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Rojo bermellón
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Libro electrónico163 páginas2 horas

Rojo bermellón

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Rojo bermellón es un libro de cuentos que se adscribe al género de la novela negra. Entre ellos encontramos a Amapola, una joven mujer que sufre un gran dolor físico y psicológico que la mantienen al borde del colapso y que buscando terminar con su sufrimiento emprende un viaje al litoral central de Chile, donde piensa recuperar a toda costa a Daniel, el hombre culpable de su padecer. Al abuelo de Gabriela que le ha encomendado la tarea de traducir una carta en polaco, que según él, le ha llegado de parte de un desconocido pariente desde el viejo mundo. Mientras esto ocurre, el abuelo la invita a conocer a su amante, algo que provoca todo tipo de cuestionamientos en Gabriela. Y, a un joven aficionado al cine de terror italiano que intenta recuperar el habla que, su mejor amigo, misteriosamente ha perdido de la noche a la mañana. En la visita a un antiguo cité ubicado en uno de los cerros de Valparaíso, el joven se enfrenta a una situación espeluznante, que amenaza con hacerle perder la cordura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 oct 2019
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    Rojo bermellón - Luis Astudillo Charnock

    padres.

    Rojo bermellón

    Su cabello abandona la calidez del agua dejando los tintes rubios de su nuevo yo; parte de ella también ha quedado allí. Mientras tuerce el cuello para librarse de la molestia que le ha dado la posición en la que ha estado por largo rato y, con un acto de inconsciencia, se hace un moño en el pelo dejando en sus manos el empalago del químico. Amapola ve el desfigurado reflejo de su rostro en la intranquilidad del agua que para nada hace justicia a su blanca belleza; a su pesar la imagen representa su sentir a la perfección. Cuando el reflejo comienza a hacerse más nítido una gota de sangre cae en el espejo improvisado para recordarle que ya no es ella la que está en esa tina.

    Al entrar al dormitorio abre las cortinas del ventanal de par en par, la luz que se cuela parece  hacerla diáfana por un instante. Alguna vez sintió que ese calor la llenaba de fuerzas, las mismas que ahora la abandonan y llenan de incertidumbre, sensación acrecentada por los grandes anteojos oscuros. Sin detenerse a pensar en esta molestia, o porque la evita sin darse cuenta, tiene confianza en que recuperará a Daniel; un amanecer así no es un mal presagio. Está segura que la mañana siguiente recibiría el beso de su amado. Faltaba poco, no era momento de flaquear.

    En el terminal de buses busca entre los anuncios su destino, ya ha preguntado en un par de agencias que la han confundido con una turista y quisieron embaucarla, sus vestiduras no hacen que esa idea resulte descabellada: lleva un jockey color rojo, en su cabello una cola de caballo saliéndosele por el sujetador, grandes lentes oscuros que le cubren hasta los pómulos y un cortaviento de solapa; cosa rara para el día aunque previsora si se considera su destino. Se detiene a pensar un momento, no sabe cómo tuvo cabeza para reparar en el incierto clima de la costa considerando lo que ha vivido en los últimos días. Cuando repasa el acierto en su cabeza, divisa un letrero en que anuncian la pronta salida a Algarrobo. Algo más resuelta, avanza hasta la ventanilla esperando no tener que responder a preguntas incómodas. Un nuevo espasmo de dolor le obliga a hacer una pausa antes de sacar su billetera del bolso. El vetusto hombre en frente suyo parece ser parte del mobiliario, sus movimientos taciturnos parecen incrementar aún más el agobio de nuestra heroína, que busca aliviarlos aprisionando unos folletos turísticos del mesón y sosteniéndose en un pie. El hombre no alcanza a extender por completo su brazo para entregarle el boleto, cuando Amapola se lo arrebata y sale corriendo por los pasillos del terminal, tropezándose con viajantes y vendedores ambulantes que la miran sin mayor interés, conocedores de que ya habrá durante el día otras excusas para soltar la rabia que llevan dentro. Entra al baño ocultándose el rostro, creyendo sin mucha convicción que el sudor de sus manos pueda provocar en alguien un atisbo de sospecha. Con dificultad, aunque no por ello falto de decisión, saca de su bolso un frasco de pastillas y se traga tres o cuatro sin que antes ni ella misma se percate de la cantidad. De pronto, observa urinarios adosados a la pared; el primer instinto de huir es acallado por los pasos de alguien que se acerca, de inmediato se oculta en uno de los oportunos cubículos. Sentada en el baño hace esfuerzos por normalizar su respiración, piensa que así el químico tendrá un efecto más inmediato. Mientras aferrada a la manilla intenta capear los terribles dolores, sorprendida ve a un hombre por la separación que hay entre la puerta del retrete y el panel separador, lavarse en el lavamanos y, al levantar la cabeza secarse una abundante barba con una toalla de papel. ¿Es él? No, no lo es. Mi visión es más incorregible que mi deseo, se recrimina consternada.

    II

    Daniel secó su barba con una toalla mirando satisfecho en el espejo su torso descubierto. Su pecho amplio lo aprisionaron unas manos blancas y delgadas que bajaron al bajo vientre y le acariciaron el pene, para enseguida retornar al inicio de su arremetida, como una araña lo haría hacia su presa. El rostro de Amapola apareció en el reflejo del espejo junto al de Daniel; ella mordió su hombro con dulzura; él se volteó hacia ella para abrazarla con candor, caminaron sin despegarse hasta llegar a la cama y se dejaron caer como dos árboles que se talan en un bosque formado sólo por ellos. Amapola se sentía llena, repleta de una vida que le ha sido esquiva; no sabía que esto resultaría así, y que ella lo tomaría como lo tomó. Un día se había jurado que nunca volvería a estar con un hombre, claro que esto había ocurrido cuando ella no tenía edad para estar haciendo juramentos de este tipo. Entonces todo eso le pareció tan lejano, ajeno, como si esa historia no fuera de ella, sino que fuera de alguien más, un cuento de un pasajero aburrido y solitario al que nadie deseaba escuchar ya. Cada momento con Daniel era un descubrimiento, a pesar que ya llegaba al cuarto de siglo ella no tenía dentro de sus experiencias la de amar, la vida se había encargado de hacerla experimentar su extremo más árido y oscuro. El aire impregnado de placer le provocaron mareos, haciéndola creer que se encontraba flotando en aquella habitación. Qué diferente era cuando Daniel estaba: la oscuridad de la clandestinidad le pareció fulgurosa, las cortinas corridas sin que importara la hora del día en que se veían la hacían perder la noción del tiempo; eso era lo que más placer le provocaba, no saber cuándo su encuentro terminaría, a veces la hacía dudar en que si era una experiencia onírica o se encontraba en una vigilia fantasmal.

    Recostado sobre ella Daniel la miró entrecerrando los ojos, como si mirara a una figura irreal y a la vez tangible, ocultando la vergüenza en su carácter se rascó la barba como un niño maldadoso se rasca el trasero, esto le daba un aire infantil a su rostro que no le pertenecía. Amapola lo miró como se miraría una epifanía: con asombro e incredulidad sobrecogedora. Tras haberla contemplado por un momento, alzó la mano; Amapola supo lo que eso significaba, aun así no logró evitar sentir miedo, cerró los ojos con fuerza buscando convencerse de que el pasado no la visitaba. Daniel dejó caer la mano para quitar los cabellos negros del rostro de Amapola, besó profusamente cada uno de sus ojos; es el ritual al que ella se ha acostumbrado antes de hacer el amor. 

    Cuando la humedad cálida de sus cuerpos flotaba en el ambiente, él se levantó para vestirse con sigilo tratando inútilmente de evitar despertarla. No le ha dado el beso tranquilo que ella espera en la despedida y, Amapola no supo qué hora eran afuera, sólo entendió que el tiempo que quedaba del día o noche serían el que tenía que recorrer para volver a verlo. Le miró por entre las sábanas, pareció inquieta por la ausencia de aquél beso extraviado, le hubiese gustado que de vez en cuando él encendiera la luz cuando se ponía sus ropas: le agrada mirarlo desnudo recorrer la habitación. Daniel recorrió el cuarto recogiendo una cosa por aquí y otra cosa por allá, un reloj y una cadena fueron el botín de la ronda que hizo a la cama antes de llegar al extremo en el que se encontraba Amapola; el beso se acercaba, no lo había olvidado, sólo la hacía sufrir, celebraba Amapola en un pensamiento aquiescente. Daniel se inclinó con un atisbo de temor junto a ella, Amapola esbozó una sonrisa agridulce pareciendo sospechar un cambio en el ambiente.  El hombre  cogió el zapato que le faltaba desde el piso, se lo calzó y caminó hacia la puerta. Sin voltearse se despidió.

    —Adiós Amapola —dijo Daniel con tono lacónico.

    La luz del exterior apretó los nervios de Amapola tanto como el rictus de la voz de su amante. La puerta se cerró haciéndolo desaparecer.

    Al día siguiente Daniel no contestó a las llamadas de Amapola, la amargura de ese día se propagaría por lo que quedaba de la semana. Cuando pensó en buscarlo se dio cuenta de lo poco que sabía de él, lamentó no haber sido algo más honesta con su ansiedad y preguntarle por su vida, el vertiginoso mes que pasaron juntos le nubló la mente por completo. Sobreponiéndose con dificultad a la semana que pasó en ascuas, visitó el bar en el que se conocieron, aquel día ella había asistido con unas amigas del trabajo en el que las hace de vendedora de ropa deportiva. Nadie supo cómo es que se presentó a la cita, no era una mujer muy sociable que digamos, al menos no se comportaba así; si supieran que llegó ahí al confundir la dirección de una tienda de renta de películas por la del bar, habrían saciado su curiosidad.

    Esperó sentada en la barra del bar hasta el anochecer. Cuando perdía las esperanzas: apareció él. Lo acompañaba de la mano una mujer rubia, vestida con traje formal, llevaba un maletín de cuero de aspecto lujoso y elegante; seguramente era abogada o ejecutiva de una gran empresa, eso pensó Amapola al verla, sintiéndose disminuida de tan sólo mirarla. Tras hacer esfuerzos por convencerse de la posibilidad que no fuera lo que ella creía, logró cruzar miradas con su amante; él le sonrió un poco altaneramente sin parecer inmutarse. En seguida se marchó con total calma junto a la mujer que lo acompañaba, besándose en la boca antes de subirse a un taxi. Amapola se quedó pensando dubitativa en que si era o no Daniel al que había visto; era cierto, el hombre le sonrió al verla, aun así no se acercó ni hizo un gesto por intentar hacerlo, pero fue tan violento el cambio de su mirada que no se convencía de que fuera el mismo hombre del que ella sentía una necesidad que le dolía. El adiós de aquella tarde hizo eco en su cabeza. Se convenció a fuerzas de que aquel hombre no era Daniel, sino un desvergonzado que le quiso coquetear a la distancia. Dolida por el encuentro, compró por primera vez una cajetilla de cigarrillos y, se fumó tres antes de irse a casa.

    III

    Acompañada por su reflejo en la ventana viaja en un bus interurbano, sus grandes lentes le recuerdan a cada instante su sacrificio. ¿En verdad he hecho lo que recuerdo?, se pregunta con veleidad. El paisaje hace rato que ha cambiado: los edificios por las colinas arboladas, el cielo tiene el tono azulado que le pertenece, también hay algo en el ambiente que parece ser aire, hace un tiempo ya que no siente eso en los pulmones. Hubo una vez durante su niñez en que se sintió agobiada por la pureza de su entorno, quería conocer la aspereza del concreto, el ruido ensordecedor de las calles, la impertinencia del tráfico capitalino aparecía en sus sueños. Recuerdos que por un momento aliviaron el dolor que sentía, que si no fuera porque el aire sirve de transporte a los recuerdos de toda clase y no sólo a los añorados, la sensación de alivio se hubiese prolongado. La imagen de una parra la visitó de golpe, atizando su ánimo: se vio bajo una parra en la que estaba sentada en los muslos de un hombre mayor, la aspereza de las manos que recorrían la inocente piel de sus muslos se parecía mucho al concreto que deseó conocer. La imagen se mezcló con la de Daniel tomándola por detrás momentos después de invitarlo a su departamento por primera vez, le subió el vestido y le pasó sus suaves manos por los muslos; ella temblaba entera, no sabía que sentiría, estaba dispuesta a tragarse su miedo y aguantarse el dolor para volverse una mujer normal. No tuvo que hacer nada de eso. En cuando las manos de Daniel recorrieron sus muslos hacia la pelvis, las oscuras reminiscencias no se atrevieron a visitarla; empezaba a volverse prosaica: como sus compañeras de trabajo, como cualquier chica de la calle, como esa mujer que dejaba entrar al conserje a su departamento por las tardes; aún no era completamente parecida a ellas, eso sí, estaba cerca, comenzaba a cambiar, no tendría que recurrir a otros placeres para sentirse viva. El recuerdo se interrumpió por la llegada de un nuevo espasmo de dolor, más intenso que cualquier otro hasta ahora. No habían pasado ni dos horas desde la anterior dosis y los efectos ya desaparecían, quizás debía subir la dosis a cinco pastillas por más que la advertencia en el frasco no recomendaba pasar las dos diarias. Amapola no estaba para recomendaciones de gente que nunca ha sentido un dolor así, es fácil escribir algo para que los demás lo sigan. Apresurada, con un pañuelo se limpia algo que le corre bajo las gafas. El dolor vuelve con más ímpetu aún, desesperada busca dentro de su bolso las pastillas, por error toma un pequeño frasco negro de vidrio con un corcho como tapa, lo mira con incredulidad, lo deja sobre sus muslos y luego vuelve a buscar hasta encontrar el frasco de las pastillas. Sus trémulas manos no logran girar la tapa, no sabe si es por imprecisión o porque ya no le quedan fuerzas, cada vez más agobiada hace un nuevo intento tras tomar una bocanada de aire, pero el frasco negro se le cae y rueda por el pasillo del bus, ella lo sigue con la vista hasta que choca en los zapatos rojos de una mujer.

    IV

    Amapola permaneció días en su departamento, con cortinas cerradas y llamando al número celular de Daniel, sumida en el desconsuelo, tomando somníferos sin lograr un sueño profundo. El teléfono sonaba con insistencia, ella lo contestaba entusiasta esperando escuchar la voz del amante, pero siempre era de la tienda de vestuario preguntándole cuándo volvería al trabajo, entonces, colgaba con desesperación, se arrastraba hasta llegar al ropero y tomar unas sandalias rojas para aprisionarlas contra su pecho. Su mente vagaba por

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