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Doce lugares en Roma a los que no quería ir
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Doce lugares en Roma a los que no quería ir
Libro electrónico248 páginas3 horas

Doce lugares en Roma a los que no quería ir

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En 1968 un joven cantante americano, William Denver, busca refugio de sus fracasos en la amistad con un maestro de música renacimental de Roma. De este episodio inicia una historia familiar fuera de las líneas, una novela sobre la dificultad de vivir con los capítulos en un orden desparramado, en una Roma verdadera suspendida entre belleza incomparable y basura, entre personajes que continúan hablándonos y haciéndonos reír incluso después de muertos. Cada capítulo es un nervio destapado, pero tocarlo no dolerá demasiado, no es una culpa. Todos son absueltos, generación tras generación, y luego de tres días de tinieblas viene un día como todos los demás.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento14 nov 2016
ISBN9781507162217
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    Doce lugares en Roma a los que no quería ir - Clara Cerri

    Clara Cerri

    Doce lugares en Roma a los que no quería ir

    Traducción de Florencia Ortiz

    El Americano cansado.

    Caligaverunt oculi mei a fletu meo,

    quia elongatus est a me qui consolabatur me

    (Lamentazioni 1,16 – Tomas L. de Victoria, 1585)

    ––––––––

    Cómo era el mundo en 1968. Quizás basta poner sobre los colores una capa amarillenta, para recordarlo y para narrar qué sucedía. Si no, para mí, que a la época tenía cuatro años, imaginarlo todo visto desde abajo. William Denver en 1968 tiene veintiséis años y es muy alto. Y lleva gafas oscuras, porque la luz del sol le hace cada vez peor a los ojos.

    Todos saben que está enfermo, pero ninguno a su alrededor habla de eso. Dicen, cuando no los puede oír, que es normal que esté deprimido luego de esa historia demencial del álbum sobre el cual ha trabajado meses y meses y que luego ha hecho anular. Pero esto ya ha sido hace más de un año. Si por lo menos comiera un poco menos y la terminase con todas esas cosas que toma, sería ya algo. Lo importante es que siga trabajando, tarde o temprano se le pasará.

    Acompaña a la banda al aeropuerto de Los Ángeles, pero no partirá con ellos: no puede ya enfrentar un concierto, desde que tuvo ese ataque de pánico en el ´64. Inclusive venir a saludar le pesa: por eso ha vuelto a la sala de espera para tomar aire, antes de hacerse llevar a casa por el chofer. Apoya la cabeza contra la pared y respira despacio y profundo.

    Aparte William  y el chofer hay solo otro hombre en la sala, una especie de Falstaff aún joven y en saco y corbata, acalorado, rodeado de periódicos que mueve impaciente de una silla a la otra luego de una rápida ojeada. Se nota que tiene una larga espera delante de sí. Al final saca de su maleta un grueso libro y lo abre. Una partitura. William levanta las gafas sobre la cabeza para leer el título, y allí quedan: viéndolo sin gafas, tiene una cara bella y poco sana como algunos jóvenes del Caravaggio.

    Orazio Vecchi. Nunca escuchado.

    El hombre hojea la partitura, encuentra el pedazo que le interesa, comienza a leer a flor de labios, intentando un gesto de solfeo con la derecha. Cada tanto levanta los ojos para dar el vía a alguien que imagina cante con él. Pero está solo William, y a un cierto punto los dos entrecruzan los ojos.

    ¿El señor Denver? ¿William Denver?, retruena el Falstaff con acento extranjero. Tiende la mano con una sonrisa Es un verdadero placer. Soy el maestro Pietro Cerri, en arte Pietro Castelli.

    William acepta la mano franca del hombre un poco perplejo, como si no estuviera ya acostumbrado a ser reconocido, como si alguien tuviera que explicarle que su cara ha permanecido más o menos igual que antes.

    Lo he escuchado cantar hace dos años por la televisión, en aquel programa con Leonard Bernstein, explica el hombre Estupendo. ¿Debía salir un disco, no? ¿Cómo se llamaba?

    William se ruboriza. Oh, ese... No ha salido.

    Ah. Lástima. ¿Pero aún escribe canciones, verdad?

    Sí, claro. He..., aparta la mirada y respira profundo. He apenas hecho un disco... pero otro.

    Ah, bien.

    Pietro mira la partitura y luego a  William: Usted tiene una bella voz de contralto, podría cantar polifonía del Renacimiento, como yo

    ¿Pero el contralto no es una mujer?

    Ahora, antes era un hombre que cantaba en falsete, como usted. Venga, pruebe a cantar esto, vea un poco si le gusta. ¿A qué hora sale su avión?

    No, yo... vine a acompañar algunas personas. Pero no tengo prisa por volver a casa.

    Curioso, William se levanta, se hace espacio entre los periódicos y se sienta cerca del hombre, del lado del oído bueno. Una partitura con seis líneas de canto. Cosa seria. A Falstaff le debe haber llegado la voz de que se ha cansado de coros sencillos una tercera arriba y una abajo.

    Aquí, usted lee esta línea

    ¿Qué es, italiano? Yo no lo conozco

    ¡Oh, no importa! Aparece un diapasón en su mano, lo golpea y se lo acerca al oído. Tome su nota con esto.

    Las vibraciones hacen cosquillas. Una campana lejana, una sensación de azul. El maestro lo mira absorto. Es un  'la' a 415, explica,  medio tono debajo del diapasón moderno.

    William dócil repite Laaa..., como si hubiera vuelto a la primer lección de piano cuando niño.

    No, hágalo como lo siente... ¡en la octava superior!

    Ok, ahora él también es una campana lejana. Ve el azul y canta. El hombre lo mira con la boca un poco abierta, luego parpadea como si los ojos le dieran fastidio. Bella nota. Desde aquí: y pronuncia lentamente las palabras "Cada uno de ustedes se elija un dúo animal..."

    "Cada uno de ustedes se elija un dúo animal..." las campanas se sueltan todas y cuando tropiezan con las palabras o con un intervalo Pietro sugiere, siempre con paciencia, casi paternal - bien entendido, con el significado que tiene esta palabra en las casas en las que los padres no te pegan con el cinto. Apenas lo siente seguro, se le une con la parte del bajo, con una voz que hace temblar la panza desde abajo.

    ¡Pero son todos ruidos de animales!, exclama William a mitad de la pieza, prorrumpiendo en risas con la boca abierta. Está la gallina, la oveja, el asno, el perro..., ¡como en su disco! Es realmente verdadero que no se inventa nada. Y todos le decían que estaba loco.

    El maestro se ríe con él. ¿Se da cuenta que entiende? ¿Le gusta?

    ¡Sí, me gusta! No sé si soy capaz de cantarlo pero es una pieza bellísima...

    Oh, no se haga el modesto. Cuando no tenga nada que hacer, dese una vuelta por Roma, a cantar con nosotros. No somos famosos como ustedes, pero hemos hecho dos conciertos en Nueva York, la semana pasada. En Italia fuimos los primeros en volver a cantar esta música.

    William coge perplejo la tarjeta de presentación que le extiende el hombre. No tiene una suya para darle en cambio. Nada que hacer. Ahora que la banda se ha ido, efectivamente no tiene nada que hacer. Su mujer ya ha aprendido a no contar con él, no sería una gran diferencia no verlo dar vueltas por la casa. Roma. Pietro esta bromeando, es obvio. Pero, estaría bien.

    Tiempo atrás se hacía, ¿cómo era que se llamaba? El Grand Tour. Si eres rico y te sientes una mierda, te vas a sentirte una mierda a Europa. Quizás en Italia. Él satisface todos los requisitos.

    Ríe, para dar a entender que ha entendido la broma.

    Apenas llego a Roma, lo llamo.

    Dos semanas después llama a Pietro, que no cree a sus orejas.

    El sol de Roma encandila como el de California, pero es otoño y hacia la tarde se suaviza. De todas formas William circula siempre con las gafas oscuras. De día hace turismo, estudia, fuma, escucha la radio, tumbado sobre la cama con los ojos en el techo. De noche va a ensayar a la casa de los padres de Pietro, Vía Príncipe Amedeo 147. Mientras dura. Hasta que el primer imbécil lo detendrá por la calle y le preguntará Míster Denver, ¿qué hace en Roma?. En el hotel está registrado con un nombre falso, a desgano se mantiene alejado de Vía Véneto, o Plaza de España, o donde sea que se reúnen sus compatriotas. Si lo necesita, tiene una persona de confianza que sabe que está en Roma y que puede llamar en cualquier momento. Se ha hecho conseguir un piano vertical.

    En Roma, los jóvenes marchan y protestan como en todo el mundo. Pero estos parecen salidos de una película de algunos años atrás, les cuesta sacarse de encima los trajes de sus padres. William los observa desde lejos, Pietro le ha dicho que podría ser confundido con uno de ellos y quizás arrestado, porque es un pelilargo. Protestan también contra la guerra de Vietnam, pero no arriesgan ir a morir allí. Como su hermano, que no ha ido por un pelo.

    Cuando se hace la hora de las pruebas William atraviesa Roma con las partituras bajo el brazo, como si fuera de nuevo al colegio. Desde hacía cuánto tiempo que no hacía música de esta manera, con tan poca responsabilidad pesándole en su cabeza: no debe escribir los temas, nada de arreglos, nada de consolas de estudio, nada de registraciones sobre ocho pistas. A la consola, a ser sincero, la echa de menos. Algunas veces, mientras canta con los otros, se sorprende a mover las manos en busca de manijas y cursores. Tiene que hacer todo con la cabeza y con la respiración, siempre dentro del grupo, nunca detrás del vidrio. Debe escuchar que le digan te has equivocado, en vez de decirlo él a los otros, estas bajando, has entrado antes, y su palabra preferida, Again. Todo de nuevo, desde el principio.

    Pero cuando funciona, la consonancia de las voces se vuelve perfecta, las melodías se mueven y se encuentran precisas, son como colores que vuelven a la mente, por un instante, sangre y pensamientos que circulan con rapidez, como si nadie hubiera apagado la luz.

    William es el más joven del sexteto, hace reír por las palabras trabadas y la cosquilla de los dientes al cantar. En esa casa de escaleras oscuras que huelen a frito todos lo tratan como a otro hijo que ha crecido bastante extraño, le dan de comer, lo tocan con cautela para que les lleve el apunte 

    aún si no hablan inglés. A parte de los cantantes, los parientes que circulan alrededor de la casa son una tribu, cuatro entre hermanos y hermanas, todos casados, doce nietos, solo Pietro tiene cinco hijos.

    Entre los niños estoy también yo, pequeñísima, feliz en mi caldo de afecto, música y olor a fritura. Tengo la imagen vaga de un pedazo de hombre sentado al piano, con los ojos azules y apagados, que habla extranjero y me da temor. No tengo el coraje de pedirle que toque La zanzara in abito da sera.

    Pierluigi, el padre de Pietro, hace reír a todos con poesías y bromas incomprensibles, pero apenas conoció a  William quiso que el hijo le dijera: No pierda el ánimo, yo también tuve un ataque de nervios cuando era joven. Hay que hacerse ayudar.

    Nervous breakdown. Esta familia de desconocidos dice sin problemas el nombre de su malestar, que su familia se niega a pronunciar.

    Las noches empiezan cuando William apaga las luces y desaparece el techo, que de todas formas conoce a memoria. Media hora o cuarenta minutos después una píldora que promete reposo y algunas veces mantiene. Luego de que la radio calla y se siente solo el sonido de Roma más allá de las persianas cerradas, coches, viento, alguien que pasa por la calle y habla en voz alta, pasos discretos por el pasillo.

    En los sueños los pasos se vuelven pesados, el pasillo se ha prendido fuego, se acercan corriendo sobre una música obsesiva que crece hasta que las voces se convierten en gritos, quién has matado, quién has destruido, quién has traicionado, el humo entra por las fisuras y siguen gritando y golpeando contra la puerta hasta que William se despierta con el corazón en la garganta. Una luz gris detrás de las cortinas, una hora tardía y ridícula de la noche en el cuadrante de su reloj. Tiembla, se estrecha el pecho con los brazos y respira fuerte para convencerse de que esa es la realidad, un cuarto de hotel lejano de casa, las mantas desordenadas, el estimulo de levantarse e ir al baño, el rostro demacrado en el espejo. La tapa ha quedado levantada, el piano es una mancha oscura con una mueca que dice: tu música está muerta.

    Está demasiado atontado por el somnífero para hacer cualquier cosa: vuelve a la cama y espera, con los ojos abiertos, mientras el día conquista el techo a pequeños pasos.

    Pasan los días y la ciudad pierde su esmalte turístico y se enriquece de las memorias de quien la habita. En el jardín, entre los perfumes del mercado, hay una puerta tapiada, con símbolos alquímicos y escrituras misteriosas, empotrada entre dos monstruos de mármol en un pedazo perdido de pared. En esa esquina, a comienzos del siglo, se estacionaba un canta-historias ciego, que se burlaba del rey y de los ministros y cada tanto por esto terminaba en prisión. Esa bella fuente de la plaza, la saludó con estrofillas salaces, un energúmeno con un pez en la mano que riega los culos de las ninfas desnudas. Las palabras dejan de ser solo una música oscura que retumba, chilla, susurra en las bocas de la gente. William empieza a aferrar alguna palabra y alguna frase simple, con gran esfuerzo, cuando le hablan lentamente y lo miran derecho a la cara. Pero las piezas que canta, quién sabe qué diablos dicen. Algunas veces no logra entenderlas ni siquiera si Pietro se las traduce.

    Una noche se encontraba cantando que el cisne muere cantando y él muere llorando, muere feliz, quisiera morir mil veces al día...

    Pietro, ¿pero qué dice este italiano loco? ¿Habla de uno que se quiere suicidar?

    Pietro ríe como un Santa Claus de civil: ¡Pero no, no habla de morir en serio! Habla de cuando haces el amor y estás tan bien que... En fin, ¡no te lo tengo que explicar, verdad! Eres un muchacho casado, ¡Se supone que tú lo sepas! y continúa en italiano para hacer reír a todos los demás.

    Un muchacho casado, buena definición. Llama a su mujer dos veces por semana, como se llama a la madre desde el internado. Ella le dice que está bien así, si lo hace estar mejor no hay ningún problema, puede estar en Roma cuanto quiera. Hace un mes que se conforma con su voz, un mes que duerme solo.

    Retoman a cantar y la música ondea, envuelve, suspira, ahora lo siente, se distiende creciendo y disminuyendo. Es como si tuviera manos y boca con las cuales rozar su piel y arrancar notas de su garganta en lugar de gemidos, aprisionándolo entre sus piernas impalpables.

    Si en el morir otro dolor no siento

    De mil muertes al día estaría contento...

    Es su belleza sin piedad que lo lleva a lo alto y luego lo rebaja al piso apagado, con la mente demasiado cansada para donarse a fondo, con el cuerpo demasiado joven como para no sufrir por las promesas desilusionadas. En el último acorde se apoya sobre su pecho como una cabeza sin peso.

    (Escucha mi corazón que late...)

    La voz de Pietro lo reanima, está sonriendo: Eso, ¿habéis escuchado a William? Debéis cantar todos así, en la última parte. Hacedme sentir como disfrutáis ese mil, creced creced y luego ah", os relajáis.. ¡Bravo! Todo de nuevo, desde el principio. Again".

    El aire fresco de afuera le hace bien, pero no basta. William ha escapado a promesas de comida y de charlas fatigosas, camina a grandes pasos con la sangre que le quema, le pega en el cerebro. La puerta mágica apesta a pescado muerto. La esquina del canta-historias está siempre vacía. Las ninfas de la fuente muestran las tetas y el culo como en el fresco de un burdel.

    Gran idea. ¿Demuestra iniciativa y energía, verdad? Dejar estos malditos libros en el hotel y pedir a un taxista que me lleve a donde circulan las putas. Será difícil elegir una con las gafas oscuras, pero qué quieres que importe. ¡Soy el canta-historias ciego! Da lo mismo. ¿Sería degradante? ¿Y qué? Polla dura no quiere pensamientos, decían en tiempos del renacimiento.

    Y en la habitación se ha tendido boca arriba sobre la cama junto a las partituras, con las vísceras que se retuercen y el sexo que le maldice. Levántate gilipollas, inútil pedazo de carne, asqueroso desperdicio humano. Habías dicho que se follaba esta noche.

    No quiero esto.

    Ah, no lo quieres. ¿Y qué crees que ha sido, desde hace un año o dos a esta parte? Buscar un hueco, en la niebla de un cerebro que se marchitaba. Deja que yo te lo diga, que estaba ahí. Tirado dentro para no pensar en nada, para no sufrir diez o quince minutos. Sin amor, sin ternura, sin ilusión. Sin mirarse a la cara y sin escuchar. ¿Es este el hombre que querías ser? ¡Venga, vete a putas que es mejor!. Con un poco de suerte encuentras a una a la que le das piedad. Al menos la piedad es un sentimiento.

    No es culpa mía. Estoy enfermo. Tengo una mujer que me ama y no siento más nada. Tengo una hija y no se cuidarla, no se tomarla en brazos. Estoy a millas de casa y lo que le falta a esta carcasa la encuentro entre cualquier par de piernas. El resto no existe más.

    (Escucha... escucha... escucha...)

    ¡No es cierto! No era esto lo que sentía mientras cantaba. En alguna parte esta todo el resto, como un aborto gemelo aprisionado en la carne con una voz bajísima, pero yo la siento, la siento.

    ¿Qué importa? Está perdido. El solo pensamiento que no lo estés, te hace un mal atroz. Pero qué sabrás tú, pedazo de carne que golpea la cabeza contra la cremallera de los tejanos.

    Se levanta, va al baño, se baja una pastilla de ácido. Está por terminar. ¿Dónde se encuentra el ácido en Roma? Este si es un problema serio a resolver. Se quita el saco y los zapatos, vuelve a tenderse sobre la cama.

    No quiero sentir más nada.

    Una parte de él no está de acuerdo.

    Vale, nos hacemos este viaje y luego vamos a putas, juro.

    Pietro, si se despierta por la noche, se refugia en el pequeño salón de su casa. Cierra las puertas de las habitaciones de los niños, que duermen tranquilos. Fuera de la ventana los árboles del jardín se agitan, quizás es el viento que lo ha despertado. Sin encender la luz pone un disco con el volumen al mínimo, baja despacio la púa. Canta una voz sola, sin instrumentos, sin un ápice de tristeza.

    Demasiado pierde el tiempo

    Quien no te ama bien

    Dulce amor Giesù, sobre todo amor.

    Una voz que parece sin sexo y sin cuerpo, congelada en la juventud, notas suspendidas en el vacio acústico de un día pasado. Se habrían perdido sin ese disco. Se pasa la mano por la cara, se repone.

    Hay que seguir adelante, seguir cantando esa música. William es bueno, es joven, puede aprender aún mucho... Pero su voz es triste, como si las notas se cansaran luchando por salir del pecho, como si la música fuese un peso que acarrear. No puede haber sido siempre así.

    Revive su risotada a boca abierta sobre los sonidos del asno de Orazio Vecchi, la mirada de cuando una pieza cobra forma, las manos que piensan sobre las teclas del piano. Todas grietas sobre ese peso, destellos de lo que debe haber

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