KAMIKAZES
HISTORIADOR Y PERIODISTA
“INos vemos en Yasukuni!”. Con esta frase se despedían los pilotos de las fuerzas de Ataque Especial de sus camaradas, antes de subirse al avión que debía llevarlos a una muerte tan patriótica como terrible. Minutos u horas después de pronunciarla se precipitarían en picado contra la cubierta de algún portaaviones norteamericano, dando así la vida de la manera más honorable posible por Japón y por el emperador.
La mayoría de pilotos kamikazes eran estudiantes, jóvenes de –en el mejor de los casos–poco más de veinte años, muy permeables a las ideas ultranacionalistas, reaccionarias e imperialistas dominantes en el Japón del período. Todos los miembros de las fuerzas armadas japonesas eran convenientemente adoctrinados hasta hacerles creer que, en caso de que perdieran la vida en el campo de batalla, inmediatamente se convertirían en kami (las deidades del panteón sintoísta) y, como tales, residirían junto a los espíritus protectores del país en el Santuario Yasukuni de Tokio. Esa era la recompensa a la heroica inmolación de los “voluntarios”, los miembros de las fuerzas de Ataque Especial convertidos en –no siempre– perfectos fanáticos convencidos de desempeñar una misión sagrada: sacrificarse por una nación en la que huir del campo de batalla, aun para luchar otro día, era un deshonor y en la que dejarse atrapar por el enemigo se consideraba la peor de las humillaciones.
UN IDEALIZADO CÓDIGO SAMURÁI
Es imposible entender el fenómeno de los kamikazes sin escarbar en el intrincado (camino del guerrero), considerado como la verdadera esencia ética y filosófica de un país que había convertido en héroes, mitos y modelos de comportamiento a los miembros de la casta guerrera japonesa. El Japón de la primera mitad del siglo pasado era una nación militarizada y expansiva que buscaba cohesión ideológica, política y social a través de la reafirmación de su identidad en el campo de batalla, fortalecida gracias a las victorias en las guerras sino-japonesas y en la guerra ruso-japonesa.
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