De esas exposiciones sale completamente revalorizada la fórmula Defensa Nacional, integrando en su plenitud la defensa de los valores espirituales, en que se encuentran militares y civiles, ya no separados; sino unidos en una inquietud y en un deber comunes.

    *****

    ¿Puedo concluir, al terminar esta presentación general, que nuestros guías han conducido efectivamente a los oyentes, por sus caminos diversos, hasta la cúspide que se perfilaba como objetivo de nuestro viaje? No lo creo. En el orden de la investigación, la cima en que todo se detiene es un espejismo que se prolonga y se aleja siempre: y así tiene que ser, porque la investigación ha de suscitar la investigación, y dónele siempre se detiene es en puntos suspensivos y no en un punto final.

    Pero a falta de la cúspide, hemos alcanzado un mirador. La grandiosa vista que desde él se descubre sobre la Defensa Nacional, creo que nadie la había abarcado todavía con tanta amplitud y a una luz tan clara. Ojalá esta visión sana y muy amplia, ya que no completa, devuelva a la Defensa Nacional el sentido profundo que muchas veces no se le asigna, y le restituya, en el orden de nuestros estudios y de nuestro pensamiento, el lugar importante que le corresponde.

    Ya es hora de suscitar, entre civiles y militares, ampliando los objetivos que ahora busca el Instituto de Altos Estudios de Defensa Nacional, una emulación de investigación y de estudio, una simbiosis de aportes y de atención, si se desea asegurar la salvaguardia de las instituciones temporales y de los valores espirituales que nos son igualmente preciosos.

    Con esa unión, en lugar de la separación de antaño, habremos contribuido tal vez a rejuvenecer con estas nuevas perspectivas el problema de la Defensa Nacional, viejo ciertamente pero no envejecido puesto que renace siempre, y más agudo hoy que nunca.

    Primera Parte

    El problema general de las relaciones entre el poder civil y el poder militar

    Introducción

    Políticos y jefes militares

    (Estudio psico-sociológico)

    Por Gastón Berger

    Miembro del Instituto, Director General de la Enseñanza Superior.

    ¿En qué condiciones trabajan los políticos y los jefes militares? ¿Cómo se ejerce, aquí y allá, el mando? ¿Qué disposiciones de carácter y qué condiciones sociales aumentan o disminuyen su eficacia? Estas son las interrogantes sobre las cuales quisiera presentarles algunas observaciones.

    No hay por qué entrar a justificar la elección de un tema, pero al menos conviene comentar el título para hacer comprender exactamente lo que se pretende. Puede parecer extraño que el paralelo anunciado no se establezca en términos perfectamente simétricos, y que el jefe militar no se compare con el jefe político; pero los jefes políticos son poco numerosos, y se podría caer en la tentación de hacer resaltar solamente a los más notables de los jefes militares, cuando resulta igualmente instructivo el estudio de los jefes subalternos.

    Pero sí hay que decir, ante todo, que un problema de vocabulario, que puede parecer trivial, nos coloca desde un principio ante una diferencia profunda: todo individuo con grado es un jefe, en tanto que el político sólo lo es en raras ocasiones, pero casi siempre aspira a serlo.

    El mando en la vida política y en el Ejército

    El militar es un jefe en estado puro. A no dudarlo, hay mucha funciones sociales en que el mando desempeña un papel importante: el ingeniero, el médico, el jefe de servicio, el administrador, dan órdenes subalternos y se cercioran de su correcta ejecución. Pero su principal actividad consiste en concebir, en cuidar, en redactar o en organizar, y las órdenes que puedan impartir no son sino consecuencias de ella. Para mandante militar sucede a la inversa: mandar es la esencia misma de sus funciones.

    Cuando, por ejemplo, actúa como educador, no está preparando a aquellos a quienes instruye para una acción que luego han de dirigir otros, como sucede con un profesor. Forma a los hombres a quienes mandar él mismo, o que van a servir a órdenes de un individuo con grado semejante a él.

    En verdad, el maestro no hace hacer las cosas: apenas enseña a hacerlas. Hasta cuando organiza trabajos prácticos, nunca persigue el rendimiento, sino la formación. El militar, por el contrario, hace ejecutar. De la guerra, considerada en conjunto, decía Napoleón que es un arte sencillo, y todo ejecución.

    El Ejército tiene una conciencia tan viva de la importancia primordial del mando, que le repugna dejar demasiado tiempo a sus oficiales en los servicios administrativos o técnicos, y les exige que, al cabo de cierto tiempo, regresen a los cuerpos de tropas para ejercerlo en ellos.

    Si, en cierto modo, el jefe militar manda por su esencia, el político manda por accidente. No es que no guste de hacerlo: por el contrario piensa constantemente en el poder, pero esa ambición, profunda y general, no se ve satisfecha sino pocas veces. Si logra serlo, es un éxito siempre precario.

    I - El poder político

    La primera observación que debe hacerse a este propósito es la del jefe político no ejerce un verdadero mando. Mientras que —según fórmula— la principal fuerza de los ejércitos es la disciplina, la indisciplina es el rasgo más constante de la vida política. Los ministros son aliados o colaboradores del presidente del consejo, no son sus subordinados.

    El secretario general de un partido no da órdenes a la manera de oficial. Cuando su autoridad se hace más estricta y más precisa, el partido toma aspecto paramilitar, y sus miembros son cada día menos los adherentes a un grupo para convertirse en los ejecutantes de una consigna.

    Y es que en política el poder se obtiene más de lo que se impone. La vida política no es un campo en que reine la autoridad, sino el campo en que se ejercen las influencias. A no dudarlo, un ministro da órdenes a los funcionarios de su repartición, pero éstos las obedecen en virtud del estatuto del Estado y no para seguir sus directivas políticas.

    Allí surgen los problemas complejos que tuve oportunidad de hacer notar aquí mismo el año pasado (1) y que se plantean donde los factores políticos de las decisiones administrativas se encuentran con los factores técnicos.

    (1) Política y Técnica, 1958 (P. U. F.), pp. 369 y sig.

    Además, ocurre a veces que el ministro es un técnico sin filiación política. En ese caso, se realiza efectivamente la disociación entre la administración, donde puede ejercerse el mando, y la política, que se aplica a inspirar o a orientar las principales decisiones del ministro.

    La característica de todos los poderes políticos es la inestabilidad, que puede ser más o menos grande, pero que nunca desaparece. No hay que creer que sólo existe en determinados regímenes, sobre todo en aquellos en que las elecciones periódicamente vienen a ponerlo todo en duda. Donde no hay elecciones, o donde ellas no tienen mayor influencia, siempre existen la opinión. los favoritismos, las intrigas.

    El poder del cortesano, que depende por entero del favor del príncipe, no está establecido más definitivamente que el del diputado, sujeto al sufragio de sus electores. Sin duda, la psicología de los pueblos es factor determinante de la movilidad de las situaciones, y también sin duda, la naturaleza de las instituciones favorece o se opone a esa movilidad, pero la regla general sigue siendo la precariedad del éxito.

    Los puestos de mando son mucho menos numerosos que los que los ambicionan, de modo que la emulación es constante, y muchas veces feroz. Después de haber combatido para conseguir el poder, el político aún tiene que combatir para conservarlo.

    La actividad política

    La rivalidad, característica de la vida política, la separa bastante profundamente de la vida militar, y la acerca, por el contrario, a la vida económica. Por lo demás, ¿es sorprendente que la política, toda negociación, se asemeje a los negocios? El político no se parece al jefe de empresa, más próximo al administrador, pero sí al vendedor, que tiene sitio importante en toda explotación. Podemos verlo al analizar los rasgos salientes de su comportamiento.

    A) Como el agente viajero, el representante, o en general, todo vendedor, el político desea obtener de aquellos a quienes se dirige una decisión que le sea favorable. Lo mismo que ellos, carece de todo medio de imposición directa. Las presiones, las maniobras, las mismas amenazas no lo están absolutamente vedadas, pero lo debilitan más de lo que sirve.

    Por otra parte, ponen en juego diversas formas de influencia, pero no constituyen jamás los medios de un verdadero mando. Obtener un voto, asegurarse una ayuda, obtener el apoyo de alguien de quien se fuera un adversario, son otras tantas operaciones psico-sociológicas semejantes a las que conducen a la conquista de un mercado o la obtención de un pedido.

    Ni en un caso ni en el otro se trata de ordenar: hay que persuadir, hacer sentir al otro que la acción que se sirve a sus intereses. El diputado se declara servidor de sus electores como el comerciante se declara al servicio de sus clientes.

    Por lo demás habla corrientemente de la clientela electoral. En la terminología social, pedido es sinónimo de "orden", y la determinación va del al vendedor al vendedor —al menos en apariencia, puesto que el arte del vendedor está precisamente en crear la decisión que el cliente debe creer espontánea.

    Nunca se conduce tan seguramente a los hombres como cuando se les da la ilusión de que son libres. En todo caso, el vendedor no da órdenes: Las recibe. Del mismo modo, los electores dan un mandato a su diputado.

    B) En la política, como en los negocios, la decisión que se desea provocar se obtiene en dos tiempos: en el primero se trata de seducir o de convencer, y se hace lo posible por crear en el interlocutor las ideas o los sentimientos favorables. En el segundo (que la sicología teórica tiende a omitir o a subestimar.) se trata de obtener del otro que pase a la acción.

    La realidad revela cuánto esfuerzo y cuánta acción personal se necesita para vencer la inercia que impide a las personas hacer aquello que se ha hecho pensar y hasta desear. La publicidad prepara las ventas como la artillería prepara el ataque, pero el vendedor se apodera de su pedido como el infante toma la posición. En la misma forma, una campaña de prensa puede preparar a la opinión, pero no puede reemplazar a la acción personal.

    Esto supone que el político y el vendedor deben tener en su carácter una fuerte dosis de actividad. Donde este rasgo sea deficiente, se pueden encontrar hábiles teóricos y valiosos colaboradores, pero no hombres capaces de arrancar las decisiones.

    C) Como el vendedor, el político debe gustar de vivir entre otros hombres, de hablarles, de compartir sus preocupaciones, que a otros pueden parecer mezquinas, de ocuparse de ellos... Los que no gustan de ver a sus hombres tienen una desventaja, tanto en la vida política como en las ventas: podrán compensar esa inferioridad (puesto que el juego de las compensaciones psicológicas no nos impone nada fatalmente), pero para lograrle les serán indispensables notables cualidades en otros campos.

    Sin embargo, nunca se sentirán cómodos en un mundo que no está hecho para ellos. El que respeta la intimidad de los demás y es celoso de la suya propia, fácilmente es herido por la multiplicación de las relaciones exteriores. Suena con dar su amistad, cuando la mayoría de las veces no se trata sino de un intercambio de servicios. Para quien aprecia la vida interior, lo social siempre excluye de su alcance cuánto hay de más precioso en lo humano.

    Tanto en la vida política como en las ventas, no se puede permitir que la benevolencia llegue nunca hasta el olvido de sí mismo. El no colocarse en el punto de vista del otro eliminaría la simpatía que hay que hacer nacer para actuar con eficacia; el ponerse totalmente en su lugar, subordinaría al vendedor al cliente. Hay que amar y comprender al otro en la medida en que ello es necesario para poderlo maniobrar.

    Hay un criterio bastante exacto para apreciar estas disposiciones sociales: la aptitud para utilizar las relaciones. Los que tienen éxito en sociedad (muchos son, por carácter, sanguíneos: activos, primarios, no emotivos) hacen gustosamente negocios con sus amigos. Esto no significa que los traicionen: por el contrario, con frecuencia son complacientes y eficaces. Pero los sentimentales que tienen tendencias inversas (inactivos, secundarios, no emotivos) prefieren hacer negocios con extraños: les desagrada asociar demasiado estrechamente los sentimientos con el interés.

    Así se oponen el vendedor o el político, en el principio mismo que les inspira, al médico, al psicólogo, al sacerdote, al filósofo. Estos olvidan su propio interés y se dirigen a lo más profundo y personal que hay en el otro. Con más o menos fortuna, desean salvarlo —en este mundo o en el otro.

    Esto ayuda a comprender el malentendido que separa a los filósofos de los políticos, así como todas las situaciones falsas que se presentan cuando se confunden las dos actitudes. Entre los unos y los otros hay una cadena indefinida de reproches, y unos tratan de ingenuos a los otros, mientras éstos se escandalizan del cinismo de sus interlocutores.

    Vuestras intenciones no son puras, dicen; "Vuestras acciones son torpes", responden los primeros, y producen el resultado contrario de lo que queréis.

    Una psicología concreta de los caracteres y de las situaciones permitiría comprender el origen real de esos antagonismos, y muchas veces, dejarlos atrás.

    D) Se necesitan poca sensibilidad y mucha actividad natural para seguir siendo uno mismo en medio de la agitación social, y para prestarse a todos sin entregarse a nadie. La actividad parece aún más indispensable cuando se considera que el político —siempre a semejanza del vendedor— tiene que determinarse a sí mismo antes de determinar a los demás.

    El militar manda a sus hombres, pero a él también lo mandan: el funcionario está encuadrado también. Uno y otro están presos en un orden que los sostiene y que a veces los obliga a ejecutar tal o cual acción en tal o cual momento por el contrario, el político a menudo tiene que decidirse a actuar cuan nada en absoluto lo obliga a ello. Antes de convencer a los demás tiene que ponerse en camino, y para ello tiene que ponerse en marcha a sí mismo

    Cada día hay diez pequeños problemas por resolver que podrían dejar para mañana, veinte gestiones qué hacer, treinta cartas por escribir... inactivo pronto se cansa de esa vida, y la deja cuanto antes si no hay una constricción externa —a veces la que ejerce sobre él una mujer ambiciosa que lo obligue a continuar en una vida que no está hecha para él.

    E) Lo mismo que el vendedor, el político debe tener una avidez natural bastante fuerte. Sin embargo, si ella fuera excesiva, podría comprometer su éxito: no se tolera con paciencia a los que en toda oportunidad reclaman para sí todas las ventajas. Al menos, hay que desear el éxito, y desearlo con intensidad y constancia. Por este aspecto pueden resultar equivalentes el deseo de dinero y el deseo de poder. Por lo demás, muchas veces se superponen y hasta se confunden en sus formas extremas: la pasión violenta de ganar traduce más la voluntad de poder que el deseo

    disfrutar. Los principios del materialismo económico son de una ingenuidad sorprendente: los hombres luchan menos por tener las cosas que por triunfar sobre sus rivales

    F) Como el vendedor, el político tendrá más éxito si su pasión intelectual es débil. Digo pasión intelectual y no inteligencia. Esta es una aptitud que da más valor a todos los caracteres: la pasión intelectual, por el contrario, es una disposición del carácter que no hace a los hombres mejor ni peores, sino que les confiere aficiones particulares. Es un deseo de comprender por comprender, una curiosidad gratuita que, haciéndonos comprometer en la investigación indefinida de las causas, suspende indefinidamente nuestra acción.

    El hombre de acción, por el contrario, vive el presente y quiere responder a la urgencia. Tiene necesidad de comprender suficientemente el obstáculo para derribarlo, pero no hasta el pun de olvidar su propia gestión. La acción esquematiza: la reflexión demasiado profunda sutiliza. Además, el estudio demasiado prolongado de todas las posibilidades hace resaltar cuánto hay de arriesgado en las acciones, más sencillas.

    Para arrastrar a los demás, no es muy conveniente profundizar en las razones que puedan tener para no seguirnos. El hombre demasiado curioso ve en todo acontecimiento un problema por resolver, y que ante todo hay que plantear. El hombre de acción se formula pocos problemas; apenas tiene preocupaciones.

    Algunos tipos de hombres públicos

    Es posible tener éxito en política con caracteres muy diversos, pero el estilo de éxito difiere de un hombre a otro. Evidentemente, no puedo desarrollar este tema, que exigiría todo un libro. Me limitaré a indicar algunos rasgos de tres tipos fáciles de reconocer.

    El gran estadista generalmente es un apasionado (emotivo, activo, secundario). Pensemos, por ejemplo, en Napoleón, en Richelieu, en Raymond Poincaré... La ambición se amplía en ellos hasta el marco de un gran designio, que se procura continuamente. El apasionado organiza su vicia como ha de organizar más tarde el inundo. Como es dominador, sabe gobernar —y utilizar— su violencia natural.

    Tiene el sentido del orden, de la jerarquía, del deber. Es perseverante, tenaz, autoritario. Conservador por naturaleza, es preciso, exigente, cuidadoso de los valores morales, que no le gusta distinguir de su expresión social. Le preocupa el bien público, pero no puede imaginarlo fuera del sistema con que se ha identificado.

    El negociador, del cual es un excelente ejemplo Talleyrand, es frecuentemente un sanguíneo (activo, primario, no emotivo). Frío, espiritual, hábil, rápido para tomar decisiones, es flexible y se adapta fácilmente a las situaciones más diversas. Sabe apreciar admirablemente cómo sopla el viento. "Hábil parece ser la palabra que mejor conviene —escribe Lacour-Gayet— tanto a la diplomacia de Talleyrand como a su carácter, si por habilidad se entiende el arte de adaptarse, la flexibilidad, el tacto, la aptitud para explotar las circunstancias."

    El orador impetuoso a menudo es un colérico (emotivo, activo, primario), como Mirabeau, Danton, Gambetta, Jaurés. Es generoso, cordial, lleno de vitalidad y exuberancia. Es optimista y está generalmente de buen humor, pero muchas veces le faltan buen gusto y mesura. Ama al pueblo. cree en el progreso, descuida tanto su presentación como su lenguaje.

    Si se comparan los papeles respectivos que desempeñan estos tres tipos en las conmociones sociales, se notará que los coléricos desencadenan los movimientos populares, los apasionados los organizan, y los sanguíneos les explotan.

    Dos retratos

    Si a los grandes rasgos de un tipo agregamos algunos detalles debido a factores secundarios o a circunstancias particulares, obtendremos descripciones que, aunque siguen siendo generales, se acercan al retrato. Veamos dos, a título de ejemplos:

    Stenos entró tarde a la política, y aportó a ella su amor por el orden y un vivo deseo de mandar. No le interesa el dinero y lleva una vida sencilla; sin embargo, le devora la ambición. Siendo incapaz de intrigar respondió con alegría al llamado de sus amigos cuando le pidieron que viera más eficazmente a los intereses de la República" presentando su candidatura. Creyó oír la voz del deber en esta fórmula convencional. Por lo demás, él mismo usa un estilo noble, algo pasado de moda.

    En su comportamiento hay tanto rigor como en sus ideas, y en el lamento se le respeta más de lo que se le ama. Es severo, preciso, minucioso. No da una cifra ni un dato de que no esté seguro: eso basta que se le crea competente en materia de finanzas.

    Confiere a su partido seriedad, que la hacía falta. En la tribuna, las contradicciones le hieren como injusticias y lo arrastran a la violencia. Eso mismo contribuye a inspirar confianza: no se puede dudar de un hombre tan honrado y tan convencido. Es diputado, pero debería ser senador; mañana se le confiará un ministerio, y tendrá la desilusión de no encontrar en él, el poder que sueña con ejercer. Tendrá que esperar a ser jefe del gobierno, con plenos poderes.

    A los quince años Pánfilo ya hacía política y su palabra arrastraba a camaradas. Hoy está en la fuerza de la edad; su tinte es alto, su pala viva, su presentación un tanto descuidada. Le gustan la buena vida y placeres del mundo, y cree tener sensibilidad artística, pero los artistas encuentran falto de buen gusto.

    Cuando entra al parlamento, saluda a éste con un gesto de la mano aquél con una sonrisa, al de más allá con un guiño de complicidad. No defiende bien los asuntos que se le confían, y da la impresión de que aburrió la lectura de sus antecedentes.

    Por el contrario, cuando improvisa encuentra expresiones que arrancan aplausos a sus adversarios. Si toma parte en una discusión opaca, la hace interesante inmediatamente. Oyéndolo olvidamos los hechos o los textos, porque exalta la grandeza de las empresas y nos hace presentes la alegría o el sufrimiento de las gentes.

    Nunca es tan brillante como cuando, se le ataca. Entonces salta de su silla y fulmina al imprudente con una réplica deslumbrante, pero no guarda rencor a aquellos a quienes ha apabullado, y después del debate los abraza afectuosamente en los pasillos.

    Es amigo de todos. Buscó el poder durante treinta años y lo ha ejercido durante tres meses. Pero cuando recorre su circunscripción escoltado por sus amigos, estrechando las manos de sus electores, acariciando las mejillas de los niños e inclinándose ante las damas, a quienes mira con particular insistencia, recibe el pago de todos sus trabajos porque se siente querido, porque se le dice señor ministro, y porque conservará ese título.

    II - El jefe militar

    El político desea el poder: el jefe militar acepta la servidumbre cuando lo anima una ambición, no es otra que la de la gloria. No quiere disputar a los demás los bienes que codician, sino que trata de prestar más servicios que ellos. A la rivalidad sustituye la emulación. En sus razones de actuar, el honor reemplaza al interés. Nos encontramos, aquí y. allá, en climas fundamentalmente diferentes.

    No hay duda de que el político, con más frecuencia de lo que se piensa, se preocupa realmente por el bien público. Pero esa misma preocupación, de la cual tiene conciencia, parece autorizarlo para procurar su éxito personal, puesto que su triunfo será el de las ideas que considera justas: para él, su interés se confunde con el interés del país.

    Por el contrario, el militar tiene perfecta conciencia de su abnegación. Cuando se abraza la carrera de las armas, se renuncia a muchas cosas y se aceptan muchas otras. Como en la religión, se hace voto de obediencia-se cumplirán las órdenes. En el Ejército todo el que tiene un grado manda, pero todo mundo obedece. El mismo general en jefe que da las órdenes supremas, no es quien declara la guerra, y no escoge ni al enemigo ni a los aliados. De ese modo, para el militar, en todos los escalones, la finalidad es externa: sólo se le permite elegir los medios. El jefe militar es un técnico.

    El poder militar

    A) El jefe político toma el poder, o al menos maniobra para obtenerlo. El jefe militar lo recibe: es investido de su mando.

    B) El poder político es precario; el poder militar es estable. Una vez pasados los exámenes iniciales, la carrera se desarrolla solamente con los incidentes menores que producen las eventualidades de los ascensos lucha que, tanto para el hombre de negocios como para el político, es inseparable de la existencia, no existe en tiempo de paz para el militar, porvenir está asegurado: es un funcionario.

    C) El militar está preso dentro de un orden: está encuadrado. Sus atribuciones están perfectamente definidas, recibe órdenes precisas, y cuando no está seguro puede pedir instrucciones al escalón superior. No hay duda de que se le recomendará la iniciativa, pero no será en el combate donde tendrá muchas posibilidades de tomarla. El político, al contrario, tiene que decidir por sí mismo. Generalmente, está unido a su grupo con vínculos a la vez flojos y móviles, y sus más peligrosos adversarios son precisamente los miembros de su propio partido.

    Los tres aspectos del poder militar que acabo de indicar hacen que la carrera de las armas no esté abierta sólo para los que están hechos ella: también acoge a ciertos caracteres desprovistos de actividad y preocupados por su seguridad material aunque acepten el sacrificio —eventual— de su vida. Más adelante tendré ocasión de volver a los problemas que crea esta situación.

    D) La abnegación militar es incompatible con la codicia. Como el sacerdote, el maestro o el médico, el soldado responde al menos en parte al llamado de un determinado ideal. Los grandes ambiciosos no encuentran satisfacción en la carrera de las armas. Mandar en el patio de ejercicios no les da sino la expresión exterior de la autoridad. El verdadero poder está vinculado a la creación: los que lo desean escapan hacia la administración, o son tentados por la política.

    E) Ya se trate del Ejército o de la vida política, el mando siempre es un hecho social y un fenómeno de interpsicología, pero la relación del jefe con aquellos a quienes manda es muy diferente en cada caso. Para el político, aun en el caso de que sinceramente quiera servir a la humanidad, los hombres son medios; para el jefe militar, son compañeros comandante y su tropa están juntos al servicio de una causa; están comprometidos en una acción de la cual no esperan absolutamente nada en sí mismos.

    Sin duda ese mismo sentimiento puede existir también en política, pero es más escaso y generalmente menos completo. Donde se manifiesta con intensidad, se ve que la vida política se transforma, y sin que los interesados se den cuenta de ello, toma características de la vida militar y de la vida religiosa. Algunos partidos se parecen mucho a las órdenes combatientes.

    Falta decir que el político, porque maneja hombres siempre los desprecia un poco. El militar es a menudo un sentimental: busca el afecto de sus hombres y empieza por darles el suyo, que fácilmente se reconoce baje la aparente rudeza o la fingida frialdad.

    El ejercicio del mando

    El político negocia, ejerce su influencia; el militar da órdenes. Pero esto merece algunas observaciones.

    A) El jefe militar habla en nombre de otros: a decir verdad, no es él quien manda, sino el deber, el honor, la patria. Expresa valores, pero no los crea; por el contrario, es el primero en sacrificarse a ellos.

    B) El jefe militar afirma su autoridad personal por medio de su prestigio. el general de Gaulle indica tres condiciones del prestigio. Escribe:

    Reserva, Carácter, Grandeza. Estas condiciones del prestigio imponen a quienes quieren cumplirlas un esfuerzo que hace renunciar a la mayoría.

    Pueden indicarse otros factores del prestigio. Raras veces se reúnen todos, y juegan en forma diferente según los caracteres: el prestigio de un apasionado puede ser tan grande como el de un colérico, pero no se alimenta de las mismas fuentes.

    Me limitaré a citar: la competencia, la justicia, la calma, las aptitudes excepcionales (intelectuales o físicas; el jefe debe ser admirado; está por encima de los demás al menos por algunos aspectos), el valor, la bondad (perfectamente perceptible bajo la firmeza y hasta la severidad). Agregaré esa condición tan difícil de definir que llamaré la presencia. Algunos actores en la escena, algunos oradores en un debate, algunos comandantes ante su tropa, tienen una presencia sorprendente.

    Espontáneamente se les escucha, se les comprende, se les sigue. A veces depende de la estatura, a veces del tono de la voz, y la mayor parte de las veces a cualidades profundas que se denuncian en ligeros matices de la actitud o de la mirada ...

    C) La orden militar generalmente es imperativa, tanto en su tono como en su forma, pero no hay que creer que el fundamento de la obedienciales el temor. En la mayoría de los casos quienes hacen jugar ese móvil son "los jefes mediocres. Como lo observa André Maurois en sus Diálogos sobre el Mando, no se obedece por temor a un Napoleón, un Lyautey, un Galliéni, o un Pétain.

    Hablando de Turena, Maurois transcribe las palabras de un contemporáneo: Todos sabían cuál era su deber, y lo cumplían por deseo de complacer al general y por un sincero amor a la gloria que se transmitía desde el jefe hasta el último combatiente. Lo mismo sucede en Marruecos cuando Lyautey tiene el mando allí: Se trabaja literalmente, por amor al mariscal.

    Las anteriores observaciones podrían resumirse diciendo que la vida política está hecha principalmente de relaciones sociales; la vida militar cuando se desprende de la rutina y se presenta en toda su pureza, deja amplio campo a las relaciones personales.

    Algunos problemas de psicología militar

    A) ineptitudes de carácter

    Los militares tienen estatuto de funcionarios, y por eso el ejército incluye hombres que no están verdaderamente hechos para el servicio y que sólo son atraídos por las ventajas de la carrera. Les basta haber logrado pasar algunos exámenes, y los exámenes certifican conocimientos. pero no revelan aptitudes: son todavía más ineficaces para mostrar las cualidades del carácter. Debido a eso los individuos con grado no siempre son jefes.

    Agreguemos que, mientras algunos son seducidos por la seguridad del empleo, otros que gustan de ser obedecidos sin tener don de mando son atraídos por esa especie de autoridad exterior que confieren los galones circunstancias corrientes.

    No es, pues, sorprendente que las situaciones se transformen cuando se pasa del estado de paz al de guerra. Entonces vuelven a ser necesarias las verdaderas cualidades del jefe, y el verdadero valor de los hombres se revela la cuando hay que correr riesgos, asumir responsabilidades reales, someterse y someter a sus hombres a la prueba del peligro.

    B) el jefe y su segundo

    Hay, escribe André Maurois, un tipo de hombre-jefe que, para desarrollarse felizmente, necesita de un amplio sitio bajo el sol, y hay un tipo subordinado que sólo florece a la sombra. Es tan bello y tan útil como el primero, pero tan diferente de él como la rosa del tilo. Esas observaciones muy penetrantes llaman la atención hacia un problema muy generalizado pero que en la vida militar se hace particularmente agudo.

    Lo grave está en que cuando desaparece el jefe, la tradición del ascenso le sustituye generalmente con el que era un segundo muy valioso, pero el buen segundo la mayoría de las veces es mal jefe, y viceversa. De ahí provienen ciertas caídas que no sorprenden a quienes no creen en la realidad de los caracteres.

    C) Paso de lo militar a lo político

    A veces se produce por el juego de circunstancias accidentales. Después de la pacificación de un territorio, hay que organizado y administrarlo. En colonias o en la ocupación de países enemigos después de la victoria, el soldado se transforma en gobernador, muchas veces con amplios poderes.

    Esto todavía no es la política, pero conduce a ella, porque constantemente hay que discutir con el gobierno no sólo sobre los métodos por emplear y la magnitud de los medios que han de utilizarse, sino también sobre los objetivos que hay que tratar de alcanzar.

    Por las mismas razones, un general en jefe ejerce acción política. Como todo alto funcionario, puede tener influencia sobre su ministro, y como cualquiera de ellos, puede ser nombrado por razones políticas. Esto generalmente supone que haya tomado determinadas posiciones frente a los grandes problemas de la vida del país. Necesita entonces de mucho desinterés y sabiduría para permanecer al margen de las intrigas y las combinaciones.

    También a veces, cuando la situación general está perturbada y el país está en el desconcierto, un jefe militar puede verse tentado a tomar un mando que nadie parece ejercer. El sentimiento de su propio valer y la clara conciencia que tiene de su patriotismo parecen autorizar y aun imponer su entrada abierta a la vida política. Y hasta ocurre que entonces llega a descubrir su propia naturaleza: Napoleón fue un gran general por su genio, y fue emperador por vocación.

    Las cualidades del gran jefe político no son en modo alguno incompatibles con las que exige un alto mando militar, pero no les están necesariamente asociadas. De ahí que, aun en un país de guerra, no sea siempre un general el más indicado para orientar los destinos del país. "Más guerras —anota D.W. Erogan— han sido perdidas por soldados convertidos en políticos que por políticos convertidos en soldados."

    D) el drama de la servidumbre militar

    El soldado ha aceptado obedecer. Esto significa que ha renunciado a elegir los fines de su propia acción. Así se plantea, con particular intensidad, el problema de la legitimidad del poder político cuyas órdenes superiores recibe. En momentos de crisis, la tensión puede ser dramática. La conciencia sufre un doloroso desgarramiento cuando el deber parece exigirnos que seamos infieles a los juramentos pronunciados. La angustia asume un carácter casi religioso.

    Generalmente la opinión pública es indulgente con el soldado que rehúsa deponer las armas, pues ve en ello un reflejo natural y una prueba valor. No hay razón para extrañarse de que el soldado asimile la capitulación a la traición; también es justo que, en la incertidumbre no suspenda su acción.

    Pero ¿qué actitud adoptar cuando la conciencia parece imponer la negativa a la acción y no la continuación de ésta? ¿Cuándo por ejemplo, el comandante tiene la sensación de que es conducido hacia objetivos que no son los del Ejército? ¿O cuando combatir parece una traición?

    No pretendo indicar la manera segura de resolver casos de esa clase. por el contrario, creo que una regla para ello sería contradictoria. Hay circunstancias que no pueden aceptarse de antemano como atenuantes sin atenuar el principio mismo que se trata de defender, y una disciplina condicional ya no es disciplina. Lo que hay que hacer no es prever derogaciones excepcionales del principio de la obediencia, sino reconocer el deber permanente de informar a los superiores. Para el oficial la vida política no debe, ser un campo misterioso y prohibido, respecto al cual no puede hacer otra cosa que fingir desprecio.

    Su neutralidad no debe estar fundada en la ignorancia. Debe obedecer sin discutir, no sin comprender. Ilustrándolo sobre las estructuras profundas de la sociedad y sobre las condiciones de la acción política, no se hace menos valeroso al soldado. Solamente se le libera de algunas ingenuidades que un día podrían hacer su acción menos eficaz.

    A) El desarrollo histórico de las relaciones entre

    el poder civil y el poder militar

    Las relaciones entre el poder civil y el poder militar en la antigua Roma

    Por J. R. PALANQUE,

    Decano de la Facultad de Letras de la Universidad de Aix-Marsella.

    Seguramente el problema de las relaciones entre los poderes civil y militar se ha planteado en todos los tiempos y en todas partes. Si puede tener interés investigar cómo fue resuelto en Roma en la antigüedad, ello se debe a que allí quizá se planteó verdaderamente por primera vez.

    En efecto, el Estado romano fue uno de los primeros que merecieron ese nombre, y reunió los caracteres de los que habían existido antes de él, es decir, las monarquías del Cercano Oriente y las ciudades semíticas o griegas del mundo mediterráneo.

    Si nos situamos a mediados del siglo III A. C., en el momento en que empieza a formarse el poderío romano, los reinos orientales no son otros que los imperios helénicos, surgidos del desmembramiento del Imperio de Alejandro, y sucesores de las antiguas monarquías de Egipto y Asia.

    En todos estos estados hace ya treinta siglos que no se presenta el problema que nos ocupa: el poder militar y el civil se confundían en la persona del soberano absoluto —faraón tebano o rey babilonio, Gran Hitita o monarca asirio, rey de reyes persa o finalmente Basileo macedonio— que en virtud de la herencia familiar y la elección divina detentaba la totalidad de la autoridad, simplemente delegada a sus ministros o generales, siempre removibles. De hecho, la mayor parte, y en todo caso los más grandes —un Hammurabi, un Ramsés, Shubiluliuma y Sardanápalo, Nabucodonosor y Jerjes y luego un Alejandro, un Tolomeo III, un Antíoco III gobernaron personalmente sus Estados y comandaron sus Ejércitos.

    El carácter militar de estas monarquías es manifiesto: la mayoría de ellas fundaron imperios por la fuerza y el imperialismo va a la par con el militarismo. A no dudarlo, hubo jefes de guerra, apoyados por bandas mercenarias o por fracciones del ejército regular, que se levantaron contra el soberano legítimo, pero se trata de crisis momentáneas que producen una sustitución de personas pero no una modificación del régimen: así se trate de una usurpación —frustrada o lograda— en el interior de un Estado, o del derribamiento de un imperio por otro semejante (por ejemplo, el advenimiento de los persas aqueménides en el Asia babilónica, o la toma del imperio persa por Alejandro), el mismo totalitarismo preside esos Estados igualmente autoritarios, en que lo civil y lo militar no están separados nunca.

    En las ciudades, por el contrario, esa distinción existió desde el origen y por consiguiente, se presentó el problema de sus relaciones mutuas. Esos pequeños Estados urbanos, nacidos en las costas rocosas de Fenicia y a lo largo de las playas del Egeo y multiplicados después por todo el Mediterráneo, a veces eran englobados en los imperios vecinos, especialmente en el persa, pero cuando fueron independientes o volvieron a preocupación por su defensa y otras veces las aspiraciones expansionistas condujeron a la creación de fuerzas militares, cívicas o pagadas, según el caso, cuya existencia presentaba un problema a los dirigentes civiles externos a ellas por definición.

    En efecto, el soberano de la ciudad es el pueblo, y así se trate de la totalidad de los ciudadanos iguales entre sí o de una fracción minoritaria, los mejores (aristoi), es decir, los ricos, democracias de masas o aristocracias de nacimiento o de fortuna son igualmente (y quizás estas últimas más que las primeras) desconfiadas y hostiles respecto al poder militar y al principio mismo de la guerra, onerosa y funesta; 1os soldados —ciudadanos o mercenarios— sólo se reclutan para breves campañas y sus jefes son simples magistrados elegidos por un año, y sometidos al control de sus colegas o de la asamblea popular.

    Fue así como en Milcíades tuvo que esperar el día de mando que correspondía por turno a cada uno de los diez estrategas para entablar, el año 490, el combate de Maratón, y como muchos estrategas fueron condenados a muerte en castigo por una batalla infortunada (después de las islas Arginusas en 406, y cuando la guerra social en 357). Y era así como en Cartago, ciudad profundamente mercantil, el senadovigilaba estrechamente a los genérales privados de toda iniciativa o confinados a alguna lejana provincia —come les Barca en España, de 237 a 218.

    Pero, ¿no hubo excepciones a esta predominación del poder civil, meticuloso y celoso de su autoridad? Tal vez se piense en el caso de Esparta, ciudad militarista si las hubo, donde todo ciudadano era soldado y donde los dos reyes hereditarios eran conjuntamente jefes de la guerra. En realidad, la realeza era paralizada por la aristocracia, encarnada en los cinco éforos anuales, magistrados civiles que controlaban la acción de los reyes y aniquilaban la potencia del Ejército.

    Sin embargo, se nota una excepción: es el régimen de la tiranía, absolutismo comparable al de los reinos orientales, pero que aparecerán el marco de una ciudad y por fuera de las tradiciones establecidas. Existieron en el Peloponeso y en Jonia desde el siglo VII; las más famosas fueron las de Pisístrato en Atenas en el siglo VI y la de Dionisio de Siracusa en el siglo IV.

    Se trataba siempre de demagogos ambiciosos o de soldados afortunados que trepaban al poder supremo y en él se comportaban como dictadores, ejerciendo sin compartirlas la autoridad civil y la militar a la vez. Pero la tiranía nunca fue duradera en el mundo griego: ya en la segunda generación le ponía fin una revolución y después de ese eclipse efímero se volvía al régimen normal, democrático y aristocrático, pero en todo caso civil, y militarmente impotente.

    Es como si la ciudad fuera radicalmente extraña al militarismo: la regla, una especie de dogma fundamental, era en ella la preponderancia del poder civil. Pero la aplicación de ese principio dio como resultado una verdadera impotencia de las ciudades, incapaces de. fundar imperios, y aun condenadas a perder su independencia ante los reinos que disponían de ver-daderas fuerzas militares.

    En el mundo mediterráneo del siglo III, en que se manifiesta la decadencia de las ciudades frente a los imperios, pronto no subsistirá sino una como estado independiente, y se mostrará capaz de fundar un imperio: Roma, cuya historia toda es una perpetua tensión entre el poder civil y el poder militar, el primero necesario a su existencia como ciudad, y el segundo indispensable para la expansión y la conservación de sus conquistas,

    ¿Cómo se resolvió el problema de sus relaciones? Para responder a esta pregunta hay que considerar toda la evolución de las instituciones políticas remanas, desde la época de las guerras púnicas hasta la caída del Imperio de Occidente.

    I - la preponderancia del poder civil en tiempos de la república

    En vísperas de las guerras púnicas, Roma no era más que una ciudad como muchas otras, democrática en teoría pero en, realidad aristocrática, pero que había implantado su dominio sobre tocias las ciudades y pueblos de la península italiana, y que poseía instituciones militares sólidas y eficaces.

    Pero el poder militar estaba estrictamente subordinado: las legiones se constituían para cada campaña con ciudadanos terratenientes que se convertían en soldados por espíritu de patriotismo; el comando no tenía unidad ni continuidad, pues cada uno de los dos cónsules anuales tenía su autoridad limitada en extensión y en duración por la presencia de su colega y por el próximo vencimiento de su magistratura, y si las necesidades de la guerra obligaban a concentrar el poder en las manos de un solo hombre, ese dictador no podía conservarlo más allá del término de seis meses!

    En principio, la soberanía pertenecía al pueblo, reunido en sus comicios en centurias, como en el Ejército, pero la ejercía efectivamente el Senado, encarnación del patriciado y luego de la nobleza (patricio-plebeya), verdadero Populusque Romanus.

    Era guardián vigilante de las tradiciones que aseguraban la preponderancia del poder civil, celoso de sus prerrogativas, y desconfiado de toda empresa, ambiciosos: a los soldados armados les estaba prohibido entrar al pomoerium, con la única excepción de la pompa triunfal en el capitolio, y por esa razón los comicios centuriados se efectuaban extra muros en el Campo de Marte.

    Al mal ejemplo de un Camilo o un Manlio, vencedores de los Galos que aspiraban a la tiranía, se opone la figura ideal ele Cincinato, soldado-labrador y servidor desinteresado de la república. Y esa tradición, resumida en la fórmula Cedant arma togael es defendida en el siglo II por Catón el Viejo, y desarrollada y defendida aún más tárele en los discursos de los oradores y los relatos de los historiadores, desde Cicerón hasta Tito Livio y hasta Floro.

    Sin embargo, desde fines del siglo III se ha abierto brecha en esa tradición, y ha parecido transitoriamente amenazada. Las exigencias de la guerra contra Aníbal y luego las necesidades de las ofensivas que se han desarrollado en Oriente, han acarreado un incremento del poder militar: abandonada la fórmula de la dictadura (después del año 214), se apela al sistema de la prórroga de los magistrados más allá del término anual, que resulta indispensable para la continuidad del mando.

    Este sistema se pone en práctica a partir del 327, en un principio mediante la aprobación del senado y del pueblo, y permite mantener en sus (unciones al mismo general durante varios años: C. Escipión en España, del 218 al 211; Marcelo en Sicilia, del 216 al 208; Flaminio en Grecia, del 198 al 194. El caso más célebre es el de Publio Escipión, imperator sin magistratura en España, del 210 al 206, procónsul en África del 204 al 201, aureolado por su victoria africana, que le

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