Revoltijo De Recuerdos
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No se por qu pero mis ojos se esforzaban con avidez por descubrir lo que consideraba ser el mayor smbolo de Norte Amrica: La Estatua de la Libertad.
MARCELO BLÁZQUEZ RODRIGO
Marcel Blázquez Rodrigo Nació el 7 de Octubre de 1936 en Serradilla (Cáceres) Extremadura-España, ingresó en 1948 en el Seminario Diocesano de Plasencia (Cáceres), donde cursó los estudios de Humanidades, Filosofía y Teología. Pianista, Organista y Diplomado por la Escuela Superior de Música Sagrada de Madrid, habiendo realizado Cursos de Gregoriano en Vitoria y Salamanca. Ordenado sacerdote el 19 de Junio de 1960 en su parroquia natal de Nuestra Señora de la Asunción, desarrolló los primeros cuatro años de su ministerio en Monroy (Cáceres), destacando en la organización de la Catequesis y preocupación por la juventud, para la que creó un Centro Recreativo y Cultural, con Grupo Teatral y Rondalla. Nueve años de Jaraíz de la Vera, (Cáceres), alternó su labor pastoral con la docencia, siendo durante cuatro años profesor de la Academia "Nuestra Señora del Salobrar" y cinco años Profesor de Religión del Instituto Nacional de Enseñanza Media "Gonzalo Korreas". Corresponsal de la emisora "La Voz de Extremadura", colaborador de los periódicos "HOY" de Badajoz y "EXTREMADURA" de Cáceres. Fundador y Director del periódico local "Afán Jaraiceño", Delegado de Educación Física y Deportes dio un gran impulso a todas las modalidades deportivas de la juventud verata. Fundador y Director del Club Juventud "La Concordia" que en 1969 consiguió el Primer Premio Nacional, otorgado por el Ministerio de Información y Turismo. Desde 1973 se encuentra en los Estados Unidos de América habiendo sido nombrado en mayo de 1974 Director del Apostolado Hispano de la Diócesis de Albany, New York, Fundó y dirigió en Troy la emisión en lengua castellana titulada "Atena Hispana". Licenciado y doctorado por la Universidad de Nueva York consigue Premio Extraordinario con su tesis doctoral sobre Lope de Vega, tesis dirigida por Don Manuel Alvar, Director de la Real Academia Española de la Lengua. Durante cuatro años enseña en la Universidad del Estado de Nueva York en Albany. Sin embargo, Marcelo Blázquez Rodrigo no ha hecho de la Literatura su profesión sino su "hobby", porque su misión primordial como sacerdote la ha desarrollado entre uno de los sectores más conflictivos y marginados de la sociedad: los presos. Veintiséis años ha dedicado a la difícil tarea de aliviar las penas y ayudar a los encarcelados, tanto humana como cultural y espiritualmente. Lo mejor de sus energías han quedado silenciadas tras las rejas en cárceles de Máxima Seguridad (Comstock, Coxsackie, Sullivan) o Seguridad Media (Hudson, Sullivan Annex, Woodbourne, Ulster) a la vez que ha servido en las parroquias de Monticello y Livington Manor, o en una granja agropecuaria "La Patera", donde crían 40.000 patos más de cien emigrantes mejicanos. Jubilado ya, ha dado a luz "Un cura entre rejas", publicado por ediciones La Goleta, en Pamplona y cuya traducción al inglés apareció en 2009 con el título "A Priest Behing Bar" en Cambridge Brick House, Inc. Le han precedido otras publicaciones, como "Pinceles para la Paz", biografía del pintor Besilario Sánchez Mateos, publicada por Editora Nacional de Madrid en 1975 y "La Dama del Arpa", biografía de la célebre concertista internacional María Rosa Calvo-Manzano y un estudio exhaustivo sobre "La Gatomaquia" de Lope de Vega que publicó el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid en el año de 1995.
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Revoltijo De Recuerdos - MARCELO BLÁZQUEZ RODRIGO
Contents
LA ESTATUA DE LA LIBERTAD
TORMENTAS
TABACO EN FARMACIAS
EL CIRCULO SE CIERRA
BANDERA DE ESPAÑA
52 GRADOS BAJO CERO
PASSOVER
EL CORDERO
¿INGLÉS O ESPAÑOL?
ASALTO DE LA POLICIA
PIANO…PIANO…
CRIA CUERVOS…
TE SACARAN LOS OJOS
WELFARE
EXPLOTACION
DETALLES
CONCIERTO DE PIANO
SUERTE
¿FRANCÉS O INGLÉS?
CHUSQUERIAS
CONFUSIÓN BENEFICIOSA
PINTORESCO
INTELIGENTE Y EXCÉNTRICO
DOS CAMPANARIOS
CLUB JUVENTUD LA CONCORDIA
REPERCUSIONES
APOYOS
¿CONCIERTO DE ARPA?
PANCARTA PROHIBIDA
PUNTO Y FINAL
MUNDIAL DE INGLATERRA
CONTRASTE DE GUSTOS
ODIO A LA IGLESIA CATÓLICA Y
ODIO A LOS ESPAÑOLES
FACILIDADES
ANILLO DE ORO
AGONY IN ALBANY
CATARATAS DEL NIAGARA
LOS NEGROS, HIJOS DE DIOS
CHORRADAS
DESPISTES
DETENIDO CON LA PRENSA
GARAGE SALES
SALIR A NADA, DISPUESTO A TODO
LA ESTATUA DE LA LIBERTAD
El 23 de Junio de 1.973 llegaba al Nuevo Mundo, aterrizando por primera vez en el aeropuerto John Fitzgerarl Kennedy de Nueva York. El avión planeó la costa este de los Estados Unidos entrando por Nova Scotia y continuando por los Estado de Maine, New Hampshire y Massachusset, divisando Boston y bajando por Plymouth, donde llegaran los primeros europeos, huyendo de la persecución religiosa inglesa a bordo del Mainflower, el 21 de noviembre de 1.620. Sobrevolamos Providence y Connecticut, hasta divisar Long Island en una tarde clara y luminosa, donde podían apreciarse las filas infinitas de casas, dando la impresión de ser juguetes colocados en un nacimiento de Navidad y alienadas ordenadamente en cuadraturas repetidas.
No se por qué pero mis ojos se esforzaban con avidez por descubrir lo que consideraba ser el mayor símbolo de Norte América: La Estatua de la Libertad.
La había visto muchas veces en postales y por televisión y creía que con sus 93 metros de altura y sus 224 toneladas de peso eran suficientes para que fuera contemplada desde cualquier lugar y más desde el aire. Sabía que aquella estatua era obra del escultor francés Frederic Auguste Barthtoldi y que fue trasladada en barco hasta Nueva York como regalo del pueblo galo a los Estados Unidos al conmemorarse el Centenario de su Independencia. Pero yo no veía la estatua. Quedé contrariado en mis esperanzas y ello constituyó mi primera decepción. Tan grande, tan alta y tan majestuosa como me había parecido a mi aquella estatua en las postales o en la televisión y ahora resultaba que al llegar a Nueva York, no la distinguía por ninguna parte. Mi candidez e ignorancia me habían llevado a equivocarme de principio a fin.
Pero no tardaron muchos días en que me pusiera frente a frente de aquel monstruo de hierro verdoso, de 93 metros de altura, después de cruzar en el barco Miss Liberty el trayecto que separa Battery Park, al mismísimo sur de Manhattan, con la pequeña isla de la estatua. Me pareció muy bajita después de haber contemplado edificios de mucha mayor altura como los 319 metros del New York Times Tower y del Chrysler Building o los 283 del Trump Building y las filas de rascacielos de Park Avenue, Lexington Avenue o Times Square o los 381 metros del Empire State Building o los superados por Twins Towers con sus 541 metros. No obstante, como se consideraba un símbolo de todo el país, decidí subir hasta lo más alto. La cola de visitantes era muy larga, pero aguanté a pie firme. Después de subir en ascensor hasta la plataforma, se iniciaban unas escaleras desde las que podía ir contemplando el inmenso vacío de aquel colosal cuerpo de hierro hueco por dentro, apreciándose los enormes parches de la ensambladura para unir los componentes del todo. Estas escaleras desembocaban en la corona y a través de unos cristales se podía contemplar un extenso panorama. También significaba la parada y regreso de la mayor parte de los visitantes. Desde allí, por unas escaleras de caracol, aún más extrechas, sólo faltaba llegar hasta la antorcha, el lugar más elevado. Tiempo después se prohibió este último tramo para ser reparado y evitar riesgos innecesarios. Quedaría expedito el inconveniente antes de la celebración del segundo centenario en 1.976.
El calor era axfisiante en aquel lugar cerrado. Y para más "inri", delante de mi subía una señora demasiado rellenita y con un hijo pequeño en brazos. A medida que íbamos ascendiendo, aquella mujer maciza, jadeante y casi axfisiada, denotaba que, por sus resoplidos y paradas continuas, ya no podía más. Compadecido de su agotamiento y dificultad, quise aliviarla y le pedí me permitiera llevar a su criatura. Lo agradeció de veras. Pero yo llegué a la cima sudando y con aquel niño llorando entre mis brazos. Ya en la antorcha, se lo entregué a su madre y me dediqué a contemplar un panorama espectacular: la confluencia de los dos ríos, el Hudson y el River Side - en realidad el mismo río que se divide en dos al rodear la gran isla -; parte del Estado de Nueva Jersey; el puente Verrazano, el más largo de los siete puentes principales; Ellis Island, donde permanecieron en cuarentena cerca de doce millones de pasajeros que fueron llegando del Viejo Continente a estas costas entre los años 1.892 a 1.954; los Ferrys que cruzaban en ida y vuelta al quinto distrito de Nueva York – State Island - y la imponente mole de rascacielos que emergían desafiantes de La Gran Manzana.
Durante los tres primeros meses que viví en Nueva York tuve la oportunidad de subir al Empire State Building, a las Torres Gemelas – todavía desafiantes y soberbias con su immensa explanada, covertidas en cenizas y en Zona Cero, después el brutal y fatídico antentado del 11 de septiembre de 2.001. Visité varias veces el Museo Metropolitano, el más grande de los Estados Unidos con aproximadamene 2 millones de piezas de arte y más de 5 millones de visitantes al año; el Museo de Arte Moderno, donde aún estaba en depósito el cuadro del Guernica de Picaso antes de su traslado a España; el museo Salomon R. Guggenheim, obra de singular diseño vanguardista con estructura espiral, obra de Frank Lloyd Wright; el Museo de Historia Natural en la calle 77 West, magnífico ejemplo de un espacio donde la ciencia, la cultura, la naturaleza y el universo se juntan. Paseé por Central Park, pulmón inmenso y saludable de la ciudad; visité Los CLaustros
, estructuras de cinco claustros franceses medievales reconstruídos piedra a piedra desde su ubicación europea; subí y bajé por la famosa Quinta Avenida y Times Square con su profusión de anuncios luminosos, impresionantes de noche; Broadway, meca del espectáculo y los estrenos cinematográficos; Madison Square Garden, escenario de grandes partidos de Baloncesto y combates de Boxeo y otros eventos de diferentes modalidades deportivas y sociales; las calles 14 y Canal Street y Chinatown con su variopinta diversidad de comercios y mezcla de culturas de todas las latitudes del universo. Por eso llaman a Nueva York "La Capital del Mundo".
Asistí en Radio City a un concierto de órgano. Inmenso intrumento y de magnífica acústica; en la ópera del Lincoln Center presencié la actuación de Monserrat Caballé, en una soberbia interpretación. Tal fue el entusiasmo del público que duraron hasta diez minutos los aplausos finales. No podía dejar de visitar el edificio de las Naciones Unidas, tan popular para todo el mundo y ya en el jardín, lleno de estatuas, me detuve en la representación rusa que, por su fuerza interpretativa me recordaba las estatuas vistas en Moscú. La inscripción de la estatua evocaba el pasaje bíblico: "Convirtamos nuestras espadas en arados". Aquel lugar era un hervidero de diplomáticos.
Me gustó por su elegancia el Chrysler Building. Me sorprendió la calle Wall Street, por su estrechez, pero referencia y foco mundial de las finanzas; la majestuosidad del Rockeffeler Center, tan limpio y tan concurrido; el amasijo de hierros de los puentes Queensboro, Washington, Brooklyn – el más antiguo -, Manhattan, Williamsburg y El Verrazano; la alegría del Village de día y aún más de noche. Y así un etcétera, etcétera, etcétera. Quería verlo todo, por si era la primera y la última vez que pisaba aquellas tierras. Pero era imposible abarcar todo lo que quería, ya que sólo en Manhattan hay sesenta museos y otros treinta más en el resto de la ciudad, como el Museo de Barrio, el Museo Ripley, Carnegie Hall/Rose o el Hispanic Society of America.
En el Museo Metroplitano, después de cinco días de detenida contemplación, observé que no había aparecido ante mi vista un cuadro de Salvador Dalí que, por los libros leídos, estaba seguro se encontraba en ese museo. A la salida del último día pregunté en información por el paradero de dicho cuadro y la persona interrogada me aclaró:
¿Se ha dado cuenta usted que hay galerías cerradas por obras? Pues es fácil que se encuentre retirado provisionalmente en los sótanos del edificio. Pero si usted tiene interés en verla, le sugiero que venga mañana domingo y se la tendremos preparada para que usted la vea. Regrese usted mañana y pregunte en este mismo mostrador y alguien le acompanará a los sótanos donde se encuentra el cuadro
.
Así ocurrió. El día siguiente, después de la misa dominical, al llegar al Metropolitan, un oficial del museo me condujo, atravesando las inmensas galerías subterráneas, al lugar donde tenían, desplegado ya sobre un caballete, el cuadro que antes no había podido contemplar. Allí estaba ahora desplegado sólo para mi en contemplación privada. Se trataba del famoso cuadro de la Crucifixión del Señor o "Corpus hipercubicus como lo llamó el propio Dalí y que él describe como
cubismo metafísico transcendente" en que la figura de la Virgen María está representada por su esposa Gala. Es un óleo sobre lienzo de 194.5 por 124 cms. Lo característico de la obra es que está formada por un hipercubo octaédrico y las cabezas de los cuatro clavos están, fuera de la cruz.
Todavía me atreví a preguntar al agente si podía sacar fotos del cuadro y en el acto me concedió el permiso. Aquella rapidez para conseguir mi objetivo me sorprendió gratamente, por permitir a un visitante extranjero toda clase de facilidades con tanto agrado, en una misión que - yo pensaba - sería imposible. Me di cuenta que la política gubernamental era facilitar el servicio al pueblo y demostrar que las puertas de la cultura están abiertas a todas las gentes.
Puedo decir que aquel primer viaje fue bien aprovechado ya que sólo tenía la obligación de celebrar misa los domingos en la parroquia de la Ascensión en la calle 55, vertical a Queens Bulevar. Su párroco, padre Mathew, me permitió amablemente dedicar mi tiempo libre a conocer a fondo la ciudad. Yo, por mi parte, no quise desaprovechar aquella gentileza.
Contacté con personas de los diferentes países iberoamericanos, muy amables y carinosas, tratando de ayudar en lo posible a todos los que solicitaron mis servicios espirituales: confesiones, misas a domicilio, consultas, reuniones varias, así como la asistencia a los enfermos del hospital San Pedro, sito en Queens Bulevar, dependiente de la parroquia. Fueron unos meses de intensa actividad y dedicación apostólica y de momentos de íntima satisfacción sacerdotal en un entorno completamente novedoso para mí, pero muy atractivo y sugerente. Celebraba durante la semana la eucaristía en las casas particulares, siendo una experiencia altamente positiva y edificante.
Aquel primer viaje a Estados Unidos fue muy positivo y beneficioso y agradecí el favor que me hizo mi paisano, el jesuíta padre Manuel Díaz, al designarme para sustituirle en la parroquia de la Ascensión de Queens. Fue tanta mi satisfacción por aquellos tres meses pasados en Nueva York, que decidí regresar de nuevo a los Estados Unidos de América del Norte, si mi obispo de Plasencia, don Juan Pedro Zarranz y Pueyo, me otorgaba su permiso. No lo vió bien al principio, pero al fin, accedió a mi propuesta y mis razones. Aquello que comenzó por tres meses se ha convertido, en la fecha en que escribo estas notas en treinta y ocho años.
He cruzado el océano Atlántico más de ochenta veces y los noventa dólares que me costó el billete la primera vez en la compañía TIA, se ha traducido en novecientos cuarenta y siete la última vez en la compañía Continental Airlines. Es verdad que los tiempos han cambiado, pero los precios de los billetes de avión, como todo lo demás, han ido siempre, como los aviones, por las nubes. Es el tributo al progreso.
Las compañías por las que he viajado han sido distintas según las ocasiones y las circunstancias. He viajado por Iberia, Spantax, Air Europe, Comet, British Airline, TWA, Delta, Alitalia, Lufthansa y la ya mencionada Continental Airline. Y el recorrido ha siempre Nueva York Madrid. Unas veces directo y algunas veces con escalas en Londres, Bruselas, París, Santiago de Compostela o Málaga.
La razón de tantos viajes en la misma dirección, es muy sencilla: visitar a mi familia y amigos en España. Había sido tentador haber optado por recorrer otros lugares y países muy atrayentes, de los que he tenido invitaciones muy golosas, pero siempre preferí estar en España con los míos y nunca me he arrepentido de haber tomado esta única decisión. Así pude disfrutar de la compañía de mis padres durante diecisiete años en las Navidades en mi pueblo de Serradilla (Cáceres). Después que ambos fallecieron ya me dió igual ir en un tiempo que en otro y opté por ir a España o en primavera o en otoño, fechas climatológicas más benignas y mucho más agradables.
En mi pueblo, en los inviernos ya me identificaban por el gorro. Creían lo había comprado en Rusia. Y más de una tarde, al cruzar la plaza en dirección al Santuario del Santísimo Cristo de la Victoria para celebrar misa, la numerosa chiquillada, suspendía sus juegos infantiles para contemplarme y alguno se desataba diciendo: ¡Mirad, un cura ruso!!!
. En su ignorancia vinculaban este tipo de gorro sólo a los habitantes de la Unión Soviética, desconociendo que es también patrimonio de otras regiones del mundo extremadamente fríos.
TORMENTAS
Todos los vuelos se desarrollaron plácidamente, excepto uno, cerca de las costas americanas, en el que sufrimos una tormenta tan brutal que el avión comenzó a desestabilizarse y bajamos desde los 33.000 pies de altura, velocidad de crucero, a tan sólo 5.000 pies. La gente chillaba alocada y descompuesta. Muchos vomitaban en medio de gritos espantosos. El terror y el miedo se apoderon de todos los viajeros y tripulantes en una sicosis colectiva de histeria, al notar que la nave seguía bajando y bajando, sin que hubiera síntomas de remontar el vuelo y ya todos nos veíamos sin remedio estrellado contra las aguas. Nos íbamos a pique y de un momento a otro seríamos alimento de los tiburones. Al desconcierto y la angustia se unían los gritos desesperados. La gritería era ensordecedora y los bandazos del avión acrecentaban la desesperanza. El choque desintegrador de la nave sobre la superficie del océano se veía cada vez más cercano y la locura aumentaba cada segundo. Llevábamos ya veinte minutos de pavor y llegué a contagiarme de la angustia y el miedo de los demás. Aunque al princpio había tratado de calmar a los que me rodeaban, diciendo que eso era normal y que a mí me había ocurrido antes y siempre el piloto se había hecho con el control de la nave. Pero esta vez, parecía que eso no iba a suceder. No había remedio. Sólo quedaba rezar y encomendarse a Dios.
Cuando ya parecía que estaba todo perdido, súbitamente sentimos un inmenso alivio. El avión, por fortuna, conmezó a remontar altura. Poco a poco se fue elevando dando la impresión que el peligro había pasado. Fue un respiro de satisfacción y un general alivio esperanzador. A pesar de respirar con más calma, todos los viajeros seguíamos atados por los cinturones de seguridad, ahora sin osar decir palabra y todavía con el temblor en el cuerpo.
Aquel vuelo que debería haber durado siete horas y media se extendió a más de doce horas. Habíamos desviado la ruta hacia el sur, por causa de aquella implacable tormenta, hasta territorios caribenos. El avión tuvo que enderezar ruta y rectificar sus coordenadas, bordeando las costas de Florida, subiendo por Georgia, las dos Carolinas, Virginia, Maryland, Pennsylvania y New Jersey hasta aterrizar, sanos y salvos, en el aeropuerto Kennedy de New York.
Nos parecía mentira pisar tierra firme. La impresión de todos es que habíamos vuelto a nacer aquel día. De la boca de todos - creyentes y no creyentes – surgía una sola expresión:
"¡Gracias a Dios! ¡Esto ha sido un MILAGRO! Y dábamos gracias a Dios y al comandante que pudo controlar el curso de la nave y evitar con su pericia la catástrofe que presentíamos!
Entre los compañeros de viaje que se han sentado en el asiento contiguo hubo de todo. Desde el que no abrió la boca en todo el trayecto hasta quien no callaba ni dormido. Una vez me tocó un pasajero a mi lado que resultó ser mexicano, piloto de vuelos comerciales. El hombre, de edad madura, era un tipo simpático y dicharachero. Se pasó gran parte del tiempo explicándome las maniobras que iba haciendo el comandante del avión, mientras accionaba con sus manos los mandos invisibles de una cabina imaginaria.
Años antes el problema me había ocurrido en el Canal de la Mancha. El vuelo no era un jumbo 747, como el mencionado anteriormente, sino un avión pequeño de pocas plazas. Se había averiado el aparato previsto para transportarnos desde Londres a París. Las autoridades portuarias optaron por llevarnos en un avioncete de mucha menor capacidad y en diferentes turnos. Nos condujeron en autobus hasta la misma costa sur de Inglaterra para desembarcarnos en la más cercana costa de Francia. Desde allí, otro autocar nos llevaría hasta París. Pero la cosa siguió torciéndose en la misma línea de salida en el pequeño aeropuerto inglés.
Conmigo viajaba mi amigo Francisco Clemente Serrano, compañero de aquella aventura, que fue el predicador en mi Primera Misa en el Santuario del Santísimo Cristo de la Victoria de Serradilla. Pués bien, Francisco cruzó la línea de los afortunados para viajar en la primera tanda y cuando yo me disponía a seguirle, de repente, un agente policial se plantó ante mí y dijo con voz autoritaria: ¡Basta! ¡Usted para el vuelo siguiente! No hubo manera de convencerle que hacíamos el viaje juntos. No hubo respuesta. Sólo repetía: "¡Atrás! ¡Ya nadie más! ¡Esperen aquí hasta que regrese este avión!
Cuando pregunté al policía cuánto tiempo tendríamos que esperar el regreso del avioncete, me respondió secamente: Dos horas
. Sólo me restó avisar a Paco que esperase en la estación de autobuses de París.
En efecto, al avión regresó dos horas después y se llenó con otras veinte personas. El avión levantó el vuelo y siguió a no mucha altura. El aparato cogía todos los baches, dando tumbos y saltos, desestabilizando su horizontalidad. Comenzó a cundir la alarma. Hubo mareos, vómitos y preocupación entre los pasajeros ante los golpes bruscos que daba la panza del avión al caer al vacío y colisionar de nuevo con la densidad del aire. Menos mal que el trayecto era corto y pudimos aterrizar sin novedad en suelo francés. Durante el vuelo se guardó un profundo silencio sólo inerrumpido por un niño de cinco años, que seguía correteando inocente por el pasillo de la nave, ajeno a la preocupación y angustia de los mayores. Como nos habían notificado previamente, un autobus nos condujo hasta París y en la estación estaba esperando Francisco Clemente Serrano, administrando - nunca mejor dicho -una paciencia franciscana.
Otro percance nada agradeble ocurrió últimamente. Viajaba en una línea india -Airway- con aviones recién estrenados, con ruta New York-Bombay, con parada en Bruselas. Desde aquí otro avión de la línea belga nos trasladó a Madrid. Todo fue perfecto. Pero al regreso vino lo inesperado.