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¡No me quiero casar!: ¡No me quiero casar!
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Libro electrónico284 páginas4 horas

¡No me quiero casar!: ¡No me quiero casar!

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Información de este libro electrónico

Los niños del 5º F exponen qué quieren ser de grandes: Arturo quiere ser explorador y Lucero, la niña que le gusta, cuidar animales, como Pufy, su hurón. La aventura empieza cuando Arturo tira por accidente la jaula de Pufy y Alejandra lo descubre. ¿Logrará la compañera más extraña del salón que Arturo caiga bajo su amenaza fatal?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2022
ISBN9786076219089
¡No me quiero casar!: ¡No me quiero casar!
Autor

Javier Malpica

Javier Malpica (Ciudad de México) como escritor su producción literaria y teatral está dedicada sobre todo a un público infantil y juvenil. A lo largo de su carrera ha ganado varios premios como El Barco de Vapor y el Juan de la Cabada.

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    ¡No me quiero casar! - Javier Malpica

    Lunes

    El sol brillaba.

    Los pájaros cantaban.

    Los campos estaban llenos de flores y… una mariposa perseguía a otra, tal vez para arrancarle los ojos.

    Perdón, pero no pude poner que cientos de mariposas revoloteaban felices, que es como se supone que debe empezar una historia de amor primaveral. La verdad es que ésta no es una historia de amor primaveral. Ese día estaba muy nublado, los únicos cantos que se escuchaban eran los de un señor que vendía tamales en la calle y ni ese día ni ningún otro he visto cerca de mi casa campos de flores ni cientos de mariposas. A veces entran en nuestro departamento unas primas de las mariposas a las que les encanta revolotear alrededor de los focos encendidos; mi padre las odia, por eso acaban embarradas de un certero periodicazo en los resultados del futbol de la sección deportiva, pero nada más. Ah, y además era un 10 de octubre, o sea que la primavera ni estaba cerca. La verdad es que no sé si ésta sea una historia de amor, pero me aconsejaron que asegurara que sí, porque dicen que las historias de amor son las que mejor se venden y hasta las hacen películas. Además ella me dijo (lo más correcto sería decir que me amenazó) que si alguna vez escribía sobre nosotros, debía ser una historia de amor primaveral (ella insistía en lo primaveral), con el sol brillando, las flores y los pájaros.

    Yo creo que lo mejor será empezar por la verdad, porque las mujeres a veces se equivocan, por mucho que sientan que saben todo sobre el amor.

    Las rosas son rojas, como tu boca, tu lengua y la sangre de tus venas.

    Las violetas azules, como tus ojos (la parte de color) y tu falda rayada, esa que tanto usas.

    La nieve es blanca, como tus ojos (la parte sin color), tus dientes y tus calcetines de deportes.

    Los vampiros son negros, como tu pelo, tus cejas y pestañas.

    Eres como un arcoíris de colores… ¿quieres ser mi novia?

    Hasta ese día, Lucero era una niña. Era como todas. Con sus risitas ridículas y sus prendedores en el pelo. Jugaba a las muñecas y hablaba de colores, listones, flores y todas esas cosas que a las niñas les gusta contarse unas a otras. La verdad es que como hablan a velocidades supersónicas, y todas al mismo tiempo, resulta un misterio para los hombres (niños, jóvenes o ancianos) de qué hablan las mujeres (niñas, jóvenes o ancianas), pero todos suponemos que hablan de colores, listones, flores y cosas que están a la moda, cosas que al resto de la humanidad —al menos la masculina— nos parecen verdaderamente ridículas.

    Sin embargo, de pronto aquella niña ya no era ridícula ni ruidosa o cachetona. De pronto no podía dejar de verla. Era como una película de acción de la que no puedes quitar los ojos. De pronto ya no podía dejar de pensar en ella. Hubiera sido más fácil que dejara mi videojuego favorito (el mismo de la vez que mi mamá tuvo que bajar el switch para obligarme a dejar de jugar). De pronto tenía este dolor raro en el estómago que no se quitaba ni con un pan con mermelada.

    Me di cuenta de que sentía amor, y del bueno. Había que hacer algo con semejante pasión desbordada (alguna vez oí la frase pasión desbordada en una película de las que le gustan tanto a mi mamá… y a todas las mujeres). Decidí que había llegado el momento de hacer realidad mi amor y convertir a esa niña en mi novia. Además, comer tanto pan con mermelada no me llevaría a nada bueno.

    Decidí hacer un bonito poema de amor. Bueno, no sé si bonito, pero de amor, seguro. Todos los poemas de amor empiezan con eso de las rosas son rojas y las violetas azules. Y como a todas las niñas les gustan los colores, qué mejor que seguirme con los demás colores. No quise usar el verde ni el amarillo, pues sólo se me ocurrían ideas asquerosas que, sospecho, no le habrían gustado a Lucero.

    Escribí el poema en una hoja de mi cuaderno, estaba decidido a dárselo al otro día, en un sobre que tuviera escrito: Para Lucero. Estaba tan satisfecho con mi maravillosa obra, casi como si hubiera realizado una gran hazaña o una misión peligrosa y complicadísima, que por poco olvido que tenía una tarea, no tan complicadísima, pero sí sumamente peligrosa (sólo hay que pensar en lo que me haría la maestra Carla si no la entregaba): debíamos escribir una composición sobre qué queríamos ser de grandes. Un fastidio. Creo que no ha habido un año desde que nací en que no haya hecho mi composición sobre lo que quiero ser de grande.

    Lo bueno es que al menos desde hacía dos años mi idea era la misma, así que no tendría problema en escribir por tercera vez: Cuando sea grande quiero ser un explorador y cazador como el gran Gunther. La novedad es que la maestra nos dio permiso de llevar un objeto que ilustrara nuestro deseo. Y yo sabía muy bien qué llevaría.

    Abrí de nuevo mi cuaderno, con un poco de fastidio, eso sí, y comencé a escribir.

    Así que tenía dos tareas por cumplir para el día siguiente: la primera, entregar mi composición fabulosa y hacer que todos, sobre todo Lucero, admiraran mi gran idea de combatir fieras y ser un defensor de la naturaleza; la segunda, colocar en el lugar de mi amada la carta de amor. Sólo de pensar en esa acción me daba un retortijón mucho peor que los que te hacen salir corriendo al baño. Aunque, si pensar en una pelea cuerpo a cuerpo con un cocodrilo del Nilo no me intimidaba, menos tendría que intimidarme una niña que adornaba su pelo con catarinas de plástico. Otra vez el retortijón. Caram… bas. Así dice mi papá: caram… bas, cuando algo lo hace enojar o sentir incómodo y yo estoy cerca de él. Siempre tengo la impresión de que va a decir otra cosa; imagino cuál, pero mejor no la pongo aquí, capaz que él lee esto y caram… bas.

    Martes

    La primera parte de la mañana se nos fue en conocer las aspiraciones en la vida de los niños y niñas de 5° F.

    Todo comenzó con las típicas composiciones sobre ser doctor y no faltó el que, buscando una buena calificación, dijera que siempre había querido ser maestro o maestra. (Ajááá.)

    Lo mejor vino cuando Humberto, mi mejor amigo, leyó lo que más anhelaba ser cuando fuera grande: un elfo con vista telescópica y toda la cosa. Llevaba un arco que parecía más de los apaches del salvaje oeste, y estuvo a punto de hacernos una demostración de tiro al blanco, pero la maestra Carla le quitó las flechas con un movimiento tan rápido que nos hizo sospechar a más de uno que tal vez ella era una elfa. A todos nos gustó la idea de ser un ente mágico de la Tierra Media, aunque la maestra no estuvo muy de acuerdo con las pretensiones de Humberto. Sí. Pretensiones. Así le dijo:

    —Tus pretensiones, Humberto, son fantasías. Lo que yo les pedí fue que escribieran sobre una profesión, oficio u ocupación que quieran realizar cuando alcancen la mayoría de edad.

    Tal vez fueran pretensiones las de mi mejor amigo, pero yo sabía que él sería un buen elfo: siempre se movía con rapidez y por alguna razón que nadie podía explicar, siempre que había algo que trepar, él lo trepaba, un poste de luz, un árbol o lo que fuera. (Pensándolo bien, su pretensión también hubiera podido ser convertirse en trapecista.)

    Después de oír a la maestra, Humberto le dijo algo que la hizo guardar cinco segundos de silencio (lo sé porque los conté):

    —Pero usted dijo que la tarea era hacer una composición sobre lo que quisiéramos ser de grandes. No sobre lo que podríamos ser de grandes.

    Uno, dos, tres, cuatro, cinco.

    —Esteee, ¿estás seguro? —y después la maestra no pudo decir nada mejor.

    De inmediato se hicieron escuchar las voces de todos:

    —Es cierto, maestra.

    —Usted dijo lo que quisiéramos ser.

    —Sí. Eso dijo.

    La profesora se veía un poco contrariada (esta palabra no la uso mucho, pero la encontré en el diccionario y me gustó, porque dice exactamente cómo estaba la maestra: contrariada. La verdad es que nunca he escrito mucho, por eso ahora que cuento esta historia primaveral he decidido apoyarme un poco en el diccionario).

    Entonces Paco Padilla levantó la mano y dio su opinión, mientras tomaba un cuaderno del pupitre de atrás y lo levantaba:

    —Mire, María lo apuntó: Composición sobre lo que quiero ser de grande.

    Eso le valió a Paco un codazo de María y que ella misma le arrebatara el cuaderno. No era la primera vez que pasaba: siempre le andaban dando codazos o coscorrones por metiche.

    Lo importante es que por un breve instante el cuaderno de María se alzó como la Biblia. No había coma, punto decimal ni detalle que se le escapara. Si el cuaderno de María lo decía, había que creerlo.

    La maestra tuvo que reconocer su error.

    —Bueno, si eso dije, está bien. Creí que se había entendido lo que quería decir.

    —¿Entonces está bien que quiera ser un elfo aunque no lo pueda ser? —replicó Humberto con una sonrisa tamaño trol y dando un pequeño salto.

    —Supongo que sí.

    Eso hizo que de inmediato se asomara en lo alto la mano de Angélica Rodríguez.

    —¿Qué pasó Angélica?

    —¿Podría cambiar mi composición, maestra?

    —¿Por qué?

    —Porque yo puse que quisiera ser enfermera, pero lo que de verdad quisiera ser es una princesa.

    Bastó esa frase de la niña más cursi de la escuela para que todos comenzaran a decir sus propias ideas, que ya parecían un ruego:

    —Yo quisiera ser superhéroe.

    —Yo quisiera ser alien.

    —Yo, dueño de Francia.

    Yo reconocí que tal vez habría preferido ser capitán de un galeón pirata, pero los galeones piratas ya no navegan más que en los estudios de cine.

    La maestra, abrumada por las voces, dio otra indicación:

    —Está bien. Les propongo que hagamos eso… Esa es su tarea para la próxima semana. Pero ahorita quiero escuchar las composiciones que trajeron hoy.

    Finalmente le dijo a Humberto que después de todo había un modo de que su idea fantástica se convirtiera en realidad. Y le dijo que su vocación bien podría ser escribir relatos de fantasía.

    Las lecturas siguieron y muchos dijeron las típicas historias que todos nos sabíamos. René seguía con su idea de ser constructor de naves espaciales, y para ilustrarlo llevaba una nave espacial de juguete (a él no le dijeron nada sobre sus pretensiones fantásticas). Polo insistía en que quería ser jugador de futbol soccer, aunque nosotros le decíamos que lo mejor sería que jugara futbol pero americano, porque sus chorrocientos kilos le iban a servir de mucho para derribar enemigos. Sin embargo, él decía que pronto bajaría de peso, y era mejor creerle, pues era capaz de hacerte callar con un buen mamporro (así decía: Cállense, que si no les doy un buen mamporro. Pero, nadie lo tomaba en serio, porque su voz era como la de un topo, si los topos hablaran).

    Aunque yo no tengo de qué presumir: cuando me tocó pasar, creí que sería la sensación. Saqué de la mochila mi casco de cazador y, en lugar de que todos saltaran emocionados, todos gritaron a una voz: ¡El cazador Gunther!. La maestra preguntó: ¿El qué?. Era lo bueno de tener una maestra nueva: no conocía los secretos que ya nos sabíamos los unos de los otros. No me importó que todos se supieran lo que estaba a punto de leer. Había alguien —además de la maestra— que no sabía sobre mis maravillosas pretensiones: Lucero. Ella era la nueva del grupo y estaba a punto de caer enamorada, con la mayor de las pasiones desbordadas, al contemplar al futuro cazador y explorador de todos los continentes.

    Pasé al frente y comencé a leer mi composición. Para fortuna de los que ya la conocían, incluía unas cuantas sorpresas: además de ser un gran experto en los hábitos y costumbres de las fieras salvajes y el máximo conocedor de los secretos de la supervivencia, sería capaz de vencer a la selva más selvática o al desierto más desértico (esto último los hizo reír a todos, caram… bas). Y todo con la ayuda de una simple navaja suiza, que en ese momento mostré. Ahora sí que hubo expectación. No contaba con el salto de gacela que la maestra Carla dio para arrebatármela. Ni el mismísimo Gunther hubiera anticipado ese movimiento.

    —¿Qué les pasa a todos, Arturo? No se puede traer armas a la escuela.

    —¿Aunque sea de supervivencia?

    —Ni de supervivencia, ni de elfos, ni nucleares. ¡Todas están prohibidas. Mi salón de clase es como el punto de revisión del aeropuerto! Nada de armas, aunque sean de… juguete (esto último lo dijo un poco avergonzada porque se dio cuenta de que la navaja era de juguete. Ni loco habría traído mi verdadera navaja suiza a la escuela. Ya había perdido mi colección de cromos y no podía arriesgarme de nuevo). Aunque sabía que la maestra no tardaba en guardar mi navaja, junto con el arco de Humberto, en el gran cajón de su escritorio donde echaba los celulares que confiscaba cuando alguien los usaba en clase.

    Y no crean que no me fijaba en Lucero mientras leía. Fue a ella a quien le mostré mi maravillosa navaja, que debió lanzar un cautivador reflejo que fue a dar a sus también cautivadores ojos. Le dirigí mi mejor mirada de: Mira, bella muchacha, este hombre sí que puede protegerte. Sin embargo, no me parecía que estuviera muy impresionada. Y no era la única, luego de que desapareciera el revuelo del arma de juguete ya nadie parecía interesado en seguir escuchando mi composición, pero al menos la maestra me pidió que continuara.

    Me emocionó anunciar otra de mis maravillosas sorpresas: el arma más mortífera del extraordinario explorador en que me convertiría. La maestra Carla adoptó su posición de despojadora-de-armas, pero esta vez no saqué nada de mis bolsillos; además no hubiera sido posible, porque el arma a la que me refería era… el poder de la hipnosis. Lo repetí por sílabas, por si no habían escuchado bien en la última fila, hip noooo sisss. Sí. Yo sería capaz de dominar a la más grande de las bestias con el poder de mi mente. Todos lanzaron sus típicos comentarios incrédulos, después de algunas carcajadas. No se puede hipnotizar a un animal, hipnotizador de elefantes, hipnotiza a Polo y cosas así, que obligaron a la maestra a gritar para poner orden. En lo que ella aplacaba a las fieras yo dirigía mi mirada hipnótica a Lucero, mientras pensaba: Estás en mi poder, tú quieres ser mi novia, tú quieres ser mi novia. Justo cuando estaba por lograr contacto telepático, la maestra tomó mi hoja y me dijo, dándome un leve empujón:

    —Muy bien, explorador. También me parece un poco fantástico, pero en fin. Es el momento de escuchar otra composición. Gracias, Arturo, ve a tu lugar.

    Mi momento de gloria había terminado. Sólo esperaba que Lucero hubiera caído ya bajo el embrujo de mis pretensiones. Era muy posible: ni René con su idea de ser abogado o la de Paco de ser científico podían competir con la emoción que brindan la aventura, las fieras salvajes y África con todos sus misterios.

    Sólo quedaba escuchar a Lucero.

    Claro que antes tuvimos que escuchar a una niña de colitas (siempre se me olvida su nombre, sólo sé que se apellida Valles) y sus sueños de convertirse en la inventora de la primera máquina del tiempo voladora. Para ilustrarlo llevaba un reloj antiguo conectado a una pila con unos cables de colores. Ni modo. Era cierto: nuestro grupo era un poco pretencioso.

    Y el momento esperado llegó.

    Por fin, la hora de escuchar a mi futura pareja. ¿Qué es lo que leería? ¿Qué era eso que le había entregado a la maestra al inicio de las clases?

    Lucero le preguntó a la maestra Carla si podía sacar el paquete que le había encargado. La maestra se dirigió al mueble donde todos los días guardaba su abrigo y su bolsa y trajo un objeto misterioso. Parecía uno de esos artefactos de magia, ya que la maestra lo sostenía por una argolla y estaba cubierto por una capucha de tela. Luego luego pensé: ¿Será que Lucero quiere ser una hechicera?. Entonces la maestra colocó el misteriosísimo objeto en su escritorio. Varios tuvimos el impulso de ponernos de pie; tal vez esperábamos que eso nos ayudara a ver mejor. La maestra no tardó ni dos segundos en pedirnos que nos sentáramos. Lucero comenzó a leer su composición:

    Lo que quiero ser de grande. Por Lucero Reinoso. Lo que más me gusta y quiero en el mundo son los animales…

    No pude evitar sentir un cosquilleo en el estómago. ¿Estaba escuchando bien? Ella compartía una de mis más grandes aficiones.

    Me gustan los gatos, los perros y los pericos. He tenido muchas mascotas. Me gusta alimentarlas y abrazarlas cuando se dejan. No soporto que alguien les haga ningún daño. Así sean leones o tigres.

    Y entonces, lo juro, lanzó una mirada —nada cautivadora— que llegó directamente a donde estaban mi navaja, las flechas y el arco que la maestra Carla nos había quitado a Humberto y a mí.

    Sentí el mismo dolor de estómago, pero como que al revés. No fue nada bueno.

    Por eso me gustaría ser veterinaria o tener un zoológico, para estar siempre rodeada de animalitos.

    Lucero cerró su cuaderno y yo sentí que mi corazón recibía una cachetada con guante blanco de veterinaria.

    Del otro lado del salón gritó Luis, el niño más nervioso de la escuela:

    —¿Qué tiene escondido ahí? ¿Es un animal?

    Luis no soportaba lo desconocido: no le gustaba que nadie lo tocara o que siquiera se le quedara viendo más de tres segundos. Yo creo que temía que al verlo le causaran una fiebre filipina. Por eso siempre preguntaba, desconfiado y agresivo: ¿Me salió algo en la cara o qué?.

    —Que lo muestre —se escuchó la impaciente voz de la niña de colitas.

    El amor de mi vida le hizo una seña a la profesora y ésta retiró la capucha, dejando a la vista una jaula con un extraño animal dentro.

    En ese momento fue inevitable que todo el grupo se pusiera de pie y que los más próximos se acercaran y, por lo tanto, todos los demás.

    —¿Qué es? —se oyó la voz de Paco.

    —¿Y está vacunado? —preguntó Luis.

    —Es un hurón y claro que está vacunado —dijo orgullosa Lucero.

    —A ver, niños, no se amontonen. Todos podrán acercarse a ver la mascota de Lucero.

    —¿Cómo se llama? —preguntó Luisa, la niña más cursi de la escuela (bueno, la segunda; la primera es Angélica, que tiene una voz mucho más aguda).

    —Se llama Pufy.

    Entonces todos comenzaron a preguntar las típicas tonterías: ¿qué come? (Polo) ¿Muerde? (Luis) ¿Cuántos años tiene? (la niña de las colitas) ¿Siempre lo bañas bien? (Luis), ¿por qué no se mueve? (Polo) Porque ha estado un poco deprimido (Lucero). Bla, bla, bla.

    Yo estaba muy perplejo y apesadumbrado (esa es otra palabra del diccionario). La mirada asesina de Lucero sobre mi navaja lo había dicho todo. Ella no soportaría como su enamorado a un cazador de elefantes y panteras salvajes. Lo había leído con claridad en sus hermosísimos ojos: si se encontraba a un leopardo, prefería acariciarlo y ponerle un nombre esponjoso, digno de un animal de peluche, a darle un balazo entre los bigotes.

    Pronto se desató lo que los médicos llaman histeria colectiva, que es cuando todos se vuelven locos por una cosa simple. Los locos eran todos los alumnos del 5º F (con excepción de mí), y la cosa era el hurón sin chiste al que parecía no importarle el alboroto y ya comía de su plato. Alguien dijo: Los hurones. Ése podría ser el nombre del equipo de futbol. Entonces quise protestar. El equipo de futbol ya tenía el

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