La mañana del 1 de mayo de 1947, una chica de veintitrés años apareció en el mirador de la planta 86 del Empire State, en Nueva York. No pasaría desapercibida, pues, además de ser guapa, ese día, Evelyn iba especialmente coqueta. Tal como hacían las jóvenes que querían parecer sofisticadas, incluso se había puesto unos guantes blancos. Parecía una turista más, pero, estando el guardia a apenas tres metros de ella, desapareció entre el gentío. Trescientos metros más abajo, el estudiante de fotografía Robert Wiles estaba paseando por la calle 34 cuando escuchó un aparatoso impacto. Como todos, corrió hacia la entrada principal, donde tuvo que abrirse paso entre los primeros curiosos.
Allí estaba Evelyn, sobre una limusina totalmente machacada. No ella, que, con el cuerpo inmaculado, más bien parecía que hubiera sido recostada en ese lugar. Su rostro lucía una mueca de serenidad que a Wiles le pareció algo desconcertante. Por eso le tomó. Como dijo Ben Cosgrove, de : la instantánea era bella, bella sin matices. Lo era porque capturaba lo aberrante de que una tragedia se enmascarara como una escena apacible.