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La Estrella Azul
La Estrella Azul
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Libro electrónico528 páginas8 horas

La Estrella Azul

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La Estrella Azul relata la conmovedora historia de una niña que vive acontecimientos extraordinarios dentro del terreno del misterio, a los cuales no encuentra una explicación lógica.
Desde pequeña es guiada por su abuela, personaje fundamental que le muestra ambas caras de la realidad, la visible y la invisible, la tangible y la que se escapa a la comprensión humana. Toda la historia transcurre en un recorrido familiar que abarca cuatro generaciones, a través de las cuales se va produciendo un entresijo de secretos y vidas truncadas por los convencionalismos y prejuicios sociales.
Desde el nacimiento de Estrella, su abuela entiende que es la «elegida» para desvelar y destapar todos los conflictos y secretos familiares, pues su propia felicidad y la del resto de la familia dependen de ello. Toda una saga de amores imposibles y sufrimientos por resolver que la protagonista de forma magistral va desvelando al vivirlo en primera persona.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 jul 2019
ISBN9788417275648
La Estrella Azul
Autor

Lola Caballero Saborido

Lola Caballero Saborido, nacida en Sevilla en septiembre de 1971. Cursó sus estudios de Psicología en la misma ciudad, finalizando la orientación de Psicología Clínica en la UNED. Ejerciendo su profesión en el sector servicios, y en la clínica desde el año 1998. Especializada en terapias psicológicas de última generación aplicadas al ámbito profesional clínico y educativo, impartiendo formación superior en Psicología de la Comunicación. Imparte clases de Meditación Transcendental en el centro Tao Ming, y dirige la Asociación Ming, donde además de ejercer cómo psicóloga desarrolla una guía educacional desde el conocimiento de la medicina tradicional china, como método divulgativo para la prevención y conservación de la salud integral. Combina su profesión con su gran pasión, la literatura, escribiendo durante años se atreve a mostrarnos su primera obra publicada, La Estrella Azul, donde detrás de cada línea del relato se esconde algo más profundo e insondable para el lector que esté dispuesto a descubrirlo.

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    La Estrella Azul - Lola Caballero Saborido

    Lola Caballero Saborido

    La Estrella Azul

    La Estrella Azul

    Lola Caballero Saborido

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Lola Caballero Saborido, 2018

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    universodeletras.com

    Primera edición: noviembre, 2018

    ISBN: 9788417274726

    ISBN eBook: 9788417275648

    No brotan frutos donde no hubo raíces;

    Para Lola, Lorenzo, Antonio José y Loren…

    Mis raíces, mi árbol.

    El ser

    La intención

    La intención es el viento que sopla en el mar para extraer la gota perfecta.

    Estrella tenía tan solo seis años cuando descubrió por primera vez el poder de la intención. Estaba sentada en el portal de su casa, en los escalones de mármol blanco de la entrada. Le gustaba pasar allí largas horas observando el ir y de venir de los vecinos y a los niños corriendo de un lado a otro, enfrascados en sus fantasías, sus mágicos mundos de princesas y piratas, realidades paralelas donde aquellos pequeños, sin saberlo, se proyectaban para ser en un futuro esos mismos personajes que tanto les gustaban emular.

    La mamá con su bebé, el príncipe valiente que derrota al dragón, el caballero con su reina, el mago con su varita mágica, el pirata con su tesoro, la princesa con su príncipe y, así, un sinfín de fantasías con las que Estrella soñaba despierta durante horas, mientras escuchaba los diferentes sonidos que componían su vida; sonidos que la transportaban a la seguridad y calidez de su hogar. Su favorito era escuchar la amplia variedad de los cantos de los pájaros. Especialmente en primavera, era algo con lo que Estrella se quedaba absorta, sin pensar, solo viviendo toda la intensidad de esos minutos. Su sonrisa se combaba de forma instantánea y su corazón se dilataba en todas las direcciones. El zumbido de la válvula de una olla exprés o el pregón de algún marchante matutino lograban recolocarla en la realidad. Pero Estrella también adoraba esos sonidos, inspiraba profundamente y absorbía esos instantes como si pudiese dejarlos dentro de sí.

    Esa mañana de sábado fue su amiga Mercedes quien la extrajo de su momento de éxtasis. Pasó junto al portal de su casa con una flamante bicicleta roja y se paró justo frente a ella.

    —Hola, Estrella. ¿Qué haces?

    —Aquí...

    —¿Has visto mi bici nueva? Ya no llevo ruedecillas. Mi padre dice que llevar las ruedas de apoyo es de niñas chicas. Ayer me la trajeron y estuve toda la tarde montando y hoy, mira, fíjate cómo voy. —¿Pero tú no me viste? ¿Dónde estuviste ayer?

    —Con mi abuela.

    —Pues mira, todo el mundo vio cómo aprendí. Es muy fácil… Pones este pie aquí, te impulsas con este, miras fijo hacia el frente y verás, verás cómo lo hago.

    Merceditas, como Estrella la llamaba mimosamente, se alejaba orgullosa como un pavo real, solo que, en este caso, el color azul del plumaje se había convertido en un rojo brillante adornado con una larga coleta rala y un cutis moteado de pecas. El aspecto delgado y larguirucho de su amiga era muy poco llamativo, pero la apertura intensa de sus ojos captaba poderosamente la atención de Estrella. Siempre pensaba que aquellos ojos se abrían como la boca de un lobo y que algún día acabarían por comérsela.

    —¿Me has visto? Me has visto lo bien que voy, ¿verdad?

    Estrella contestó asintiendo con un gesto tímido y seco, cosa que no debió gustarle mucho a su amiga, que esperaba una gran explosión de sorpresa y admiración en la cara de Estrella. Los pájaros, la primera luz de la mañana, el sol calentando su espalda, el olor a churros con chocolate, el sabor del puchero, las manos de su abuela… todo esto producía ese efecto de asombro en su carita. Pero la bicicleta nueva de su amiga y su pedalear desgarbado no causaron el más mínimo efecto.

    —Eres más rara. Siempre ahí sentada curioseándolo todo. Seguro que no tienes bici porque te da miedo montar y porque no sabrías hacerlo. Te iba dejar que subieses para dar una vuelta, pero ya no te la presto, que me la rompes.

    —Espera, Merceditas, no te enfades. Es que estaba distraída, pero ahora te miro el tiempo que tú quieras. Estaba escuchando a los pajaritos.

    —¡No, ya no vale! ¡No te la voy a prestar y punto! «Escuchando a los pajaritos, escuchando a los pajaritos». Eres más tonta…

    T O N T A, te, o, ene, te, a. Eran simplemente cinco letras, una palabra que a veces carece de significado, pero que Estrella no podía soportar. Odiaba que la llamasen tonta, aun cuando fuese sin intención de insulto.

    Ella se sentía y se sabía sensible, con una especial debilidad por las cosas simples y sencillas, pero su generosidad y humildad eran confundidas con bastante frecuencia con la tontería, principalmente eran su madre y su hermano mayor, Pedro, quienes más fácilmente se confundían.

    La palabra «tonta» taladró el corazoncito de Estrella. Nunca la había oído en los labios de su mejor amiga y en ese instante se sintió la persona más tonta del mundo. Le embargó la vergüenza, agachó la cabeza y quiso introducirla en su pecho… pero no cabía. La tristeza la colonizó y era aún más grande que ella misma. Miraba fijamente la punta de sus zapatos blancos, esos que tanto le gustaba ponerse los sábados por la mañana después de su baño. Le parecieron en ese instante completamente absurdos y, al subir por sus hebillas, comenzó a odiar sus pies; eran pequeños, finos y muy elegantes, pero no les perdonó que no fuesen intrépidos e inquietos. Los odió por no mostrar curiosidad por correr de un lado a otro, por no querer saltar, por no necesitar subir ni bajar ni jugar a la pata coja; pero sobre todo odió sus pies porque no sentían el más mínimo deseo de aprender a pedalear ni la imperiosa necesidad de montar en una bicicleta roja.

    Absorta totalmente en un festín de tóxicas emociones dejó de ver a su amiga pedaleando, hasta que pasadas unas horas —siete minutos concretamente— escuchó un barullo de gente a su alrededor. Eran Mercedes, Isabel, Eva y Antonio. Todos sus amigos venían en bici, excepto Eva, que era la más pequeña, pero, aun así, era quien más alto vociferaba.

    —Estrella es una tonta. Estrella es una tonta.

    Todos al unísono cantaban la misma cancioncilla y Mercedes incitaba a su hermana Eva a que gritase más y más fuerte.

    Estrella tapó sus dos oídos, aunque le faltaron manos para no permitir que el soniquete se colase hasta su cerebro. Apretó fuertemente, pero no consiguió deshacerse de esa especie de «exorcismo» al que parecía estar siendo sometida. Sus ojos se abrieron completamente, más aún que los de su amiga Merceditas, su abdomen comenzó a temblar y sintió unas náuseas que le inundaban la boca de una saliva pastosa. Se le entrecortaba la respiración y sus piernas parecían haberse quedado paralizadas. De repente, una bola nauseabunda le subió por el estómago, se saltó el corazón y fue a parar a su garganta. Era una bola compuesta de odio y miedo… mucho miedo, y justo al dirigirse hacia su boca sus labios quedaron sellados completamente, no pudiendo dar salida a ese torrente oscuro de energía, de modo que ascendió hasta su cerebro y se situó entre sus cejas. Había pasado de ser una neblina oscura a convertirse en una bola completamente negra y, en ese mismo instante, la bola tomó forma de pensamiento y el pensamiento forma de sentencia, y la sentencia forma de visualización de una escena donde Merceditas se caía de su bicicleta nueva y se golpeaba la pierna derecha.

    Los gritos de dolor arrancaron a Estrella de su particular infierno.

    Abrió los ojos y, en efecto, había ocurrido exactamente eso que estaba ocurriendo en su cabeza.

    Su amiga Mercedes se había caído y se había roto la pierna derecha; y la culpa había sido de ella, por haberlo deseado, por haberlo pensado y, sobre todo, por haberlo sentenciado.

    La empatía

    La empatía es sentir al otro en tu propio cuerpo y en tu propio ser.

    Estrella se despertó aquel domingo como de una especie de resaca pegajosa que la adhería a los recuerdos del día anterior.

    Eran las siete de la mañana cuando asomó la cabeza desde su edredón hacia la mesilla de noche. Se quiso incorporar levantando el tronco para girarse en dirección al reloj, pero algo se lo impedía.

    Su pierna derecha no podía moverse, cualquier leve desplazamiento para ella suponía un dolor insoportable y, en esos instantes de pánico e incertidumbre, Estrella comenzó a recordar lo acontecido el día anterior con sus amigos. Notó un sabor muy amargo en su boca y repasó mentalmente si la noche anterior se había lavado los dientes, pero rápidamente supo que no era problema de su higiene bucal, era el amargor de la culpabilidad.

    Se sobrecogió al recordar que ese mismo amargor, ya lo sintió el día anterior. Fue en ese instante que se hizo muy pequeña y escondió la cabeza entre sus piernas sentada en aquel escalón de mármol blanco. Quería desaparecer para que sus amigos parasen de insultarla.

    Creyó que el tiempo y el espacio desaparecían y que todo acontecimiento pensado en su cabeza ocurriría fuera. Al cerrar sus ojos fuertemente y bloquear sus oídos deseó con todas sus fuerzas que su amiga rodara por el suelo junto a su bicicleta roja… como, de hecho, ocurrió.

    —Mamá, mamá… Mami, ven, ¡por favor!

    Se tumbó en la cama mientras escuchaba abrirse la puerta del dormitorio de sus padres. Contó los pasos de su madre al acercarse, dieciséis exactamente, trece los de su padre. Ya los tenía memorizados; eran muchas las noches en la que llamaba a sus padres atemorizada, el juego de sombras que las cortinas hacían a contraluz en su ventana la aterraba.

    Siempre fue una niña muy medrosa y sensible, sobre todo desde que a los cinco años su hermano Pedro, de nueve, le explicó que existían los fantasmas y que estos, de noche, salían de sus tumbas y venían a por los niños.

    —¿Para qué quieren los fantasmas a los niños? —preguntó Estrella con el corazón en un puño y las lágrimas tras las orejas.

    —¿Pues, para qué crees tú, Estrellita? ¡Mira que eres tonta, pues para comérselos!

    «Para comérselos». Aquellas palabras que su hermano le dijo una noche entre burlas y bromas quedaron grabadas más allá de su cerebro; quedaron para siempre flotando en el líquido de sus células.

    Todas las tardes, sin excepción, Estrella esperaba aterrada el atardecer, con los puños apretados, y plegada en sus rodillas pedía a «Jesusito de su vida» y a su ángel de la guarda que esa noche no viniesen los fantasmas a por ella.

    Sus palabras más temidas venían siempre de los labios de su madre. Justo después de su baño venía la cena; después de la cena, su vaso de leche calentito y después la parte más horrible del día:

    —Estrella, es hora de ir a la cama —ordenaba su madre todas las noches a las nueve y media exactamente, menos en verano que, dependiendo del día y del calor, solía prolongarse la cosa.

    Estrella jamás tuvo valor para explicarle que sufría de un terror pavoroso todas las noches. Jamás quiso quejarse ni desobedecer las órdenes de su madre, quien con un cincuenta por ciento de autoridad y otro cincuenta de cariño pedía y deseaba a su pequeña felices sueños. Hasta las tres de la mañana, más o menos, no molestaría a sus padres, cuando se despertara empapada en sudor debajo de su edredón, con la respiración jadeante y los puños apretados; gritando:

    —¡Papi, mami, venid, por favor!

    Aquella mañana de domingo no eran las tres de la mañana, eran las siete, por lo que su madre se demoró un poco más pensando que su hija, por esta vez, no estaría asustada.

    —Estrella, ¿qué te pasa? ¿Has tenido una pesadilla?

    —Mami, no es por eso. Mira, ven, se me durmió la pierna y no puedo moverla.

    —A ver—dijo otra vez su madre, con voz paciente.

    —Siempre ponía el mismo tono cada vez que su hija pequeña le explicaba que algo le ocurría.

    —A ver, dobla, encoge, dobla, encoge. ¿Lo ves?

    —¡No te ocurre nada! Puedes moverla.

    Estrella se incorporó impresionada de ver cómo su madre daba carpetazo rápidamente a aquel asunto. Al ponerse de pie junto a su cama notó un dolor insoportable en la cara interna de su rodilla y, por más que insistió, su articulación quedó agarrotada, inmóvil, no fue capaz de estirar la pierna ni un centímetro. Se mantuvo de pie y, como una campeona, logró dar dos pasos cojeando con su pierna derecha entreabierta en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

    Su madre quedó perpleja y gritó:

    —¡Pedro, ven, ven inmediatamente! ¡La niña! ¡Ven!

    Esta vez no fueron trece pasos, fueron siete.

    Pedro entró en la habitación de Estrella y, a veintiún pasos más, llegó su hermano Luis de siete años y medio.

    —¿Qué ocurre? —preguntó Pedro casi al unísono con Luis.

    —Sí, mami, ¿qué le ocurre a Estrella?

    —La niña... no sé si ha saltado o jugando se habrá lastimado la pierna, pero dice que no puede moverla. Mira, mira, se le ha encogido y no la puede estirar.

    —Habrá que llevarla a urgencias, digo yo. Vete sacando el coche. ¡Vamos, rápido!

    —Espera un momento, Leo, no te alarmes, que a lo mejor es un calambre.

    —¿Estrella, tú te has dado un golpe o algo? ¿Has estado saltando a la comba con tus hermanos? Ellos son muy brutos...

    —No, papá, ayer no jugué ni salté ni nada. Los hermanos estaban en casa de la tía Marina y yo me quedé aquí.

    —¿Lo ves? Esta niña tiene algo, Pedro —dijo apresuradamente la madre, entre la impaciencia y la desesperación.

    —Tendremos que llevarla al hospital.

    Estrella no quería volver al hospital. Estaba cansada de eso. Estaba cansada del ir y venir, de las batas blancas de los pediatras y las enfermeras. Estaba cansada del olor a éter, del termómetro y de los fomentos fríos y, sobre todo, de aquellas palabras inciertas con tono de incredulidad:

    —Señora, a la niña no le ocurre nada. Todas las pruebas y analíticas están correctas.

    —¿Y el electro? ¿Está bien el electrocardiograma?

    —Sí, todo está perfecto, señora.

    —¿Entonces cómo es posible que mi hija de cinco años se desmaye con una punzada en el corazón, se caiga al suelo en redondo, afirmando unos instantes antes que le estaba dando un infarto, doctor?

    —Créame, no lo sé, pero de lo que sí estoy seguro es de que la niña está perfecta.

    —Puede que escuchase comentarios de lo que le estaba ocurriendo a su abuelo y ella, con los nervios y la aprehensión, se asustase tanto que quizás un ataque de pánico hubiese provocado esta reacción. Estas cosas ocurren, señora. Los niños son muy sensibles y somatizan lo que no logran asimilar. O quizás era una llamada de atención…

    —Doctor Villegas, puede que mi hija no tenga nada físico y que sus miedos le hayan provocado el desmayo e incluso el dolor, pero contésteme una cosa. ¿Por qué Estrella dijo unos minutos antes de caer al suelo que estaba dándole un infarto? Nosotros no supimos nada de mi padre hasta el momento en que ella cayó al suelo, que fue exactamente el mismo en el que cayó mi padre. Ella no pudo oír absolutamente nada, ya estaba inconsciente cuando mi hijo Pedro descolgó el teléfono y nos gritó.

    —¡Mamá, mamá, la abuela Leonor! ¡Socorro, socorro! Dice que el abuelo Luis se ha caído al suelo inconsciente con la mano apretándose el brazo.

    —Señora Romero, no puedo responderle a esa pregunta, solo decirle que la niña está perfectamente y que vaya con sus hermanos a la UCI a ver a su padre. Allí es más necesaria.

    —El doctor Durán me comentó que su padre ya salió de peligro, pero lo han trasladado a la UCI. Allí estará unos días en vigilancia por si el episodio se repite.

    —Gracias, doctor. Ahora, cuando vuelva mi marido, bajo. No quiero dejarla aquí sola.

    —Le daré el alta, es mejor que la niña esté en casa tranquila. Hablaré con su marido para que se la lleve junto a sus hermanos, y que todo vuelva a la normalidad lo antes posible.

    «¿Normalidad?», pensó Leonor. Nada en la vida de Estrella

    es normal.

    —Puede que sea por el crecimiento, Leo. La niña está dando estirones y he oído que es por las noches cuando más crecen —repitió Pedro varias veces, intentando imponer la calma en la habitación de Estrella.

    —Sí, pero ¿y si no lo es? Yo no me quedo tranquila, Pedro. Prefiero que la vea un médico.

    —Pero ya sabes lo especial que es Estrella. Cuántas veces vamos asustados a la consulta de Don José María y nos dice siempre que la niña está perfecta… Será otra «rareza» de esas.

    «Rarezas», aquella palabra captó especialmente la atención de Estrella para volver, unos segundos más tarde, de nuevo a sus pensamientos.

    —Pero ¿y si esta vez no lo es, Pedro?

    —Esperemos hasta mañana mujer, que hoy es domingo. Si vemos que mañana la cosa no mejora, entonces la llevamos al centro médico o al hospital, donde tú creas mejor.

    —Pues si la lleváis al hospital le van a escayolar la pierna —añadió su hermano Luis, como si de un pequeño médico de siete años se tratase.

    —Seguro, seguro.

    —¿Por qué dices eso, Luis?

    Leonor miró a su hijo. Era tanto el temor que tenía en esos momentos que incluso aquel leve indicio, revelado por el niño, le pareció sumamente importante.

    —Pues, porque le harán lo mismo que le han hecho a Merceditas —explicó con la lógica habitual con la que hablan los niños a su edad.

    Al oír esta última frase de Luis, Estrella se despertó por completo. Volvió de golpe a la realidad y, como si de un momento de comprensión máxima se tratase, en décimas de segundo se unió el presente con el pasado, la experiencia con el entendimiento, la comprensión con la certeza…

    Sí, es cierto, hasta unos límites completamente literales, eso fue justamente lo que ocurrió. A ella le dolía la pierna de su amiga, al igual que unos años atrás el corazón del abuelo.

    El don

    El don es esa función para la cual cada ser ha sido creado.

    Todo el mundo nace con un don para algo, pero pocos lo saben, y aún menor es el número de aquellas personas que llegan a descubrir cuál es el suyo, cómo aceptarlo, sublimarlo, para finalmente ponerlo al servicio de los demás.

    La abuela Paloma tenía el don para casi todo. Tenía el don de perfumar la habitación en la que entraba, de iluminar los pasillos por los que pasaba; tenía el don de traer bebés a este mundo, de curarles los empachos y secar sus pequeños ombliguitos. Tenía el don de amasar pan durante horas de trasnoche para alimentar a sus hijos y a los de los demás; tenía el don para compartir, para hacer dulces, para ensartar agujas y coser los vestiditos de domingo. Pero para lo que realmente tenía un don especial, era para escuchar.

    Estrella agradeció a la virgen que adornaba la pared de su cabecero que aquella mañana fuese una mañana de domingo y que, además, fuese exactamente el Domingo, de Ramos, porque eso significaba que la abuela Paloma pasaría todo el día en casa preparando los dulces de Semana Santa. Pronto comenzaría el festín de los olores a vino blanco, huevo, miel y canela; el de la harina con almendras, naranja y ajonjolí; el del chocolate calentito y los churros que, en breve, traerían los abuelos Pedro y Paloma.

    Tendría a su abuela todo el día para ella, y podría contarle lo que le ocurrió con su amiga Merceditas el día anterior.

    —La abuela me entenderá —dijo para el cuello de su camisón blanco.

    Pensaba que nadie en el mundo podría igualar la bondad y la sabiduría de su abuela y que, si alguien comprendía sus «rarezas» y volvía mil veces a darle consuelo, «con chocolate» caliente y besos, esa era, sin duda, su abuela Paloma.

    Paloma siempre fue una mujer hermosa. Incluso, a sus años, conservaba tanto brillo en los ojos y en el cutis que despistaba a muchos a la hora de calcular su edad. De complexión fuerte y garbosa, con el cabello castaño y rizado y los ojos verde botella, conquistó a Pedro de una sola pasada, que la adoraría desde aquella tarde que la olió por primera vez, hasta el final de sus días. A sus dieciséis años Paloma era una mujer que rezumaba hermosura y sensualidad. Tenía la tez muy blanca y, sin embargo, sus facciones eran una exótica mezcla de mujer árabe y sefardí.

    —¿Por qué eres tan blanca y tan fina, niña? —fue la primera frase que oyó pronunciar a Pedro.

    —Porque soy como la harina —le contestó Paloma, mientras se alejaba con sus amigas entre risas y cuchicheos.

    —Sí, eso es… —Permaneció quieto unos segundos, deleitado con su olor. Olía a trigo y a pan recién hecho.

    A unos doscientos metros, Paloma volvió a oír su voz.

    —¿Y cómo te llamas, preciosa?

    —¡Paloma! —le gritó, haciendo un paréntesis con las manos en las comisuras de su boca.

    —Paloma, claro. No podrías llamarte de otra forma —susurró para sí.

    Su mirada la siguió hasta que la figura de aquella muchacha se volvió una mancha roja del color de su rebeca.

    Cuando llegó a la iglesia mayor de Sierra del Valle, Paloma supo que envejecería felizmente junto a ese chico alto de ojos azules que acababa de conocer, pues la intuición era el mayor de sus dones.

    Eran casi las nueve cuando Estrella oyó el timbre de la puerta.

    —La abuela ya está aquí, la abuela —dijo en voz alta para

    sí misma.

    Se levantó del butacón de florecitas rosa a juego con las cortinas de encaje. Había estado allí sentada jugando con sus dos muñecas preferidas, Luci y Penélope, imaginando que se habían enfadado por un trozo de pastel, pero finalmente hacían las paces y se abrazaban.

    Al ponerse de pie, volvió a sentir aquel horrible dolor en su pierna derecha y comprobó que efectivamente esta continuaba encogida en el mismo ángulo. Avanzó hasta el armario apoyando solo la almohadilla y los dedos de su pie derecho. Allí cogió un vestido azul de entretiempo, se lo puso junto a un par de zapatillas y salió para el baño a cepillarse el pelo y refrescarse la cara. Bajó los peldaños de la escalera agarrada fuertemente al pasamanos de madera de caoba y finalmente, cojeando, logró atravesar los salones hasta llegar al zaguán. Allí estaba su madre comentándole a su suegra el episodio vivido dos horas antes en la habitación de Estrella.

    —Abuela, ¡qué bien, ya estás aquí! —Avanzó hacia ella y se adhirió a su falda azul de paño.

    —Hueles igual que siempre abuela. ¿Pero dónde está el abuelo? ¿No viene hoy contigo?

    —Sí, cariño —dijo Paloma bajándose a la altura de su nieta.

    —Lo que pasa, mi vida, es que ha ido con papá a por churros, mientras mamá y yo hacemos el chocolate. Hoy nos hemos venido un poco más temprano y lo preparamos todo aquí, las tres juntitas. ¿Qué te parece, mi amor?

    —Gracias abuelita, yo te ayudaré.

    —Perfecto, pequeña. Pero antes tendrás que contarme cómo te has lastimado esa pierna. Vamos a ver qué podemos hacer con ella.

    —No, pero podemos tomar primero nosotras una manzanilla, Paloma —dijo la madre, un tanto impaciente y con bastante nerviosismo. No le había dado tiempo a contarle la historia completa a su suegra, solo algunos detalles por teléfono, una hora antes, y quería que Estrella se entretuviese, mientras tanto, para que no pudiese escuchar la conversación.

    —No, Leonor, podemos esperar un poco. Si mientras vienen estos hombres, a esta señorita y a mí nos da tiempo a contarnos…a ver, a ver…ummm, unos cuatro cuentos. ¿Verdad, Estrella?

    Guiñó un ojo a su nieta con cierta picardía. Ambas sabían que la abuela había hecho una de esas artimañas para demorar el regreso de los hombres.

    —Sí, abuela, gracias.

    Como casi siempre su abuela acababa de salvarla de la ignorancia a la que parecen estar condenados los niños cuando la cosas están feas.

    La abuela le ofreció el brazo para que se apoyara, pues el recorrido desde el zaguán hasta el patio interior era largo. Allí se sentaron en dos sillas de hierro forjado, pintadas en blanco, a juego con el resto del mobiliario del jardín. Aquel sitio de la casa era el lugar preferido de Estrella. Se sentaba allí a observar las plantas durante horas; las distintas tonalidades de verde, la eclosión de colores en primavera, la lluvia con sus gotas rodando por las cristaleras en invierno, la desnudez de las plantas en otoño y el destello de los rayos solares colándose por las rendijas en verano. Si algo caracterizaba a Estrella era su capacidad de permanecer en el momento presente, sin anhelar nada, sin pensar en nada, experimentando cada sensación que el entorno provocaba en los sentidos y en su pequeño cuerpecito.

    —Estrella, mi vida, ¿ha ocurrido algo que me puedas contar? —preguntó su abuela con la misma proporción de sutileza y dulzura.

    —Sí, abuelita, otra vez ha pasado —dijo Estrella bajando el tono de voz y el rostro al mismo tiempo.

    —¿Recuerdas lo del abuelito Luis? ¿Lo que me pasó a mí cuando él se puso malito? Me mareé y me caí al suelo porque me dolía el corazón, ¿lo recuerdas, abuelita?

    Paloma, desde que la llamó su hijo, ya intuía que sería algo relacionado con la extraordinaria capacidad que tenía su nieta para sentir el dolor ajeno. Iba mucho más allá de sentir pena o tristeza cuando vemos a alguien sufrir y, por supuesto, superaba los límites de mimetizar cualquier emoción. Estrella era capaz de sentir en su propio cuerpo el daño ocasionado en el cuerpo de otro, la tristeza, la alegría…e incluso el miedo.

    —Dime, mi vida. ¿Qué ha sido esta vez? Pero no agaches la cabeza, no hay nada de lo que avergonzarse —musitó Paloma mientras sostenía con una mano la manita de su nieta y con la otra levantaba su mejilla.

    —Abuela, ayer se cayó mi amiga Merceditas. Estaba con su bici nueva dando una vuelta para que yo la viera y, de repente, plaf, se cayó. Sus papás la llevaron al hospital y dice Luis que se ha roto la rodilla derecha. Mira abuela, la misma que me duele a mí. Y yo no me he caí… Mamá quiere llevarme al hospital y yo no quiero. Papá dice que tal vez esté creciendo muy rápido y por eso me duele. Y Luis me dijo en la habitación, cuando papá y mamá salieron, que a Mercedes la llevaron al hospital y le escayolaron la pierna… —Agachó nuevamente su cabeza y fijó los ojos en las rayuelas de las losas—. Eva, su hermana, le dijo a Luis que se cayó por mi culpa. ¿Por qué me pasa esto, abuela? —Levantó levemente el rostro y el tono de voz, que apenas unos segundos antes era imperceptible.

    La abuela tomó aire, respiró profundamente, y sentada frente a su nieta cogió sus manos, ladeó su cabeza ligeramente a la derecha y dulcificó su tono al máximo.

    —Mi vida, dime, cuando la abuela te hace un vestido, ¿cómo unimos sus piezas? ¿Cómo unimos las mangas, la falda, el cuello? —preguntó esto último sin tono de interrogación, pero esperando una respuesta.

    —¿Con hilo?

    —Sí cariño, con hilo, eso es. Todos los vestidos se unen con hilo y, con cada una de sus puntadas, vamos haciendo un vestido completo; pero al final nadie ve el hilo, solo el vestido. Las personas estamos unidas igual que los vestidos, con hilos…

    —Pero, abuela, yo no los veo.

    —Lo sé, cariño, pero están ahí. Solo que estos son invisibles, porque son los hilos de amor.

    —¿De amor?

    —Sí, mi vida, de amor. ¿Cuánto quieres al abuelo Luis y a Mercedes?

    —Mucho, abuelita.

    —¿Recuerdas el vestido que te hice el año pasado para el Domingo de Resurrección?

    —Sí, el del cinturón de flores —apuntó rápidamente Estrella, orgullosa de su respuesta.

    —Ese. ¿Recuerdas que, en la procesión, entre el barullo de gente, se te cayeron algunas flores?

    —Sí, abuela.

    —¿Y te acuerdas que te pusiste muy triste? Yo te dije que no debías preocuparte porque arreglaría de nuevo el cinturón y volvería a ponerle flores, pero tú me respondiste: «sí, abuela, lo que pasa ahora es que mi vestido ya no parece el mismo, parece triste». Eso es exactamente lo que te ocurre a ti cariño. Los hilos de amor que te unen a otras personas hacen que puedas sentir lo mismo que ellos. Como el vestido y el cinturón.

    —¿Y todas las personas estamos unidas por esos hilos, abuelita?

    —Eso es, mi niña. Todos estamos unidos por unos lazos invisibles.

    —¿Y por qué solo me ocurre a mí y no a Pedro o a Luis?

    —Nos ocurre a todos, todos sentimos, solo que no nos paramos a escucharnos ni a escuchar. Y tú, mi vida, tienes el don de hacerlo.

    —¿Y qué es un don, abuela?

    —Es un regalo del cielo. Algún día comprenderás por qué lo tienes y ese día te conquistarás.

    Estrella no entendió estas últimas palabras, pero tuvo la certeza que en un futuro sería así.

    —Y ahora dime, pequeña. ¿Qué es eso de que tuviste la culpa de que tu amiga se cayese?

    —Sí abuela, eso es lo peor…—Volvió a bajar el rostro y a contar rayuelas.

    —Ella... bueno, ellos me llamaron tonta, yo estaba en el escalón del zaguán escuchando los pájaros que había sacado papá para que tomasen el sol. Merceditas vino varias veces para que yo la mirase mientras montaba en su bici nueva. Y la miré abuela, pero ella quería que la mirase una y otra vez y yo no podía, porque estaba escuchando los pájaros… Y entonces se reían de mí mientras me llamaban tonta. Yo quería que ella se cayera abuela. No lo quise al principio, pero rompí a llorar y cerré los ojos, y deseé que rodara con su bicicleta y así sucedió, abuela. Fue mi culpa.

    Con estas últimas palabras Estrella enmudeció. Su cabeza adoptó la posición más baja posible y su vestido azul de entretiempo empezó a empaparse de lágrimas.

    Esta vez su abuela la tomó en brazos y la envolvió con su cuerpo. Le comenzó a susurrar al oído esa nana con la que tantas noches la llevaba a la cama para que se calmara. Pasado unos minutos, a Estrella comenzó a latirle al corazón al mismo ritmo que el de su abuela y comenzó a sentir una sensación de calma enorme. Tanta, que pensó que no iba a caberle dentro de su pequeño pecho, justamente la misma cantidad que su abuela le traspasó desde el suyo. Se incorporó sobre las piernas de Paloma y ambas mantuvieron un largo silencio sostenido con la mirada.

    —Estrella, dime, cuál es tu plato favorito.

    —Los espaguetis con salsa de tomate y albahaca que preparamos juntas, abuela.

    —¿Sabes por qué están tan ricos, cariño?

    —¡Por el tomate!

    —Sí, por eso también, pero además te voy a decir cuál es el ingrediente más importante. Es el amor, el amor y la intención con que los elaboramos. Efectivamente, Estrella, la intención es esencial para que suceda todo del modo que queramos que ocurra. Igualmente puede ser para realizar un sabroso almuerzo… ¿Comprendes lo que quiero decirte? Si ese día en la cocina estamos un poco enfadadas o tristes, puede que la comida salga triste también… ¿Lo entiendes?

    —Sí, abuela. ¿Y qué puedo hacer para que siempre nos salga rica?

    —Pues ponerle la intención para que así sea y, aunque lo logremos solo a veces, haz de poner esos mismos ingredientes todos los días, todas las veces.

    —¿Crees que tengo que pedirle perdón a mi amiga, abuela?

    —Sí cariño, pero desde el silencio. Hay cosas que no todo el mundo comprende.

    —¿Y cómo se hace eso, abuela?

    —Lo sabrás en su momento, tú solo vete a verla con la intención de hacerlo.

    —Paloma, Estrella, ya están aquí los hombres. Vamos a desayunar —la voz de Leonor rompió en cierto modo la burbuja mágica que habían creado abuela y nieta.

    —Un momento Leonor, antes tráeme, por favor, un poco de aceite de romero.

    Paloma frotó con fuerza las palmas de sus manos mientras en un tono apenas perceptible recitaba una oración. Puso unas gotas de aceite de árnica y romero que ella misma maceraba las noches de San Juan, exhaló un suave aliento sobre ellas y las colocó en la pierna de Estrella.

    Pasados once minutos, su abuela entonó, con el mismo tono, otra letanía y unió sus palmas con gesto de profundo agradecimiento.

    Estrella se levantó del regazo de su abuela con la pierna totalmente libre de dolor y el corazón aliviado de culpa.

    El perdón

    El Perdón verdadero se expresa sin la necesidad de ser pedido.

    La mañana de Lunes Santo Estrella se despertó con un concepto del perdón ampliado. Cayó en un sueño profundo y reparador la noche antes —le ocurría esto cada vez que pasaba el día junto a su abuela Paloma— y al anochecer, ella misma la acurrucó y envolvió en una suave brisa de tranquilidad, dejándola en brazos de Morfeo.

    Realmente estaba muy acostumbrada a pedir perdón, pues desde pequeña sostuvo la idea de que era un poco despistada y siempre andaba perdiendo cosas. Siempre que faltaban las llaves del cestillo de la entrada o las gafas del costurero de mamá, la válvula de la olla exprés o el plato de Zafú, su gato, oía la misma pregunta y respuesta de su madre:

    «¿Estrella, tú has cogido las llaves para jugar?», «¿Estrella, has cambiado de sitio el plato de…», «Sí, ¡seguro que has sido tú! Siempre andas, despistada, cogiendo las cosas y cambiándolas de sitio para jugar».

    Ella, casi nunca recordaba haberlo hecho, pero solía admitirlo y pedir perdón agachando la cabeza. Prefería esta opción a tener que escuchar durante horas a su madre increpar a sus hermanos, sin llegar a ninguna conclusión sobre la autoría de los hechos. Estrella lo zanjaba con humildad e inteligencia. El problema era cuando llegaba la segunda pregunta a la que nunca podía responder.

    —Bueno, vale, te perdono, hija. Pero ¿dónde lo has puesto?

    —No sé, mami.

    —¿Ves? Lo que yo digo, siempre estás despistada. Vives en tu mundo interior, en tus pájaros y tus cosas.

    —Gracias a Dios que siempre aparece todo —murmuraba Estrella mientras se retiraba sutilmente de la escena del crimen.

    También llegó a conocer bastante temprano el perdón por «metedura de pata». Desde que empezó a tener memoria de su propia existencia lo veía y procesaba todo con una simpleza aplastante. Todo acontecimiento lo resumía en dos palabras: «la verdad».

    Recordó esa mañana, cepillándose el pelo, a aquella señora, amiga de su madre, que encontraron una tarde de Navidad esperando en la cola del cartero real. La media de espera para hacerse una foto y entregar la carta al cartero en persona era de cuarenta y cinco minutos, el tiempo necesario para que su madre y su amiga Pilar se pusiesen al corriente de los últimos diez años. Estrella repasó visualmente todos los detalles del escenario, el sillón de terciopelo rojo donde se sentaba su majestad, las oropéndolas doradas que enmarcaban el atrezo, el gran buzón real con forma de saco azul con bordones reales, la alfombra roja de la escalinata a la que estaba deseando subir para entregar su pliego de papel lleno de dibujos de muñecas.

    Solo quedaban cuatro cartas por delante de ella, el momento cumbre llegaría en breve. Sostenía el papel con fuerza, con sus deditos y su mandíbula apretados por el nerviosismo del real acontecimiento. Pronto subiría las escaleras de aquel pequeño castillo, cuando su madre la devolvió a la realidad de la Plaza de San Esteban.

    —Estrella, Estrella, hija, mira mi amiga Pilar con su hija María del Pilar. Tiene tu edad, bueno, unos meses mayor. Mira qué guapa, qué bonita y abrigada está con su abrigo a juego con el casquete.

    Estrella reparó por primera vez en aquella mujer que llevaba de la mano una niña de aspecto insípido, de piel pajiza y delgada envuelta en un abrigo aún más insípido de color mostaza con ribetes en marrón, a juego llevaba una especie de pequeño sombrerito que usaban los recién nacidos o las mujeres de las películas del Oeste que su padre solía ver las sobremesas de los domingos. Nada que ver con el suyo de color rojo bermellón que le había regalado su abuela Paloma el invierno anterior y que aún lucía orgullosa.

    —Estrella, íbamos a comprarte uno nuevo esta tarde. Este ya te está un poco justo.

    Leonor estaba deseando sustituirlo desde el mismo día que lo desenvolvió del papel de regalo, por uno que tuviese un color más apropiado para una niña.

    —¿Vamos a la tienda con Pilar cuando entreguéis vuestras cartas, niñas? —entonó Leonor con un atípico acento cursi que su hija no reconoció.

    La cogió totalmente desprevenida, al igual que la noticia de la compra de un nuevo abrigo.

    Estrella levantó la cabeza y despertó, como con un jarro de agua fría, de su cuento de princesas y castillos. No había oído la conversación anterior y ni siquiera sabía con claridad qué era lo que le estaban preguntando.

    —Mamá, yo no quiero un abrigo nuevo, yo ya tengo este que es muy bonito…

    —Pero, Estrella, hija, ese es del año pasado. Este año tendremos que estrenar otro que te quede mejor y el de María del Pilar es precioso —la interrumpió su madre lanzando una sonrisa tan falsa como forzada a su hija.

    —Pero es que ese color no me gusta, mami…y el sombrerito tampoco.

    Su tono mitad mimoso mitad resignación enervó a su madre y dejó perplejas a ambas Pilares.

    Aquella tarde de diciembre Estrella se quedó a las puertas de su sueño por primera vez. No le permitieron entregar su carta en la antesala de la felicidad.

    Por suerte, a Pedro, que compartía admiración y devoción por su esposa Leonor, pero carecía completamente de conocimientos acerca de los cánones de moda infantil, aquel episodio le pareció totalmente injusto para su hija, así que, contraviniendo las órdenes de su esposa, acompañó aquella mañana a sus hijos de nuevo a la plaza de San Esteban.

    Hablaron de que las chicas fuesen el sábado, con tarde de chicas incluida, y los chicos, el domingo después de desayunar, antes del partido de fútbol. Y así también tendrían su tarde de chicos. Aquella tarde, sin embargo, fue una tarde mixta y una de las mejores que atesoraba Estrella en sus recuerdos. Con su abrigo rojo y acompañada por Luis y Pedro, pudo recorrer las calles persiguiendo a sus hermanos de acera en acera; pudo saltar por encima de los bancos y simular un vuelo apertrechada en las barandillas del puente, sin oír incesantemente la voz de su madre diciendo: «Estrella, hija, ten cuidado. No corras que te puedes caer. Deja a tus hermanos, que ellos son más brutos. Ven cógete de mi mano».

    La súper protección de su madre la ralentizaba, pero las risas de su padre de fondo aquella tarde la hicieron volar.

    Estrella también conoció desde muy niña el auto perdón, aunque en esta asignatura no lograba ni siquiera rozar el aprobado.

    Le gustaba desde muy pequeña pasar las tardes en casa de su tía Marina pues, paradójicamente, siendo la hermana de su madre, a ella sí se le daba muy bien lo de jugar y comportarse como un niño. Solía reunir a sus sobrinos casi todas las tardes en su patio y allí les preparaba bocadillos de chocolate y galletas caseras. A Estrella le gustaban menos sus comidas que las de mamá, pues la mano que tenía Marina para los niños la tenía Leonor para la cocina. Pero eso a ella le daba igual, con tal de que su tía se tumbase en el patio con la manguera abierta y los cubos de agua para iniciar una nueva batallita acuática, era capaz de perdonar cualquier plato de lentejas insípidas y sin chorizo que preparara, se lo comía de buen agrado y obedientemente para no disgustarla y, sobre todo, para continuar allí toda la tarde con ella, preparando las piñatas de cualquier cumpleaños.

    Al nacer la pequeña Marita, su tía tenía menos tiempo para organizar las fiestas de los pequeños del barrio, pero con sus sobrinos todo siguió como siempre.

    Una tarde de las largas, de las calurosas de julio, Estrella almorzó, como era la costumbre de los sábados de verano, en casa de sus tíos. Ese día el salmorejo que preparó su tío Daniel estaba más rico que de costumbre y, a sus cinco años, se sintió agradecida por los tomates por primera vez. Sintió más energía y vitalidad de lo habitual y creyó que era porque el tío Daniel le había puesto una poción mágica para princesas, tal como él le había explicado cuando ella le preguntó que por qué la sopa le había salido tan roja y brillante.

    Aprovechando su estado de euforia pidió a sus tíos que esa tarde no la pusiesen a echar su siesta y que dejase a su prima jugar con ella en el patio, mientras ellos descabezaban el sopor que el salmorejo y los cuarenta grados había provocado en ellos. Estaban demasiado adormecidos para pensar, el calor les amortiguaba las objeciones, así que decidieron que en vez de ir a la cama como de costumbre, se echarían a descansar en los butacones rojos de la salita blanca, la cual se separaba del patio principal por unas cristaleras con visillos de algodón. Su tía descorrió los visillos.

    —Vale de acuerdo, yo os vigilaré desde aquí.

    Pero no fue cierto, pasaron unos escasos cinco minutos para que sus tíos arrítmicamente comenzasen a roncar.

    Su prima Marita era tímida y especial. Estrella la adoraba y la cuidaba como a la hermana pequeña que no tenía. En realidad, se llamaba Marina, pero, como suele ocurrir en todas las familias que repiten y triplican nombres, el hipocorístico acaba conquistando al nombre, sobre todo si hay un diminutivo de por medio. De tanto repetir Marinita, Marinita, la economía propia del lenguaje andaluz hizo de las suyas y omitió directamente la sílaba «ni», afortunadamente para Estrella, a quien no le gustó nunca que sus hermanos se llamasen como sus abuelos y su madre como su abuela.

    Marita era solo un año menor que su prima, pero Estrella sentía que tenía doscientos años cuando estaba junto a ella, los mismos que, según ella, tenía su abuela Paloma.

    La cuidaba con el mismo celo que su abuela la cuidaba a ella. Le susurraba en vez de hablarle y le tarareaba esa nana que cinco años atrás inventara Paloma para calmar los cólicos lactantes de Estrella, y hasta entonces, la única que la haría dormir sin miedo a ser devorada por los fantasmas de su tripita.

    Disfrutaba mucho cepillándole el pelo. Era tan fino como delicado y su color amarillo dorado le fascinaba, exactamente el mismo que el

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