Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Vuelta Al Laberinto Y Retorno a La Infamia
Vuelta Al Laberinto Y Retorno a La Infamia
Vuelta Al Laberinto Y Retorno a La Infamia
Libro electrónico532 páginas8 horas

Vuelta Al Laberinto Y Retorno a La Infamia

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Vuelta al laberinto y retorno a la infamia.
Inmerso en la ciudad de Mxico, Juan X. Gutirrez trabaja en una empresa de computacin. Su nombre de pretensiones cortesanas, trata de ocultar a un apellido de fuerte entonacin autctona: Xicotncatl; para as evitar situaciones engorrosas en el mundo vanguardista de la computacin, o al menos esa explicacin es la que se da a s mismo, sin embargo tal vez sea otra la verdad. A Juan le han asignado un proyecto importante al que slo le faltan los toques finales. En la maana se encuentra con su jefe inmediato superior y le ensea el proyecto casi terminado. Deciden celebrarlo en una cantina: El Bar Belmont. Ese da juega el Barza y conviene llegar temprano para conseguir una buena mesa. En esa misma jornada, Juan intenta avanzar en su estrategia para conquistar a la recepcionista, Rosita, con el nico propsito de tener una o varias aventuras sexuales sin mayor compromiso. La recepcionista condiciona la cita con un trmite extrao, le muestra una figura de barro que tiene la forma de un nio en cuclillas sosteniendo una maceta por encima de la cabeza y le dice que tiene que sembrar ah una flor y saber de sus cuidados, pero tiene que plantarla l mismo si no quiere sufrir las travesuras del nio. Juan no sigue las instrucciones al pie de la letra, indicndole a un empleado que cumpla con el trmite enfadoso. Ya en la cantina al primer sorbo del tequila le dan ganas urgentes de orinar. Al llegar al sanitario, frente al mingitorio, siente la urgencia de hacer aguas mayores y entra abruptamente al escusado desaseado. Al salir del retrete se topa con el empleado de la limpieza y lo recrimina por la falta de higiene, el intendente se defiende arguyendo que su horario de trabajo apenas comienza. Juan se apresta a salir del sanitario y entra en un lugar que ya no es el bar Belmont, es otro bar en otro tiempo. As comienza su viaje por varios espacios- tiempos alterados buscando siempre retornar a la infame realidad.
Mardoqueo Monteoro
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento8 jun 2011
ISBN9781617649394
Vuelta Al Laberinto Y Retorno a La Infamia

Relacionado con Vuelta Al Laberinto Y Retorno a La Infamia

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Vuelta Al Laberinto Y Retorno a La Infamia

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Vuelta Al Laberinto Y Retorno a La Infamia - Mardoqueo Monteoro

    Copyright © 2011 por Mardoqueo Monteoro.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso: 2011930356

    ISBN: Dura 978-1-6176-4940-0

    ISBN: Tapa Blanda 978-1-6176-4938-7

    ISBN: Libro Electrónico 978-1-6176-4939-4

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Diseñador de Portada:

    FRANCISCO MORENO

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para ordenar copias adicionales de este libro, contactar:

    Palibrio

    1-877-407-5847

    www.Palibrio.com

    ordenes@palibrio.com

    344555

    ÍNDICE

    Macehual

    La bombilla

    Primera Vuelta al sanitario

    San Cayetano en Cerro Trozado

    Segunda Vuelta al Sanitario

    Lo Oscurito

    El Nigromante

    El Espírita

    La Santísima y el Canonizable

    Fallida Vuelta al sanitario

    Estación Juárez

    Va de Nuez

    Cuarta Vuelta al Sanitario

    Estación Tlatelolco

    La Inteligencia

    Quinta Vuelta al Sanitario

    Dignidad

    Sexta Vuelta al sanitario (somera)

    La pantallocracia

    El Kyklos (Anaciclosis)

    Séptima Vuelta al sanitario

    Mictlán

    Estación Mictlán

    La víbora de la mar

    Los ambulantes

    El movimiento

    El clero

    Los Hijos de Menno

    El sistema métrico

    La descomposición

    Los usufructuarios

    El último tren

    Tonatiuhichan

    Penúltima vuelta al sanitario

    Santo Desierto de nuestra Señora del Carmen y un ciego que vende velas

    Misael

    El Árbol del Tule

    Ce-Ácatl Topiltzin

    Tianquiztli

    Última Vuelta al Sanitario

    Retorno a la Infamia

    MACEHUAL

    En el lugar, en el ámbito, en el territorio geopolítico, económico y turístico—que algunos consideran pintoresco—llamado México, en el cual todavía perviven influencias prehispánicas, donde todavía se añora la mano férrea del tlatoani, del ajaw, del cazonci, del irecha, o del cacique tal vez; donde todavía se percibe la sed de sangre de las deidades semidormidas—y en ocasiones algo se hace por aliviarles la sed—ahí donde conviven culturas de la epidermis hacia fuera, sin profundizar, sin siquiera voltear a verse en los ojos, bajando la mirada para evitar ese contacto que acerca más de lo que la prudencia—o la etiqueta—aconseja; en este lugar de contrastes grotescos donde se generan las injusticias propias de cualquier sociedad, pero cargadas con un dejo alambicado, antiguo; como si su estructura estuviera formada ya en tiempos remotos y nos la relataran los códices rescatados de las santas hogueras; aquí, en fin, en Anáhuac para ser más preciso, es donde comienza este desatinado relato.

    Parece haber personas para las cuales cada jornada es un lapso de tiempo cargado de insatisfacciones y de deseos incumplidos. Han pasado largos años, siglos, se escuchan muchas versiones, pero nada que pueda atenuar la realidad. Comencemos por el ruido, ese murmullo producido por el ajetreo moderno, esa contaminación del sonido natural de la tierra, sonido que todavía puede percibirse en las afueras; es una especie de migraña interminable que nos acompaña a todas partes embotando los sentidos y suplantando al silencio. Y este silencio impuro no satisface, no aporta serenidad ni placer, aturde lentamente provocando una sensación de perenne ansiedad. Y es en este silencio ansioso que nos vamos quedando solos, con nosotros mismos—sin nadie—, y comenzamos a reflexionar de ‘esto’ y de ‘lo otro’, de tal o cual problema o problemas, de su posible solución que tal vez no está en nuestras manos y, por lo tanto, de la impotencia, de los culpables de tal o cual situación insostenible, de su veredicto, su sentencia y su pena; hasta que el hartazgo nos sugiere huir de la cháchara interminable de nuestra conciencia por medio de las vías radiofónicas sintonizando el radio, o encendiendo la tele, o sumergiéndonos en música mediante unos audífonos, o hablando compulsivamente por teléfono. Pero a menos que tengamos nuestra propia música, terminamos oyendo el radio o viendo la tele prácticamente en todos lados. ¿Cuántas veces no se ha visto a un grupo de gente mirando atónita a un aparato de televisión, prefiriéndolo a la conversación, o distrayéndose de vez en vez en lugar de atenderse mutuamente? A cualquiera le ha ocurrido. En los niños el efecto es más notorio pues se quedan pasmados, como un conejo lampareado. ¿Cuántas veces, también, vamos escuchando sin escuchar la radio? Pero tanto el radio como la tele vienen cargados de estímulos, de arengas que nos invitan a consumir tal o cual producto, nos tratan de disuadir con voces engoladas o sensuales, o con ocurrencias graciosas o propuestas interesantes; y las mas de las veces tales invitaciones están fuera del alcance de la mayoría de los oyentes, que sin embargo las escuchan una y otra vez a lo largo de su jornada. Es la publicidad omnipresente, no importa donde dirijamos nuestros cansados ojos, ahí se encuentra; si alguna vez los edificios, las casas, las iglesias y demás construcciones dieron identidad a la ciudad, han cedido su espacio—y algunas veces su hermosura—para ser suplantados por imágenes enormes sostenidas por sendas estructuras metálicas, que nos invitan a consumir una infinidad de cosas llamadas productos. Es el anuncio espectacular, nos llama de lejos, nos reclama atención, compite por ella con los anuncios adyacentes, nos sugiere cosas y a veces, nos exige consumir. Oímos y vemos publicidad y también la vivimos, obedecemos, estamos en su imperio, estamos a su merced. Sin embargo, tal vez sea exagerado decir que estamos a su merced, pues finalmente las cosas inservibles o hirientes se van filtrando, se crea una especie de inmunidad en contra de las propuestas inútiles e inalcanzables. Pero en el medio ambiente no sólo hay ondas radiofónicas, también hay cosas reales: carrozas lujosas escoltadas por séquitos de guardianes mal encarados, mansiones guarecidas con cables eléctricos o alambres de púas tecnológicamente mejorados— ¿cómo harán pruebas los fabricantes de alambre de púas para mejorar su producto? ¿Cómo ha de quedar el malhadado que caiga enredado en dicho instrumento de prevención? ¿y las alambradas electrificadas? ¿qué le sucederá al sujeto que ose tratar de librar semejante obstáculo? ¿quedará pegado en él, como un enorme insecto entre los alambres de una trampa de luz, humeando, temblando y vociferando como un epiléptico? ¿ o será arrojado por la descarga y caerá padeciendo tremores en manos de la ley?—centros comerciales suntuosos que ofrecen lo que las ondas radiofónicas invitan a adquirir para vivir plenamente; ahí están, son reales, pero inalcanzables. Agreguemos a esto la convivencia: llega aquel que ha sabido como armar una empresa funcional, generadora de bienestar, montado en una de esas carrozas admirables y deseadas, muy ufano y satisfecho, saludando a diestra y siniestra. Es el paradigma. El Jefe, el Patrón, buenos días patrón le saludan sonrientes empleados y subempleados, admiradores, envidiosos, o ambos; pues no por ser el paradigma se libra de ser objeto de la envidia e incluso del odio irracional. Pero en la mayoría de las ocasiones no se odia a la persona, sino a la persona en su circunstancia; sí, las circunstancias, lo que tocó en suerte, el destino, el azar; tan injusto, tan disparejo, mal dirigido; lo que se odia es la circunstancia en sí y el hecho de no estar en ella; como dice uno de los tantos refranes creados por ‘el profesor’ en el Estado Totalitario: No me den, pónganme donde hay; y que persisten a pesar de la supuesta democracia y sus acomodos. Pero también la forma de percibir al jefe se personaliza dependiendo del nivel del empleado. Los empleados poco especializados simplemente lo admiran, lo ven lejano, en el mundo de los jefes, casi televisado, como visto a través de una pantalla, como si emanara del espectro electromagnético. Es una especie de héroe paternal, el tipo que se las sabe de todas, todas. En el otro extremo, pasando por una pequeña gama de variantes, se encuentran los empleados más especializados, los que tienen un roce más íntimo, los que conocen de cerca al jefe y saben que no es ningún héroe, que muchas veces es un tipo con suerte, un cuate que conoce a las personas adecuadas, que sabe cómo negociar, un personaje astuto y carismático, sinuoso, con un magnífico manejo lingüístico, retórico, que a veces resulta desagradable por la evidente forma de enredar las palabras, de hacer malabarismos con las conversaciones para evitar la verdad indecible e indeseable. Pero sigue siendo un paradigma y hay algo en él que resulta infranqueable, algo inevitable que se encuentra implícito en los genes—o al menos así se percibe—y no es inteligencia; es algo que se mama en la cuna, o algo que se recibe por el ombligo y que fluye desde la placenta, algo que no se puede adquirir posparto. O más bien todo es una percepción atávica, una manera inevitable de ver las cosas, de explicarse el porqué, el cuándo y el cómo; y por más que se razone al respecto, por más que se trate de evitar, el enfoque persiste; y cuando se trata de racionalizar el asunto, esa misma racionalización hace que ya todo sea artificial. Esa artificialidad provoca la falta de soltura, la falta de naturalidad y fluidez que es precisamente el meollo que hace del jefe un paradigma. El jefe podrá no ser una lumbrera pero es natural, no se inhibe con nada, no se agacha ante nadie, sonríe y ríe con auténtico desparpajo pero con elegante fluidez. Aunque ésta puede ser solo una percepción muy personalizada, individual y propia de una persona nada más. Pero la caracterología de esta persona emana del medio ambiente en el que está inmersa, de esa larga jornada cargada de estímulos insatisfechos y malamente filtrados; y aunque sea personal en algunos detalles, es probable que sea compartida por el gremio restante, con algunos matices tenues que no alcanzarían a rebasar la barra del espectro. Esta puede ser la percepción personal de Juan X. Gutiérrez, el protagonista, con un nombre de pretensiones cortesanas para ocultar el Xicoténcatl y borrar de esta manera un pasado ilustre, pero inservible e incómodo para alguien que trabaja en una empresa moderna de computación; un apellido netamente azteca, náhuatl, no puede ser compatible con las computadoras, con el mundo cibernético que va cortando de tajo, cercenando, arrancando de raíz todo lo que resulte autóctono, todo lo étnico, aquel vestigio de identidad que impide globalizar a fondo, aquella marca indeleble que sale a flote muy a pesar del dueño; todos llevamos esa marca: en el habla, en la manera de ser, en los modales, en la etiqueta; esa marca nos delata tarde o temprano, evocando tiempos en los que se vivía en el campo o en un pequeño pueblo o en un pueblo transformándose en ciudad; o, como sucede más a menudo, un pueblo a punto de ser fagocitado por una ciudad y que se va transformando conforme el seudópodo se acerca; tiempos en los que cada población tenía su forma de vivir y de hablar y de vestir y de comer y de amar y de morir. Esa marca que vamos diluyendo imperceptiblemente para ser todos iguales, ciudadanos del mundo, con una sola identidad y un acerbo de recuerdos guardados en los museos. Sin embargo en Anáhuac, en la gran chinampa de concreto, la transformación es sinuosa, como el pasar de una serpiente, lenta, fría y palpitante, que deja la piel vieja enredada en una raíz y que de pronto luce su piel nueva, casi idéntica a la muerta capa transparente convertida en vestigio, en testigo, en ruina; y brilla esa piel multicolor en el andar sinuoso, en el deslizarse a través de escabrosos terrenos, como si hojarasca y piedras fueran nieve. Así se deslizan los pobladores de Anáhuac; así cambian, con tenues tonalidades y movimientos suaves, su forma de ser y de hablar, para adaptarse a las circunstancias, o más bien, para suavizarlas, para endulzarlas. Como un reptil que se funde magistralmente con el medio ambiente, para acechar y protegerse y no rajar, y no soltar; enrojecemos ante la cercanía de un congénere, preferimos lo lejano, la danza ritual de nuestra formalidad.

    Juan X. Gutiérrez podía comportarse como el patrón prepotente, muchas veces como el remedo del patrón supremo—siempre hay alguien más patrón que uno mismo, sentado a la mesa de al lado en un restaurante, en otra empresa del mismo ramo, etc.; al cual se envidia y se emula—y con otros podía ser el esbirro servil y adulador, cuidándose de no llegar a ser un lambiscón descarado y patético, sacrificando la dignidad con el fin de ascender hasta donde más se pueda por la tortuosa escala social tan cruelmente partida y escabrosa, como una cordillera de barrancas y a salto de mata. También jugaba a ser el bufón que gusta de caer bien y hacer reír a los demás para por lo menos sobrellevar la larga semana. Aunque nada es gratuito, ni las bufonadas, pues aquel que es capaz de arrancar una risa a un grupo de colegas, o a los jefes, es capaz de penetrar en algunos por éste medio, abriéndose paso a base de bromas bien puestas, que vengan magníficamente al caso y que causen la risa incluso en el más hostil de los presentes de ocasión. Causar risa en los otros es señal de inteligencia, de habilidad y agilidad mental y también de audacia; un carácter tímido no tiene los ánimos para decir algo que pueda resultar mal interpretado y en detrimento de la opinión que los demás puedan formarse de uno. Juan aprovechaba esta habilidad para colocarse en un buen sitio, pues en momentos de chanza la mayoría tomaban partido con él y muchos se sinceraban ya entrados en el buen ambiente.

    Para Juan la humanidad se dividía en dos grandes grupos: Los útiles y los inútiles. Los útiles abarcaban un amplio espectro: En la parte baja se contaban los encargados de múltiples servicios; por ejemplo el bolero, la señora de la limpieza, el billetero, etc. En el estrato inmediato superior se encontraban los meseros, su superioridad estribaba en que no sólo servían literalmente, sino que al saludarlos cordialmente se adquiría cierta jerarquía, se daba la impresión de pertenecer al lugar, de ser un cliente frecuente, un miembro más de aquella cofradía formada por las personas que frecuentan restaurantes y tratan a los meseros con tal familiaridad que dan la impresión de ser los propietarios del sitio. Después venían los técnicos IBM ( y veme a traer), los recaderos y mensajeros que eran verdaderos subordinados, ellos estaban colocados en este sitio del escalafón precisamente porque su servilismo demostraba la superioridad de Juan, que así podía practicar su don de mando y sentir verdaderamente que era jefe, además de encajarles bromas ácidas para observar con placer cómo habían de tragárselas con dificultad, riéndose de mala gana. Inmediatamente después estaban los empleados directamente bajo su mando, aquí las cosas iban cambiando y había que ser muy cuidadoso; uno nunca sabía lo que podía suceder al día siguiente, tal vez uno de estos subordinados amanecía en un puesto por arriba de Juan, cosas así ya habían sucedido y no era conveniente que un subordinado maltratado se convirtiera en un superior tiránico que recordara con amargura el pasado agraviante. Lo mejor era ser cordial con ellos, lo que se llama alguien con la mente abierta, de amplio criterio, el superior que te trata de igual a igual y que además es bromista y simpático, guardando siempre las distancias. Era un estira y afloje en un suelo resbaladizo, había que estar a las vivas y no bajar la guardia. Después venían los iguales, los colegas, el grupo de gente considerada al mismo nivel, aunque éste cálculo era muy subjetivo. Aquí es donde convenía empezar a ser bufón, aunque un bufón cínico, las bromas cargadas de un sutil sarcasmo para provocar la risa de aquel que las entendiera, así los que se quedaran con la duda tenían que reír de todas formas para evitar ser excluidos del grupo casual, evitar las miradas de desdén que causa la evidencia del corto entendimiento. Esto le aseguraba tener una especie de adeptos, de banda o de barra propicia para el cotorreo, gente con la cual salir de vez en cuando, gente con la cual convenía estar en buenos términos y tal vez hacer amistad con alguien. Los últimos amigos que alguna vez había cultivado provenían de la universidad y ya casi ni se veían, eran un recuerdo nostálgico, el último retazo de inocencia que flotaba de un largo mástil desnudo, pelado por las tormentas. Difícil pensar en hacer amigos a estas alturas, o en estas llanuras; en este campo de batalla plagado de enemigos lo que había de conseguir eran aliados.

    En la cumbre de la pirámide alimenticia se encontraban los jefes, algunos eran jefecitos y otros eran patrones; para estos deferencia y respeto y mucho cuidado, pues de ellos dependían muchos asuntos, por ejemplo: su empleo. Con aquellos la cosa cambiaba considerablemente y el diminutivo jefecito denotaba cariño, familiaridad; pues, a pesar de ser jefes, eran más cercanos, más humanos, o descuidados de su lado humano y daban entrada a su intimidad casi sin tener que ejercer un gran esfuerzo. Algunos, los menos, hasta invitaban a entrar en confianza. Estos eran los elementos más importantes para Juan, eran la base de su estrategia, pues por ahí precisamente se vislumbraba el sendero que llevaba, si no a la cumbre cubierta de niebla, si a las faldas de la montaña repleta de barrancas y a salto de mata.

    El otro grupo, el de los inútiles, no tenían ninguna división o escalafón pues al fin y al cabo eran inservibles y merecedores del más amplio desdén; y ni siquiera eso, eran ignorados olímpicamente por él. Al lado de este deleznable escalafón, como una especie de anexo o apéndice, se encontraban las mujeres de buen ver, aquí no había excepciones, todas eran potencialmente utilizables pues todas eran deseables sexualmente, todas podían tarde o temprano satisfacer esa necesidad, pero además constituían un reto, una meta alcanzable y, si era superada, se convertían en trofeo, en pieza de colección, como un animal disecado posando en la sala de un cazador; y aumentaban el acerbo y la fama de Juan Galán Cazador. Así que Juan siempre estaba al acecho, esperando que se presentase alguna oportunidad de practicar sus dotes de conquistador y adquirir esa fama muy apreciada por el incurable machismo arcaico que domina el ámbito social desde tiempos inmemoriales. Y en aquel enorme y moderno edificio de oficinas, Juan Cazador ya había atisbado a su próxima presa: La recepcionista, Rosita, que estaba de muy buen ver, además de ser muy simpática, platicadora y nada sangrona, aunque sabía muy bien poner sus límites, nunca iba más allá de la charla casual y superficial, estaba en guardia y no dejaba penetrar a nadie, siempre sabía con quien y de qué hablar y al primer conato de intimidad, cerraba las puertas y levantaba el puente, cambiaba de tema magistralmente sin decepcionar al interlocutor y siempre dejaba en éste la sensación de cordialidad sin tacha, sin el menor dejo de ser cortante. Pero Juan se había dado cuenta del juego y trataba sutilmente de entrar al castillo por alguna almena descuidada. Y así iba Juan Caballero Andante rumbo al trabajo, con la imagen de Rosita rondándole en la cabeza, imaginándola sentada frente a él en algún restaurante discreto, pero esta imagen servía tan solo para imbuirle algo de realidad a lo imaginado, pues inmediatamente la veía ya desnuda y retozando entre sábanas, fornicando y aullando de placer y . . . y nada mas—¿Quién piensa en lo que sigue después de una relación sexual? La relación sexual es el objetivo principal, lo demás es nadir puro: vestirse de nuevo, arreglarse, despedirse, reencontrarse con otras actitudes, etc.

    Pero esta Rosita se ponía muy difícil, casi parecía de esas mujeres recatadas al estilo provinciano. Y al pensar en provincia, se le vino a la mente Pedro Infante, que tipazo, con esa sonrisa y esa labia capaz de derretir cualquier frigidez, suavecito, de a poquito, así como se funde un bloque de hielo bajo el sol. Y entonces se imaginaba que él era Pedro Infante y Rosita: Rosita Alvirez, o algo por ahí, y que él llegaba con esa sonrisa de oreja a oreja y ese aplomo, esa seguridad que encantaba a las mujeres. Y así llegaba al edificio, con una sonrisa de oreja a oreja y al subir al ascensor ya iba vestido de charro y al abrirse las puertas ya iba montado en un alazán tostado cantando una canción: si te llegan a contar cositas malas de mí . . . Así tarareando llegaba al escritorio de Rosita y la saludaba con afectado acento provinciano de película de la época de oro: ‘Buenos días Rosita, no le pregunto cómo está porque eso se ve a leguas’, y Rosita, que para entonces ya se encontraba sentada en una lujosa carroza jalada por caballos, le contestaba en el mismo tono: ‘Ay Juan, ¿no le digo? Usted siempre con sus bromitas’

    ‘ninguna broma, nunca he hablado más en serio, la veo a usted y todo lo demás se ve borroso, si hasta rayitos le salen del cuerpo, así como a la virgencita’, y Rosita, que ya se veía en matices de blanco y negro contestaba:

    ‘No sea usted irreverente Juan, no son rayitos, es que con sus bromas ya logró que me sonrojara, ¿que nunca puede hablar en serio?’

    ‘Entonces, ya en serio, ¿cuando me va a dar el sí?’, y aquí el alazán tostado piafaba y relinchaba.

    ‘¿El sí? El sí a que, no entiendo lo que me dice.’

    ‘No se haga Rosita que no le queda para nada, ¿cuántas veces van que le pido que me deje invitarla a tomar un cafecito o lo que usted quiera?’

    ‘Ay Juan, ya le he dicho que no estoy para eso, ando malita del corazón’

    ‘Esos males tienen remedio, pero usted no quiere tomar su medicamento’ y ahora Juan ya tenía puesta una inmaculada bata blanca, estetoscopio, y lámpara de auscultación.

    ‘Ay Juan, ¿ya ve?, no le para a sus bromas. Pues no se, aquí son muy chismosos, y no me gustaría que estuvieran comentando de nosotros, de por si quedé herida, no necesito oír chismes de segunda mano, me pone de malas.’

    Y Juan captó inmediatamente la frase que le daba entrada, el casi sí de Rosita: ‘Pues no sé’ ese era el signo de que había picado, las demás palabras eran el jaloneo infructuoso del pez que estaba a punto de convertirse en pescado.

    Entonces Juan Pescador comenzó a enredar el carrete despacio, con mucho cuidado:

    ‘Conozco un lugarcito algo retirado, muy bonito y discreto, ahí nunca van los de la chamba, a ellos les gusta más el relajo.’

    Y Rosita, que no era Rosita pez, ni Rosita Alvirez, que era Rosa Herrera a secas, o Rosita como le decían los compañeros porque era simpática y alegre, veía claramente las intenciones de Juan Infante Doctor Pescador y también se daba cuenta de Juan Caballero Andante, de Juan Conquistador y de Juan Cazador coleccionista de trofeos, pero lo que más le dolía era el Juan Bufón, el Juan Veleta al capricho de los vientos y lo veía sumergido en toda esa patraña, encadenado y encerrado con múltiples candados que él mismo se había puesto, y con una colección de máscaras y disfraces a cuestas; mientras que Juan Xicoténcatl se encontraba en el fondo de todo esto, escondido y temeroso de ser solo eso: Juan.

    ‘Pues mire, no sé, le voy a decir, pero va a creer que estoy loca, pero ya a estas alturas no me importa.’

    ‘Usted dispare, nada más faltaba, yo estoy curado de espantos’ replicaba Juan Infante, de nuevo sobre el alazán que piafaba y caracoleaba.

    ‘bueno, ahí le va, es una costumbre de mi tierra, híjole, hasta me da vergüenza decirle, mire ¿ve esta macetita?—y Rosita sacó de uno de los cajones una maceta de barro que parecía estar sostenida por encima de la cabeza de un niño sonriente sentado con las piernas cruzadas—tiene que sembrarle una flor, la que usted quiera; pero tiene que ser usted el que compre la flor, usted la tiene que plantar y preguntar cuáles son sus cuidados; pero, y aquí viene el pero, el niño que cuida la maceta es muy travieso y si no se siguen las instrucciones al pie de la letra le gusta hacer travesuras. Tráigame la macetita mañana, con su flor y en la tarde nos enfilamos a su lugarcito discreto. ¿Qué le parece? Si quiere mejor aquí lo dejamos y tan amigos como siempre . . .’

    Pero Juan no iba a soltar la presa, se estaba poniendo enfadoso el asunto, muy prehispánico eso del ritual de la macetita, uno de esos vestigios de las antiguas civilizaciones que rodeaban a las principales y más famosas mayas, purépechas y aztecas; como los aluses y los cheneques y los diablos y todas esas sinergias entre cristianismo y paganismo que abundan en México.

    ‘Faltaba más ni sobraba menos, présteme esa maceta y ya verá el arreglo que le voy a poner que ni Matzumoto.’ Brincaba el Juan bufón o Juan Cantinflas.

    ‘Ay Juan, bueno, pero conste que yo le advertí, trate de seguir las instrucciones así como se las estoy diciendo, bueno, lo hecho, hecho está.’

    ‘Usted no se preocupe, ya lo tengo todo controlado, bueno, pues la dejo que ya me agarró la prisa, hasta lueguito Rosita’

    ‘Hasta luego Juan’. Se despidió Rosita con tono serio, no le gustaron las últimas bufonadas de Juan Moreno Cantinflas, mala señal, síntoma de no tomar las cosas en serio.

    Y Juan tenía realmente prisa, tenía cosas que hacer, era un día importante, un día estratégico y tenía todo listo, estaba seguro de que las circunstancias se iban a dar tal como las había planeado, todo iba saliendo muy bien y hasta Rosita, que no estaba asegurada, había pasado a los activos de la empresa: The Juanito Chingón Company.

    Juan se dirigía a su pequeño cubículo—oficina, tomando un camino que pasaba frente a la oficina, esta sí formal, de Carlitos Guerrero, uno de los jefecitos, pues sabía que iba a ser requerido por él y en efecto, al pasar por la ventana inmediatamente se oyó el llamado con un vozarrón vendedor ambulante:

    JUUUUUAAAN, BUEEENOOOS DÍÍÍAAAS, PÁÁÁSAAALEEE A LO BARRIDOOO!

    ‘Hola, buenos días, como estás’. A los jefecitos se les tuteaba, ellos demostraban su superioridad con hechos, no con protocolo. De hecho, parte del protocolo era el tuteo, esto creaba la sensación de trabajo en equipo

    ‘Pues aquí, ya ves, sufriendo, con mil pendientes, ¿Cómo va el reporte?’

    ‘¿El reporte?’, ¿Qué reporte?—Ese era el estilacho, espantar por la vía de la angustia, trivializar los asuntos importantes a base de bromas ácidas, generadoras de ácido clorhídrico en la mucosa estomacal ya de por sí engrosada por el exceso de café y picante y con una zona de inminente ulceración.

    ‘NOOOO CABROOON, NO ESTÉS MAMANDO. EL REPORTE DE COSTOS DE PRODUCCIÓN, ME VAN A CORTAR LOS HUEVOS!!!!’

    La lengua es un elemento de fuerte identidad, nos identificamos con aquel que habla de manera similar a nosotros y el lenguaje soez y grosero nos acerca, no con todos nos permitimos el uso continuo de las malas palabras, de las palabrotas que brotan como racimos, o, más bien, como cardos o sapos saltarines de cuento de hadas; solo con un compañero del cual esperamos mas intimidad, más confianza para poder confesarle algunas cosas guardadas, para pedirle su opinión acerca de tal o cual asunto, nos permitimos el uso de las palabrotas que sirven para subrayar nuestra débiles frases triviales y groseras que no son más que el vaho que las acompaña al salir de la boca, el vaho invisible y el balbuceo trivial que no consigue captar la atención del otro que pestañea y bosteza.

    ‘¡Ahah!, ese reporte, si claro aquí lo tengo, mira’.—Continuaba Juan con la broma, alargaba su tono desentendido hasta que su interlocutor descubriera por sí mismo que había estado jugándole un broma larga y pesada, pero Carlitos conocía a Juan, e inmediatamente se percató de que, una vez más, había caído en su jueguito, a pesar de haber pasado por la misma rutina una infinidad de veces.

    ‘ERES UN HIJO DE LA CHINGADA, A VER CABRÓN, DAME ACA ESE REPORTE’

    ‘Aquí lo tienes, pero no te enojes, de veras que no me acordaba, es temprano todavía y ando, como tu comprenderás, medio apendejado.’ Seguía Juan Bufón Sarcástico, ocultando en el lenguaje alusiones dirigidas al interlocutor y éste debía de demostrar que no era un incauto, pues si lo era, el tratamiento seguiría hasta transformarlo.

    ‘YA PÁRALE CABRÓN, ESTAMOS CHAMBEANDO, SERIEDAD POR UNA VEZ’

    Pero Carlitos no era ningún incauto, no, o sí lo era pero sólo en algunas cosas y en ciertas ocasiones. Ese día estaba atento, con las antenas bien paradas, las pilas recargadas pues tenía la mente estimulada por el proyecto y sus resultados que, para variar, parecían estar por encima de las expectativas pesimistas de sus superiores. El reporte de Juan era límpido, transparente, no cabía ninguna duda, no daba lugar a reproches. Era imposible que alguien le pusiera un pero a estos resultados y eso significaba que Carlitos estaba a punto de subir un escalón, tal vez dos, generando el espacio suficiente para que Juan, a su vez, subiera también un tramo.

    ‘FELICIDADES CABRÓN, CREO QUE AHORA SI NOS VA A TOCAR ALGO, ESTO MERECE MORIR EN UNA TABERNA, TE INVITO A COMER AL BELMONT’

    ‘Juega, a qué hora nos vemos, ¿a las 2:00?’

    ‘1:30, PARA AGARRAR BUENA MESA, HOY JUEGA EL BARCELONA’

    ‘¿1:30? Ay cabrón, a ver si me alcanza el tiempo, quería hacer la presentación en power point’

    ‘A HUEVO, EXCELENTE IDEA, PUES APÚRALE, TU ERES MUY RÁPIDO, ME LATE QUE HASTA ERES PRECOZ . . .’

    ‘Chispas, es difícil controlarse a veces’

    Con esta doble tijera, Juan Ronaldinho le metió un gol de antología a Carlitos, que se quedo callado, mudo, tratando de encontrar una contestación pertinente, pues a destiempo fue que se dio cuenta del golazo que le habían metido.

    ‘Pues nos vemos a las trece treinta, ya estás’

    Juan se levantó y se fue raudo, dejando al vencido sumido en obscuras meditaciones.

    Tenía prisa y sabía que debía de cumplir de algún modo con el engorroso trámite que le había impuesto Rosita Xochipilli—¡carajo!—y le había dicho que lo tenía que hacer personalmente. Personalmente, bueno, podría interpretarse como: el trabajo hecho por algún miembro del personal; si, genial, no tenía ningún problema esa interpretación; además, el no se creía esas patrañas prehispánicas, ¿travesuras? ¡al chile!

    ‘Seve, Severiano, ¿te pido un favor?’

    Severiano era el indicado, no hacía preguntas y cumplía limpiamente con las instrucciones, eficiente, era una joya, un diamante en bruto, pero en bruto se iba a quedar, lástima, ni modo. Y le narró todos los pormenores, incluido el episodio entero con Rosita de por medio, ¿qué podría suceder? Sus comentarios no harían sino aumentar su fama de Don Juan ¿no es verdad, ángel de amor?; a continuación le entregó la macetita; pero la cara de Severiano no era la de siempre, se notaba contraída en un gesto de alarma, ¿por qué? Era raro ese gesto, si no estaba pasando nada malo, en peores situaciones se había visto envuelto por los encargos despiadados que le habían pedido.

    ‘No me gustan estas macetitas’

    ‘La neta, a mi tampoco’

    ‘debería de hacerlo usted personalmente’

    ‘No mames Seve, ¿de veras tú te crees esto del chenequito que hace travesuras?’

    ‘No sé, no me gusta meterme con estas cosas, estoy bien como estoy’

    ‘No tengo tiempo para pendejadas cabrón, haz lo que te digo y ya. Como siempre, no te vas a arrepentir cuando te remunere’

    ‘¿sabe qué?, lo voy a hacer con la condición de que no me dé nada por hacerlo.’

    ‘A chingá, y ahora eso ¿por qué?’

    ‘Porque pienso que usted se lo merece’ contestó Severiano secamente, sin cantar ni rodear, sin la inevitable dulcificación de los verbos proferidos por los empleados y se llevó la maceta, dejando a Juan extrañado por la brusquedad que era casi un atrevimiento, rozaba el terreno de lo irrespetuoso. ‘Y ahora que le habrá picado a este cabrón, lo han de haber regañado en su casa’ meditaba Juan al respecto, pues no podía concebir el tono de Seve, que siempre era acomedido, ¡un pan!. Pero no podía detenerse a pensar mucho en la cuestión pues había asuntos pendientes, tenía que acomodar rápidamente toda esa información para que no cupieran dudas, para que el Jefe Sabio, que siempre le ponía pero a todo, no pudiera esta vez verle ninguno al negocio y, en el lejano caso de que se le ocurriera uno, fuera de utilidad para que todos se le echaran encima, tildándolo por fin con el adjetivo que se había merecido a pulso al saberlo todo, el sabelotodo odioso que siempre encuentra inconvenientes, más contra que pro en todos los asuntos, cuyos argumentos siempre habían vencido, y por los cuales había que hacer cambios, vueltas y revueltas; todo para que al final nadie se acordara de cómo había empezado el debate, qué era lo que se había rebatido en primer lugar y porque todos estaban con la cabeza revuelta y a deshoras en la oficina sacando una conclusión muy similar a la primera propuesta, como si toda la rebatinga no hubiera valido de nada y hubiera sido planeada con la maléfica intención de revolverlo todo para ver si se podía sacar provecho de algún recoveco, de algún callejón sin salida, de algún argumento perdido. O simplemente era la costumbre de este individuo, era su forma de ser, así se había educado: El niño que veía como rebatían sus padres, tíos y hermanos, primos y conocidos, sin llegar a ninguna conclusión. ‘Maldito Sabio, pero esta vez te la vas a pelar’ pensaba Juan Gates, ‘Si se te ocurre argumentar en contra de esta propuesta, te vas a convertir en carnada y vas a nadar entre tiburones, ojalá y te coman de una buena vez’.

    Se acercaba la hora y no llegaba Seve con la maldita macetita y a Juan ya le estaban dando escrúpulos de que no fuera a ver Rosita que había mandado a alguien a hacer su encargo, bien que le había dejado en claro a Seve de cómo estaba todo el asunto, si se le ocurría pasar por enfrente de Rosita con la maceta, ahí mismo se le caía todo el teatrito, que tan bonito se venía armando, ya veía a Rosita Capuleto en su balcón en Verona, esperando a Juan Montesco, suspirando por él, sosteniendo en las manos la querida macetita prehispánica regada con lágrimas destiladas del más puro amor. ¡Qué amor ni que ocho cuartos! ¿De dónde salió toda esa cursilería de pronto? ¿pero qué carajo le estaba sucediendo?, estaba nervioso, ni hablar, ¿pero Shakespeare?, ¿de dónde había salido ese hálito anglosajón?, mejor concentrarse, ya llegaría Severiano con el encargo, él siempre cumplía puntualmente.

    Eran las 12:45 cuando Juan le daba los toques finales a su genial presentación, era brillante, transparente, límpida, indudablemente Juan era un gran elemento, pero estaba subvaluado, injustamente relegado a un puestesillo de tercera, en un denigrante cubículo—oficina. De pronto se apareció Severiano con la dichosa macetita luciendo sendos claveles carmesíes salpicados de manchitas blancas, ¡genial! ‘futa, ya me estaba poniendo nervioso, ¿todo bien?’ y Severiano seguía con el seño fruncido, cejijunto y con fuertes arrugas de enojo en la frente sudorosa. ‘Pues ahí está su encarguito, ¿quiere que le escriba las indicaciones de cómo cuidarlo?’ preguntó Severiano, pero ya en la pregunta venía implícita la certeza de que a Juan le urgían otros asuntos, en efecto: ‘Ahí escríbemelas por ahí y luego yo les echo un ojo’. Entonces Severiano de plano trono la lengua y declaró: ‘Pues allá usted, yo como Pilatos y no sé nada, nos vemos al rato, que yo también tengo cosas’—y se salió como impulsado por un cohete, aunque en verdad siempre andaba de prisa, atareado como buen empleado que era.—‘Definitivamente, hoy no es el día de este carnal, que raro está, pero bueno, ¡ha sonado la hora!’ En efecto, las endorfinas comenzaban a fluir en la sangre de Juan Camaney, era un día glorioso, o vanaglorioso tomando en cuenta que la batalla todavía no se había librado, si acaso se sabía dónde colocar los pertrechos, pero eso era razón suficiente como para sentir la euforia que lo iba invadiendo; y una comida en una taberna rara vez se hacía justificadamente, generalmente las comidas en las tabernas se hacían por el gusto de la ingesta de alcohol y el pretexto de ver un partido de futbol, pero una comida que celebraba el advenimiento de la beatitud era un verdadero manantial de endorfinas y San Juan Arcángel ya volaba para recoger a Carlitos Querubín, el buen Carlitos Virgilio que lo ayudaría a trasponer las puertas infernales, que lo llevaría en vilo a través de los siete círculos, el limbo, y el añorado paraíso donde encontraría a Rosita Beatriz . . . Ay cabrón, ¿y esto?, ¿Dante? y ¿¡Beatriz!? No, no; tenía revuelto el cerebro, tal vez el guarache de carne callejero le había sentado mal. Estos malos pensamientos fueron reventados por la irrupción del hincha del barza, en efecto ahí venía Carlitos luciendo un discreto botón del Barcelona que lo imbuía ya de un ambiente festivo.

    ‘PELALE CABRÓN, QUE SE HACE TARDE Y SE LLENA EL PINCHE ANTRO’

    ‘VAAAAMOOOONOOOS’ contestó Juan en el mismo tono triunfalista, llamando la atención del personal, cosa que jamás hacía, pero esta vez no pudo refrenar el entusiasmo y se dejó llevar por la euforia y ya la resaca moral le remordía la conciencia, ya en su interior la vergüenza preparaba las pócimas del día siguiente.

    Pasaron frente al escritorio de Rosita, cacareando acerca del partido y de la cantina, y Juan volteó para hacerle un guiño campirano a Rosita, con la sonrisa de Juan Infante, pero Rosita no correspondió, estaba ocupada en el teléfono, y tenía expresión de preocupación, ¿quién sabe? nunca faltan los problemas y las preocupaciones, aunque Rosita sí miraba a Juan moviendo negativamente la cabeza. Pero la mente de Juan no estaba para descifrar en negativo, este día era triunfal y no lo iba a echar a perder nada, ningún mal presentimiento, ningún macabro pensamiento, se había vuelto impermeable a la negatividad, cero melancolía, ¡Viva La Pepa!. Bajaron por el ascensor parloteando de fútbol, opinando de los diferentes clubes, de las diferentes ligas, de la superioridad del fútbol europeo que, sin embargo, requería de los servicios de muchos jugadores brasileños, argentinos,—‘y dónde dejas a Rafita, que haría el Barcelona sin él’—Juan buscaba la manera de estar a nivel de cualquier plática, meditaba el comentario adecuado y lo soltaba contundentemente para luego volver a agazaparse, esperando en las sombras del silencio la próxima oportunidad de anotar un tanto, como un caza goles en los linderos del área.—‘TU BOCA ESTA LLENA DE RAZÓN’—reviraba Carlitos, soltando una frase antigua y desgastada, con vislumbre de juego de palabras, pero que no tenía fundamento, no tenía adónde asirse, flotaba como una frágil pompa de jabón pronta a reventar sin dejar rastro, era un pelotazo largo destinado a salirse del campo de juego. Pero Juan se contuvo, sabía que su arsenal era muy superior al de Carlitos, pero no por eso había de acribillarlo, en una de esas se hería de veras su susceptibilidad, ya le había notado un conato de fastidio en la mañana al anotar el primer tanto. A la salida del flamante edificio de cristal, ya los esperaba la inevitable carroza automática, último modelo, que los conduciría por unas cuantas cuadras hasta el hostal donde procederían a ‘matar la tarde’. Entraron al recinto, e inmediatamente fueron recibidos efusivamente por el personal en general, que ya preparaba el terreno para una tarde monumental, y que sabían reconocer a los clientes de carrera larga. Les fue ofrecida una mesa en un lugar insuperable, justo al frente de una pantalla plana que ya comenzaba a transmitir los prolegómenos del gran encuentro. Les fueron ofrecidas también las bebidas de rigor y Carlitos, con aire majestuoso, pidió lo de siempre con las sempiternas indicaciones ‘TRAEME UN HERRADURA REPOSADO Y UNA NEGRA MODELO, PERO EN UN TARRO BIEN HELADO, ¿EH? YA SABES’.—‘¿y a usted que le voy a traer?’—Habían llegado al escenario propiciatorio, Juan Yaguar no se podía permitir que el humo del alcohol ofuscara su estado de alerta, y al mismo tiempo debía de seguirle el juego al jefecito, a la presa que se inclinaba incautamente a beber mientras él la observaba agazapado, camuflado detrás de una inmaculada sonrisa; él sabía perfectamente sus límites, no iba a dejar que la euforia lo dominara y por esta vez pidió lo mismo que su jefe, variando solo un poco las bebidas para que la adulación no fuera tan evidente.—‘Yo quisiera un tradicional congelado y una corona’. ‘¿QUE TAL ES ESE PINCHE TEQUILA CONGELADO?, A MI SIEMPRE SE ME HA HECHO UNA PAYASADA’—Carlitos era maniqueo, el bien se componía de las cosas probadas, conocidas y deseadas; el mal era lo indeseable, lo no probado, lo desconocido, la terra incógnita que dejaba de manifiesto su ignorancia al respecto y que trataba de ocultar reprobando o descalificando al objeto indeseado. Trajeron las bebidas y Juan Yaguar tomo su copa y la ofreció con un convincente ‘¡prueba esto!’ que no podía ser rechazado. Carlitos se llevó la bebida a los labios frunciendo la nariz como si del tequila emanara un olor nauseabundo, pero enseguida cambió de parecer, pues abrió desmesuradamente los ojos y emitió un ¡MMM! prolongado que no dejaba lugar a dudas, la bebida había sido de su agrado y, de ahora en adelante, pasaba a ser parte del repertorio de Carlitos Sibarita. ‘QUE BUENA ESTÁ ESTA CHINGADERA, DE VERDAD QUE NO ME LO ESPERABA, BUENO PUES SALÚ’ y ambos dieron respectivos sorbos de tequila y cerveza. De pronto Juan sintió un picor en la uretra y un peristaltismo en la vejiga que lo urgieron a acudir al baño, se levantó, extrañado por la urgencia, pues no era débil de riñones en ninguna forma y podía aguantar largas jornadas sin acudir al mingitorio. ‘Voy a echar un firma’, ‘¿YA?, LLEVATE LA MIA’, ‘Aquí la traigo’ reviró Juan Kelly, que a pesar de la urgencia no podía dejar de responder a una jugada tan obvia, era como responder al saludo. Llegó al mingitorio dando unos pasitos acelerados, apenas le dio tiempo de correr la cremallera del cierre pues ya la orina venía saliendo antes de poder reacomodar adecuadamente el calzoncillo para evitar mojarlo, e inevitablemente algunas gotas lo mojaron, al igual que a parte del pantalón, pero por fin pudo liberarse del envoltorio formado por pantalón y calzoncillo y dejar que fluyera libremente un chorro abundante de orina a presión y cuando ya comenzaba a darse el gusto de hacer hoyos en los bloques de hielo que suelen poner en los mingitorios le devino también un fuerte peristaltismo intestinal, más bien un retortijón digno de un rumiante, que lo obligó a cortar el flujo de orina a costa de un doloroso esfuerzo, para acudir raudo al retrete más cercano, desabotonándose violentamente el pantalón para, sin previa revisión de la adecuada higiene de la tabla que sirve de asiento, asentarse y soltar de golpe una gran cantidad de materia fecal que emanaba un olor intolerablemente fétido. Juan estaba consternado por los acontecimientos fisiológicos pues jamás había experimentado semejantes sensaciones de urgencia, tanto para

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1