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El Dulce Encanto Del Infierno
El Dulce Encanto Del Infierno
El Dulce Encanto Del Infierno
Libro electrónico278 páginas4 horas

El Dulce Encanto Del Infierno

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Información de este libro electrónico

A pesar de los temores que constantemente acechan su mente, el padre Alberto es un empedernido amante de las faldas que se traza la meta de tres mil mujeres por saciar con su inagotable vigor. Juana Morales proviene del inmenso mundo de nosotros los pobres y para alcanzar el xito pronosticado por su abuela, la anciana que coma tierra, debe recorrer caminos tormentosos.
El dulce encanto del infierno es el espejo de un mundillo complejo permeado por paramilitares, guerrilla, dirigentes nocivos, polticos corruptos y una Iglesia llamada a cambios estructurales so pena de desaparecer.
Dos de las amantes del padre Alberto, gemelas incluso en sus gustos varoniles, son secuestradas por orden de la otra mujer en el tringulo amoroso del religioso. All comienza la historia El infierno poco a poco se ir consolidando.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento23 may 2012
ISBN9781463327217
El Dulce Encanto Del Infierno
Autor

Daniel Castropé

Daniel Castropé (1970) es de nacionalidad colombiana, periodista, escritor y docente. Autor del cuento El lápiz rojo (2004) y de la antología de artículos publicados en el diario El Universal (Cartagena): El croar del sapo (2005). Ex director de RCN Radio (San Andrés Islas). Ex coordinador de Noticias Caracol Radio (Cartagena). Ex director Corporación Universitaria del Caribe IAFIC (Barranquilla). Co-fundador de Diario La Verdad (Cartagena). Actualmente radicado en Miami, Florida. Columnista de Diario Las Américas (Miami), El Universal (Cartagena) y Revista El Metro (Cartagena).

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    El Dulce Encanto Del Infierno - Daniel Castropé

    Copyright © 2012 por Daniel Castropé.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012906732

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

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    ventas@palibrio.com

    336414

    Contents

    A Dios.

    CAPÍTULO I

    CAPÍTULO II

    CAPÍTULO III

    CAPÍTULO IV

    CAPÍTULO V

    CAPÍTULO VI

    CAPÍTULO VII

    CAPÍTULO VIII

    A Dios.

    CAPÍTULO I

    La sangre de la víctima estaba esparcida como briznas de violencia sobre la alfombra raída.

    Un grito hirió los oídos de la gente dos kilómetros a la redonda.

    -¡Marco Tulio!… ¡Mataste la hijueputa gallina y la metiste dentro del carro ensangrentada y soltando mierda por todas partes!

    A las cinco de la tarde, cuando las calles polvorientas del pueblo se enfermaban de soledad, el alarido de la mujer era atípico. Las seis de la tarde era la antítesis de las cinco. El bullicio de la gente que caminaba rumbo a la plaza se confundía con el polvo de calles sin asfalto, vivas y efervescentes, dibujando una pantalla de humo que proyectaba imágenes en contraluz de carritos de helados, kioscos de venta de jugos de frutas tropicales y anafes destartalados con sus calderos en los que se freía la eternidad.

    Juana Morales dio dos pescozones a Marco Tulio, como cuando era niño.

    -¡Vamos, muchacho de mierda, que la misa de hoy está buena!

    Sobre la alfombra del vehículo, mezcla de óxido, hierros desgastados y olores dulzones, Marco Tulio había colocado la gallina que, junto a su madre, llevaban al padre Alberto. El espectáculo era repugnante. El animal estaba cubierto por una capa de moscas que saltaban alegres e inmisericordes y que, apelmazadas, devoraban los líquidos aún tibios que brotaban del cuerpo.

    Juana Morales se contaba entre la gente más cercana al cura. Los chismosos del pueblo sabían que él recibía viandas calientes de manos de la mujer antes del primer repique de campanas del domingo. Era el momento de pasión entre el religioso y la mujer, con la complacencia de un sol tímido cuyos rayos caían como un chorrito de luces tenues que, poco a poco, se desbordaban en un infierno para demonios de pieles inmunes a la canícula.

    Madre e hijo tomaron el camino hacia la iglesia. Durante el trayecto hacían dos paradas obligadas, una en la botica y otra en la panadería. La mujer tenía que comprobar la calidad del producto que compraba semanalmente al boticario. Abría el pequeño recipiente de crema mentolada haciendo gestos de incredulidad. Lo acercaba a la nariz con un movimiento rápido y acompasado, como quien desea descubrir algo oculto. Pero al boticario nada le sorprendía. Ya viene a joder esta señora, qué cosa tan tremenda lidiar con personas así, ojalá se pudra en el infierno. El ritual de Juana Morales en la botica de la plaza del pueblo llevaba más de quince años en los que el boticario esperaba a su cliente más exigente para dejarse envolver en la rutina de una mujer que sin medidas ni contención en la lengua despotricaba de lo que aquel vendía.

    -Nojoda, este Vick Vaporub cada vez huele más a mierda de gallina- decía Juana Morales con una mueca antipática en su rostro de facciones austeras.

    Marco Tulio esperaba a su madre oyendo música dentro del vehículo. Al retomar la marcha, con cada movimiento brusco la sangre de la gallina se esparcía alimentando la mancha creciente con una suerte de tentáculos. La cabeza del animal daba tumbos alocados que se podían confundir con manifestaciones del más allá. Una nevera portátil era la solución planteada por Juana Morales, quien refunfuñaba porque el muchacho no la había comprado aún. Se lo había dicho una y mil veces, pero Marco Tulio siempre estaba ocupado en otras labores. Mirar a las vecinas por encima de la cerca era su pasatiempo preferido, dos bellas muchachas, hijas de un hombre septuagenario retirado con honores de la guerra de Vietnam.

    -Si no perdieras tanto tiempo soñando con las tetas de las hijas del vecino ya habrías comprado la hijueputa nevera. Mira el reguero de sangre que hay por todo el carro- decía apuntando su mirada hacía la panadería y con unas ganas insoportables de orinar. -Tú tienes la mente enferma de tanto mirar revistas con mujeres en cueros- dijo, imaginándose los panes del italiano y deseando liberar la vejiga de la opresión en el baño de la panadería.

    Juana Morales orinó rápidamente. El panadero pudo escuchar desde afuera una sucesión de ruidos que lo alertaron.

    -¿Estará haciendo algo más?- se preguntó.

    El aroma a pan recién horneado acariciaba los tejados de las casas vecinas y se colaba por puertas y ventanas despertando de la pereza mañanera a la gente del barrio. La plaza central se convertía en una gigante panadería de olor intenso y delicioso. En el pueblo la gente se había acostumbrado a romper el ayuno temprano y cuando el crepúsculo se asomaba las amas de casa ya estaban pensando en qué cocinar para el almuerzo.

    Juana Morales no solo tocaba los panes, sino que también los olía acercando su nariz a la textura lustrosa como quien percibe olores en el cuello del amado para comprobar el aroma del amor. Una vez más la mujer repitió lo que había dicho durante los últimos quince años.

    -Nojoda, italiano, tú les pones a estos panes un huele-huele raro para que la gente del pueblo los compre. Eso es un delito, te voy a denunciar ante la Policía.

    El panadero hizo un gesto brusco.

    -Un día de estos te voy a matar, mujer maldita- se dijo motivado por el fastidio acumulado.

    Juana Morales abandonó la panadería prometiendo, como siempre, que no volvería jamás, promesa nada extraña para el panadero.

    Dejó atrás el lugar alzando la vista hacia el templo ubicado a pocos pasos de distancia, edificado sobre una colina empinada. Las escalinatas para llegar a la entrada eran un suplicio para los gordos y los viejos. Algunos, sobre todo los más pesados del pueblo, no confesaban sus pecados ante el cura pues sentían que con el solo esfuerzo de llegar a la iglesia, en lo alto de la colina, purgaban las penas por sus faltas diarias. Padrenuestros y avemarías agitados subían con la procesión de feligreses jadeantes, quienes dejaban en el aire del camino una mezcla extraña de rezos, maldiciones e hijueputazos. Leves ráfagas de viento cálido se paseaban por La Loma como paños de agua tibia en la frente de un Caribe infernal.

    Juana Morales y Marco Tulio subían las escalinatas apartados del resto de feligreses que ascendían al templo para oír la palabra de Dios, y algo más. Las campanas repicaban acuciosas, malhumoradas y su intensidad determinaba la fogosidad del sermón del día.

    -Marco Tulio, hoy el padre Alberto está emputado por lo que salió diciendo ayer el alcalde en la televisión- dijo Juana con las mejillas sonrojadas y la sangre trepidante, conociendo de antemano el contexto de la homilía. Ella todo lo sabía. Nada escapaba a su escrutinio y a su mirada curiosa.

    La nave de la iglesia estaba a reventar. Los puestos de Juana Morales y de Marco Tulio los esperaban, en primera fila, cerca del cura y de su aliento, de las hostias y de la vid sagrada. El primero que se atrevió a usurpar los puestos de madre e hijo, desconociendo cuál sería la consecuencia de su acto involuntario, salió huyendo de la iglesia y, posteriormente, del pueblo devorado por la lengua viperina de Juana Morales. Tras el impasse, al finalizar la misa, todos los que abandonaban la iglesia se enteraron de la relación apasionada entre el médico usurpador de los puestos y un negro de La Loma y, al mismo tiempo, de las andanzas de la mujer del médico con el carnicero de la plaza municipal. Al día siguiente los enfermos no tuvieron quien les recetara medicinas para curar los males endémicos. Para entonces, el médico iba lejos ahogado en un mar de lágrimas que enjugaba su pareja de manos rústicas. Por su parte, la mujer infiel, libre de un esposo que solo la satisfizo el día del matrimonio, se quedó en el pueblo aprendiendo el arte de rellenar morcillas negras y largas.

    Detrás del puesto de Juana Morales se escuchaba un abejorreo de voces y risas. Inquieta, aplicándose crema mentolada alrededor de la nariz, boca y cuello, esperaba la aparición del cura en el púlpito. La crema se la aplicaba con movimientos circulares acompañados de rápidos vistazos a las González-Rubio, cuyas risas pervertían el ambiente.

    -¿De qué se estarán riendo estas malparidas?- se preguntaba Juana Morales con rabia en el semblante.

    Marco Tulio conocía cada gesto de su madre. El muchacho la miraba de refilón analizando sus acciones con disimulo. Sabía que hablarle en tono fuerte podría causarle serios problemas, así que, en voz baja, la invitaba a encontrar tranquilidad en la oración a Dios. -Para eso venimos a la iglesia- le dijo. Mejor hubiera sido quedarse callado. El dicho cobraba vigencia: En boca cerrada no entran moscas. Una retahíla de insultos salió disparada como una pieza de pesada artillería hiriendo el corazón del muchacho.

    -¿Rezar yo…? Tú sí tienes que rezar mucho para que Dios te sane la gonorrea que te pegaron las putas del bar- dijo abriendo los ojos como ruedas envueltas en llamas.

    El muchacho se sintió desgraciado y, como por instinto para exorcizar sus culpas, se llevó una mano a su órgano viril. La fuerte contracción le hizo supurar pus con sangre. Un par de lágrimas dóciles se asomaron en los ojos de Marco Tulio, que se disolvieron en el aire denso de la iglesia antes de caer al suelo.

    El doblar de las campanas menores de la iglesia anunció la presencia del padre Alberto. Las hermanas González-Rubio seguían contando historias y chismes de parroquia. Juana Morales puso su mejor cara. Una expresión radiante la iluminó en su afán de parecer más atractiva a los ojos del cura. A pesar de las risas y murmuraciones fastidiosas de las hermanas ante la presencia del sacerdote, Juana ensordecía y se bañaba en un mar sin ruidos ni voces, cautivada por el protagonista de su novela.

    Cuando el cura dio la bienvenida a la feligresía, Juana Morales vio que las flamas de los cirios espabilaron ligeramente azuzadas por una brisa etérea. Su corazón latió fuerte y, de repente, quedó impávido, quieto. Un silencio matizado por el aleteo de moscas cándidas cubrió la nave de la iglesia como neblina fría que en el amanecer desnuda pasiones furtivas. Respiró profundo y su corazón volvió a correr como un caballo indomable. Un sentimiento de malestar se dibujó en los rostros de algunas personas, pero, Juana, sumida en un mar de ensueños, no se percató.

    Las hermanas González-Rubio lanzaron maldiciones ininteligibles antes de guardar silencio. Sus malquerencias por el padre Alberto y Juana Morales nacían del hecho de que las dos seguían solteronas, y las dos habían amado al cura en los rincones sombríos de sus deseos impúdicos. Soñaban con él y eran para él todos los anhelos; lastimosamente éste era un religioso y, sin lugar a equívocos, el más apasionado de todos.

    Cuando el padre Alberto entró en el corazón de las hermanas González-Rubio, las camas de las dos mujeres languidecían en amaneceres cargados de abandono. Siempre solas y ansiosas de amor, queriendo a un centenar de espectros y sin ser queridas por nadie, veían en el cura un camino para cambiar el rumbo de la soledad de sus cuerpos. Eran conscientes de su vileza por desear intimidad con el mensajero de Dios, pero en un pueblo sin oportunidades no había más alternativas para las hermanas que encabezaban con honores la lista de solteronas empedernidas.

    Un par de años atrás las dos mujeres habían trabajado como maestras de catecismo en la iglesia. Lo hicieron más por amor que por vocación. Dado el primer paso, Martha y Perla se integraron a la totalidad de las actividades parroquiales. De tal modo, se les veía organizando tómbolas, recogiendo limosnas en las misas, aseando pisos y paredes. Lavaban las túnicas del cura con reverencia y los utensilios sagrados con una pasión admirable. También cocinaban platos exquisitos que compartían solo con el padre y la monja nonagenaria, medio ciega, que vivía en la casa cural.

    La estrategia de las hermanas parecía infalible. Habían creado una especie de anillo de seguridad alrededor del religioso para evitar que otras mujeres se le acercaran a menos de cinco metros de distancia. El plan consistía en realizar todas las actividades parroquiales sin ayuda de nadie. Se hicieron cargo de todo conscientes de que dos son más que una y que, juntas, podrían vencer a cualquier rival ocasional. Algunas lo intentaron, pero nadie podía burlar los controles establecidos por Martha y Perla. Solo Juana Morales pudo hacerlo cuando murió la monja que había sido como una madre para el cura. La anciana alcahueta desvariaba en las postrimerías de su vida y sus temas de conversación rayaban en la obscenidad sodomita.

    -Albertico, mi hijo, cuando vayas a estar con otro hombre tienes que usar preservativo para no agarrar alguna enfermedad venérea- le aconsejaba la monja de carnes flácidas, de pequeña estatura y cabellos lucios que solo se bañaba una vez por semana cuando su memoria en involución senil no le fallaba.

    No era extraño que después de pronunciar palabras de tan altos quilates, tal vez extraviada en los laberintos ignotos de la mente, la monja entrara disciplinada en la línea recta de orden mental que deben seguir los de su comunidad. El cambio de percepción no era inmediato, duraba más o menos media hora o podía tardar un día, pero la hacía volver sobre sus pasos y entender que a quien hablaba era un hombre de Dios, incapaz de romper el celibato.

    -Perdona, Albertico, pensé que le estaba hablando al más pequeño de mis diez hijos. Tú lo conoces, el hombre más pervertido y borrachín que tiene la región- decía delirando en los picos de la vejez para la cual los grandes laboratorios alemanes no han inventado vacuna.

    El día que la sorprendió la muerte, las pantaletas de la monja se oreaban al sol, danzando libremente al ritmo de la brisa del Caribe. Solo tenía un par. Marta y Perla, con tal de permanecer cerca del sacerdote, tenían entre sus responsabilidades lavarlas con delicadeza para no romperlas, tenderlas en cuerdas colgadas en el patio, recogerlas antes de la lluvia y obligar a la anciana a que las usara. La monja murió con los ojos abiertos mirando en el cielo raso a los hijos que nunca pudo tener y llamándolos por sus nombres: Pedro, Marco, Juan, Santiago…

    Martha y Perla, alegres por una carga menos, lloraron delante del padre Alberto con lágrimas fingidas.

    Con la partida de la religiosa, Juana Morales reivindicó por derecho propio la silla que quedaba vacía en la mesa del comedor de la casa cural. Las hermanas se opusieron radicalmente. Como era de esperarse, no estaban dispuestas a compartir las caricias de su amado. Las acciones de resistencia de Martha y Perla, aparentemente discretas, el sacerdote las identificaba como celos.

    -Esto era lo único que me faltaba- decía el religioso dentro de sí. Hablaba a sus demonios interiores, esos buenos compañeros que caminaban con él sobre las vías de lo que llaman pecado.

    Desde hacía mucho tiempo, sin licencias ni permisos, Juana Morales tenía amoríos con el padre, pero, ahora, entraba oficialmente a hacer parte del grupo de amantes. Las hermanas nunca antes lo sospecharon. Extrañamente fueron las últimas en enterarse en un pueblo donde el chisme crecía silvestre.

    Juana era como una hija para la monja, quien había sido cómplice de los amoríos con el cura y algunas veces la confundía con una de las tantas mujeres de uno de sus hijos imaginarios. En retribución al cariño de la anciana, Juana costeó la totalidad de su sepelio. Una tumba decente tendría, una lápida digna, también. Además, dispuso de una empleada de la finca -la más fea entre todas porque Alberto es muy enamorado- decía, para que, temporalmente, ayudara en los quehaceres de la casa cural.

    La presencia de una tercera en casa desencadenaría una obsesión peligrosa entre las mujeres. Durante el corto trance amoroso se odiaban no solo las González-Rubio contra Juana Morales, sino también Martha y Perla entre sí, hermanas inseparables que morirían el mismo día, a la misma hora, en el mismo instante, ahogadas en un impasible mar de soledad.

    Los diálogos entre las tres mujeres rebosaban de sarcasmos, cachetadas de cariño fingido e hipocresía de la más fina. Pero, finalmente, la idea de Juana Morales acabaría provisionalmente con las animadversiones. Algo tramaba, y de seguro nada bueno. Las mujeres habían acordado sin permiso del cura un pacto de no agresión que implicaba compartir el amor por partes iguales. Juana sería la compañera del padre Alberto, lunes y martes. Marta, miércoles y jueves. Perla, viernes y sábado. El domingo sería de ninguna o quizás de otra sin que ellas lo supieran. O solo de Dios, por respeto de las leyes celestiales. -Es lo más justo- coincidieron las mujeres. -Dios nunca puede quedar fuera de los planes del hombre- apuntaban con odio y resignación.

    Transcurrieron las primeras cuatro semanas del plan orquestado por las mujeres. El ambiente en la casa cural era de relativa calma, nada fuera de lo común había sucedido en este tiempo. El comedor, el lugar más amplio de la casa, seguía siendo una caja de ecos supersticiosos que se anidaban en los rincones reproduciendo voces y ruidos de otras épocas como una vieja radiola de acetatos. La monja nonagenaria atribuyó ese fenómeno a las telarañas. Sin embargo, el antecesor del padre Alberto hizo exorcizar la casa buscando una interpretación al hecho paranormal.

    Tres religiosos de alta jerarquía fueron los encargados de la misión espiritual que se convirtió en un espectáculo para la muchedumbre. Entre los espectadores había una mujer venida de la capital que, en el momento crucial del exorcismo, dio alaridos que despertaron a los borrachos del bar de putas que reposaban sobre sus propios vómitos con los bolsillos vacíos. Los religiosos adujeron que la mujer había recibido en su espíritu a los demonios que habitaban en la casa cural. -Es menester sacarlos, entre más rápido mejor- dijeron incitados por fuerzas superiores. La mujer se retorcía en el suelo, la gente estaba horrorizada. Pocos conocían la fuerza brutal de la boxeadora más prominente del Caribe, una negra espigada, de semblante masculino y voz fina como el arrullo de serafines. En un segundo la situación pasó a risas y carcajadas. El pueblo se vistió de fiesta, otro motivo para celebrar hasta el amanecer de gallos que entonan canciones vallenatas.

    -¿Por qué? ¿Cuál fue el motivo?- preguntaba ansiosa la chismosa del pueblo.

    Los tres exorcistas quedaron desnudos, expuestas sus partes nobles ante la horda de curiosos. Y no hay nada más chistoso que tres religiosos en pelotas.

    En la conciencia de la boxeadora quedaría para siempre el peso de la broma que, incluso en tiempos del padre Alberto, se comentaba en la población. Aún las voces se oían en el comedor mezcladas con los alaridos de la negra Jacinta Torres Matta. Aquel comedor que guardaría por siempre los aquelarres de demonios juguetones era el primer lugar de reunión de las amantes del padre Alberto y donde se le servían al cura las más ricas delicias.

    -El comedor es la primera estación- diría el sacerdote emulando a la monja que acababa de morir y por quien lloró tres días sin parar. -¿Cómo olvidar los guisados que me hacía la vieja? Incomparables las sopas que me daba cuando la resaca hacía estragos en mi cuerpo… Lo que me hacen estas mujeres no vale un huevo- decía el padre Alberto recordando a la monja, su confidente de grandes secretos que se llevó a la tumba.

    Juana, Martha y Perla sabían que el corazón del religioso se conquistaba por la boca y que con suculentos menús el dolor por la partida de la monja podría disiparse pronto. Inició entonces la maratón gastronómica. Las tres llevaban a la mesa manjares típicos, pescados, gallina, conejo o venado. El sacerdote pagaría con placer los gestos. Comida por amor. Fueron tres días llorando por la que había sido como su madre. Tres días llorando y degustando los placeres de tres cuerpos distintos.

    -De todas formas nunca habrá como la comida que me hacía mi linda vieja- decía el religioso resignado al adiós.

    Después del primer mes las reglas acordadas entre las mujeres sufrieron cambios drásticos. Juana llegaba a la casa cural cualquier día y a la hora que se le antojaba. Martha hacía lo mismo y también Perla. Un sentimiento de odio recalcitrante se afincó en ellas. Se detestaban con el mismo frenesí con el que amaban al padre Alberto.

    A la hora del almuerzo, un toque sutil o contundente en la puerta principal de la casa cural llevaba intrínsecas intenciones de mermar cualquier asomo de felicidad entre el cura y la mujer

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