Amor no buscado
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Un año después de su muerte, los vecinos de Tribute, Texas, rindieron un homenaje a la sargento Brenda Sinclair. Amy Galloway acudió a apoyar al viudo de su mejor amiga y a sus hijas. Allí, le sorprendió ver el cariño con que la recibieron Riley Sinclair y sus adorables niñas. Amy tampoco esperaba sentirse atraída por el guapísimo Riley… ni que sus hijas la trataron como… como a una madre. Aunque ella no era de las que echaban raíces, de pronto empezó a preguntarse si no sería aquél el hogar que llevaba toda la vida buscando…
Janis Reams Hudson
Janis Reams Hudson has lived in California, Colorado,Texas, and Oklahoma. After a career in broadcast television, she decided to tackle the stories whirling around in her head. She focused her attention on writing. This took sacrifice. She sacrificed cooking and cleaning. Janis and her husband Ron live in Oklahoma City, where their dogs Pookie and Buttercup take them on daily walks.
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Amor no buscado - Janis Reams Hudson
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Janis Reams Hudson
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor no buscado, n.º 1695- mayo 2018
Título original: Riley and His Girls
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-166-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
Sábado por la mañana, comienzos de diciembre, Tribute, Texas
Amy Galloway aparcó su viejo coche junto al bordillo de la calle llena de árboles y se bajó. Se sentía tan nerviosa como si sobre su cabeza flotaran unas granadas. La casa, un rancho de ladrillos de color gris pálido, era hermosa y acogedora, tal como había sabido que sería. No había motivos para estar nerviosa.
Desde dentro, le llegó algo parecido al grito de una mujer angustiada. Tal vez había llegado en mal momento. Quizá debería esperar…
No, estaba allí y tenía un objetivo que cumplir. Le debía a Brenda más de lo que alguna vez podría pagarle.
El grito se repitió. Era obvio que alguien estaba algo más que un poco irritado.
Dentro de la casa, alguien estaba algo más que un poco irritado.
—Papi, Cindy no deja de soltarme el lazo —se quejó Jasmine a voz en cuello.
Riley Sinclair terminó de afeitarse y, lavó la navaja antes de recoger su camisa y ponérsela.
—Cindy —dijo de camino al vestíbulo—. ¿Has soltado los lazos de Jasmine?
—Sí —la pequeña de cuatro años sonaba asombrosamente segura.
Riley se detuvo en la puerta de la habitación de las pequeñas.
—¿Por qué?
Cindy cruzó los brazos y alzó la cabeza. Tenía los ojos entrecerrados y la expresión seria.
—Porque eran feos.
—No lo eran —chilló Pammy—. Yo misma los hice.
—Mami los habría hecho mejor —dijo Cindy.
Riley quiso cerrar los ojos, darse la vuelta y regresar a la cama. Quizá si empezara el día de nuevo, iría mejor. Era la tercera pelea de las niñas en la última media hora.
Como empezar de cero no era una opción, quiso gritar ¡Parad! Pero no podía. Y menos después de haber introducido a su madre en la refriega.
—Bueno, pues mami no está —soltó Pammy.
—Pammy —advirtió él—. Cuida el tono.
—Es verdad —la pequeña de nueve años era quien más sentía la pérdida—. No es culpa mía si no sé hacer un lazo como mamá, ni una tostada como ella, ni ninguna otra cosa —las lágrimas llenaron sus ojos.
Jasmine, de seis años, vio las lágrimas en las mejillas de su hermana mayor y se puso a llorar.
Cindy, la menor, las imitó con un sollozo propio.
Riley sintió un nudo en la garganta. Se le nubló la visión. Quiso unirse a ellas y llorar su desdicha. También él echaba de menos a Brenda. Y sabía exactamente cómo se sentía Pammy. Tampoco él era tan buen cocinero, cuidador, peinador o cuentacuentos, ni todas las otras cosas que Brenda solía hacer con las niñas antes de que la Guardia Nacional le activara el rango y la enviara a Iraq.
Ella no había querido morir más que él había querido que la mataran. Pero entendía el otro tono que también había en la voz de Pammy. A veces costaba no sentir furia por haber perdido el adhesivo que había mantenido sus vidas unidas. Para Pammy, Brenda había sido dicho adhesivo desde el nacimiento. Para él, lo había sido desde que se enamoró de Brenda en primer grado.
Pero no tenía tiempo de recordar esos buenos tiempos. No en ese momento.
—Venid, aquí, pequeñas —las abrazó a las tres.
Cuando terminaron de llorar, les secó las lágrimas. Pammy volvió a hacer el lazo del cabello de Jasmine y Cindy finalmente lo aprobó. Paz en la Tierra.
Treinta segundos más tarde, el timbre interrumpió esa paz.
—¡Voy yo! —Pammy estableció su autoridad como la hermana mayor.
Jasmine se olvidó de sus lágrimas y corrió tras ella.
—¡Voy yo!
—No, dejadme, es mi turno.
Su hija menor y más pequeña estuvo a punto de derribarlo al hacerlo a un lado y correr hacia la puerta.
—¿Cuál es la regla? —llamó con voz autoritaria. Podían vivir en Texas, pero eso no significaba que no debieran mostrar unas precauciones básicas.
—Pero, papá, es sábado —gritó Jasmine.
Las alcanzó en el vestíbulo justo cuando Jasmine apoyaba la mano en el pomo.
—¿Cuál es la regla?
El timbre volvió a sonar.
—Ahora abrimos —dijo. Luego se dirigió a sus hijas—. ¿Cuál es la regla?
—Jamás abrir la puerta hasta saber que se trata de un amigo.
—Exacto. ¿Y hay alguna excepción para los sábados?
Cindy hizo un mohín. Jasmine bajó la cabeza. Pammy contestó:
—No, señor. Miré. Es una señorita. Creo que parece conocida.
—De acuerdo —abrió la puerta. La mujer allí de pie medía aproximadamente un metro sesenta y cinco y llevaba una camisa azul de franela por encima de unos vaqueros viejos y zapatillas nuevas. Estaba bronceada, con pecas en la nariz y las mejillas. Tenía el pelo recogido. Parecía castaño, pero costaba saberlo desde su ángulo. Los ojos eran del verde de las hojas nuevas. La aprensión que captó en ellos lo desconcertó—. Hola —, saludó.
Amy miró al hombre que tenía ante ella y a las tres niñas que competían por ocupar una posición alrededor de él en el umbral. Esa imagen era una de las docenas de fotos que su mejor amiga y colega de rango, la sargento Brenda Sinclair, le había mostrado en Iraq a cualquiera que quisiera mirar. Brenda había adorado a ese hombre y a esas niñas.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó el hombre.
Amy apartó la mente del pasado y se centró en el presente.
—¿Señor Sinclair? —preguntó. Una estupidez, ya que sabía que era él. Pero se sentía inexplicablemente nerviosa—. ¿Riley Sinclair?
—El mismo —ladeó la cabeza y la estudió más detenidamente—. ¿La conozco?
—Te dije que parecía conocida —repitió la hija mayor.
—Nunca nos hemos visto —les dijo Amy.
—¿Papi? —la pequeña se acercó a él y le tiró del brazo.
—Un segundo, cariño.
La pequeña miró a su papá y luego a Amy.
Ésta le sonrió.
—Hola.
La niña se pegó más a su padre y le sonrió a Amy mientras le hablaba a él.
—Se parece a la sargento Amy, en la nevera.
Sobresaltada, Amy miró fijamente a la niña.
—Santo cielo, Cindy, es verdad, ¿no? —dijo él—. Lo eres, ¿no? —le preguntó a ella.
Amy frunció el ceño.
—¿La nevera? ¿Qué…? ¿Yo no…?
—Mi mujer envió una foto de Iraq en la que aparecían su mejor amiga y ella. Eres tú —sonaba… sobrecogido.
Amy sintió el poderoso impulso de mirar por encima del hombro para ver con quién hablaba.
—¿Amy?
Dándose cuenta de que había guardado silencio, sonrió de repente y le ofreció la mano.
—Lo siento. Sí, soy Amy Galloway. Tú eres Riley y éstas deben ser tus hijas.
Los ojos de la niña se abrieron mucho.
—¿Sabes quiénes somos?
—Por supuesto. Vuestra madre me contó todo sobre vosotras.
—¿Sí? —preguntó la más pequeña.
—¿En Iraq? —quiso saber la mediana.
—Antes de morir —expuso sin rodeos la mayor.
—Así es —confirmó Amy.
—Ella era sargento también —dijo la mayor.
—Sí —anheló abrazar a esas pequeñas, mantenerlas a salvo, quererlas.
Pero se recordó que no la necesitaban. Tenían a su padre para todo eso.
—Me pregunto —le comentó a él— si podrías disponer de unos momentos de tu tiempo.
—Por supuesto —repuso él—. Chicas, abrid paso y dejad que entre la sargento.
Ella movió la cabeza.
—Llámame Amy. Ahora soy civil.
—¿En serio? —la sonrisa de él se amplió—. ¿Hay que felicitarte o darte el pésame?
Así como la mayoría de la gente daba por hecho que debería sentirse encantada con estar fuera del ejército, ese hombre entendía que podía sentirse de otra manera. Lo agradeció.
—Un poco ambas cosas —repuso con sinceridad.
Lo siguió más allá del salón a la derecha y el comedor a la izquierda, a lo que Brenda había llamado la sala de estar, compuesta por la cocina en un extremo, televisor, sofás, una mecedora y un par de sillones, junto con librerías y un equipo de música en el centro del otro extremo.
Suspiró aliviada. Brenda había sido una perfeccionista y le había hablado de lo que se afanaba en mantener su hogar ordenado y limpio, o todo lo que lo permitían tres hijas y un marido. Vio que era una habitación en la que una persona podía sentirse a gusto. Varios pares de botas de goma llenaban el suelo junto a las puertas correderas de cristal que daban al patio y al jardín, y unos rollos de papel, dio por hecho que se trataba de planos, ya que Riley era contratista, sobresalían del paragüero que había junto a un sillón. Alguien se llevaba trabajo a casa esos días.
Y allí, en el centro de la biblioteca central, había tres ranas pequeñas y una grande de cerámica, que representaban a Riley y a las niñas, tal como se lo había descrito Brenda.
—Siéntate donde quieras —ofreció Riley—. ¿Te apetece un refresco o un café?
—Oh, no, gracias. No te molestes por mí. Me disculpo por no haberte llamado antes de venir.
—Disculpa aceptada, pero completamente innecesaria. Eres bienvenida en cualquier momento, y lo digo en serio.
Parecía sentirlo de verdad. Experimentó una sensación peculiar. Entre un calor y un cosquilleo que le atenazó la garganta.
—Gracias —logró decir.
Se sentó en la mecedora. Riley ocupó el sillón grande y las niñas se acomodaron en los apoyabrazos y a sus pies y la miraron.
Amy se recobró con rapidez.
—Veamos —estudió a las tres pequeñas con atención exagerada—. Tú —señaló a la mediana— eres Jasmine.
—¿Cómo lo has sabido?
—Creo que vi tu foto una o dos veces —«o trescientas», pensó con placer secreto—. También vi la tuya —le dijo a la mayor—. Eres Pammy.
—Así es.
—Y tú —observó a la menor—. También he visto tu foto, pero tu nombre… lo… lo tengo en la punta de la lengua…
—Cindy —manifestó la pequeña con una risita.
—No, no me ayudes. Lo recordaré. Te llamas…
—Te lo he dicho, Cindy.
—No, no, no es ése —Amy frunció el ceño y se mostró distraída.
—Sí que lo es. Me llamo Cindy.
—No, estoy segura de que no es así. ¡Lo tengo! Esmeralda. Te llamas Esmeralda.
La pequeña Cindy estalló en carcajadas, igual que sus hermanas. Su padre rió con ellas.
—Esmeralda, Esmeralda —entonaron Pammy y Jasmine.
—No, soy Cindy —la pequeña rió entre dientes hasta que se puso a hipar, y luego continuó riendo.
En ese momento sonó el timbre.
Riley miró a sus hijas.
—¿Las tres no tenéis una fiesta a la que ir? Apuesto que ésa es Marsha, que viene a recogeros
