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Libro electrónico742 páginas12 horas

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Haber nacido hijo ilegítimo alejado de mis raíces parentales favoreció mi crecimiento, empujándome desde muy niño a intentar comprender el rompecabezas de la vida humana y de todo lo que nos rodea; hasta hoy. La familia, en general, suele ser el primer lastre en el desarrollo individual. Todo lo supedita a un establecido artificial.
Las normas familiares están basadas en creencias sociales, concebidas para que todo perdure tal cual, para beneficio u obsesión de una élite que en los tiempos modernos es un entramado de conspiración mundial. Con la norma se sirve a un modelo social.
Observando los hombres, me dejé llevar por la vida aceptándola como es: un misterio absoluto, un anzuelo constante, una cascada de descubrimientos, un continuo devenir y una exaltación de la belleza y equilibrio que puede impulsar a crecer hasta nuestro final.
A mis 76 años la existencia me ha concedido el regalo de poder escribir y terminar mi primer libro, cuando me hubiera gustado hacerlo con 30. En este corto relato hay mucho para pensar, bastante para disfrutar, musicalidad para trotar, energía para rellenar una mochila y convicciones que me asaltaron. Me gustaría que el lector pasara un buen momento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ago 2022
ISBN9788411441759
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    Uratuhu - Leenenka Kinam

    1500.jpg

    Primera edición: 2022

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Leenenka Kinam

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-175-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Pautas de mi caminar

    «¿Por qué me preguntas mi linaje?

    Como el linaje de las hojas soy».

    La Ilíada de Homero.

    «Todo está hecho de partículas invisibles (los átomos); el universo, que no tiene creador ni propósito, no fue creado para los humanos, que no son seres únicos; la sociedad no comenzó en una supuesta edad de oro sino en una lucha por la supervivencia; no existe el más allá; las religiones organizadas son fruto de la superstición y se sostienen por la crueldad y el miedo; la finalidad de la vida humana es la reducción del dolor y la búsqueda del placer».

    Tito Lucrecio Caro, ateo y epicúreo, siglo I a. C.

    «Quien no se alimenta de sus sueños envejece pronto».

    Shakespeare.

    «Las leyes son telarañas para los ricos y poderosos, cadenas de acero para los pobres y débiles, redes de pesca en las manos del Gobierno».

    Pierre-J. Proudhon.

    «No se necesita diferenciar al monarca de la mafia: toda autoridad es igual de mala».

    Oscar Wilde.

    «Yo no creo en la educación, tu solo modelo eres tú».

    Albert Einstein.

    «La Policía es el golpe de Estado permanente».

    Michel Foucault.

    «Nunca he tenido problemas con las drogas; solamente con los policías».

    Keith Richards.

    «¿Será todo tan importante

    como lo que no tiene importancia?».

    «Todo un recorrido pudo ser y

    nos alejamos con la venda en los ojos».

    «Los héroes mueren jóvenes, los sabios nos resucitan».

    «Imitamos la copia borrosa de otra copia falsa».

    Esteban.

    Dedicatoria

    El presente libro se lo dedico a David Martínez, que fue profesor mío de literatura, música y filosofía, haciéndome trabajar durante el tiempo en lo que más disfrutaba, que era practicando deporte. Horas de silencio y magisterio entre un comunicante que deseaba transportarme a descubrir otros mundos, y yo, un muchacho travieso.

    Se lo dedico también a Vitoria Ruiz Jorajuria, mi madre biológica, que me amó aunque se lo impidieron, siendo yo un pelín causante de su desventura en la vida.

    Se lo dedico también a los que sufren injusticia, tortura, incomprensión y silencio; una inmensidad de seres humanos. Y cómo no, a mi compañero invisible que se sirvió de mis dedos para soplarme la palabra.

    Prefacio

    Abrumado por la edad y lo exiguo de nuestras capacidades, la poca memoria que nos va quedando al estirarse la vida se esfuma paulatinamente por acumulación de monotonía o por desvanecimiento o por escasez de capacidad de recarga, quedándose en pequeños retales y zurcidos que sin saber por qué siguen pegados a nuestro yo memorístico. Incluso quizás lleguen a dejar huella en los genes y revivir en futuras generaciones, si dejamos descendencia. Quién sabe. De todo el barullo que nos invade dando ropaje al ego nadie discierne bien lo que es propio, heredado, ajeno, pasajero o contundente. Caminamos, nos movemos y crecemos con la lotería de lo imprevisible que bombardea con su variedad y policromía el sustrato de placas teutónicas que hemos heredado, todo a cuestas sin apenas darnos cuenta de nada o interpretando según nuestro capricho, nuestros parámetros de reciclaje, nuestro racional laberinto o guiados a ocultas por los hados que nos soplan, a no ser que hagamos la vista gorda a nuestra autenticidad personificada y maullemos las letanías y consignas del Gran Hermano.

    La autobiografía relatada por uno mismo es como una escalera que peldaño a peldaño nos asciende o desciende con la parsimonia y cautiverio de llevarnos al sitio adonde todos vamos encaminados, con vértigo o sin él; a ese final que diluye la vida que nos amamanta con un chispazo donde lo que fue se desconexiona, sin más futuro que seguir rellenando de polvo errático o excrecencia disecada una materia en continua metamorfosis solidificante. Tales recuentos identitarios difieren mucho de los hurgados y rebuscados por alguien ajeno a nuestro ser, un homólogo que, procurando ser objetivo, no deja de estar atado a sus demonios, creencias y obsesiones, quizás afines, quizás distantes de los de la persona biografiada, a quien observó por arriba, por detrás, ocasionalmente discutió o convivió con ella o la rozó con su ser y percepción. Luego están los otros, los que gatean en busca de información y testimonios de alguien al que superficialmente trataron si la muerte es reciente. O quizás solo lo tantearon en archivos para redefinir el esqueleto del que fue, me refiero a la espina dorsal de una vida, porque cada una tiene un núcleo sobre el que gira el trompo del tiempo o el viento de la existencia. Ardua tarea, esa de horadar el misterio de lo que entendemos por vida, que nos sorprende desde el principio de nuestra génesis, sin hablar de los millones de génesis que el deambular rotativo ha ido depositando por capas en nuestra genética circadiana y más tarde con la epigenética hasta transmitirla y convertirla en mirada peculiar, quizás omnívora, con automatismos, convirtiéndola en lo que vulgar y complejamente llamamos conciencia, aura difusa insituable. Cada una de las tres biografías mostrarán sus puntos fuertes, asimétricos o distorsionados, y entre las tres quizás se pueda esbozar un currículum con somera objetividad que abarque interiores personalizados, exteriores visualizados, momentos histórico-sociales por donde corrió la vida, puntos de vista divergentes, decoración y análisis. Hay una cosa clara, el autor de esta su biografía, yo, retiene nombres y hechos que no quiere poner en evidencia, no siempre por el agravio que puedan conllevar en los todavía vivos, sino porque hay cosas que el pudor personal y social contemporáneo te las veta, ya que no dejamos de ser fruto de nuestro tiempo, del entorno y de nuestras contradicciones. No es fácil hablar de uno mismo y menos de los otros porque no los vemos a través de sus ojos sino de los nuestros, trucados y entroncados a lo que somos y no podemos dejar de ser. Con respecto a las fechas podría haber ciertos errores de parte mía, aunque ni quitan ni ponen nada al relato.

    ¿Por qué la memoria es tan flaca? ¿Por qué no nos acordamos de casi nada de lo que hemos vivido, de todos esos minimomentos enlazados despreocupadamente? ¿Los parcurrimos distraídos o absorbidos en estados secundarios? ¿Nos esforzarnos en vivir lo que todo el mundo entiende por presente? Pero ¿podría disociarse este del inmediato futuro que nos asalta en permanencia y del pasado que huye a galope? ¿Caminamos perdidos en batallas mareantes contra nuestro yo auténtico si es que existe? Si recordáramos al menos un veinte por ciento de nuestra vida, ¿es posible que tuviéramos en el futuro todavía la capacidad de seguir viviendo el presente, y, sobre todo, de no perder antes la memoria con chocheo senil y desmemoria? ¿Tendremos una capacidad limitada de almacenamiento como los ordenadores porque así nos ha programado la naturaleza o los dioses cósmicos que deambulan por las galaxias? ¿Sucumbiríamos con el peso del pasado ahogándonos en pesadillas si nuestros recuerdos fueran bastos y completos? ¿Nos hemos alejado tanto de la animalidad que nuestra meta es la locura diluyéndonos en una madeja de sinrazón? Dejémonos arrastrar por la corriente de la existencia.

    Y la vida para el hombre ¿qué es, aparte de esos clichés con palabras huecas que han perdido contenido si alguna vez lo tuvieron? ¿Una mezcla de sueño y ensueño, de desorientación y dudas, de búsqueda, de manipulación genética incontrolada, de creencias infundadas, o la de un ya escrito al que solo hace falta redactar? ¿O una continua indecisión y tropiezo en el caminar evolutivo? ¿O una búsqueda sin rematar que conduce a ninguna parte? ¿O un destino que se nos escapa y sobrepasa? ¿Estaremos leyendo una partitura que solo nos deja retocar las comas y los puntos de interrogación?

    Más interrogantes abres, más multiplicas la pandora. Voy a mirar desde el puente cómo transita el riachuelo su agua y agarrándome al piloto automático que nos guía y se esconde trataré de corretear al compás de unas líneas mis primeros treinta años de existencia. Los veo ahora a una distancia sideral, que pasaron lentos aportándome muchas enseñanzas, bastantes momentos de tensión, algunos instantes maravillosos, en alerta al descubrimiento de nuevos mundos y sin interrupción en perpetua construcción escalando el Everest de la muerte cuya campanilla se va acercando con dulzura mientras tengo nostalgia y sana envidia de los que me seguirán y viajarán en el cosmos la aventura sin fin que Bruno Giordano y otros anteriores ya vislumbraron y acariciaron. Mientras tanto seguiré amando la naturaleza que me rodea y amamanta, copia en miniatura del gran espacio infinito, como nosotros, puro espejismo.

    Este libro no es apto para mentes de principios fijos con rutinas disecadas ni para los crédulos de lo que la mayoría repite sin búsqueda personal ni para calcomanías de mundos inamovibles que conducen hacia reacciones epilépticas de fanatismo y lo que vulgarmente se llama creencias con atentado a las convicciones íntimas. Puede causarles desazón, irritación y hasta cólera y odio, por no citar otras reacciones peores. La presente obra nace como un manso manantial y va ascendiendo sin pausa en sus páginas entre alboroto y pujanza. Fue mi primavera.

    Mis primeros treinta

    Relato

    «Nadie me esperaba al nacer, a nadie esperaré para morir», rezaba en la lápida del caminante desconocido, observador anónimo, muerto en combate de la existencia que luchó junto a su sombra contra los invisibles, los imponderables, lo rutinario, lo fútil, lo imaginado, la casualidad y lo zurcido por el destino, cargando con el nudo misterioso de la vida que nos une a todos haciéndonos abrumadoramente únicos, engreídos egoístas, compañeros de sombras y sonámbulos caminantes.

    Nací un 26 de abril de 1946 cuando era noche quizás para no ver lo que no debía y esperar la luz fresca de un nuevo amanecer coloreado con flores, verdor y formas. Hasta ahora lo llevo grabado en la percepción de mi vida fluida cuando al candil de las estrellas las musas me son más presentes en la compañía. Fecha infausta la de esta calenda mensual de la historia moderna, donde sucedieron un par de tragedias, reflejando ambas la alargada sombra de la mitología griega, la de la mítica Creta que debió albergar miles de años antes de nuestra era una civilización del asombro y oscuridad donde el principal misterio se encerraba en el laberinto, lugar en donde penetrabas y salías muerto o Dios, que quizás era lo mismo. Su constructor Dédalo, teorético de la sabiduría, marido de la esclava Neucrate con la que tiene un hijo fruto de la pasión, se encuentra prisionero del rey Minos, que ante la idea de perderlo le prohíbe salir de la isla. El deseo no realizado del padre se encarna en el hijo, Ícaro, quien, con su entusiasmo y sabiduría heredada, quiere igualar la de los dioses desafiando los cielos volando, libre como el viento y visionario como los pájaros, pero sin contar con la autorización total del sol, quien aplaudiendo su ingenio le permite recrearse hasta que lo castiga por traspasar la frontera del fuego, principio palpitante del misterio de la vida que se continúa mimetizando y recreando a través del latido del corazón, a ritmo de no sobrepasar el exceso. Helios sigue paseándose, mira la escena y, olvidándose de todo, se aturde contemplando el caminar de la bella Clímene que le roba el corazón, enzarzándose con ella hasta conseguir el regalo de un hijo alborotado, Faetón, que dice poder con todo sin más experiencia y juicio que el alocado riesgo. Ni el torrente de lágrimas de Clímene ni la ira de Faetón pudieron frenar las consecuencias que originaron compartir el secreto del fuego con los hombres. Arriesgado.

    Fue también un 26 de abril la fecha de dos abrumadoras catástrofes a las que trataron de camuflar con falsas excusas o silencios politiqueros: el bombardeo de Gernika (1937) y, casi medio siglo después, la explosión de Chernóbil (1986). Luego están las otras, las deflagraciones de tres ensayos nucleares por parte de USA: en 1954 con bomba de hidrógeno en el atolón Bikini y los ensayos nucleares de 1968 y 73, suma y sigue de las mil y pico detonaciones que el proyecto del «Bien» ha llevado a cabo para mantenernos a salvo del proyecto del «Mal». En la misma fecha de 1966 un terremoto destruye Taskent, capital de Uzbekistán. Y escarbando en el proyecto humano vemos que algunos encajan en el 26 de abril del 570 el día que vio nacer a Muhammad ibn Abdullah, alias Mahoma, huérfano de padre primero y de madre cuando era niño, último gran visionario del monoteísmo sectario, patriarcal y supremacista.

    C:\Users\User\Pictures\Saved Pictures\Esteban 1949.jpg

    De mis primeros cuatro años no puedo concretizar ningún recuerdo y, si lo tengo, está entre brumas de añada inclasificable. En la infancia del país preindustrial que me tocó nacer, tampoco existían las cámaras de cine, de foto o grabadoras de voz para retroceder al recuerdo de tiempos pasados, como los artilugios que llegaron después para convertirse en baratija de consumo y permitir archivar la banalidad de lo ordinario sin olores, calores y valores añadidos. Entre la edad de cuatro y siete tampoco podría detallar los recuerdos ajustándolos a fechas precisas que siguieran una cronología. Así es de pobre mi biografía infantil, donde año tras año a partir de 1950 me repetía casi a diario, ¿cuándo pasará esto y llegarán otros momentos? Trataré pues de ajustar un cierto orden y enfocar esa nube vaga del recuerdo, lo que se me quedó grabado o lo que hallé con la complicidad de terceros. Mirando de lejos la propia existencia, especialmente por los cambios tecnológicos que surgen desde aquellas fechas hasta las actuales, todo me parece un sueño, y supongo que así será para otros que me precedieron, como deduzco por lecturas. ¿Será este el esquema para el común de los mortales? ¿Acaso el caminar de esta vida no podría representar el paralelismo de otra subterránea, de otra en espejismo o de otra a la sombra? Lo que abstraemos con los sentidos, ¿no será un juego inmaterial fosilizado por el cerebro? Y sin embargo esos tiempos en la penumbra del inrecuerdo que solamente están en la mente de los que presenciaron nuestro corretear, podrían ser muy útiles para descifrar nuestro yo, nuestras tendencias, nuestro caminar marcado, en fin, nuestro futuro. Podrían ser como las profundidades de un iceberg que muestra su cogote por encima de la superficie, pero esconde milenios de tripa al ojo depredador.

    De mi infancia en brumas recuerdo dos fenómenos naturales en la lejanía y conciencia que me impactaron sobre los otros: la nieve y el cielo estrellado. Probablemente la primera vez que vi la nieve debió de ser en el invierno de 1946-47, a los siete u ocho meses de mi nacimiento, cuando la cabeza de bebé ya no tenía necesidad de que alguien la sostuviera y mis ojos caracoleaban alrededor de una nebulosa, que es la sensación que dan los bebés con su mirada opaca, desencajada y obsesiva. Aquella visión se quedó en el subconsciente, porque la primera nieve que me impactó memorísticamente debió de suceder en 1950-51. Me veo levantarme de la cama, dirigirme a la ventana en aquella habitación fría que desconocía las modernas comodidades que acuchillan al medio ambiente y, rodeado de un silencio sepulcral, ver los copos blancos cayendo mansamente sobre los tejados de enfrente, ya forrados de blancura, para reforzar aún más el silencio ambiental. Un impacto mágico visual de diez centímetros de espesor que todo lo cubre, especialmente el desorden físico, la trastada material, el ruido y el alboroto imaginativo. Es posible que la nieve no durara un día pero el efecto fue para toda la vida, porque ya no volvería a contemplarla hasta mi edad adulta. Lo del cielo estrellado debió de seguir los mismos cauces aunque más mágicos por lo inabordable de la tarea que solo permite a los ojos rozar el éxtasis. Contemplar la oscura bóveda celeste y verla repleta de puntitos luminosos y estrellas fugaces fue sobrecogedor. En el pueblo había pocas farolas que pudieran diluir o deslucir la magnificencia y esplendor de la noche, y tampoco se hablaba de gases invernadero que se han apropiado sin condescendencia de la maravilla celeste en las ciudades de los países industrializados. Las noches eran oscuras-oscuras como ahora en los cielos del Altiplano o los del Pamir. El mundo que nos rodea, acuna y acompaña es de por sí una explosión de sensaciones.

    Con los animales mi primer contacto fue con una gata de pelaje negro y blanco que teníamos y vivía en libertad, apareciendo para saludarnos en la ventana del segundo piso de nuestra cocina, que daba sobre unos tejados de casitas de solo una planta con patio interior. Solía mostrarnos sus trofeos de caza, ratones o pájaros, o cuando con la tripa colgando estaba a punto de parir. Entonces le preparábamos su cesta con manta donde depositar la venidera prole, recostarse para amamantarla o darse un reposo manutencionero bien merecido. A veces también debía de tener hambre porque se le abría la ventana y se le ofrecía un plato de comida casera que sobraba en alguna parte. Era una multidieta de menú variado sin encanecer. Por lo demás no hacía vida familiar entre cuatro paredes y sus idas y venidas se las arreglaba según su estrategia y sus amoríos. A veces pasaba largos períodos sin aparecer hasta que llegó un momento donde excedió el límite de su ausencia como felino semicasero. Tras semanas sin comparecer con su presencia se la encontró muerta en algún sitio y en familia se dedujo que alguien la había matado adrede para hacernos mal. Siempre escuché que había mucha gente que nos quería hacer el mal. Me recuerda el África profunda de bantúes y tutsis donde el brujo cura del mal deseo de posibles otros y familiares, sobre todo de estos que concilian y encuban la envidia, malos augurios y cauces por donde discurren los pasos de quien se quiere castigar o envenenar psíquicamente. Creo que esa medicina, ausente de la ortodoxia occidental, nunca pasará de moda, porque el mal es una energía invisible que se propulsa contra otros por despecho, venganza, envidia, cobardía, razón, sinrazón o los mil pliegues de frustración que pueden anidar en la carcasa humana. Es muy sutil, paraliza al otro, lo carcome, lo desazona ocultando al causante y la única manera de ponerle un muro de contención contra salpicaduras es no desear el mal a nadie.

    Teníamos una especie de corral-jardín donde había toda una fauna volátil a nuestro cuidado. Por allí correteaban ocas, patos, gallinas y muchos gorriones por tener la manduca asegurada. Incluso conocí un caballo con su establo. Los conejos estaban encerrados en una habitación amplia circundada de galerías de cemento y ladrillo donde podían jugar al escondite, renegar de la luz y parir su camada. El cerdo, con residencia propia, estaba instalado en una caseta con su pocilga de piedra para cebarlo con ollas de papilla bien caliente a la que no faltaban patatas, salvado, restos de verduras, zanahorias y todo el arsenal de desechos comestibles que se tenían a mano. Desde la porquera podía ampliar su recorrido hacia un espacio al aire libre para frotarse los picores y ardores con la tierra o las paredes. El gorrino también fue de los primeros recuerdos grabados de mi infancia, porque con cinco años ya desaparecieron. Se criaban dos por año, algo corriente en las economías hogareñas de entonces, para las necesidades caseras, y la parte que más me gustaba fue siempre el tocino, dulce, rosado, aromático y meloso. Una delicia con mucho eco y amplitud setenta años atrás apenas superada en el baremo de lo sublime —actualmente «delicadezas»— por la médula espinal de los huesos y el cerebro de los corderos. Somos reminiscencia directa de los antiguos caníbales, que por cierto se peleaban por el contenido del escondite craneal por doble motivo, aunque de tanto melindre y desanimalidad nos hayamos superdomesticado y supermercadizado construyéndonos una caparaza de ascos y rechazos con tufillo de caprichitos y remilguines. En aquellos años de escasa comida, vientres planos, salud rebosante y energía para disparar un cohete de ida y vuelta, lo de engordar era solo pleonasmo de escritor o hipérbole futurista de literaturas pasadas pantagruélicas, a no ser los que tuvieron la suerte de compartir la mesa del obispo.

    Los únicos peces que se veían por casa en el plato eran las madrillas del Ebro y las sardinas del Cantábrico. De vez en cuando pasaba con su bicicleta parapetada un pescador por el vecindario, vociferando «hay madrillas frescas», que seguramente las había sacado del Ebro la misma noche, y se le compraba un escaso kilo. Estaba además el mercado de abastos donde vendían merluza y sardinas, siendo estas últimas las que se consumían. Eran pequeñas. Se las limpiaba de tripas y espinas sin privarlas de la colita, se abrían en dos, se las rebozaba con harina y huevo, y a la sartén. Lo mejor la colita torradita que crujía entre dientes. Ya de adulto recuerdo una interviú que escuché a Salvador Dalí en una grabación por radio donde contaba las miserias que debió pasar en un momento de su vida —quizás en la guerra vil que los franquistas dieron por llamarla civil, ya que él venía de clase media alta acomodada— narrando la delicia que le suponía poder engullirse una sardina, a la que primero contemplaba para explorar, ahuecar y explotar las sensaciones y glándulas salivales, la acariciaba visualmente largos minutos, la relamía intelectualmente como único bocado para las próximas veinticuatro horas, la continuaba involucrando con todo el ceremonial neuronal y al final se producía el asalto, zampándosela con masticación pausada y reverencial entreabriendo suavemente la boca para encauzar todos los aromas del paladar y aliento a las fosas nasales, las cuales transportarían el mensaje al cerebro donde se retuerce y estremece el gusto; un sublime orgasmo de sibarita. Para decorar y condimentar el todo, el ceremonioso Dalí vaporizaba cada palabra, ampliándola, silabizando como la gente del alto Empordà, subiendo paulatinamente el volumen de la voz hasta desembocar en el acto supremo del engullimiento. He de reconocer que la sardina es manjar de los dioses y de los cetáceos, a la que no le damos la importancia que tiene por su bajo precio de compra. Jamás me ha cansado. Frita, asada, rebozada, en salmuera, con tomate, en escabeche o con limón. Es deliciosa. Festín de ballenas, cachalotes y delfines, sin olvidar la numerosa fauna marítima volátil.

    Otra maravilla que impactó mi primera niñez fueron los higos. En nuestro corral-jardín crecían dos higueras: una, la joven, que nos regalaba los frutos gordos, tempraneros y a cuentagotas, conocidos como brevas, y la segunda un precioso y frondoso árbol que se llenaba de infinidad de higos cebra color verde con rayas amarillas. Nunca en mi vida volví a ver algo semejante. Además eran pura miel, sobre todo los que ya no se podían coger porque explotaban de gordetes dejando toda su piel rajada y en el culete una gota de néctar escapándose. Era justo ese momento cuando las avispas mostraban sus credenciales para pasar al chupeteo y el banquete anual gourmet tan esperado. Todas las otras frutas que he comido en mi vida no llegan a superar la exquisitez del higo, del bien maduro cogido por la mañana con la frescura de las primeras horas de luz, que crepita e infla su panza y piel en docenas de hendiduras, y que al masticarlo chisporrotea entre las muelas. Da igual que me tienten con chirimoyas de Vilcabamba, mangos de Sinaloa, lúcumas de Huancavelica, uvas moscatel de Kandahar, dátiles de Palestina, caquis de Goshogaki o capulíes de Cajamarca. La higuera siempre trepó en la imaginación del hombre para convertirlo en árbol de encuentros, de magia y connotaciones sexuales que aún perduran en diferentes idiomas. En la antigua Francia del sur enterraban bajo las raíces de la higuera el cordón umbilical restante y la placenta de los recién nacidos; si un animal los desenterraba para engullirlos, mal augurio. No cabe duda de que los pocos recuerdos que quedan grabados o vividos en la infancia dejan una huella imperecedera, un poso donde fermentan metamorfosis varias con postres y creaciones. Por ejemplo: la imagen que tengo desde el balcón de mi casa con las acacias haciéndonos sombra y la calle de tierra y piedras con una tapia enfrente larga y agujereada que nos separaba de una vía de tren muerta. He logrado ver cincuenta y sesenta años después la nueva imagen actualizada del mismo sitio con otro decorado funcional, pero al transcurrir unas semanas se vuelve a borrar para permanecer imperecedera la de mi infancia, como las columnas de un edificio del que derribaron las paredes, los techos y hasta las esquinas, pero que sus columnas continúan testificando lo que fue en vida.

    Nacer, crecer, reproducirse, sobrevivir y morir; este es el programa del común de los mortales. Entre medio vemos visiones, imaginamos, soñamos, deliramos, volamos y nos damos contra la pared. Es nuestro menú o el de la mayoría de bípedos, cuadrúpedos, homo erectus y el último tontorrón de la lista, el sapiens. En los primeros años de vida el sexo prácticamente está adormecido, nos olvida por completo y no recordamos nada de él. Pero como padre de un par de niños he comprobado que sí existe, me refiero al de los varones; aunque supongo que para las niñas será igual aunque con diferente registro sensorial, familiar, secretivo o recreativo. A los bebés varones se les pone el canutillo gordo muy pronto, antes de que puedan caminar. Incluso parece llenarlos de gozo porque mirándote se ríen, y si además se orinan, doble risita. Muestra que el bebé está sano y sobrado de energía. Cuando alcanzan un par de años en la angostura del silencio se esconden para comprobar en cualquier rincón lo extraño del apéndice, que, como dice el chiste de Jaimito, cuando la profesora pregunta a los niños qué es lo más ligero que les viene en mente, Jaimito el simpelos en la lengua, agitándose en el asiento y sin poder contenerse, salta: el pito, porque se levanta con el pensamiento. ¿Solo con el pensamiento? Pero como nadie me habló de lo que pasó conmigo en esos momentos y los que lo presenciaron se fugaron ya de este mundo vamos a darlo por olvidado, aunque madres y padres podrían rellenar páginas con el asuntillo.

    * * * *

    Es probable que sobre los cinco se me abriera la ventana de sospechar que había algo escondido de lo que nunca se hablaba y de lo que instintivamente sabemos más de lo que creemos sin necesidad de racionalizarlo. Una o dos veces al año viajaba con mis padres adoptivos a Zaragoza a casa de una tía que tenía una hija cinco años mayor. Tenía unas ganas locas de jugar con ella pero casi nunca se daba la circunstancia pues la diferencia de primaveras en esas edades la obligaba a tener muchas obligaciones, tanto estudiantiles como laborales y relacionales, debiéndome contentar con su sonrisa, que me regocijaba sobremanera aliviando mis penumbras de entonces, como veremos más adelante. El progreso se dio cuando debía de tener seis años. Entró a trabajar en nuestro hogar una muchacha de servicio y no me explico cómo se llegó adonde llegamos, pero ahí se concretizó mi primer despertar excitante, la voluptuosidad, más propia de la cultura japonesa que de la europea, aquejada esta última de la castración monoteísta que con el paso de varios milenios ha ido decantando, añadiendo e imponiendo unas normas esquizofrénicas solo para controlar al individuo privándolo o atormentándolo con el placer sexual y las sensaciones que giran a su derredor. Durante unos días mis padres adoptivos habían viajado supongo a Pamplona para ponerse al día con los leguleyos de la abogacía y mantener la esperanza de que los pleitos en los que estaban enfrascados se iban a ganar, mientras la abuela, siempre de vigilante austera en casa, se había quedado en Zaragoza en casa de una hija, por lo que me encontré solo con la adorable sirvienta, adolescente como una rosa sin espinas. No sé cómo comenzó el juego pero me veo arrodillado junto a su pierna derecha, mientras ella restregaba la colada contra la tabla en forma de sierra que se estilaba en la época pre-máquina lavadora, recorriendo con mis manos el trecho entre sus tobillos y tibia ásperos y con pelusilla, hasta la parte superior de la pantorrilla, donde ella había instalado el límite de mi avanzada, que finalizaba retirándome las manos para volver a recomenzar, yo excitado de un placer oculto intenso que durará hasta mi muerte y ella..., quién sabe... Todos mis intentos en los días siguientes de investigación e infiltración escalada hacia nuevos territorios para eclosión de mi sensualidad fueron rechazados, no sin barruntar y corroborar con los automatismos de mi vírgula que había algo que me atraía como un imán sin poderlo definir. Fue el despertar de ese misterio que nos engendra y que nos da la vez para seguir engendrando, picándonos el cerebro con un rico escozor. Sigo pensando que la sexualidad es tan simple y profunda como un pozo de aguas, que de tan cristalinas pierden el fondo. —¡Cómo nos ha cazado la existencia!—.

    Hasta la edad de siete años mis esporádicas dichas en el hogar se redujeron a eso, muy poco. Mi abuela adoptiva que era la madre de mi madre adoptiva había pasado ya los setenta. De piel como el mármol blanco, nunca se vistió de otro color que no fuera el negro, muy negro o tremendamente negro, al menos por fuera; porque por dentro parecía arrastrar una procesión levítica de camposanto. Era lo que se llevaba en aquellos tiempos cuando una mujer se había quedado viuda, quizás para no soliviantar deseos masculinos y seguir rindiendo culto tanto a la monogamia in seculaseculorum del marido muerto como a la ausencia de placer femenino, que probablemente nunca se tuvo por tantos motivos anatómico-religioso-educativos que se impartían desde la época en que el monoteísmo cristiano se apropió de los despojos romanos. Porque la Roma de los Césares y la Grecia parlamentaria eran bastante generosas con las artes masturbatorias, copuladoras, homosexuales o de viudedad, que, lejos de considerarlas «guarrada» como todavía en nuestros días muchas mujeres las describen, las adaptaban a una procreación racional o simplemente placentera. La abuela, después de haber tenido seis hijos, se le murió el marido y la cristiandad de España no tenía plan B para rellenar el vacío. La única propuesta era tirar del carro de pervivencia criando la prole como mejor se podía. Como las mujeres sacan todo adelante por endiablado que lo tengan y el sexo, al menos el de aquellos tiempos, las incomodaba y les estorbaba, así también esta abuela sacó todos los hijos adelante, aunque con espíritu espartano y vengativo además de una vara de mando inquebrantable más inflexible que la de un sargento de la legión.

    Mi madre adoptiva, hija penúltima de esta abuela, tenía cuatro años cuando perdió a su padre, de quien probablemente había heredado su cara y le hizo a él encariñarse de la pequeña, quizás provocando cierta envidia descompensada de la madre. Los humanos entendemos y entrelazamos las relaciones con otros humanos de maneras muy intrincadas, solapadas, incluso inconscientemente incestuosas; pero eso es una historia muy compleja que no puede desarrollarse en cuatro líneas. Muerto ya el marido, la que sería mi madre adoptiva pasó a ocupar el último escalón en las predilecciones maternas, que, como era habitual en aquellos tiempos, se centraron en los dos hijos primogénitos. El mayor, como siempre escuché en familia, salió un balarrasa y el segundo un emprendedor con éxito, casi un Rodolfo Valentino. El poder de las familias es muy enigmático y el de las madres todavía más. Ellas son las únicas que saben lo que sintieron, soñaron, trepidaron o tropezaron durante sus embarazos, sea consciente o inconscientemente; algo que las predispone a comportamientos sin contraste argumentario para terceros; fenómeno este del que poco se habla a no ser hurgando en sesiones de hipnosis. Dado que la procreación natural de principios del siglo XX era la finalidad absoluta y obsoleta de la mujer o esposa, había poco que discutir al respecto. En el orden de la escalera estaba Dios, el rey, los ministros políticos y religiosos, los jefes y subjefes militares, los policías, los médicos, los boticarios, los jueces, los abogados y los obreros, además de los recaderos, aprendices, campesinos y toda la pirámide masculina en quienes recaía el salario y los derechos que con él surgían. En el contrapuesto sin escalones estaba la población femenina que poco veía de la pecunia, pero que siempre supieron por transmisión materna, independientemente de la cultura en la que nacieron, que poseían algo entre las piernas por lo que los hombres perdían la cabeza. Todo eso fue exacerbado por la represión del placer femenino, logrado sin recurrir a la escisión del clítoris, como otras sadoculturas, sino a través de la represión y flagelos atribuidos a la divinidad. No fue siempre así, pero desde que el hombre en el paleolítico tomó el mando de la caza, la trashumancia, y la seguridad mental de que su semen era el origen de los hijos, pronto se acumularon los conflictos bélicos, la palabra escrita, el recargo de leyes, los dioses falocráticos y las castas sacerdotales. Aunque las mujeres debieron aceptar socialmente un papel inferior en aquel entrelazado patriarcal, en el cuarto oscuro, donde se derramaba el placer sexual, más de una se opuso a consentir todas las veleidades y calenturas imaginativas del mango viril, obligándolo de alguna forma a compartir el mando. Se recoge lo que se siembra. Con el cristianismo las mujeres debieron asumir todavía más atropello a cambio de la fidelidad, autocensurándose y no encontrando sostén con quien hablar, a no ser en el confesionario, donde tras la celosía otro hombre sin experiencia matrimonial, pero no desprovisto de deseo lujurioso, escuchaba, calmaba y repetía cansinamente las obligaciones que el gran Manitú imponía al gremio de las desposadas. Historia turbulenta y recóndita la humana, donde las dos actividades que primero se saldaron con dinero fueron la prostitución y la borrachera, ambas servidas por mujeres y las dos únicas que les proporcionaban cierta libertad para disponer de sí mismas.

    Esta fue la abuela adoptiva que me concedió la existencia, austera, con un par de verrugas en el rostro, flaca como un palo de escoba, siempre triste y demacrada, incapaz de regalar una sonrisa, una caricia, una palabra de bondad o un gesto afectivo. ¿Qué pensaría de mí? Su ser destilaba mucha bilis y frustración que probablemente con otro decorado existencial no se hubieran desarrollado. Cuando mis padres adoptivos viajaban a Pamplona, algunas veces me quedé solo con ella y es cuando entraba en acción. Reprimendas, bofetadas, tirones de orejas y pelo eran frecuentes sin ton ni son, pero lo peor llegaba en el almuerzo de mediodía cuando por menú único me ofrecía nabo blanco a secas sobre el plato. A mi garganta, sensible por naturaleza a filigranas, pelos y rasposidades le era imposible tragarlo. Me producían arcadas que me llevaban sigilosamente al baño a vomitar. Sin darse por aludida, la abuela, después de un cierto tiempo de no comer, me retiraba el plato para decirme que la comida había terminado y habría que esperar hasta la cena, pero cuando esta llegaba el plato de nabos sin recalentar aparecía de nuevo enfrente de mí además de su severa mirada, con regocijo sañoso interior. ¿Qué pensaría? Al no tener testigos ni a quien quejarme, el asunto permanecía entre los dos, punto. En casa, cuando mis recuerdos apenas dejaron huella, ya me dieron nabos, pero ante mi negativa a tragarlos mi madre adoptiva recurrió a su método didáctico preferido: meterme sus dedos hasta el fondo de la garganta y obligarme a tragar enfrascado en vomitinas con ahogamientos, por lo que debieron decidir que dicho manjar se debía suprimir de la dieta ordinaria. En la mente de la abuela aquella escena no había prescrito y probablemente le producía cierto disfrute sádico. ¡Ah, si el Marqués de Sade me escuchara tales propósitos acusándolos de sádicos, me daría una colleja!

    Esta abuela enjuta, en uno de esos viajes de los padres adoptivos al norte navarro comenzó a repetirme incansablemente: «Ellos no son tus padres, ellos no son tus padres». Esa frase repetida como un eco se me incrustó sin que por ello tuviera en mi mente connotación alguna, ya que vivía en un mundo cerrado y encerrado sin contacto con otros niños ni otros padres que pudieran dar significado a tal afirmación. Mi intercambio con el mundo se reducía a acompañar a mis padres adoptivos a misa los domingos y de regreso visitar la casa de los curas para comprar el cielo a plazos con velas, jaculatorias, misas y paralelo arsenal. Alguna vez al año, cuando retornaban de la capital navarra, se me permitía salir a recibirlos una vez cruzadas las vías del tren cuando asomaban a doscientos metros de nuestra vivienda. Aparte de esa rutina monacal se me autorizaba descender a jugar en la calle enfrente del balcón de casa un par de veces en verano sin dejar que los otros críos se acercaran a mí. Eran la plebe, como decían. Solía también bajar, a partir de los cinco, al entresuelo de casa un par de días por semana para recibir clases de solfeo con un profesor de música, pequeño y gordete, que alquilaba una de las viviendas de mis padres. Hubiera sido interesante conocer los vericuetos políticos que obligaron al pianista a buscar refugio en aquel pueblo pequeño sin más vocación musical que el pitido constante de las máquinas de tren, bronco y tristón según tamaño de las locomotoras y tiplón y punzante para las pequeñas de enganche y maniobreo. Este señor rechonchete y calvo tenía su clientela de niños y niñas que desafinaban más que otra cosa y a los que les era difícil ejecutar los tiempos marcados en el pentagrama. Estos hechos muy puntuales y otros como el bajar de vez en cuando a la casa de al lado para comprar tres cuartos de leche recién ordeñada, no conseguían evadirme de la prisión donde estaba encerrado y resituar algo los límites socioparentales del común de los mortales.

    Aquel día entrado en la penumbra del anochecer lo recuerdo como un mojón, el primer tropezón serio en el camino. Cuando mis padres de regreso de Pamplona aparecen doblando la esquina al fondo de la calle, yo, que estaba al acecho en el balcón, salgo a toda mecha para recibirlos y lo primero que les suelto a la cara es: «Pero vosotros no sois mis padres». Mi madre adoptiva que debía de llegar como siempre contrariada tras el encuentro con los letrados, nada más llegar a casa, todavía a la entrada del portal, me contesta: «Como nosotros no somos tus padres, ya te puedes marchar inmediatamente». Pienso que debía de rondar los cinco años en ese momento y que mi comprensión del significado de lo que acababa de pronunciar se reducía a cero, coma cero.

    La noche comenzaba a estrellarse, fría y sin ser humano a la vista; como si todo el escenario estuviera preparado para esa escena vital. Pasaron por mi mente con rapidez inusitada diferentes pensamientos y estrategias, pero ninguna de miedo o abandono. Salí con paso decidido a la calle en dirección al centro del pueblo. Me sentí tremendamente liberado y pensé dormir en cualquier refugio que encontrara. En esas estaba cuando a ciento cincuenta metros de la casa salió mi madre llorando y gritando y repitiendo: «Guillermito, vuelve». Al día siguiente por la mañana, seguramente tras mucho cavilar y cambiar opiniones con la abuela, mi madre me convocó en su dormitorio y me mostró una foto de una monja y me dijo: «Mira, ella es tu madre». Todo me resultó extraño y sin sentido, pero no hice ninguna pregunta. El sentimiento genético o carnal de pertenencia debe de estar muy arraigado en la naturaleza animal, luego humana, porque yo nunca sentí nada de interacción emocional con los padres adoptivos. Me resultaron siempre un cuerpo extraño, amplificada la envoltura al no poder regalar una gotita de ternura hacia ese niño que adoptaron, reencarnándolo con el nombre de Guillermo, el difunto hermano mayor de mi padre adoptivo.

    Vivía en una especie de burbuja aterrado por mi madre y abuela adoptivas. Los días se me hacían interminables, siempre encerrado en casa, sin nadie con el que intercambiar palabras y escuchando sin pausa un maltrato oral, roto únicamente cuando mi madre me preguntaba algo. Podía pasar días sin darle a la lengua aunque la mente volara. Mis exiguas burbujas de oxígeno en aquel pueblo de la ribera navarra se reducían a acompañar a Mercedes al corral-jardín una vez por semana en los meses que había flores, para cortar y traer un gran ramo de ellas y mirar cómo eran repartidas entre los floreros para homenajear toda la santurronería que había tomado posesión de las esquinas, muebles, consolas y adosados de pared en habitaciones. Sin olvidar la que mencioné de bajar al entresuelo un par de veces por semana para unas horas de solfeo con el rechonchete profesor que no simpatizaba conmigo, probablemente conocedor de mi situación familiar, habladurías del vecindario y correlación social. A todo eso tampoco lo mejoraba mi comportamiento disciplinario mofándome de los otros niños de tanto desafino y destiempo en la métrica musical. Sumando todo, como se suele decir, del árbol caído se hace leña.

    ¿Y qué hacía en casa? Poco. Aparte de aburrirme, percibir el tiempo estancado, leer, recitar oraciones, estudiar francés, progresar en la matemática parvularia y escuchar todas las monsergas, improperios e insultos que entre mi madre adoptiva y la abuela me lanzaban con el fin de descargar todas sus frustraciones, neurosis y crisis existenciales, en una época donde los neurolépticos, ansiolíticos, psicofármacos, euforizantes y tranquilizantes estaban en la antesala del prȇt-à-venir. Las horas y los días se me hacían interminables, sentado alrededor de una mesa redonda, no como la de Arturo, pero con brasero desde que el otoño asomaba sus orejas invernales. Pura tortura contra un indefenso que no tenía derecho a la palabra, a preguntar o razonar y mucho menos a jugar. Uno de los refranes que la abuela tenía en la recámara disparaba así: «Los niños hablan cuando mean las gallinas». Dilo ahora, que parece que los pequeños trajeron la sabiduría al mundo y los mayores llegamos a final de carrera con los ojos vendados y únicamente buenos a pedorretear.

    Por supuesto, lo que no fallaba era la misa de los domingos y días de fiesta. Recuerdo la iglesia a tope, con los reclinatorios en primera línea para los elegidos del pueblo con la bolsa más rechoncha, seguidos de toda la bancada para las mujeres mientras en la parte trasera se agolpaban los hombres de pie, últimos en llegar y primeros en largarse, aburridos de los latinajos incomprensibles y con sermones que parodiaban leyendas que la Iglesia de Roma fue desgranando con el corretear de los siglos. Cuando eres mayor, te has cultivado, reflexionado y has hurgado en opiniones contrastadas, te das cuenta de que los discursillos y las parábolas de los evangelios no concuerdan en su contenido con los tiempos en los que pretenden situarse, incluso sientes que no hay continuidad entre las historietas. No es cuestión de apócrifos o revisionistas; es ante todo musiquilla de verborrea histórica. En aquellos tiempos del generalísimo dictador, en el pueblo, al que no iba a misa los domingos lo visitaba la Guardia Civil, por si se había descarriado su alma con algún resfriado de virulencia comunista, que además de peligroso podía revelarse contagioso. De regreso, sin soltarme de la mano de mis padres adoptivos, pasábamos por la casa de los curas, donde se compraban velas, rosarios, misas y demás encantaciones contra demonios, purgatorios o dudosas muertes que llegaran sin preaviso. En la casa de los reverendos por casualidad se hallaba instalada la centralita de teléfonos, punto obligatorio de conexión y trasvase para todo aquel que, teniendo aparato de teléfono en casa, deseaba contactar con otro receptor de la península o fuera de ella. En fin, si la Iglesia desde tiempo inmemorial se adueñó con el sutil invento del confesionario de estar al tanto de los trajines de cada cual y mejor imponer su ley a la feligresía, con el control de la centralita telefónica en la época dictatorial española tenían a la mano el espionaje del alámbrico de larga y corta distancia. ¿Como alcanzó la religión católica a tener un poder tan inmenso en la península ibérica que ni si quiera Mussolini ni Hitler hubieran soñado en su mejor fantasmagoría nocturna? ¿Cómo la religión y los militares, dos aberraciones catastróficas que podríamos catalogar como crímenes contra la humanidad, consiguieron unirse e ir de la mano para controlar, anular y repartirse el bacalao? ¿Qué repercusión ha tenido ese banditismo sectario sobre el desarrollo del ser humano? ¿Estará condenada la humanidad a pasar por esa viruela para alcanzar un estado medianamente digno de conciencia y plenitud? ¿O, por el contrario, estamos compelidos a saltar de locura en locura hasta el eterno apagón?

    Un par de veces al año se viajaba a Zaragoza y ahí tenía un respiro existencial. Me permitían algunos días ir a comprar churros unas calles más allá para desayunar o bajar a la pastelería contigua a nuestro portal para comprar pan o pasteles. Un día escuché a mi madre adoptiva y a su hermana comentando en voz baja que el pastelero era protestante. Sus comentarios me estremecieron. No debía de estar lejos de los siete años y habían logrado inculcarme que fuera del catolicismo no había salvación para toda la eternidad, siendo el único sitio de acogida el infierno. Lo de la salvación era una barrera infranqueable para mí y lo del infierno y la eternidad, un conjuro que me aterraba. ¡Con qué pocas palabras se puede aterrorizar a un niño y con qué dificultad siendo adulto se debe batallar para extirpar eso de la cabeza! Ahora nos reímos, la mayoría no, pero durante un par de milenios fue el terror por excelencia y sus efectos siguen aún retumbando en cientos de millones.

    Del estado fisioquímico amorfo y sin vida durante cuatro mil millones de años, al final sin saber cómo ni por qué —aunque para ello existen bastantes teorías—, se llega al estado molecular orgánico que nos conduce al actual biológico, con virus, bacterias, algas, oxígeno, ozono, clorofila, fotosíntesis y el animal que corre multiplicando la diversidad y la diferenciación, llegando con él el ruido, el gruñido, la violencia y la violación, sobre todo desde que el herbívoro dio paso al carnívoro. Los monos abrieron la puerta al hombre, que, consciente del poder de sus manos, alcanzó el placer masturbándose. Largo trayecto el que la vida escoge para hallar la ovulación como el método más adecuado para programarse y propagarse. Demóstenes decía: «Tenemos heteras para nuestros placeres, concubinas para las necesidades cotidianas y mujeres legítimas para obtener hijos legítimos y cuidar de la casa». Claro, todavía no había llegado el monoteísmo con su castración sexual ideológica y su datación mitológica del planeta que entroniza al pueblo elegido.

    * * * *

    Mi madre natural, nacida un 17 de octubre de 1923, era la última de una familia catalogada como campesina, en una comarca en las estribaciones del valle de Ultzama, en Navarra. Sus padres, Patricio Ruiz Marturet, nacido en Osavide, e Isidra Jorajuria Harregui —Arregi después— debieron de tener ocho hijos, de los que murieron en temprana edad dos, como era corriente en aquella época donde las bacterias, virus y animales caseros jugaban a ganar terreno allí donde podían, sin más juego sucio que el natural que sustenta el equilibrio, base y cimiento de la riqueza pletórica. La píldora todavía no existía, la educación sexual y su placer era pecado y ni siquiera por aquellas latitudes se había oído hablar de «la ruleta vaticana», viejo método contraceptivo que en una noche de insomnio le fue revelado al médico griego Dioscórides, que ejerció en la Roma de Nerón, y cuyo postulado fue redescubierto por los suizos y japoneses en el XVIII imprimiéndole su nombre Ogino-Knaus. El único método seguro anticonceptivo es el coitus interruptus, ya citado y elaborado con sus diferentes variantes por el taoísmo en el famoso tratado Shinpō, aunque parar el tren cuando va desbocado no está al alcance de cualquier maquinista e incendio; afortunadamente para los que llegaron y lo celebraron; y desafortunadamente para los que lo sufrieron. Desde que hay escritos humanos, quiere decir desde que comenzaron a sobrar los seres humanos en el planeta, se procuró frenar las consecuencias del derrame seminal con docenas de recetas, comenzando por la de Kahun Papyrus de los egipcios, 1900 a.C., a base de excremento de cocodrilo o de elefante con diferentes ungüentos hasta las más variopintas de los romanos inspiradas en doble charlatanería para taponar donde nadie quería mirar sino solo sentir.

    Mis abuelos maternos estuvieron en América, cada uno por su parte, para hacer fortuna o mejorar lo que tenían, sin llegar más allá de los sueños e intentos. Patricio, un multitalento recorriendo la ruta del oro desde Alaska, California y el sur durante seis años, regresó, más pobre que a la ida, para casarse, cazar y desbravar bueyes ariscos, usual motor de los arados en los campos en aquel entonces; algo corriente en los terrenos inclinados de Euskalherria. En fin, trabajaba de labrador para otros y para cubrir sus necesidades caseras en la pequeña huerta que se había apañado junto al río cuando no andaba crecido, además de abrir una carnicería y fracasar porque con su pareja no eran vendedores sino benefactores a crédito. Solo vida monótona era el programa cotidiano para la gente joven que dejaba atrás la infancia. Terminado el período de despreocupación se entraba en la etapa adulta a través de la adolescencia donde todo cansa y aburre, y donde se descubre como un jarro de agua helada en invierno el mundo adulto, con sus reglas, sus categorías, sus evidentes mentiras, los comportamientos hipócritas y el croquis de un mañana que te lo recuerdan constantemente desde las instituciones, la parentela, los vecinos y todos los mayores que agacharon la cabeza como mal menor en acto de sumisión. De la rebeldía de los jóvenes siempre se ríen los adultos. «Ya verás mañana cómo cambias», te repiten justificándose sin cesar cuando los zarandeas con la palabra, la insurgencia y el dedo en el ojo.

    En 1945 algunas jóvenes del campo, como era el caso de mi madre, no se veían casándose con un labriego, ordeñando vacas, amontonando fiemo, repartiendo estiércol por los campos, ayudando a parir al ganado, patoseando el barro, haciendo pucheros de comida, fregando incansablemente ollas y cuencos y bajando al río fardos de ropa sin mostrarla demasiado por el pudor de los remiendos, rotos, zurcidos y manchones de dudosa procedencia. Las prendas interiores, si las había, se ocultaban todas, para que nadie ojeara los coloridos escarlata y marrones con todas sus variantes cuando el retrete y el papel era cosa de pudientes. Aunque el inglés Walter Alcock a final del XIX ya había logrado fabricar los rollos de papel higiénico tal y como hoy los conocemos y los chinos de la corte imperial en el siglo VI ya limpiaban su trasero con papel, por la Navarra alta del campesinado no habían llegado tales lindezas, teniendo en cuenta puntos tan delicados como culo, caño, coño y coito, territorio de pecado y aventura deslizante al averno sin fin. Programas iguales o peores se vieron en siglos anteriores en las casas reales, francesas sobre todo, donde el olor a mierda de carnívoro cazador contribuyó a que naciera la gran perfumería para aligerar la pestilencia callejera y de palacio. No es de extrañar que la palabra más usada en el lenguaje coloquial de Europa sea «mierda», merde, shit, Scheiss, merda y paso. Los seres humanos venimos a este mundo vomitados entre mierda y sangre, y se crece ocultando ambos. A mi madre se le debía de caer el mundo encima, imaginando además que en el mañana debería convivir con una suegra, sargento mayor de mando, adaptarse al cuchicheo afilado vecinal y terminar abriéndose de piernas cuando el marido estaba en sintonía.

    A mediados del siglo XX muchas mujeres, por lo que oían, soñaban con una vida mejor, sin esclavitud, con algo o mucho de independencia económica, sin tanta prole, sin tanto fardo de sayas y enaguas y con alguien que tuviera modales finos. En alguna parte del globo anglosajón el feminismo alzó las primeras banderas concluida la trágica guerra mundial, aunque todo eso eran historietas de otro mundo que no habían salpicado por aquellos lares de la Navarra vascuence, que renegaba de su idioma para adherirse al programa cien por cien castellano de la escuela obligatoria y el nacional catolicismo. Los padres de mi madre hablaban solo entre ellos euskera y no con los hijos por dos motivos: primero para que sus hijos no tuvieran «retraso intelectual», según las directrices de la intelectualidad hispanogubernamental, copia de la anglosajona y francesa; y segundo, para que sus hijos no se enteraran de lo que hablaban. No hay ninguna civilización que dure eternamente, ningún imperio que no caiga, ninguna época que no esté llamada a desaparecer, ninguna primicia doctrinaria que no se vea vilipendiada en la posteridad y tampoco ninguna creencia que no sea dilapidada y sepultada por nuevos hallazgos. El tiempo desgasta y erosiona todo. Y tiempo hay mucho en la alforja del homo erectus y del falo sapiens; menos para el blanco y bastante más para el africano al sur del desierto. A cada ser humano le toca vivir en su tiempo y, aunque parezca que los hubo mejores, que yo tampoco creo, todos conllevan penurias, estrecheces, mutilaciones, imposiciones, creencias, aberraciones, inflexibilidad, incomprensiones, tristezas, alegrías y toda la sinfonía de epítetos emotivos e intelectuales que hacen en su mayoría enrojecer de vergüenza. Somos hijos de nuestro tiempo tanto como de nuestros padres, con un timing vital en cada ser viviente salpicado de zancadillas y pesadillas. Quizás debido a ellas avanzamos y llegamos a enamorarnos de la existencia y de la naturaleza que impregna nuestros sentidos sin mentir, aunque a veces nos sofoque de dolor.

    Con más de veinte años de diferencia entre la hermana mayor y mi madre, se puede decir que esta fue algo así como la muñeca de carne y hueso de aquella. No solo de ella, sino de todos los hermanos y familia que la mimaban, y como me contaba ya en su vejez al recordar los años de su niñez, su padre le repetía frecuentemente: «Eres la kuskurrika, lo último que quedaba en la despensica». La infancia de mi madre, como la de tantos niños del campo en aquellos tiempos, fue probablemente de ensueño, entendido como despertar natural. Había críos a patadas, peligros eléctricos ninguno, químicos tampoco, la mayoría de las máquinas estaban todavía por inventarse o importarse y la atmósfera estaba limpia. No había despegado el ruido de la automoción, transistores, discos y demás quincallería para alcanzar la sordera, desquiciar la sesera y alborotar la paz hasta alcanzar la desazón interior. La ecología reinaba sin agitadores y enemigos a la vista, los ríos bajaban con agua potable donde peces y cangrejos, de los buenos, se multiplicaban a su ritmo y los críos tenían tiempo para hacer mataperradas, inventar juegos o hacer de médico para auscultar a las niñas que, al no tener canutillo entre las piernas, les abultaba la mente. De niña mi madre se daba kilómetros corriendo para llegar a la escuela y kilómetros de regreso saltando y brincando con otros chicos y chicas dispuestos a ejecutar todas las travesuras que surgieran en el camino, siendo una de sus preferidas, en verano y comienzos del otoño, la de pasar por las tapias de ciertas huertas donde las culebras tomaban el sol, que por cierto les gusta más que broncearse a los dandys y políticos en el solárium, para acto seguido emprenderla a pedrada limpia contra las pobres. Era la falsa cultura del entonces, enarbolada por el monoteísmo cristiano, antinaturaleza en su raíz, donde la serpiente es el símbolo de lo peor, de lo malo, de lo prohibido, en fin, del pecado, palabra que nadie ha logrado comprender pero que espanta, por todos los infiernos que se les ocurrió imaginar y encadenar. Qué tiempos aquellos cuando las serpientes se multiplicaban con frenesí, las ranas y sapos otro tanto, los pájaros de aúpa y monta y la comida poca y limpia. Abundante para el reino animal y austera, sin remilgos venenosos, para el común de los mortales.

    Los hermanos de mi madre crecieron como pudieron en aquella época de racionamientos, posguerra, hambres crónicas, libertades vigiladas e imposiciones fascio-militares y eclesiásticas. Hubo uno que se casó ya con sueldo asegurado para tener muchos hijos sin llegar a tener uno solo. El destino, un enigma no escrito. Incluso una hermana que a trancas y barrancas había huido de la casa parental para trabajar en Pamplona en un local de comidas, conoció un joven alemán que trabajaba de panadero y la llevó al huerto. Tanto manosear la pasta... No me toques... pero sí. Las jóvenes de aquellos tiempos quedaban embarazadas sin saberlo en un intento de querer huir de su situación familiar e intentar respirar los nuevos aires de la revolución industrial que se veía crecer un poco por todas partes. En 1942, con ella encinta, la pareja decide huir sin billete de regreso hacia Alemania, a Frankfurt, la capital del gran trasvase mercantil, bursátil y residencia predilecta de cambistas y bolsistas. Intentaban evitar las habladurías, la jerga clerical y la cloaca social en la que nadaba un país tomado y gobernado por militares, curas, chivatos y cazaterroristas. ¿Se imaginan a alguien huyendo con tan solo unos meses para dar a luz desde un «paraíso de remanso» donde comían y bien bebían para introducirse de sopetón en la Alemania de 1942 cuando la contienda comenzaba a tomar tintes preocupantes para la bota nazi y a Hitler había que suministrarle doble dosis de barbitúricos de tanto que le temblaban el brazo izquierdo, la cabeza y los presentimientos? Llegar a Alemania, meterlo en filas y enviar al marido a las trincheras fue su primera bienvenida. Era lo cotidiano para un ciudadano alemán: o campo de concentración o campo de tiro antes del cementerio. Y nada de mentirijillas. A la trinchera contra el enemigo con encomienda de primera línea si no eras mucho de la partida.

    Mi madre había intentado trabajar muy joven como muchacha en una casa de parientes algo adinerados de Pamplona, pero no había funcionado. Parece ser que el derecho a la pernada, herencia legendaria del medioevo, había alargado la filiación convirtiéndose en bastante habitual si el consentimiento de la doncella, por imperativo de las circunstancias, no pataleaba lo suficiente. Como el «me too», el «youtoo» y el «tututú» no habían nacido todavía, las mujeres tenían que calibrar bien

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