Las leyes del marino
Por Antonio Abascal
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Un navegante muy singular se embarca con sus jóvenes sobrinos y su hija en una emocionante y arriesgada aventura que los llevará por los más diversos parajes del océano y de sus propias vidas. Aquí, el mar es metáfora de la existencia. Salir a pescar a mar abierto en una lancha de remos requiere valor, decisión y arrojo, como la vida misma. ¿Pero hasta qué punto hay que responder a los desafíos que se presentan a cada momento? ¿En dónde está el equilibrio justo entre valentía y prudencia? Las leyes del marino dan una respuesta posible: son las normas que el extraño navegante ha acatado para regir su propia vida, y que comparte con quien libremente desee adoptarlas.
Humor, fantasía y suspenso se fusionan en esta novela para lograr una narración ágil que invita generosamente a la lectura.
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Las leyes del marino - Antonio Abascal
marino.
Tirarse al mar venciendo el miedo
CUANDO la tía Nieves detuvo el auto frente a una casa vieja y carcomida que destacaba como una roca enorme en la esquina de Díaz Mirón y Alasio Tagle, los Zamora de México no sospecharon lo que les aguardaba del otro lado de la reja: la experiencia del navegante. Al frente había un jardín con su fuente y su rosal. Del lado izquierdo, un largo pasillo de cemento, cubierto de moho, conducía a la entrada principal siempre y cuando al enorme perro guardián le diera la gana permitir el paso. Al lado derecho, sobre varios palos incrustados en la pared agrietada y deslavada, una docena de aves exóticas carraspeaban incongruencias: loros, guacamayas y tucanes, además de un búho y un águila. Más allá, en el patio trasero, que servía como bodega de maderas viejas y demás bártulos del pasado, un mono araña se la pasaba haciendo disparates y suertes de cirquero colgándose del árbol de mango.
José Domingo, Simón y Anselmo habían bajado del tren en una actitud muy distinta a la de otros viajes; la humedad y el calor agobiantes de Puerto Mahúl solo sirvieron para sumirlos más en su letárgica desgana. No llegaron gritando, emocionados, como lo hubieran hecho quizás un año antes, cuando su madre todavía vivía. En los momentos perdidos, durante el viaje en tren, el recuerdo de Susana se apoderaba de ellos y los convertía en muñecos de trapo, abandonándolos inermes a cualquier esquina sin luz. Nadie hubiera podido decir adónde se había ido su alegría ni quién les había robado, al parecer, los mejores años de su vida.
José Domingo, el mayor, de diecisiete años, era alto y delgado, tenía el cabello rebelde de color negro azabache y la tez ligeramente apiñonada. Su mirada, segura y retadora, con el color indefinible del agua empozada, reflejaba su carácter de líder: extrovertido y mandón, acostumbrado a ver cumplidos sus caprichos. Comunicaba más con el movimiento de sus cejas y el conjunto de su expresión, grave y altiva, que con cualquier palabra que pudiera decir. Así, si alzaba la ceja izquierda y clavaba su mirada, significaba que el aludido estaba cometiendo alguna estupidez imperdonable, pero si modificaba un poco su semblante, por ejemplo, cerrando un poco un ojo, entonces debía mover a risa.
Simón tenía trece años de edad, era más pequeño y algo rechoncho; en su mirada había siempre algo peculiar: un dejo de preocupación, una especie de presagio de que algo en algún momento iba a salir mal. Simón era, todo mezclado, una suerte de paje, secretario particular y ayuda de cámara de José Domingo. Veía a su hermano mayor como a un portento.
Anselmo, el más chico de los tres, de apenas doce años, tenía el cabello lacio y castaño, y tan largo que apenas podían verse sus ojos verdes, fijos casi siempre en la lejanía; generalmente solo se bajaba de su nube para decir alguna gracia. Anselmo estaba siempre diciendo disparates. Aunque ya mostraba los primeros rasgos de la adolescencia, en el fondo era todavía un tanto infantil.
En la estación los esperaba una señora acompañada de una muchacha muy joven. Saludaron, haciendo un esfuerzo por sonreír. Eran la tía Nieves y su hija Nievecitas. La tía explicó que a Nievecitas no le gustaba que le dijeran así, pero lo hacían así para diferenciarse de alguna manera, y no había otra mejor. A sus primos les resultaba extraño que alguien pudiera llamarse Nieves en un lugar tan caluroso como Puerto Mahúl, les parecía que en cualquier momento su prima y su tía iban a empezar a derretirse hasta desaparecer por completo. Pero la tía Nieves no iba a desaparecer: era bastante alta, tenía el porte elegante y todavía conservaba la belleza de sus años de juventud. Su expresión parecía tal vez un poco dura, pero era un deficiente reflejo de su verdadera personalidad, pues era bondadosa y amigable. Nievecitas tenía trece años, aunque parecía de dieciséis. Sus dientes eran grandes y un poco chuecos, pero eso solo contribuía a hacer su sonrisa más atractiva y graciosa, si bien no la mostraba mucho por ser ella más bien de un carácter introvertido. Si hablaba poco era tal vez porque sus enormes ojos color miel decían todo lo que ella necesitaba decir. Aquel día llevaba un vestido color granate que, al ajustarse a su cuerpo, revelaba los avances de una adolescencia que amenazaba seriamente con el advenimiento de una belleza en verdad peligrosa.
El cálido recibimiento y la experiencia de convivir con aquella prima de ojos grandes, que hablaba con un acento gracioso, sirvió para aliviar un poco la tristeza. El sentimiento de amistad fue mutuo e instantáneo. Aunque José Domingo, Simón y Anselmo ya habían viajado antes a Puerto Mahúl, había transcurrido desde entonces mucho tiempo, el suficiente para que se hubieran borrado los recuerdos de aquellos parientes. Así que, en realidad, era una experiencia nueva. Al principio no sabían qué esperar los unos de los otros, pero poco a poco fue aligerándose el ambiente. Nada puede compararse al descubrimiento de un primo amigable que habla como cantando.
Nievecitas admiraba a José Domingo como si fuera una figura de porcelana, y el sentimiento parecía recíproco. De inmediato los jóvenes, animados por su tía, comenzaron a hacer bromas y planes para divertirse durante el viaje.
—Cuando lleguemos a la casa, les voy a enseñar la pata de elefante que tiene mi papá —anunció Nievecitas.
—¿Una pata de elefante, Nikkie? —preguntó José Domingo.
Ella se quedó perpleja. ¿Nikkie, eh?
Eso sonaba muy bien. Mucho mejor que Nievecitas
. Resolvió entonces adoptar ese nombre indefinidamente. Aquel primo iba resultando mejor a cada momento. Ella estaba sonriendo, sin darse cuenta.
—¡Guau! —exclamó Anselmo—. ¿Y cuál de las dos es, la izquierda o la derecha?
José Domingo hizo callar a su hermano menor con una de esas miradas casi imperceptibles al extraño. No era momento para idioteces infantiles. Esa muchacha reclamaba otro tipo de conducta.
—No, hombre, la pata de elefante está en la casa, es un adorno. Las de mi papá son grandes, pero no tanto —dijo ella, por decir algo.
—Ah, vaya.
Arribaron por fin, después de veinte horas de tren, muchos kilómetros de nostalgias y un rato de viaje en automóvil. Ahí estaban, frente aquella casa singular. Cuando la tía Nieves bajó del auto y vio a sus sobrinos, que como petrificados trataban de descubrir con la imaginación el mundo que habría en aquella casona, sintió como si hubiera bebido un bálsamo rejuvenecedor. Era feliz al observar a los jóvenes esbozar sonrisas; sabía qué valioso era que esos rostros volvieran a irradiar algo de vida. Al recorrer el pasillo vieron la variedad enorme de pajarracos de múltiples colores, y algo de la alegría añeja regresó a sus ojos, que, distraídos, no vieron la enorme sombra del tío Román en el umbral de la entrada principal de la casa.
—Y tengo un león marino en la azotea —carraspeó con su voz recia y tranquila, adivinando en sus sobrinos una fascinación por aquella fauna estrambótica de patio viejo.
Todos voltearon al mismo tiempo, mudos. La silueta permanecía oculta, así que solo podía verse la forma de un hombre gigantesco. Y José Domingo, mostrando por fin algo de su temperamento original, rebelde y soberbio, se atrevió a contestar:
—No es cierto, no te creo.
—Te apuesto diez pesos a que no te subes a la azotea y lo buscas.
El tío Román por fin se dejó ver, mientras sus sobrinos se quedaban con la boca abierta. Era temible. Inspiraba respeto. Anselmo jaló a Simón y en broma murmuró:
—¡Este tipo está peor que mi papá...!
Y su apariencia lo justificaba. Si hubiera que describirlo con dos palabras, estas serían: un pirata
. Medía poco menos de dos metros y pesaba sus buenos ciento veinte o ciento treinta kilos. Tenía una barba tupida y una cabellera enmarañada, ambas tocadas con algunos mechones de canas; un parche negro le tapaba un ojo, y el otro, el bueno, era enorme, saltón y amenazante. El ceño fruncido, el rostro cetrino, la expresión grave, el porte bravío. No sonreía.
José Domingo se acercó a él:
—¡A que sí me subo! —afirmó con aplomo.
El tío señaló unas escaleras, de esas empotradas a la pared, y repitió:
—Te apuesto los diez pesos a que sí lo tengo. Sube, y si no lo encuentras, tú