Proteger a la princesa
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Estaba claro que la nueva misión de Reeve Stratton se salía de lo habitual. La princesa Anya Chastain de Inbourg tenía una mirada que podría reducir a cenizas a cualquier hombre, pero en realidad no era la niña consentida que él pensaba. Era una mujer bella e inteligente que trataba con verdadero amor a su hijo, a su familia y a su país. Hacerse pasar por su prometido no era ningún esfuerzo para Reeve; solo tenía que bailar y flirtear con ella... e incluso besarla, y todo por el bien del pueblo. El problema era que aquellos besos le parecían demasiado reales... y parecía que esa vez era él el que corría el peligro... ¡de enamorarse!
Patricia Forsythe
Puede que Patricia Forsythe nunca hubiera sido escritora si un profesor no le hubiera dicho que sus extraños personajes estaban, bueno, locos. Su ciudad natal de Morenci y su familia son la inspiración de sus adorables personajes. Patricia ha sido maestra, bibliotecaria y directora de una residencia para niños discapacitados. Pero su trabajo favorito es escribir sobre personas que se encuentran en situaciones difíciles y deben encontrar la salida. patriciaforsythebooks.com.
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Proteger a la princesa - Patricia Forsythe
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Patricia Forsythe
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Proteger a la princesa, n.º 1827 - junio 2015
Título original: Protecting the Princess
Publicada originalmente por Silhouette© Books.
Publicada en español 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6338-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
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Capítulo 1
El crío apareció de pronto.
Reeve Stratton caminaba por la estrecha acera de aquella calle, construida cientos de años atrás para el tráfico de carros y personas, cuando tuvo que lanzarse entre dos coches para levantar en volandas a un niño a punto de ser arrollado por un taxi.
Gritó al taxista, que le contestó con el universalmente conocido gesto del dedo corazón y desapareció en la siguiente esquina.
–Oiga usted, caballerete –le dijo al niño, intentando controlar la voz para que no se asustara al verse agarrado de aquel modo por un extraño–, será mejor que tengas más cuidado al cruzar la calle.
Dejó al niño en la acera antes de haberle visto la cara, y cuando lo giró, se encontró con la sonrisa de diablillo y los chispeantes ojos castaños que había visto en tantas fotografías. Era el príncipe Jean Louis, el hijo de siete años del heredero al trono del principado de Inbourg. El príncipe Michael lo había contratado a él para proteger a aquel niño y a su madre. En teoría no iba a empezar el trabajo hasta aquella misma noche, pero al parecer el destino tenía otros designios. Y no era que él creyese en el destino... ni en las coincidencias.
–Ya tengo cuidado –contestó el niño–. Es que estaba persiguiendo una mariposa –explicó, señalando hacia el otro lado de la calle. Era como la de mi libro. Salió volando del parque y quería cazarla.
–Sería mejor que las atraparas en...
–¡Jean Louis! –se oyó un grito frenético.
Una mujer apareció y abrazó con fuerza al niño.
Reeve percibió la impresión de una melena rubia cobriza, unas pulseras de oro y un olor a violetas que emanaba de la mujer que examinaba angustiada al pequeño. Al terminar, suspiró y lo agarró por los hombros.
–¿Por qué has hecho eso? Esther y yo no te encontrábamos. Te he dicho muchas veces que no debes salir corriendo así.
–Estoy bien, mamá –dijo el chico, que parecía cansado de que lo regañaran–. Es que he visto una mariposa azul y quería alcanzarla.
–Y ha terminado poniéndose delante de un taxi –intervino Reeve.
Ella palideció, miró a su hijo y luego a Reeve.
–No... no lo he visto salir corriendo –dijo, muy afectada–. Gracias por salvarlo.
Reeve asintió. Lo sabía todo sobre Anya Marietta Victoria, de la casa de los Chastain y el principado de Inbourg. Y no solo gracias a lo que se decía de ella en la prensa. El príncipe Michael había contestado a todas las preguntas que había querido hacerle sobre ella. Además, en el despacho del príncipe había un retrato de sus tres hijas. De las otras dos no podía decir nada, pero el artista no había hecho justicia a aquella mujer.
No era que fuese de una belleza deslumbrante, pero había algo en su melena dorada, en aquellos ojos verdes tan profundos, que habrían podido parar el tráfico en cualquier parte del mundo, y sus delicadas facciones cubiertas de una piel inmaculada que... bueno, que ya entendía por qué la prensa amarilla estaba tan obsesionada con ella.
Iba vestida con un sencillo vestido de color beis que parecía pensado para no llamar la atención entre la gente. Pero eso era imposible.
–¿Es que no vigila a su hijo? –preguntó, incomprensiblemente molesto–. ¿Dónde está su guardaespaldas?
Miró a su alrededor, pero no vio a ningún corpulento guardaespaldas corriendo para acudir al rescate y arrepentido por haber permitido que el niño se alejara de ellos.
El miedo que brillaba en sus ojos dejó paso a una impresionante frialdad y la princesa se levantó con su hijo firmemente sujeto de la mano.
–Por supuesto que lo vigilo –contestó, mirándolo por encima del hombro, algo bastante difícil de conseguir, ya que era más baja que él, y en un tono que decía claramente que no era asunto suyo –. En cuanto al guardaespaldas, casi nunca son necesarios en Inbourg, así que le he dado una hora libre. Vendrá enseguida a recogernos.
–Ya –Reeve la miró fijamente para ver cómo reaccionaba–. Puede que a partir de ahora reconsidere la idea de andar por ahí sin guardaespaldas.
Ella apretó los labios y parecía a punto de responder cuando otra mujer se acercó a ellos. Era bajita y regordeta, y la carrera le había puesto la cara al rojo vivo y le había alterado la respiración.
–Alteza –dijo, medio ahogada–, ¿está bien el niño? ¿Y usted? Cuánto siento lo que ha pasado. Estaba a mi lado y de pronto...
–Está bien, Esther –contestó con suavidad, aunque seguía clavándole la mirada a Reeve–. Tenemos que volver a casa.
–Ah, ya. De acuerdo –contestó, tomando la mano de Jean Louis–. Vámonos, jovencito. Voy a hablar con Guy Bernard para que te ponga alguno de esos chismes electrónicos para que yo pueda saber en todo momento dónde estás.
–¿Ah, sí? –sonrió el niño, que parecía encantado con la idea–. ¡Genial! ¿Y yo también sabré dónde estás tú?
–Claro que no –contestó Esther.
La princesa vio cómo se alejaban por la acera en dirección al aparcamiento y Reeve la vio fruncir brevemente el ceño antes de que se volviera hacia él.
–Como ya le he dicho antes, le doy las gracias por salvar a mi hijo, señor...
–Reeve, alteza. Reeve Stratton.
–Gracias, señor Stratton –sacó del bolso una tarjeta y un delgado bolígrafo de oro y escribió algo en el dorso–. Si hay algo que pueda hacer por usted, por favor llame a este número y Melina, mi secretaria, se ocupará de ello.
Reeve aceptó la tarjeta, leyó el número y ladeó la cabeza.
–¿Y de qué clase de cosas se ocupa en su lugar?
La princesa iba a darse la vuelta pero lo miró de arriba abajo antes de contestar.
–¿Perdón?
Reeve tuvo que reconocer que la gélida mirada que le dirigió tenía su eficacia, pero él ya había nadado muchas veces en aquellas aguas.
–Solo me preguntaba de qué clase de cosas se ocupa. Es decir: ¿qué valor tiene para usted la vida de su hijo?
Ella lo miró con los ojos de par en par.
–¿Qué?
Bien. Había conseguido copar su atención.
–Esto –dijo, sosteniendo la tarjeta con dos dedos– me parece un modo muy fácil de pagarle a alguien por la vida de su hijo, pero ¿y si yo no hubiese estado aquí?
La princesa palideció.
–Pero estaba, y le ha salvado la vida. Gracias.
–Algo que no habría sido necesario si su guardaespaldas hubiese estado con usted.
Sabía que estaba siendo duro con ella, pero era su trabajo y el príncipe Michael le pagaba muy bien para asegurarse de que lo hacía lo mejor posible.
–Señor Stratton, no necesito que un desconocido me dé consejos. Por su acento diría que es usted norteamericano. Ni siquiera es ciudadano de Inbourg –añadió con otra de aquellas heladoras miradas–. Y además...
–Princesa Anya, ¿tiene usted un nuevo novio? –interrumpió alguien–. Miren hacia aquí, por favor.
El clic de una cámara de fotos incrementó la tensión que ya existía entre ellos.
Reeve la vio apretar los dientes antes de que se volviera hacia el fotógrafo con expresión de pocos amigos, algo que debió gustarle mucho, ya que volvió a disparar varias veces con su cámara.
Sin pararse a pensar, Reeve tiró de su brazo para colocarla tras su espalda mientras que con la otra mano tapaba la lente de la cámara.
Notó que ella extendía el brazo para no acercarse a él. Bien. Por lo menos tenía un buen instinto de conservación. Era una pena que no lo dirigiera a quien debía.
–¡Eh! –gritó el fotógrafo–. ¿Se puede saber qué hace?
–Proteger a la princesa de una atención no deseada –espetó Reeve.
–Menuda tontería. Su hermana se casa dentro de dos semanas y hay montones de fotógrafos por aquí.
–Pero tiene derecho a la intimidad. Deme la película.
Reeve extendió el brazo y esperó. Había estado unos cuantos años en el ejército. Lo había dejado con el rango de capitán y sabía por experiencia que el mejor modo de obtener lo que quería de un subordinado era mirarlo fijamente y esperar a que se cumplieran sus órdenes.
–¡No!
El fotógrafo apartó la cámara e intentó zafarse, pero Reeve lo tenía bien sujeto.
–El carrete –repitió.
–Llamaré a la policía –replicó, mirando a todas partes–. La constitución de Inbourg garantiza la libertad de prensa.
–Pero no utilizando el acoso –dijo Anya, saliendo de detrás de Reeve–. Existe una ley muy específica en ese sentido. Hay un agente en la esquina. ¿Quiere que lo llame?
El hombre la miró a ella y después a Reeve. No parecía dudar del lado que iba a tomar el policía, así que, a regañadientes, abrió la tapa de la cámara y sacó la película.
–Esto no va a servir para nada. Yo volveré, y hay docenas de periodistas deseando fotografiarla, sobre todo teniendo un novio nuevo.
–Bueno, cuando tenga un nuevo novio, podrá fotografiarla... siempre que cuente con su permiso. Pero en este momento, su alteza tiene muchas cosas mejores que hacer que darle explicaciones a usted.
El fotógrafo enrojeció y se alejó murmurando algo entre dientes.
Reeve se volvió para mirar a la princesa, que a su vez los miraba a ambos con creciente irritación.
–Podría haberme ocupado yo sola de este incidente –dijo–. Estoy acostumbrada.
No mientras ella fuese el objetivo de su trabajo, pensó Reeve, pero por supuesto no lo dijo en voz alta. Su padre no le había hablado aún de su contratación.
–Es la costumbre de un norteamericano de meterse donde no lo llaman, siempre que se necesite su ayuda.
La princesa estuvo a punto de contestarle, pero alguien llamó su atención. El guardaespaldas había parado el coche a su lado y esperaba.
–Adiós, señor Stratton –dijo de nuevo con su impresionante frialdad. ¿Sería natural en ella, o la habría practicado?
–Adiós, princesa Anya. Ya nos veremos.
Reeve la vio marcharse, la espalda rígida como una flecha y con una envidiable determinación en el andar. En cuestión de segundos, desapareció en el coche, de camino seguramente hacia el palacio que quedaba a varios kilómetros de distancia, un lugar rodeado de un alto muro de piedra y protegido electrónicamente.
Reeve se apoyó en la pared. Después de la reunión que había mantenido con el príncipe Michael y su inspección del palacio, había decidido acercarse al centro de Inbourg para hacerse una idea de cómo era la ciudad. No le gustaban las sorpresas. Prefería que las cosas fuesen sencillas, claras y sin complicaciones. Cuanto más supiera de un trabajo y de su localización, más fáciles resultaban las cosas.
La única complicación iba a ser la propia princesa.
Se metió la mano en el bolsillo y rozó el borde de la tarjeta que utilizaría aquella tarde para entrar al baile de compromiso que se celebraba en honor de la princesa Alexis y su novio norteamericano. Luego rozó la caligrafía suave de la tarjeta de Anya, y se preguntó qué diría cuando se diera cuenta de que iba a tener que honrar la promesa que le había hecho de hacer cualquier cosa por él.
«Menudo imbécil», pensaba Anya mientras volvía en coche a casa con Jean Louis y Esther. Peter Hammett, su chófer y guardaespaldas, conducía en silencio. Seguramente Esther lo habría puesto al corriente de lo ocurrido y se sentía mortificado por ello. Las frecuentes miradas que dirigía al asiento de atrás a través del retrovisor le confirmaban que se esperaba una buena reprimenda.
Seguramente Esther le había echado ya una buena bronca, aunque