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Ciudad de cuarzo
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Ciudad de cuarzo

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Una historia crítica de Los Ángeles, la metrópolis que mejor encarna la doble naturaleza utópica y distópica del capitalismo avanzado.
En 1900, Los Ángeles era un pueblo grande surgido de la nada en medio del desierto californiano. Hoy, es el tercer polo de actividad económica más importante del mundo después de Tokyo y Nueva York. Ninguna ciudad ha sido más amada y odiada al mismo tiempo. Para sus promotores, «L.A. lo reúne todo». Efectivamente: sol, capital (mucho capital), arquitectura icónica, multiculturalismo y diversidad, Bel Air, Hollywood, etc. Pero también crack, gangsta rap, violencia racial, policía privada, sinhogarismo masivo, desigualdad extrema y codicia. Los Ángeles, entre el paraíso y el vertedero posmoderno del sueño americano.
Escrito en 1990 y revisado en 2018, Ciudad de cuarzo es un clásico contemporáneo imprescindible de la sociología urbana, en el que Mike Davis reconstruye la historia sombría de Los Ángeles y disecciona el rol y los juegos de poder de sus protagonistas: las élites de la promoción inmobiliaria, las viejas dinastías propietarias de Los Angeles Times, el mundo de la cultura, los habitantes marginalizados de los suburbios, los inmigrantes, la Iglesia, la famosa LAPD (policía de Los Ángeles), etc. Una obra fascinante en la que vislumbrar nuestro propio futuro reflejado con una claridad aterradora.
La crítica ha dicho...
«Una historia fascinante sobre la locura cruel y perpetua de las élites gobernantes». The New York Times
«Tan fundamental para el canon de Los Ángeles como cualquier otro texto que Joan Didion escribiera en los setenta». New Yorker
«Pocos libros arrojan tanta luz sobre sus temas como esta brillante excavación de Los Ángeles». San Francisco Examiner
«Una historia tan fascinante como instructiva». Peter Ackroyd, The Times
IdiomaEspañol
EditorialArpa
Fecha de lanzamiento5 jul 2023
ISBN9788419558213
Ciudad de cuarzo
Autor

Mike Davis

Mike Davis (1946–2022) was the author of City of Quartz as well as Dead Cities and The Monster at Our Door, co-editor of Evil Paradises, and co-editor—with Kelly Mayhew and Jim Miller—of Under the Perfect Sun (The New Press).

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    Ciudad de cuarzo - Mike Davis

    I

    ¿SOL RADIANTE O SERIE NEGRA?

    LOS INTELECTUALES DE LOS ÁNGELES:

    UNA INTRODUCCIÓN

    «Hay que entender que Los Ángeles no es simplemente

    una ciudad. Por el contrario, es, y lo ha sido desde 1888, un

    objeto de consumo; algo que hay que anunciar y venderle

    al pueblo de Estados Unidos, como los automóviles, los

    cigarrillos y el elixir dental».

    MORROW MAYO1

    En el verano de 1989, una conocida revista de moda, en busca siempre de las últimas tendencias, informaba desde Los Ángeles de que el «intelectualismo» acababa de hacer su aparición en la ciudad convertido en el último grito. Desde famosos comprando cargamentos de «gafas de apariencia inteligente» hasta «la población de LA que [...] ha convertido el intelectualismo en un estilo de vida», parecía que en la ciudad se hubiera desatado una desinteresada adicción a la pedantería. «Aquí existe un auténtico interés en convertirse en intelectual, en librarse de la superficialidad, en adquirir cultura»2. El director de esta revista de la Costa Oeste constataba con satisfacción que el «nuevo intelectualismo» estaba arrasando Los Ángeles con la misma oleada de furor mesiánico en la que habían llegado sus predecesores, «el cuerpo perfecto» y la «espiritualidad New Age». Además, los angelinos se habían dado cuenta ya de que el elemento crucial del nuevo pasatiempo era que «los libros se pueden comprar» y de que una inundación de fetichismo por el objeto de consumo y fiebre empresarial acompañaría el advenimiento de la cultura3.

    Como sugiere esta anécdota, si se menciona a «los intelectuales de Los Ángeles», uno se expone de inmediato a provocar la incredulidad, cuando no la carcajada. Más valdría entonces referirse desde el principio a una mitología —la destrucción de la sensibilidad intelectual en las soleadas llanuras de Los Ángeles— que se adecúa más a las ideas preconcebidas y que es al menos en parte verdad. Lo normal es ver de entrada Los Ángeles como un territorio particularmente estéril, incapaz de producir, hasta la fecha, ninguna intelectualidad propia. A diferencia de San Francisco, que ha generado una historia cultural característica, desde los Argonautas a la generación beat, la historia intelectual verdaderamente autóctona de Los Ángeles se parece a una estantería vacía. Sin embargo, y por razones todavía más peculiares, esta ciudad esencialmente sin raíces se ha convertido en la capital mundial de una inmensa industria de la cultura que, desde los años veinte, ha venido importando una pléyade de los más sobresalientes escritores, cineastas, pintores y visionarios. De forma semejante, desde los años cuarenta, la industria aeroespacial del sur de California y sus asesores han conseguido reunir la mayor concentración mundial de doctorados en ciencias e ingenieros. En Los Ángeles la mano de obra intelectual se agrupa en grandes colectivos para su consumo directo por el gran capital. Prácticamente todo el mundo está a sueldo de una compañía o haciendo cola ilusionado a la puerta de un estudio de cine.

    Estas relaciones de «capitalismo puro» se perciben, desde luego, como indefectiblemente destructivas para la identidad de los «auténticos» intelectuales, que todavía se definen a sí mismos como artesanos o como rentistas que viven de sus selectas producciones mentales. Atrapados en las redes de Hollywood, o embaucados por una lógica tipo Dr. Strangelove de las empresas de misiles, los talentos «seducidos» se «echan a perder», se «prostituyen», se «trivializan» o son «destruidos». Trasladarse a la tierra de los Lotus significa romper la conexión con la realidad nacional, perder puntos de apoyo en la experiencia o en la historia, renunciar al distanciamiento crítico y sumergirse en el engaño y el espectáculo. Fundidas en una sola imagen superpuesta, aparecen las visiones de Scott Fitzgerald reducido a escritorzuelo borracho, Nathanael West acelerando el paso hacia su propio apocalipsis (muy convencido de que asiste a una fiesta de gala), Faulkner reescribiendo guiones de ínfima calidad, Brecht enfurecido por la mutilación de su obra, los Diez de Hollywood conducidos a prisión, Joan Didion al borde de un ataque de nervios y así sucesivamente. Los Ángeles (y su alter ego, Hollywood) se convierte en la Mahagonny de la literatura: la ciudad de la seducción y la derrota, el polo opuesto de la inteligencia crítica.

    Sin embargo, es esta misma retórica (que constituye, al menos desde los años veinte, una larga tradición al escribir sobre Los Ángeles) la que da fe de la existencia de vigorosas energías críticas en acción. Si Los Ángeles se ha convertido en el arquetipo de la unánime y dócil subordinación de la intelectualidad industrializada a los designios del capital, también ha sido terreno fértil para algunas de las críticas más agudas contra el capitalismo tardío y, en particular, contra las tendencias degenerativas de sus estratos intermedios (un tema recurrente, desde Nathanael West a Robert Towne). El ejemplo más sobresaliente es el complejo corpus de lo que llamamos género negro (en literatura y cine): la extraordinaria convergencia del realismo americano clásico de los tipos duros, el expresionismo de Weimar y el marxismo existencialista, concentrados en desenmascarar este «lugar brillante y culpable» (Welles) que se llama Los Ángeles.

    Los Ángeles aparece en este caso, por supuesto, como una representación del capitalismo en general. El significado profundo de Los Ángeles para la historia del mundo —y su excepcionalidad— es que ha terminado por desempeñar el doble papel de utopía y distopía para el capitalismo avanzado. Como señalaba Brecht, el mismo lugar simboliza el cielo y el infierno. Por consiguiente es el destino más importante en el itinerario de cualquier intelectual de finales del siglo XX, que tarde o temprano debe acudir a echar un vistazo y pronunciarse acerca de si «Los Ángeles lo tiene todo» (el lema oficial) o si más bien constituye la pesadilla situada en el desenlace de la historia americana (tal y como lo representa el género negro). Mucho más que Nueva York, París o Tokio, Los Ángeles se ha convertido en la piedra de toque: es el escenario y el objeto de un encarnizado enfrentamiento ideológico.

    Aunque debo disculparme por el inevitable esquematismo de una visión tan apresurada, analizaré, en primer lugar, las sucesivas migraciones de intelectuales (sean turistas o trabajadores), en su relación con las instituciones culturales dominantes en su tiempo (el Times de Los Ángeles, Hollywood y, más recientemente, el complejo emergente del museo universitario), y la función que han desempeñado en la construcción o deconstrucción de la mitografía de Los Ángeles. En otras palabras, no me interesa tanto la historia de la cultura producida en Los Ángeles como la de la cultura acerca de Los Ángeles, sobre todo en la medida en que ha llegado a ser una fuerza determinante en la evolución de la ciudad actual. Como ha señalado Michael Sorkin, «LA es probablemente la ciudad americana con más presencia en los medios, hasta el punto de que es casi imposible de ver, salvo a través del velo de ficción de sus mitologizadores»4.

    Comenzaré con el llamado «clan de Arroyo»; escritores, anticuarios y publicistas bajo la influencia de Charles Fletcher Lummins (que estaba en nómina en el Times y en la Cámara de Comercio). En el cambio de siglo, crearon una ficción global del sur de California como la tierra prometida de una milenaria odisea racial anglosajona. Injertaron una idílica versión mediterraneizada de la vida de Nueva Inglaterra en las flagrantes ruinas de una cultura hispana inocente, aunque inferior. De este modo proporcionaron el guion para la gigantesca especulación inmobiliaria de principios del siglo XX, que transformaría Los Ángeles de una ciudad pequeña en una metrópolis. Hollywood, a su vez, reprodujo interminablemente sus imágenes, motivos, valores y leyendas, que iban incorporándose al sucedáneo de paisaje del sur de California compuesto de áreas residenciales.

    La gran depresión destruyó amplios estratos de esas clases medias de Los Ángeles adictas a los sueños y, al mismo tiempo, también reunió en torno a Hollywood una extraordinaria colonia de novelistas americanos de género negro y exiliados antifascistas europeos. Juntos produjeron una nueva versión de la imagen metafórica de la ciudad, utilizando la crisis de la clase media (rara vez los trabajadores o los pobres) para poner de manifiesto cómo el sueño había desembocado en una pesadilla. Si bien solo unas pocas obras atacaron directamente el sistema de los estudios5, el género negro multiplicaba las muestras de descontento con la decadente cultura comercial, a la vez que buscaba una forma crítica de escribir o hacer películas dentro de ella. Aunque algunos de los principales autores de género negro, como Chandler, no fueron más allá de un resentimiento generalizado y pequeñoburgués en contra del derrumbe del sueño americano, la mayoría se declararon simpatizantes del Frente Popular y algunos, como Welles y Dmytryk, aludieron a la realidad reprimida de la lucha de clases. A pesar de la caza de brujas que diezmó a los progresistas de Hollywood, el género negro sobrevivió a lo largo de los años cincuenta para reaparecer de nuevo en los sesenta y setenta. La inmensa popularidad de Didion, Dunne, Wambaugh, Chinatown, Blade Runner, las nuevas versiones de Chandler y Cain y, finalmente, la llegada del «post-negro» del James Ellroy de El cuarteto de Los Ángeles dan testimonio de su vigencia. Aunque recuperado como un simple decorado depurado de las simpatías izquierdistas de los cuarenta, lo negro permanece como el antimito de Los Ángeles, un antimito popular y, a pesar de sus pretensiones elitistas, también populista.

    La traducción cinematográfica de la visión negra de Los Ángeles ocupó a algunos de los mejores escritores y directores europeos residentes en Hollywood en los cuarenta (proporcionándoles un valioso medio de resistencia política y estética), aunque la relación entre la ciudad y la comunidad de exiliados antifascistas merece consideración aparte. Se trata de un poderoso momento común en la historia cultural del sur de California y de Europa, y generó una mitología propia que contribuyó a dar forma a la reacción crítica contra la americanización de Europa durante la posguerra. Ahí estaba la ciudad definitiva del capitalismo, brillante y superficial, negando cada una de las virtudes clásicas de la civilización europea. Empujados hacia las costas de Santa Mónica por una histórica derrota de la Ilustración, los exiliados más infelices creyeron enfrentarse a una segunda derrota en Los Ángeles, bajo la forma de «lo que vendrá», un espejo del futuro del capitalismo.

    Es difícil exagerar el daño que la visión distópica de Los Ángeles que dio el género negro, sumada a la denuncia que los exiliados hicieron de su falsa civilización, ha infligido al capital ideológico acumulado por los impulsores de la región. El género negro, a menudo en ilícita complicidad con el elitismo de Nueva York o San Francisco, convirtió Los Ángeles en la ciudad que les encanta odiar a los intelectuales americanos (aunque, paradójicamente, esto parece aumentar su fascinación para los europeos de posguerra, en especial los intelectuales británicos y franceses). Como ha subrayado Richard Lehan: «Probablemente ninguna otra ciudad en Occidente tiene una imagen más negativa»6. Para enmendar esta imagen, sobre todo entre las élites culturales, las empresas del área han patrocinado una tercera gran inmigración de intelectuales, comparable a la diáspora hacia Hollywood de los años treinta, pero esta vez protagonizada por arquitectos, diseñadores, pintores y teorizadores de la cultura.

    De igual modo que Los Ángeles, con el impulso del apogeo militar, inmobiliario y financiero, se ha apresurado a manhattanizar sus rascacielos (cada vez más con capital de fuera), también ha intentado manhattanizar su superestructura cultural. Los grandes banqueros y promotores inmobiliarios han coordinado una importante ofensiva cultural, cuyo impacto se ha visto multiplicado, tras décadas de mera charla, por la afluencia repentina de una lluvia de capital dedicado a las artes, incluyendo el increíble fondo Getty de tres mil millones de dólares, el mayor de la historia. Como resultado, ha tomado forma una acaudalada matriz institucional, que incluye universidades selectas, museos y fundaciones y editoriales de arte, y que tiene como único objetivo la creación de monumentalidad cultural para respaldar la venta de la ciudad a inversores extranjeros e inmigrantes de lujo. En este sentido, la historia cultural de los años ochenta constituye una recapitulación del nexo entre propiedad inmobiliaria y arte que caracterizó el impulso de los primeros veinte, aunque en esta ocasión con un presupuesto promocional tan abultado que podía permitirse la adquisición de arquitectos, pintores y diseñadores de fama internacional —Meier, Graves, Hockney, etcétera— capaces de proporcionar prestigio cultural y un simpático barniz pop al surgimiento de la «ciudad internacional».

    Estas son por tanto las tres grandes intervenciones colectivas de los intelectuales en la formación de la cultura de Los Ángeles: lo que de forma algo imprecisa he denominado Los impulsores, El género negro y Los mercenarios. Los exiliados, que constituyen una cuarta intervención, de menor importancia, sirvieron de vínculo entre el proceso autóctono de producción del mito de la ciudad, con su opuesto de género negro, y la sensibilidad europea acerca de América y su Costa Oeste. Asimismo, han integrado el fantasma «Los Ángeles» en debates fundamentales acerca del destino del modernismo y el futuro de una Europa de posguerra dominada por el fordismo americano.

    Se podría objetar que esta tipología histórica carga todo el peso en el lado de los literatos, cineastas, músicos y pintores, es decir, en la fabricación del espectáculo; mientras que deja de lado el papel de los intelectuales prácticos: los urbanistas, ingenieros y políticos, que son los que de hecho construyen las ciudades. ¿Y dónde quedan los científicos, la cosecha más valiosa del sur de California, los que dieron forma a la economía de posguerra propulsada por los cohetes espaciales? En realidad, el destino de la ciencia en Los Ángeles ejemplifica el intercambio de papeles entre la razón práctica y lo que en Disneylandia se llama «imaginería». Allí donde cabría esperar que la presencia de la mayor comunidad de científicos e ingenieros del mundo tuviera como consecuencia una comunidad intelectual local, la ciencia en cambio se ha aliado con la literatura de quiosco, la psicología popular e incluso el satanismo, para crear un estrato adicional del culto californiano. Esta irónica doble transfiguración de la ciencia en ciencia ficción, y de la ciencia ficción en religión, se tratará en la breve exposición acerca de Los hechiceros.

    Resulta difícil evitar la conclusión de que el eje supremo del conflicto cultural en Los Ángeles se ha situado siempre en la construcción/interpretación del mito de la ciudad, que se sobrepone al paisaje real como una trama para la especulación y la lucha por el poder (como sugiere Allan Seager, «no como fantasía imaginada, sino como fantasía vista»)7. Por mucho que el surgimiento de Los Ángeles en el desierto fuera el resultado de gigantescas obras públicas, la construcción de la ciudad se ha dejado por el contrario a merced de la anarquía de las fuerzas de mercado, con muy escasas intervenciones del Estado, los movimientos sociales o las figuras públicas. La personalidad más prometeica de la ciudad, el ingeniero hidráulico William Mulholland, era enigmática y taciturna hasta el extremo (sus obras completas: el acueducto de Los Ángeles y la consigna «¡A por ello!»). A pesar de que, como hemos visto, la arquitectura residencial haya servido ocasionalmente como punto de encuentro para el regionalismo cultural (por ejemplo, el bungalow Craftsman de los años diez, la casa modelo de los años cuarenta, la casa Gehry de los setenta), el celuloide o la pantalla electrónica han sido siempre el medio de expresión dominante. Comparada con otras grandes ciudades, Los Ángeles se ha planeado o diseñado en un sentido muy fragmentario (sobre todo en el nivel de su infraestructura), pero es incesantemente imaginada.

    Sin embargo, debemos evitar la idea de que Los Ángeles no es a fin de cuentas más que el espejo de Narciso o una inmensa perturbación del éter de Maxwell. Más allá de la pléyade de retóricas y espejismos, cabe suponer que la ciudad tiene una existencia real8. Así, a partir de la dialéctica central del sol radiante o el género negro, analizaré tres intentos, en generaciones sucesivas, de establecer auténticas epistemologías de Los Ángeles.

    En primer lugar, y de forma más extensa en la parte titulada Los demoledores, me detendré en la insistencia antirromántica con la que el escritor inmigrante Louis Adamic defendía la centralidad de la violencia de clase en la constitución del paisaje social y cultural de Los Ángeles. Su amigo Carey McWilliams desarrolló la misma interpretación con más detalle y mayor alcance. Analizaré el libro El país del sur de California (una isla en tierra), de McWilliams, como la culminación (y la conclusión) de los intentos del Frente Popular por desenmascarar la mitología del impulsor y recobrar la función histórica de la clase trabajadora y de las minorías oprimidas.

    En segundo lugar, pasaré revista a diferentes movimientos de vanguardia (el movimiento de las Black Arts, el grupo de la Galería Ferus, el Hollywood alternativo de Kenneth Anger, el vuelo solitario de Thomas Pynchon) que formaron la cultura underground de Los Ángeles durante los sesenta. Estas contribuciones (los communards, disueltos o expatriados a principios de los setenta) representan la mayoría de edad de la primera bohemia autóctona de Los Ángeles (de hecho, en algunos casos, con raíces que se remontan a las pandillas escolares de la zona de los años cuarenta) y comparten una búsqueda autobiográfica de fenomenologías representativas de la vida cotidiana en el sur de California, a través de experiencias tan diferentes como las de los músicos negros de jazz, los blancos fanáticos de los coches y los moteros gais.

    En tercer lugar, en la parte final, trataré de esbozar un guion de los balbucientes intentos (tras una pausa intelectual y cultural en los setenta) de oposición a la actual celebración empresarial del Los Ángeles «posmoderno». Mi punto de vista es que ni los profesores neomarxistas de la Escuela de Los Ángeles ni la comunidad intelectual de la Gángster Rap han conseguido todavía librarse por completo de la maquinaria de sueños oficial. Por otra parte, la definición cultural del Los Ángeles multiétnico del año 2000 apenas ha comenzado.

    LOS IMPULSORES

    «Las misiones son, después de nuestro clima y sus consecuencias,

    el capital más valioso que posee el sur de California».

    CHARLES FLETCHER9

    En 1884, un periodista de Chillicothe (Ohio) aquejado de malaria decidió cambiar su suerte y mejorar su salud trasladándose al sur de California. A diferencia de otros miles de buscadores de salud que empezaban a descubrir los poderes curativos de la luz solar, Charles Fletcher Lummis no utilizó el tren. Fue andando. A su llegada a Los Ángeles, 143 días más tarde, el propietario del Times, el coronel (luego general) Harrison Gray Otis se quedó tan impresionado que le nombró redactor jefe de la sección local.

    Cuando Otis recibió a un Lummis con los pies doloridos, Los Ángeles no era más que una pequeña ciudad de campo (ocupaba el número 187 en el censo de 1880), tributaria de la imperial San Francisco; con poca agua y poco capital y sin carbón ni puerto. Cuando murió Otis, treinta y cinco años más tarde, Los Ángeles era la mayor ciudad del Oeste y se acercaba al millón de habitantes: contaba ya con un río artificial traído de las Sierras, un puerto construido con financiación federal, una industria del petróleo, y manzanas y manzanas de rascacielos en construcción. A diferencia de otras ciudades americanas que sacaron partido de sus ventajas comparativas, como la situación, la capitalidad, los puertos de mar o los centros industriales, Los Ángeles fue sobre todo la creación del capitalismo inmobiliario, la especulación culminante, de hecho, de generaciones de impulsores y promotores que habían subdividido y vendido el Oeste, desde Cumberland Gap al Pacífico.

    El primer apogeo tuvo lugar unos pocos años después de la llegada de Lummis y atrajo al condado de Los Ángeles a cien mil buscadores de fortuna y salud. Tras el derrumbe de esta oleada migratoria propiciada por el ferrocarril, el coronel Otis, un prototipo de los más aguerridos nuevos pobladores, se hizo cargo de las organizaciones de negocios de la ciudad, en nombre de los empavorecidos especuladores. Para revivir el apogeo e impulsar una atrevida rivalidad con San Francisco (la ciudad más sindicalizada del mundo), militarizó las relaciones industriales en Los Ángeles. Los sindicatos se cerraron, la huelga prácticamente se ilegalizó y se aterrorizó a los disidentes. Con sol radiante y el aquí-no-hay-sindicatos como principales activos, y aliado con los grandes ferrocarriles transcontinentales (los mayores propietarios de tierras de la región), un sindicato de promotores, banqueros y magnates del transporte, dirigido por Otis y su yerno, Harry Chandler, se dispuso a vender Los Ángeles —en mayor medida que ninguna otra ciudad ha sido vendida jamás— a la inquieta pero acaudalada burguesía babbitiana10 del Medio Oeste. Durante más de un cuarto de siglo una masiva migración sin precedentes, compuesta por granjeros retirados, dentistas provincianos, solteronas ricas, maestros tísicos, especuladores al por menor, abogados de Iowa y devotos de las rutas del Chautauqua, invirtió sus ahorros y pequeñas fortunas en propiedad inmobiliaria del sur de California. Este flujo masivo de riqueza entre regiones produjo estructuras de consumo, renta y población desproporcionadas con respecto a la base productiva real de Los Ángeles: la paradoja de la primera ciudad «posindustrial» en su aspecto preindustrial.

    Como subraya Kevin Starr en Inventing the Dream (Inventar el sueño), su muy prestigioso análisis de la historia cultural del sur de California en la era de los impulsores (1885-1925), esta transformación hizo necesaria la continua interacción de la invención literaria y legendaria con la cruda promoción del valor de los terrenos y las curas de salud. Desde su punto de vista, la asociación de Lummis y Otis fue el prototipo para el reclutamiento de toda una generación de intelectuales de la Costa Oeste (por lo general muy sofisticados) que actuaron como agentes culturales del apogeo. El cuadro de mando original estaba compuesto por periodistas y literatos errantes, capitaneados por Lummis, al que Otis trajo al Times durante la edad dorada: Robert Burdette, John Steven McGroaty («el poeta de Verdugo Hills»), Harry Carr y otros.

    A través del talento de estos hombres, Otis promocionó una imagen del sur de California que se apoderó de la imaginación popular de finales de siglo y continúa viva en la actualidad: una mezcla del mito misionero (con origen en la Ramona de Helen Hunt Jackson), la obsesión con el clima, el conservadurismo político (simbolizado en el aquí-no-hay-sindicatos) y un apenas velado racialismo, todo puesto al servicio del espíritu emprendedor y de la oligarquía11.

    La literatura de asunto misionero representaba la historia de las relaciones raciales como un ritual pastoral de obediencia y paternalismo: «Indios encantadores, felices como campesinos de una ópera italiana, se arrodillaban sumisamente ante los franciscanos para recibir el bautismo de una cultura superior, mientras al fondo sonaba el ángelus desde un campanario con golondrinas y un coro de monjes entonaba un Te Deum»12. Quedaba suprimida cualquier sugerencia acerca de la violencia inherente al sistema de trabajo forzoso de las haciendas y misiones, para no mencionar el terrorismo racial y los linchamientos que convirtieron el primer Los Ángeles, bajo dominio inglés, en la ciudad más violenta del Oeste durante las décadas de 1860 y 1870.

    Si la Ramona de Jackson transformó ciertos elementos seleccionados de la historia local en mito romántico (popular incluso hasta hoy en día), fue Lummis el empresario que convirtió el mito en el motivo de un completo paisaje artificial. En 1894, cuando las tropas federales ocuparon Los Ángeles y Otis se irritaba ante la posibilidad de que los huelguistas de Pullman pudieran arrastrar a otros trabajadores a una huelga general, Lummis organizó como distracción pública la primera fiesta de Los Ángeles. El año siguiente, con la lucha de clases temporalmente cancelada, orquestó la fiesta en torno al motivo general de la «misión», bajo la influencia de Ramona. Su impacto electrizante en la región solo puede compararse al escalofrío nacional de la Exposición de Chicago con motivo colombino: así como esta inauguró la revitalización de lo neoclásico, aquella lanzó una revitalización misionera igualmente frenética.

    El motivo romantizado e idílico fue recogido rápidamente y explotado por una panoplia de empresarios que sabían reconocer algo bueno cuando lo veían. Todo, desde los conjuntos de mobiliario a las frutas confitadas y la arquitectura residencial, subrayaba el tema misionero13.

    Algunas de las propias misiones fueron restauradas a modo de parques temáticos pioneros, especialmente la de San Gabriel Arcángel, donde un teatro especialmente construido junto a la vieja iglesia representaba Mission Play, de McGroarty (el Oberammergau americano, que llegaron a ver decenas de miles de espectadores). En una convención de publicitarios en Nueva York, a principios de los años treinta, el aura misionera de «historia y romance» se consideró un atractivo para vender el sur de California aún más importante que el buen tiempo o el encanto de la industria cinematográfica14. Por supuesto, como señala Starr, esta acentuación de un pasado español ficticio no solo sublimaba la lucha de clases contemporánea, sino que también censuraba, y apartaba del campo de visión, las tribulaciones reales de los descendientes de la Alta California. Pio Pico, el último gobernador de la California mexicana y el que fuera el hombre más rico de la ciudad, era enterrado en una tumba de pordiosero prácticamente al mismo tiempo que las carrozas de flores de Lummis desfilaban por Broadway15.

    Desde mediados de los noventa, Lummis publicaba la influyente revista Out West (Land of Sunshine), «cuya cabecera [...] puede leerse como un Quién es quién [...] de las letras californianas»16, y regentaba un brillante y animado salón que se reunía en torno a su famoso bungalow, El Alisal, junto al rocoso Arroyo Seco, entre Los Ángeles y Pasadena (el famoso retiro invernal para los millonarios del Este). El clan de Arroyo de Lummis volvía a agrupar a la intelligentsia yanqui de Henry James en un marco más sensual: de hecho una de las más arraigadas creencias del grupo, que obtuvo su mejor expresión en las evocaciones de Grace Ellery Channing de un sur de California italianizado, era su fe en el poder del sol radiante para revitalizar las energías raciales de los anglosajones (Los Ángeles como la «nueva Roma» y así sucesivamente).

    Otros miembros del clan de Arroyo adoptaron las pasiones de Lummis por la arqueología del suroeste (fundó el famoso Museo del Suroeste muy cerca de El Alisal), la conservación de las misiones, la cultura física (emulando la supuesta forma de vida de los caballeros españoles) y la metafísica racial. Así, el fabricante de tabaco retirado y ensayista Abbot Kinney, que lanzó simultáneamente cruzadas en favor de las misiones indias, la plantación masiva de eucaliptos, el cultivo de cítricos, la conservación del valle de Yosemite y la conservación de la pureza racial anglosajona mediante la eugenesia. Como especulador y promotor, también fue responsable de la suprema encarnación de la metáfora mediterránea: Venice, es decir, Venecia, en California, con sus canales y sus gondoleros de importación. Con una inspiración igual de proteica, Joseph Widney fue uno de los primeros presidentes de la Universidad del Sur de California, un fervoroso impulsor de la región (California of the South [California del Sur], 1888) y autor de la épica Race Life of the Aryan Peoples (Vida racial de los pueblos arios, 1907), donde argumentaba que Los Ángeles estaba destinado a convertirse en la capital mundial de la supremacía aria. Al mismo tiempo, con el apoyo incondicional de Otis, las doctrinas de Nietzsche iban siendo californizadas por el director literario del Times y niño prodigio del clan de Arroyo, Willard Huntington Wright. (Más adelante, como director de Smart Set, Wright se metamorfosearía de impulsor a desenmascarador, repudiando a la menor oportunidad el provincianismo de Los Ángeles, a la vez que cantaba las alabanzas de la promiscuidad sexual revitalizante).

    El clan de Arroyo también definió las artes visuales y la arquitectura del Los Ángeles del cambio de siglo. George Wharton James, un devoto de la moda del desierto saludable, como Lummis, organizó el Arroyo Guild (gremio de Arroyo), un breve pero importante punto de intersección entre el romanticismo del mito misionero y la franquicia de Pasadena del movimiento Arts-And-Crafts, dominado por los famosos hermanos Greene. Una síntesis de las dos corrientes fue, por supuesto, el típico bungalow de Craftsman, con su decoración interior de «roble misionero» y motivos de los indios navajos17. Si el no va más del bungalow era en realidad una «catedral de madera» (como la increíble Gamble House de los hermanos Greene), que solo se podían permitir los muy ricos, las masas podían adquirir pequeñas pero estilizadas imitaciones en paquete de «hágalo-usted-mismo», listos para ponerlos sobre cualquier terreno disponible. Estos «bungalows democráticos», con la estética de Arroyo miniaturizada para uso doméstico, fueron alabados durante una generación entera, no solo por convertir a Los Ángeles en una ciudad de viviendas unifamiliares (un asombroso 96 % de todas las viviendas en 1930), sino también por garantizar la «libertad industrial». Así, cuando la Comisión para Relaciones Industriales visitó Los Ángeles en 1914, se encontró con F. J. Zeehandelaar, de la Asociación de Comerciantes y Fabricantes, que presumía de que la propiedad inmobiliaria por parte de la clase obrera era la clave del aquí-no-hay-sindicatos y de una fuerza de trabajo satisfecha. Los líderes sindicales más duros, sin embargo, denunciaron el pago de hipotecas sobre los pequeños bungalows como una «nueva esclavitud» que desarmaba a los trabajadores de Los Ángeles frente a sus patronos18.

    La preeminencia del clan de Arroyo en cuanto a definición de los parámetros culturales del desarrollo de Los Ángeles y su capacidad para investir a la especulación inmobiliaria y a la lucha de clases de un aura de leyenda romántica llegó a su fin después de la Primera Guerra Mundial. La relación especial de Lummis con Otis no formaba parte de la herencia de la que se hizo cargo Harry Chandler en 1917. La financiación del Times a Lummis se canceló, llegaron las películas, que resultaban un impulso más efectivo para la inmigración que La tierra del sol, y, de todas formas, los románticos misioneros ya estaban viejos y se sentían desencantados en una California del Sur que se urbanizaba aceleradamente y se iba llenando de automóviles. Taos y Carmel comenzaron a usurpar la función de Arroyo como centro de la élite cultural del suroeste. A principios de los años veinte, los bungalows y la recia vida al aire libre estaban empezando a pasar de moda; las clases acomodadas, enriquecidas por la especulación petrolera o por Hollywood, comenzaban a preferir tener criados y casas imponentes de estilo colonial español. Aun así, la preferencia de los ricos por el estilo colonial español da testimonio de uno de los dos legados más duraderos de Arroyo: la creación de un sucedáneo histórico que, gracias a su completa incorporación al paisaje y al consumo, se convirtió en un estrato histórico real en la cultura de Los Ángeles19. (Los pequeños supermercados y las franquicias de restaurantes de comida rápida actuales, con sus arcos franciscanos y sus tejados de tejas rojas, siguen siendo una cita literal del mito misionero, para no hablar del diseño de estilo misionero de la nueva Biblioteca Presidencial Ronald Reagan en el valle de Simi). El otro gran legado, por supuesto, fue la ideología de Los Ángeles como la utopía de la supremacía aria, el soleado refugio de la América blanca y protestante en tiempos de conflictos laborales e inmigración masiva de católicos y judíos pobres procedentes del este y el sur de Europa.

    LOS DESENMASCARADORES

    «Aunque parezca en cierto modo absurdo, es sin embargo un

    hecho que durante cuarenta años la sonriente, floreciente y soleada

    ciudad de Los Ángeles ha sido el escenario más sangriento del

    mundo occidental en el que se han enfrentado capital y trabajo».

    MORROW MAYO20

    «Hace un tiempo excelente».

    Únicas palabras que pudo pronunciar un sindicalista de la Industrial

    Workers of the World antes de su arresto durante una concentración

    en favor de la libertad de expresión, en San Pedro, en 1921.

    Uno de estos inmigrantes, y el primero (al menos de los no judíos) que llegaría a ser un importante escritor americano, fue Louis Adamic. Su odisea personal le llevó de Carniola, en el Imperio austrohúngaro, a las ciudades factoría de Pensilvania, y luego, con la Fuerza Expedicionaria Americana, a las trincheras del Somme. Como muchos otros veteranos licenciados, decidió probar suerte en Los Ángeles, donde acabó arruinado y sin hogar en Pershing Square (el nuevo nombre que acababa de recibir Central Park). Lo que el Times llamaría más tarde «la guerra de los Cuarenta Años» entre el capital y el trabajo se aproximaba a su amargo desenlace. El que fuera poderoso movimiento socialista (les faltó el canto de un duro para ganar la alcaldía en 1911) se había retirado a Llano, en el desierto de Mojave, mientras que los sindicatos, uno tras otro, habían ido sucumbiendo en una sucesión de violentas huelgas del metal y paros del transporte. Solo los sindicatos de marineros y estibadores de la IWW (Industrial Workers of the World) desafiaban todavía la cruzada que la Asociación de Comerciantes y Fabricantes mantenía en favor del aquí-no-hay-sindicatos. Adamic se unió a esta batalla final de la lucha de clases local, acercándose primero a los cuadros de la IWW, con cuyo humor negro e indisciplina disfrutaba, y finalmente reflejando su valor suicida en su Laughing in the Jungle (1932), una «autobiografía de un inmigrante en América» que constituía también un extraordinario testimonio de Los Ángeles en los años veinte, desde el punto de vista de sus marginados de izquierdas e idealistas derrotados.

    La «posición epistemológica» de Adamic resulta curiosa. Aunque lo que le pedía el cuerpo era alinearse con la lucha condenada al fracaso de la IWW, guardó una distancia intelectual con su «fe ingenua» en la revolución y en el Gran Sindicato Único. En sus propias palabras, «no era un socialista normal, sino más bien un menckenita». Pronto pasó a formar parte de una tertulia de bohemios de Los Ángeles con opiniones similares, que gravitaba en torno a la casa del librero Jack Zeitlin, en Echo Park, e incluía al arquitecto Lloyd Wright, al fotógrafo Edward Weston, al crítico y bibliotecario Lawrence Clark Powell, al pintor Rockwell Kent y a otra docena de individuos21. Sin embargo, Adamic tampoco se sentía a gusto con estos rebeldes refinados; como luego comentaría Carey McWilliams (uno de los jóvenes del círculo), «sentía una hostilidad instintiva hacia los conceptos típicamente mesocráticos». Finalmente se retiró a un barrio eslavo en San Pedro, el bullicioso puerto de Los Ángeles («Era una ciudad portuaria normal [...], no había turistas ni ancianos enfermos de Iowa y Missouri»22).

    Desde esta base en el puerto, con un pie en el ambiente literario (Mencken había comenzado a publicarle en el American Mercury) y el otro en el proletariado, Adamic llevó a cabo la crónica del Los Ángeles de los años veinte, enloquecido por el petróleo y por Dios. Le parecía un increíble espejo burlesco del filisteísmo y el latrocinio de la América de Coolidge («una prueba adicional de la exactitud de la generalización de Marx de que la historia se repite, la primera vez como tragedia, la segunda como farsa»23). Como observó McWilliams:

    Floreció en Los Ángeles. Le encantaban sus tipos raros, sus faquires y sus farsantes. Se convirtió en el biógrafo periodístico de excéntricos como el otomano Bar Azusht Ranish y de Aimée Semple McPherson. Perdida en los archivos del extraño surtido de revistas publicadas por R. Haldeman-Julius, aparecerá un día una larga lista de las contribuciones de Adamic a Los Ángeles. Fue su profeta, su sociólogo y su historiador24.

    La contribución más original de Adamic al desenmascaramiento del mito del promotor fue su énfasis en la centralidad de la violencia de clase en la construcción de la ciudad. Antes había habido otros que habían atacado el filisteísmo de Los Ángeles y asaeteado a sus defensores con sarcasmo a lo Mencken. De hecho, ya en 1913 Willard Huntington Wright se había quejado en The Smart Set (La gente guapa) de la «hipocresía que, como un hongo inmenso, se ha extendido sobre la superficie de la ciudad»25. Upton Sinclair (que había participado destacadamente en la concentración de la IWW en favor de la libertad de expresión) desenmascaraba el apogeo del petróleo y evocaba la opresión de los trabajadores en Los Ángeles en su novela Oil! (1927), de interés histórico, aunque insípida desde el punto de vista literario. Fue sin embargo Adamic el primero en levantar un mapa detallado de la sórdida y sangrienta historia de la guerra de los Cuarenta Años y en intentar una reconstrucción realista de los acontecimientos capitales: la voladura del Times en 1910 y el consiguiente juicio contra la conspiración sindical capitaneada por los hermanos McNamara. Dynamite: The Story of Class Violence in America (1913) (Dinamita: la historia de la violencia de clase en América), aunque escasamente halagadora para la burocracia sindical de California, pinta un retrato demoniaco del general Otis y de la brutalidad de la clase dominante que condujo a los trabajadores a la desesperación. De igual modo advertía a los lectores en los primeros años de la Depresión que, hasta que los patronos no negociaran con los sindicatos de buena fe, los brotes de lucha de clases violenta serían inevitables.

    Poco después de publicar la primera versión de Dynamite, Adamic resumió sus múltiples y efímeras contribuciones a las revistas de Haldeman-Julius y algunas páginas de su diario en un famoso ensayo, Los Angeles! There She Blows! (The Outlook, 13 de agosto de 1930), que más adelante reaparece citado en el capítulo «The Enormous Village», de Laughing in the Jungle. Este ensayo fue muy popular entre los literatos críticos y ejerció una influencia importante en McWilliams, así como en Nathanael West, quien, en The Day of the Locust (El día de la langosta) (1939) desarrollaría más a fondo la imagen de Adamic de la pequeña gente de Los Ángeles, «con hambre espiritual y mental», los «paisanos». También le impresionó al escritor satírico Morrow Mayo, que «parafraseó» y amalgamó la obra de Adamic con textos de McNamara en su Los Angeles (1933). Aunque Laughing in the Jungle es una obra muy superior y más poderosa, la historia de Mayo, contada mediante abigarradas viñetas (por ejemplo, desde «Hell-Hole of the West» a «The Hickman Horror»), también consiguió marcarle sus propios goles a la Cámara de Comercio de Los Ángeles. Mayo logró especial eficacia al reelaborar el motivo de Adamic del «pueblo inmenso»:

    He aquí una ciudad artificial que ha sido bombeada a la fuerza, hinchada como un globo, rellenada con humanidad rural como se trufa un ganso con maíz [...], al esforzarse por devorar esta avalancha demasiado rápida de antropoides, la soleada metrópolis se agita y lucha, suda y los ojos se le salen de las órbitas, como a la joven boa constrictor que intenta tragarse una cabra. Nunca le ha proporcionado un carácter urbano a la población que va llegando por la sencilla razón de que jamás ha tenido ningún carácter urbano que proporcionar. Por otra parte, el lugar conserva los modales, la cultura y el aspecto general de un pueblo grande26.

    El desenmascaramiento del «pueblo inmenso» no se limita solo a la literatura. El Grupo de Artistas Independientes de Los Ángeles, cuya primera exposición tuvo lugar en 1923, representa una corriente crítica análoga, incluso más temprana, en la pintura local. Partidarios de las vanguardias, incluyendo el cubismo, el dinamismo y el expresionismo, atacaron a los paisajistas románticos (los pintores de arbolitos, de marinas, los de misiones y todos aquellos perpetuadores a la acuarela de Helen Hunt Jackson). Dominados por el pintor «sincromista» Stanton Macdonald-Wright, que se había corrido sus juergas con los cubistas de París antes de la Primera Guerra Mundial, y por el exiliado radical lituano Boris Deutsch, el grupo de los Independientes se transformó cuando entró en contacto con el muralismo revolucionario mexicano, al final de los años veinte. David Siqueiros, que pasó por Los Ángeles al principio de la Depresión, aportó una famosa «obra perdida» que fue el equivalente de Dynamite, de Adamic, en cuanto a su visión marxista de la historia de Los Ángeles. Le habían encargado en 1930 la decoración de Olvera Street (el distrito turístico artificialmente «mexicano» junto a la antigua plaza) con un «mural alegre», pero Siqueiros pintó Tropical America: un peón27 crucificado bajo un águila airada evoca la barbarie imperial de los orígenes de la colonización anglosajona. Aunque fue rápidamente borrado por sus atónitos mecenas, el gran mural de Siqueiros duró lo bastante como para impresionar al joven Jackson Pollock; se dice que «ecos de su imaginería formaron parte de su obra posterior»28.

    La denuncia de Adamic y Mayo del «falso carácter urbano» de Los Ángeles, así como el ataque del grupo de Independientes contra el romanticismo paisajista, sirvió al mismo tiempo para descubrir una perogrullada y para crear un estereotipo duradero. Al ethos antiurbano, de ciudad jardín, tan celebrado por el clan de Arroyo se le dio la vuelta para poner de manifiesto su aspecto maligno. Los emigrados intelectuales, que comenzaron a llegar de Europa en gran cantidad en los primeros años treinta, se sintieron especialmente molestos por la ausencia de cultura urbana en un área ciudadana de dos millones de habitantes. Alfred Döblin, el famoso retratista literario de Berlín, llegaría a denunciar a Hollywood como «un desierto criminal de casas [...], una horrible ciudad jardín». Cuando se le pidió su opinión sobre el modo de vida en las áreas residenciales, respondió: «Es verdad que aquí está uno constantemente en contacto con el aire libre, pero tampoco para llegar al extremo de equipararse con una vaca»29.

    Por desgracia Adamic no estaba presente para añadir su voz al desencanto de los exiliados o, como alternativa, para guiarles por las zonas obreras, «más cuerdas», que conoció tan de cerca. Le concedieron una beca Guggenheim para que continuara escribiendo sobre los nuevos inmigrantes y se fue a Nueva York al comienzo de la Depresión. Tras su marcha, el cetro de desenmascarador de Los Ángeles pasó a su amigo, el abogado, escritor y periodista Carey McWilliams. McWilliams reconoció la profunda influencia que había ejercido Adamic sobre su visión de Los Ángeles en un pequeño volumen de ensayos, Louis Adamic and Shadow-America, que publicó en 1935. McWilliams reflexionó extensamente sobre la crítica de Los Ángeles en representación de América que llevó a cabo Adamic, al estilo de Mencken, así como sobre el margen de conciencia de clase y «sentido campesino» que distinguió a Adamic de otros bohemios de LA de los años veinte (McWilliams también incorporó algunas de sus propias opiniones, sorprendentemente izquierdistas, incluyendo la referencia al «fascismo elegantemente ecléctico de Mr. Roosevelt»)30. Algunos años después, coincidiendo con el éxito de Las uvas de la ira (1939), de Steinbeck, McWilliams publicó su brillante denuncia del sector agrícola en California, Factories in the Field (Fábricas en el campo), que le acarreó el nombramiento como comisario de Inmigración y Vivienda por parte del recién elegido gobernador demócrata, Culbert Olson. Durante los años de la guerra McWilliams mantuvo su papel destacado en la política progresista de Los Ángeles, organizando la defensa de los chicanos del Eastside acusados en el infame caso de Sleepy Lagoon, en 1943, y escribiendo para Nation y New Republic sobre la campaña, que finalmente tendría éxito, para terminar con el aquí-no-hay-sindicatos.

    En 1946, como culminación de casi veinte años de compromiso literario y político con la región, McWilliams publicó su obra maestra: Southern California Country: Island on the Land (El país del sur de California: una isla en tierra firme), que apareció en la «American Folkway Series» editada por Erskine Caldwell. Southern California Country, que el autor describe como «una obra de amor», completó el proyecto de desenmascaramiento iniciado por Adamic en su Los Angeles! There She Blows!, casi una generación antes. Se trata de una deconstrucción implacable del mito misionero y sus artífices y comienza con la recuperación de las raíces mexicanas del sur de California y de la historia rara vez contada del genocidio y la resistencia de los nativos durante las décadas de 1850 y 1860. Pero McWilliams fue mucho más allá del clásico insulto a LA o de la condescendencia de Mencken. Comenzando a partir del punto hasta el que había llegado Adamic en su historia de la clase obrera de Los Ángeles, McWilliams intentó integrar la narración histórica con el análisis económico y cultural. Southern California Country bosqueja una teoría completa de las condiciones históricas específicas (que van desde las organizaciones de clase militarizadas al momento de máximo impulso regional) que hicieron posible la vertiginosa urbanización de Los Ángeles sin que fuera acompañada del desarrollo de una gran base industrial o un área de comercio interior. McWilliams explica detalladamente cómo esta «sociología del boom» fue la causa del prejuicio antiurbano de la ciudad y de su fisonomía desparramada («refleja el espectáculo de una gran ciudad sin una base industrial»).

    Tres años más tarde, California: The Great Exception (California: la gran excepción) situó el auge del sur de California en el contexto más amplio de la evolución peculiar de California como civilización y sistema social. El año 1949 también fue el de la publicación de su innovadora historia de la emigración mexicana, North from Mexico (Al norte de México), que examinaba de nuevo, y ahora a una escala épica, la contribución decisiva de la mano de obra y la técnica mexicana en el surgimiento del suroeste moderno. Este magnífico cuarteto de libros, junto con algunos estudios previos de escritores de California (Ambrose Bierce y Adamic), constituye uno de los logros más importantes en el campo de la tradición regional americana y hace de McWilliams el Walter Prescott de California, o incluso su Fernand Braudel. En otras palabras: su obra trasciende el mero desenmascaramiento para formular una imponente interpretación regional.

    McWilliams no formó escuela ni hubo continuadores. Southern California Country fue considerado un libro de viajes y, a pesar de su sostenida popularidad, obtuvo escasos comentarios y muy pocos seguidores. La perspectiva política implícita en la escritura de McWilliams, el frente popular reformista de California, fue abatida por la histeria de la guerra fría. McWilliams acudió a Nueva York para supervisar un número especial de Nation dedicado a las libertades civiles y allí se quedó durante el siguiente cuarto de siglo como director de la revista31. Así, los estudios sobre el sur de California volvieron a transformarse en la banal genealogía de los impulsos fundadores. Hasta el final de los setenta, con la aparición de la monumental historia del Times de Gottlieb y Wolt, aparecían anualmente menos monografías, para no hablar ya de estudios de conjunto, dedicadas a la región antes que a cualquier otra área metropolitana importante32.

    Los Ángeles es prácticamente la única de las grandes ciudades americanas que aún no cuenta con una historiografía municipal rigurosa, y este vacío se ha convertido en cómplice de la falsedad y el estereotipo. Los capítulos que debieran actualizar y completar Southern California Country no existen: Los Ángeles entiende su pasado, en cambio, a través de una vigorosa ficción llamada serie negra.

    EL GÉNERO NEGRO

    «Desde el monte Hollywood, Los Ángeles parece muy

    agradable, envuelta en una neblina de colores cambiantes. En

    realidad, a pesar de tanto sol saludable y brisa marina, es un

    sitio maligno; lleno de gente anciana, moribunda, nacidos de

    pioneros fatigados, víctimas de América; lleno de extraños

    crecimientos silvestres y venenosos, de cultos religiosos decadentes

    y pseudociencia, de empresas descabelladas que, con su afán de

    lucro inmediato, están condenadas a venirse abajo arrastrando

    en su caída a una multitud de personas. [...] Una jungla».

    LOUIS ADAMIC33

    «Aquí puedes pudrirte sin darte cuenta».

    JOHN RECHY34

    En 1935 el famoso escritor de izquierda Lewis Corey (nacido como Louis Fraina) anunciaba en su Crisis of the Middle Class (Crisis de la clase media) que el sueño jeffersoniano estaba agonizando: «Ese ideal de clase media se ha ido para no volver. Estados Unidos es hoy una nación de empleados y gente sin propiedades ni independencia económica». A medida que los contables en paro y los agentes de bolsa arruinados comenzaron a hacer las mismas colas para recibir alimentos que los camioneros o los metalúrgicos, una gran parte de la pequeña burguesía de los veinte se quedó sin nada que comer, salvo su obsoleto orgullo de clase. Corey advertía que el estrato medio, en su descenso social y «en lucha consigo mismo», se acercaba a una encrucijada decisiva y se volvería o hacia el socialismo o hacia el fascismo35.

    La referencia al empobrecimiento y la radicalización simultáneos de la clase media se puede aplicar de forma más literal y más apropiada a Los Ángeles en los primeros años treinta que a ningún otro lugar del país. La misma estructura del apogeo del sur de California, impulsado por los ahorros de la clase media y canalizado hacia la especulación inmobiliaria y petrolífera, garantizaba un círculo vicioso de crisis y bancarrota para la masa de granjeros retirados, pequeños empresarios y promotores a escala reducida. De hecho, la ausencia de tejido industrial (junto con la deportación de vuelta a México de decenas de miles de trabajadores manuales sin empleo) significó que la gran Depresión alcanzó en primer término y de forma más amplificada a las clases medias, lo que produjo un fermento político en ocasiones extravagante.

    Acostumbrados al pétreo conservadurismo de los inmigrantes del Medio Oeste en el sur de California, los observadores políticos experimentaron incredulidad cuando en 1934 Upton Sinclair, el socialista más destacado de la región, les quitó más de cien mil votos a los republicanos para su campaña «Acaba con la pobreza en California», que proclamaba la cuasi-revolucionaria «producción para el uso». (En una entrevista treinta años más tarde, Reuben Boroughs, organizador de la campaña en Los Ángeles, confirmó que el movimiento se dirigía fundamentalmente a «la clase media arruinada», prestando poca o ninguna atención a los trabajadores y parados36). Cuatro años más tarde, los periodistas advertían del potencial para el desarrollo de un fascismo local, a medida que la marea de los votos se dirigía hacia el siniestro movimiento Ham and Eggs (Huevos con Jamón), con su extraña combinación de reforma de las pensiones y demagogia de camisas pardas37. Las desasosegadas clases medias también se sintieron atraídas por las maravillas pasajeras de la Tecnocracia, S. A., la Sociedad Utópica y el Plan Townsend. Sintomáticamente, los epicentros de este terremoto estaban en los polos de crecimiento residencial de los felices veinte: Glendale (un semillero de la campaña «Acaba con la pobreza en California») y Long Beach (con 40.000 ancianos de Iowa, cuna del Plan Townsend y plaza fuerte de Ham and Eggs).

    Las clases medias del sur de California, enloquecidas por la gran Depresión, se convirtieron, de un modo u otro, en el protagonista inicial de ese gran antimito conocido normalmente como serie negra. A partir de 1934, con El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain, una sucesión de novelas negras, todas escritas por autores a sueldo de los estudios, logró volver a dibujar la imagen de Los Ángeles como un infierno urbano sin raíces. Al escribir contra el mito de El Dorado, lo transformaron en su antítesis: «La del sueño escapando de la costa de California [...]. Crearon una ficción regional obsesivamente dedicada a pinchar la hinchada imagen del sur de California como la tierra dorada de las oportunidades y del nuevo comienzo»38.

    El género negro fue como una gramática transformativa que convirtiera cada ingrediente atractivo de la arcadia de los impulsores en un equivalente siniestro. Así, en They Shoot Horses Don’t They? (1935), de Horace McCoy, el maratón de baile en Ocean Pier se convierte prácticamente en un campo de exterminio para las almas muertas de la gran Depresión. Los «días monótonos iguales bellos sin final [...], inalterados por la lluvia o el mal tiempo» del relato negro de William Faulkner Golden Land (1935) se convierten en una condena de Sísifo para la matriarca de una familia del Medio Oeste corrompida por el éxito en LA. De manera semejante, Cain, en Double Indemnity (1936) y Mildred Pierce (1941), evoca los venenosos bungalows cuyos blancos muros y cuya normalidad de tejas rojas («igual que el vecino y, si acaso, mejor») apenas logran esconder los matrimonios homicidas del interior. En El día de la langosta (1939), de Nathanael West, Hollywood se convierte en el vertedero de ensueño, un paisaje alucinatorio

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