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Casa de muñecas
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Libro electrónico138 páginas1 hora

Casa de muñecas

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Riverside, Reino Unido. Amabel despierta en una realidad paralela que no le pertenece; no es fácil, pero consigue adaptarse a la situación y pronto empieza a sentirse a gusto entre sus alumnos de la Lucretius Grammar School, su amiga y colega Rachel y el impertinente Damian, uno de sus alumnos y su único contacto con el mundo al que realmente pertenece. Su nueva vida empieza a gustarle, pero no puede dejar de investigar sobre las razones de lo que la está pasando y encontrar la forma de regresar a su auténtica vida. Mientras tanto, la pesadilla de la muñeca rosa vuelve a visitarla después de seis años de silencio. Pronto Amabel descubrirá que el secreto de sus pesadillas se remonta a un antiguo cuento eslavo que tendrá que intentar conocer en todos sus detalles para comprender a fondo la situación en la que se ha visto involucrada a su pesar. Sin embargo, alguien se mueve en las sombras y Amabel tendrá que tener mucho cuidado: un solo error es suficiente para quebrar el equilibrio para siempre y hundir a Riverside en la ruina.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento14 may 2019
ISBN9781547561995
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    Casa de muñecas - Bianca Rita Cataldi

    1.

    Llegó la noche y la música aún llenaba Silverbell Strett. El tradicional Baile de Invierno llenaba de luces el salón central de la Lucretius Grammar School; las ventanas del colegio resplandecían dentro del marco de piedra de la fachada. Mergens sidera coelum, decía el lema encima del portón. El cielo en el que se ponen las estrellas. Allí, en aquella noche de diciembre llena de música y de luces, ninguna estrella se ponía: habían pasado lista y estaban todas en el cielo, abrazándose cariñosamente en sus constelaciones indescifrables.

    Si una estrella cotilla y atrevida se hubiese acercado un poco más, y hubiese echado un vistazo más allá de los cristales de las ventanas, hubiera visto muchas jóvenes vidas bailando, abrazándose y soltándose, dando vueltas en el pavimento brillante del salón central. De alguna forma, toda esa alegría hacía que la Lucretius Grammar School pareciera más un salón de baile que un colegio, y la verdad que en esos momentos eso era: pura luz y alegría.

    Megan bailaba, llevada por la música. Su cabello rubio le azotaba los hombros mientras ella giraba, giraba y el salón volteaba junto con ella. Estuvo bailando con sus compañeras de curso, el 8S, con su profesora Smith, con Anderson de la 11D, la clase de su gran amor... Eso, su gran amor. ¿Dónde se había metido? Según el reloj de péndulo del salón eran tan solo las once de la noche cuando Megan dejó de dar vueltas en medio del salón y se quedó parada de pronto, los talones clavados en el pavimento en medio de todo el mogollón. Mientras todos seguían bailando, cantando y abrazándose y gritando a la vez, ella miraba a su alrededor.

    ¿Damian? llamó, intentando sobreponerse al volumen altísimo de la música. Vio a muchos chicos morenos, ojos azules y cantidad de flequillos rebeldes balanceándose sobre sus respectivas frentes al compás de la música, pero ninguno de ellos era Damian. Siguió mirando hasta que la señorita Smith, cuyo aliento ya empezaba a oler a ponche, la cogió por un brazo y le gritó al oído:

    Hija, Megan, ¿qué haces aquí patitiesa? ¡Vete a bailar con tus amigos!.

    Y ella se fue a bailar con sus amigos. ¿Qué otra cosa podía hacer?

    *

    El eco de la fiesta había llegado hasta allí, al pasillo del primer piso. Estaba sentada en el suelo, la espalda contra la pared y los ojos cerrados. Estaba mareada. Después de desmayarse al final del Concierto de Invierno, no había pasado mucho tiempo, a duras penas había conseguido librarse de Rachel y de los demás fisgones que no la dejaban en paz. Los había tranquilizado, se había tomado un vaso de agua, después un buen trago de algo con mucho alcohol, y al final les había pedido a todos que la dejaran un momento sola en los aseos, para refrescarse un poco la cara y los brazos. Por fin la habían dejado en paz. Ahora Rachel estaba con los chicos y con sus compañeros profesores, seguro que bailando y pasándoselo bien, con lo alocada que era. Sumida en sus pensamientos, Amabel escuchó con claridad el ruido de unos pasos que se acercaban, subiendo las escaleras. No le apetecía ver a nadie, ni siquiera tenía ganas de levantarse ni de sentarse al menos en una posición un poco más formal: estaba demasiado cansada. En fin, que le daba igual. No se sentía bien, ¿no? Pues tenía todo el derecho de tirarse por el suelo y quedarse medio desmayada exactamente donde le diera la gana.

    Señorita Dickinson.

    Amabel se espabiló de pronto. Esa voz, la hubiera reconocido entre mil otras voces. En la penumbra del pasillo, entre las siniestras siluetas de los muebles y las luces pálidas procedentes de las farolas de la calle, vio el brillo de dos ojos azules preocupados.

    ¡Damian! exclamó mientras intentaba ponerse de pie. El joven la cogió de los brazos y la ayudó a levantarse.

    Uy, me parece que tiene usted muy mala cara. ¿Verdad, señorita? Irrespetuoso como siempre, el chico empezó a bromear.

    Mira, Burton, necesito que me hagas un favor y que te calles de una vez.

    Damian se rió entre dientes. Le rodeó la cintura con un brazo y la acompañó lentamente hacia la 11D, que era justo la primera clase del pasillo.

    ¿Qué tal la fiesta? preguntó Amabel, no porque le importara demasiado, sino más que nada por decir algo y romper el silencio.

    Bien, una fiesta normal y corriente. El mismo baile de todos los años, más o menos. ¿Y usted? ¿Cómo es eso de que se desmaya cada dos por tres?.

    Amabel dejó que una sonrisa se dibujara en sus labios mientras Damian abría la puerta de la clase.

    Soy mayor, Burton. La gente que ya está mayor, como yo, se desmaya incluso al escuchar una buena ejecución de un preludio en el piano contestó ella, esforzándose por aparentar seguridad en sí misma. En realidad, estaba temblando por dentro. Bastaba con el recuerdo de la muñeca que había infestado todas las pesadillas de su infancia para que le entraran ganas de desmayarse otra vez.

    Un nombre le rebotaba por dentro: era el nombre de una chica rubia, con un vestido amarillo canario y una risa muy sosa.

    Y Megan, ¿está abajo? preguntó, procurando que su voz no delatara la angustia que tenía por dentro.

    Sí, está en el salón bailando como una loca con los demás le contestó Damian, mientras la ayudaba a sentarse en la primera silla que sacó de detrás de la primera fila de pupitres de la 11D.

    Anda, ve y baila con ella. Déjame aquí tranquila un ratito, y ya verás cómo me recupero en un momento y bajo con vosotros.

    Damian se rió, una risita algo despectiva.

    Las personas como yo no bailan.

    Amabel le contestó con una risa suave.

    ¿Ah sí? ¿Y cómo son las personas como tú?

    El chico se encogió de hombros y se desplomó en una silla cerca de Amabel.

    Pues no sé. Gente seria, supongo.

    El eco de la música de la planta baja llenaba la estancia y el pasillo desierto.

    Los dos se quedaron un rato callados, ambos concentrados en observar sus propias manos. De pronto, Amabel empezó a hablar.

    Damian, tengo que preguntarte algo. Pero no quiero que pienses que estoy loca, ¿vale?

    Él abrió de par en par sus enormes ojos azules y la miró como a una extraña criatura que acabara de bajar de un platillo volante.

    Pregúnteme lo que le plazca contestó él con una sonrisa que pretendía ser irónica pero que solo resultó un poco temblorosa.

    Amabel se rascó la cabeza, y mirando al techo, finalmente, con un gran suspiro, decidió hacerle la pregunta que tenía pendiente desde el mismo día en el que, por primera vez, se había despertado en esa vida que no le pertenecía:

    "¿Crees que me has conocido antes de que fuera tu profesora? ¿No nos hemos encontrado... por ejemplo... en un colegio abandonado?"

    Damian frunció el ceño y durante unos instantes se quedó sin palabras. La vieja de Amabel Dickinson se había vuelto definitivamente, irremisiblemente loca.

    Creo que no comprendo a lo que se refiere.

    Ella hizo un gesto de fastidio, sacudiendo nerviosamente los hombros y la cabeza.

    ¡Pero bueno, Damian! se indignó ella. ¡Yo me acuerdo de ti! Te he conocido antes de que pasara todo esto. Tú me hablaste, me tomaste el pelo porque no sabía latín y conseguiste que escapara a toda prisa de ese lugar horrible. ¡Y lo sabes!

    Pero Damian no lo sabía. Era evidente que no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Según iba dándose cuenta, Amabel sentía que las fuerzas la abandonaban más y más. Estaba sola, en un mundo que no le pertenecía, en una vida que no era la suya e incluso Damian, su único contacto con su mundo real, no podía hacer nada para ayudarla.

    Dejándose llevar por el instinto tomó una mano del chico y la apretó entre las suyas.

    ¿De veras no te acuerdas de mí? le preguntó en un susurro, casi con miedo a escuchar su misma voz.

    Damian no sabía qué contestar, ni siquiera entendía lo que estaba pasando. Lo único que podía ver y comprender perfectamente era que los ojos de Amabel le miraban perdidos, inmensos.

    Me acuerdo de usted como de mi profesora de historia, nada más balbuceó. Nunca, nunca se había sentido tan incómodo en toda su corta vida. Era un chico en una sola pieza, algo arrogante, uno de los que nadie consigue callar por las buenas, sin embargo, ahora... no sabía qué decir. Hubiese pagado cualquier precio por ayudarla, por tranquilizar a aquella chica asustada que le estaba destrozando la mano, pero sencillamente no podía hacerlo.

    Fue justo entonces cuando apareció ella.

    Amabel supo que estaba llegando incluso antes de que sus ojos divisaran la sombra de la muchacha en el pavimento reluciente del pasillo. Y de pronto la vio: la mirada vacía, el vestiducho amarillo, el pelo rubio y lacio cayéndole sobre los hombros.

    ¡Damian! Por fin te he pillado dijo la voz que salía de dentro del vestiducho.

    El joven arrancó su mano de las de Amabel, como si estuvieran ardiendo.

    ¡Megan! la saludó él, como si llevara una semana sin verla, y no unos veinte minutos, como era en la realidad. Y en seguida explicó: Ahora mismo voy para allá, solo estaba ayudando a la señorita Dickinson, que no se siente muy bien...

    Estoy perfectamente, Burton. Vete al baile lo interrumpió Amabel, con un gesto de la mano.

    Damian se volvió para mirarla y un destello de incertidumbre cruzó sus ojos durante un segundo.

    ¿Está segura, señorita? le preguntó, mientras con los dedos deshacía el borde del jersey.

    Segurísima. Lárgate, Burton.

    Se miraron durante un

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