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Hablan los generales
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Hablan los generales

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Apasionantes crónicas de hechos trascendentales de la violencia y el narcoterrorismo contra Colombia, relatadas por miembros de las Fuerzas Armadas que participaron de manera directa en la planeación y ejecución de maniobras estratégicas y tácticas en búsqueda de la esquiva paz en Colombia.
Debido a la escasez de documentos de referencia escritos por los actores de primera línea en el campo de batalla, este texto constituye un importante aporte a la reconstrucción de la historia militar colombiana y la historia de la compleja guerra que el comunismo internacional y el narcotráfico declararon contra la paz y la institucionalidad en el país.
En esta obra el lector encuentra la historia de las operaciones que condujeron a la baja en combate de célebres bandoleros como Chispas y Efraín González, los desaciertos de los gobiernos de turno en la conducción de las operaciones Marquetalia contra las farc en 1964 y Anorí en 1973 contra el Eln; la discontinuidad de la ofensiva táctica y estratégica contra el Secretariado de las Farc después de la toma de Casa Verde, la poco publicitada eliminación del Epl y la habilidosa conjunción maniobras tácticas de la Operación Libertad I que erradicó a las Farc de Cundinamarca, cuando el Mono Jojoy creía que ya tenía cercada a Bogotá.
Debido a que pocas veces los militares han sido tenido en cuenta para contar al memoria histórica de su participación en el conflicto y de su visión acerca de la forma de solucionarlo, esta obra es un texto de suma importancia pues constituye un primer paso para consultar a quienes vivieron la guerra y conocen mejor que el resto de los colombianos cuales son las verdaderas intenciones de los grupos terroristas y sus comisarios políticos abanderados con la falsa promesa de la paz.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2017
ISBN9781370648016
Hablan los generales
Autor

Hernando Lozada

El coronel Hernando Lozada fue un distingudio militar colombiano especializado en contraguerrillas e inteligencia militar de combate táctico. Participó como coautor en la obra Hablan los generales, con Harold Bedoya, Luis Correa, Hernan Hurtado, Alvaro valencia, Hugo Tovar y Manuel Bonnet.

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    libro extraordinario donde queda claro el inmenso esfuerzo y exito del ejercito colombano en su lucha por la paz en colombia. Los soldados muertos y heridos son heroes a los que se les debe respeto eterno

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Hablan los generales - Hernando Lozada

Indice

Tulio Bayer y la primera guerrilla comunista

Cae 'Chispas', el sanguinario

El cerco a Efraín González en Bogotá

Operación Marquetalia: surgen las Farc

Muere el cura Camilo Torres en combate

Operación Anorí, golpe al corazón del Eln

Tranquilandia, primer golpe al cartel de Medellín

Operación Final contra el Epl

Operación Colombia: la toma de Casa Verde

El principio del fin del Cartel de Cali

La captura de Gilberto Rodríguez Orejuela

La toma de Miraflores por las Farc: muerte, secuestro y locura

Operación Vuelo de Ángel, la retoma de Mitú

Operación Libertad Uno: Política de Seguridad Democrática en acción

Tulio Bayer y la primera guerrilla comunista

Los ecos de la revolución cubana llegaron a Colombia parlas selvas del Vichada. El médico Tulio Bayer organizó el primer grupo guerrillero castrista a comienzos de los años sesenta, y su impacto fue tal que obligó a las Fuerzas Militares a actuar en el terreno, por orden del presidente Alberto Lleras Camargo. El encargado de enfrentar el primer brote de rebelión popular fue el teniente coronel Álvaro Valencia Tovar. Esta acción del Ejército tuvo un impacto en el desarrollo estratégico de las Fuerzas Militares y dio origen a las acciones cívico-militares que se institucionalizaron en adelante, y al departamento 5 de operaciones psicológicas y relaciones con la comunidad.

General (r) Álvaro Valencia Tovar Comandante del Ejército en el gobierno de Alfonso López Michelsen.

A finales de julio de 1961 concluí el curso de estado mayor en la Escuela Superior de Guerra. Fui nombrado entonces jefe del departamento 3 del estado mayor del Ejército, un cargo superior al que correspondía a mi grado de teniente coronel, y en el que asumí responsabilidades en la elaboración de planes de operaciones, entrenamiento, educación militar y organización.

La revolución cubana había introducido un cambio profundo en América Latina. Frente a la desgastada dialéctica marxista preconizada por la Unión Soviética, se abría paso una novedosa teoría revolucionaria que irrumpía tormentosamente en la inconformidad, la marginación y la desesperanza de extensos sectores sociales. Ni Fidel Castro, ni Ernesto 'el che' Guevara con sus camaradas victoriosos contra la dictadura de Batista, eran identificados como comunistas por las masas desinformadas que veían en sus figuras carismáticas un espejismo de redención.

Cuando asumí la jefatura de operaciones del Ejército comandado por el general Alberto Ruiz Novoa, se recibía a menudo información inquietante de la comisaría del Vichada, en ese momento parte de los llamados Territorios Nacionales.

La presencia del Estado se reducía a la capital, Puerto Carreño, situada en la confluencia del río Meta con el Orinoco. Desde ese rincón incomunicado y distante, el gobierno comisarial debía administrar los 100.242 kilómetros cuadrados de su jurisdicción, parte de la Orinoquía colombiana comprendida entre los ríos Meta y Vichada.

Pasado el río Manacacías, cercano al límite con el Meta, el carreteable que conducía a Puerto Carreño se bifurcaba. Era una ruta abierta por el tránsito de los camiones que realizaban recorridos azarosos entre los pastizales en busca de productos selváticos y con-trabando procedente de Venezuela y Brasil.

La ruta conducía finalmente al pequeño caserío de Santa Rita, que servía de atracadero fluvial de canoas, piraguas y lanchas con motor fuera de borda, y que era el enlace de los grandes ríos de la Amazonia con el interior del país. La población, desperdigada en semejante inmensidad, estaba conformada por colonos de las vegas húmedas de los afluentes del Vichada que cultivaban arroz y productos de pancoger, por pescadores, aventureros de la selva buscadores de chiquichique, látex y caucho, y por contrabandistas tránsfugas procedentes del interior.

Muchos procedían de los Llanos Orientales y habían escapado de la violencia sectaria y de las situaciones delictuosas que acompañaron la etapa de confrontación política (que en Meta y Casanare alcanzó ribetes de verdadera guerra civil). Entre estos personajes (vaqueros, aserradores, jornaleros de variados oficios, agricultores) sobresalía Rosendo Colmenares, un antiguo cabecilla guerrillero de las huestes de Guadalupe Salcedo que jamás se acogió a la paz acordada con el general Gustavo Rojas Pinilla en 1953.

Con su aura de combatiente, Colmenares se había auto-elegido como sustituto de la autoridad ausente. Respetado o temido, sus dos revólveres 38 al cinto eran argumento suficiente para imponer su ley. Los hermanos Alfredo y Julio Marín, dos busca fortunas, contrabandistas de armas o de lo que fuera, secundaban al jefe.

Alfredo, envuelto en una reyerta con un clan rival, había dado muerte a dos hermanos Gaitán, en un abaleo en el que la subametralladora Madsen se impuso sobre los revólveres de los adversarios. Alberto y Eduardo Ospina, primos de los Marín, habían instalado sus fundos en vecindades del carreteable, contaban con algunas cabezas de ganado y controlaban el tránsito entre Santa Rita y Villavicencio.

Otros dos hermanos, Eduardo y Flavio Barney (este último reservista del Ejército) completaban el que podría llamarse cuadro de mando de un movimiento armado que fue tomando cuerpo entonces, y que conjugaba los intereses de sus integrantes con la rebeldía (producto del abandono, la desesperanza y, en muchos casos, de un pasado oscuro e inconfesable) que los empujaba a la aventura y la fuga de sí mismos.

El médico Tulio Bayer Jaramillo, profesor universitario en Manizales, su ciudad natal, con especialización en Harvard, anárquico e ingobernable, tenía a sus espaldas un largo historial de insubordinación que encajó a la maravilla en aquel núcleo amorfo de líderes naturales. Gestor de una huelga estudiantil en la Universidad de Caldas, no dudó en acusar al alcalde de Manizales (que lo había nombrado secretario de Salud) por adulterarla leche en los hatos de su propiedad, y confrontó al gobernador del estado venezolano de Amazonas,

Pablo Anduze, por haber corrido la cerca en el patio trasero del consulado de Colombia ubicado en Puerto Ayacucho. Del partido comunista llegó Leónidas Castañeda. Se las arregló para hacerse al secretariado del naciente movimiento y desde allí manejar los hilos sutiles de la rebelión latente, y más tarde sería él quien le diera contenido ideológico u expresión revolucionaria. Pacientemente elaboró un quién es quién de los pobladores y sus confuso pasado, con el que generó una conciencia defensiva frente a cualquier presencia de la ley que buscara cobrar cuentas.

Del Movimiento Obrero Estudiantil Campesino, MOEC, liderado por Antonio Larrota, arribaron tres miembros armados, entre ellos un primo de Larrota mismo. Resueltos, audaces, realizaban proselitismo armado entre los pobladores para crear una convicción revolucionaria. Así fue surgiendo una agrupación armada poseída de un confuso ideario castrista; los jefes locales adoptaron su ideario de buen grado, en gran medida motivados por la consciente dialéctica del médico Bayer.

El estallido

La información que llegaba a Bogotá, confusa y contradictoria, terminó por alarmar a los altos mandos. Se decidió instalar en Santa Rita una pequeña guarnición de Infantería de Marina con un subteniente comandante, un cabo primero y quince infantes de marina, en la única edificación de dos pisos de la pequeña plaza, que había sido construida por uno de los más antiguos colonos del Vichada.

El comandante de la Infantería de Marina, con su pequeño contingente llevado por aire hasta la pista de aterrizaje cercana al caserío, se sorprendió al ser recibido por una agrupación armada y hostil que exigió condiciones para admitir la guarnición. Debían alojarse en el piso alto de la casa y no descender nunca armados a la placita, para evitar atemorizar a los indios (que escaparían a la selva en víspera de la recolección de la cosecha de arroz). Por la misma razón, no se toleraría ningún despliegue de fuerza ni prácticas de tiro. El coronel aceptó las condiciones a cambio de poder instalar a su gente, cumplir con la orden recibida y ganarse poco a poco la buena voluntad de los pobladores.

Pero no habían pasado dos días desde su llegada, el primero de octubre, cuando ya se había urdido un complot para desarmar al grupo, apoderase de las armas y de la estación de radio. Sería el grito de guerra que convocaría a la población alrededor del grupo dirigente. Flavio Barney ideó el procedimiento. El y Rosendo Colmenares, acompañados del médico Bayer, subirían a hablar con el teniente sobre una supuesta petición para los indígenas.

Exigirían que la tropa bajara desarmada, según lo convenido, encañonarían al oficial y, mientras tanto, los hombres armados emergerían de escondrijos en la plaza para capturar al suboficial y a los infantes de marina. Previendo una traición, el cabo primero quiso oponerse, pero el subteniente, ingenuo y confundido, lo persuadió de aceptar.

La operación de los rebeldes resultó perfecta: tres fusiles ametralladoras, dos subametralladoras Madsen, quince fusiles, cinco mil cartuchos para diversas armas, la estación de radio y el material de intendencia, además de veinticinco granadas de mano, cayeron en manos de los sediciosos sin que se hubiera disparado un solo tiro. El júbilo fue enorme. La noticia se regó por la sabana y los ríos lejanos junto con el llamado a formar parte de la guerrilla. La insurgencia se propagaría como incendio por el pajonal reseco en el verano.

¿Y los prisioneros? Hubo opiniones encontradas. Leónidas Castañeda pedía el fusilamiento una vez concurriera la gente a Santa Rita: las revoluciones se hacen con sangre, era la enseñanza de Lenin. Lo secundó Alfredo Marín, pero los demás dudaban. Al final se impuso Tulio Bayer: obligarían al teniente a llamar a Bogotá y exigirían que un avión comercial viniera a recoger la desarmada guarnición. El gesto humanitario suscitaría simpatías y solidaridad en el interior del país, y la chispa sediciosa contagiaría a todo el llano reabriendo las mal cicatrizadas heridas de la violencia sectaria. En Bogotá se aceptó la exigencia y la guarnición fue evacuada.

El Plan Ariete: la reacción político-militar El acontecimiento del Vichada, magnificado por el sensacionalismo de los medios de comunicación, conmocionó a una opinión pública que se encontraba en pleno proceso de reconciliación bajo el Frente Nacional. El presidente Alberto Lleras Camargo, gestor del proyecto político, pidió al ministro de Guerra, general Rafael Hernández Pardo, que lo tuviera al corriente de la evolución del caso; era el más delicado caso de orden público que su Gobierno enfrentaba hasta entonces.

Como primer paso, se decidió crear un teatro de operaciones bajo el mando del coronel Alfonso Mejía Valenzuela, comandante de la vil Brigada con sede en Villavicencio. Este integraría las reducidas fuerzas terrestres de la Brigada, la base aérea del Apiay y la base fluvial de Orocué sobre el río Meta. El comando general de las Fuerzas Militares delegó en el comando del Ejército la preparación del plan para enfrentar la situación.

Desde el primer momento, en mi calidad de E-3, debí realizar el reconocimiento aéreo de la desconocida región del Vichada. La pista área de Santa Rita había sido zanjada y obstruida con canecas llenas de tierra, lo que hacía imposible un desembarco aerotransportado sorpresivo. La única alternativa era un banco de sabana de apariencia firme que, a diferencia del pajonal circundante, estaba cubierto por grama baja.

Lo recomendable era aislar a la guerrilla, pero, ¿cómo hacerlo en semejante inmensidad? Era esencial cerrar las fronteras para cortar el contrabando de armas y para separar al Vichada de los grandes ríos amazónicos y de su población rebelde. Dos puntos críticos aparecían en el mapa para este propósito: Puerto Nariño, en la boca del Vichada sobre el Orinoco, y Amatavén, ubicado entre aquel y la confluencia del Guaviare.

Sendos hidroaviones de la Fuerza Aérea acuatizaron frente a los dos puntos, que fueron ocupados por sorpresa y no encontraron resistencia. De inmediato comenzamos a lanzar sobre Santa Rita y las áreas de colonización cientos de volantes en los que llamábamos a los pobladores a no participar en la alocada revuelta, tan negativa para la región y sus gentes.

El batallón Colombia partió de su sede en el fuerte de Melgar hacia la zona, como refuerzo al teatro de operaciones, y se concentró en Apiay bajo órdenes del segundo comandante, el mayor Acevedo, pues en ese momento carecía de comandante titular.

Sobre el avance de estas órdenes fragmentarias, se estructuró en seguida el plan de campaña bajo el nombre-código Ariete: el Batallón Colombia sería el ariete que penetraría hacia Santa Rita. El acento del plan estaría en la combinación de acciones cívicas y psicológicas, y ellas tendrían prioridad sobre cualquier operación de combate.

El documento del plan se le llevó al presidente Lleras Camargo, que no sólo mostró satisfacción sino que se inquietó por el firmante, el E-3 teniente coronel. ¿Se podría nombrar al mismo oficial para que lo ejecutara?, preguntó. Naturalmente, se le respondió. El oficial señalado era yo.

Aunque ya había cumplido el requisito de mando de tropas y aunque ocupaba una posición de un grado superior, bien podía ejercer de nuevo un mando de unidad táctica. Resulté nombrado. En veinticuatro horas debería asumir el mando del Batallón Colombia en Apiay. Este batallón había sido mi unidad de guerra en Corea, lo había comandado siendo aún mayor, y con él había desempeñado un papel decisivo contra el levantamiento del 2 de mayo de 1958 contra la Junta Militar. ¿Se recordaría el presidente Lleras rescatado por el Batallón Guardia Presidencial de las garras de la policía militar?

Siendo profesor de táctica en el curso de ascenso para el grado de mayor en la Escuela de Infantería, el jueves 5 de octubre de 1961 recibí la orden verbal para ejecutar el plan. Concluí la calificación de exámenes en la noche y al día siguiente, muy temprano, me despedí de los alumnos y de la honrosa cátedra que desempeñaba para iniciar el viaje hacia Apiay.

El primer día se empleó en la inspección reglamentaria de la unidad y en la ceremonia de asunción del mando. Era emocionante retornar a las filas de mi vieja unidad, para comandarla nuevamente y hacerlo para realizar una operación como la que tenía al frente. El sábado 7 realicé un nuevo reconocimiento, a bordo de una vieja avioneta comercial de propiedad del capitán Nicolás Reyes Manotas, que realizaba vuelos contratados por todas partes en el llano. Habíamos simpatizado y me transportó gratis.

El lento vuelo de la avioneta, que contrastaba con los veloces 6-25 de la Fuerza Aérea, me permitió explorar a baja altura el banco de sabana que ya había reconocido. En el largo vuelo de regreso perfilé el plan táctico. Aterrizaría con una compañía de fusileros sobre el banco de sabana y proseguiría a pie sobre Santa Rita para ocuparla; luego iniciaría el avance terrestre del batallón desde Villavicencio, sujeto al peligro de emboscadas una vez penetrara al territorio del Vichada. Cinco aviones 0-47 de transporte de la Fuerza Aérea llevarían el escalón de desembarco.

Una vez más, en el ya largo itinerario de mi vida en el Ejército, adoptaba un riesgo calculado con la intuición del éxito. Tras prolongadas reticencias e interminables cuestionamientos, el comando del teatro de operaciones aprobó el arriesgado plan. Al anochecer emití la orden de operaciones 01, una orden verbal.

El escuadrón de transporte aéreo, comandado por el mayor Jaime Carvajal Muñoz, expresó sus dudas. Un accidente podría resultar fatal. Era cierto, pero se evitarían otros riesgos de la aproximación terrestre. De todas maneras, el comandante del batallón embarcado en la primera nave sería el primero en afrontar el riesgo.

A las siete de la mañana del domingo se inició el despegue. Dos horas y media más tarde, el primer avión avistaba el banco de sabana. Con un amplio giro, Jaime Carvajal sobrevoló el terreno señalado para el aterrizaje y con el pulgar hacia arriba me indicó desde la cabina de mando que iniciaría el aterrizaje. Mi corazón jamás había dado tantos tumbos.

En mi fuero interno bendije la sólida estructura del mejor avión jamás construido por la Douglas, que con el nombre civil de 00-3 aún vuela por el mundo como reliquia prehistórica y que allí, en la llanura desolada, nos permitía iniciar con éxito la primera y larga zancada del Plan Ariete. Con breves intervalos tomaron tierra las demás máquinas. Empleaban pocos segundos de detención para el desembarque de su carga humana y en seguida cada aeronave despegaba a barquinazos, perdiéndose en el horizonte. Bajo un sol abrasador, la compañía desplegada en formación de combate avanzó hacia el objetivo.

Vista desde una inmensa roca ovalada de pendientes suaves, que envolvía el caserío como el abrazo pétreo de un gigante, Santa Rita parecía desierta: seis casas pequeñas y la vivienda de dos pisos en una placita enmalezada con claros de grama verde. Sólo dos caballejos solitarios pacían en la mitad del rectángulo. En el interior, todo evidenciaba la precipitud de una fuga colectiva. En un barrizal fresco, las huellas de camiones eran indicio, junto con manojos de chiquichique esparcidos por doquier, de que la escapada se había cumplido en camiones que cargaban esparto cuando habían sido tomados por la guerrilla en armas.

Diseño de una estrategia

Frente al poblado, en una isla sembrada de arroz y legumbres, se halló a una pareja de colonos. El hombre había militado con Flavio Barney pero, aprovechando su isla, había escapado a la fuga colectiva. No hablaba ni sabía nada de nada. El buen trato y la persuasión fueron ablandando su aprendida ignorancia.

Así se obtuvieron los primeros indicios para suministrar inteligencia, y se avanzó en un objetivo de máxima importancia para el Plan Ariete. Una vez Pablo y su mujer comprendieron (jue era mejor alinearse con la ley y no contra ella, su concurso se hizo trascendental. Nos condujeron a un escondrijo selvático donde hallamos una lancha metálica con motor fuera de borda y una buena provisión de gasolina. Había pertenecido a la campaña de erradicación de la malaria agenciada por Flavio Barney. Aún más valioso fue el archivo que encontramos en el lugar: documentos, cartas y fotografías de la guerrilla.

Se pudo así identificar el mando adversario con sus incoherencias humanas: se descubrió la filiación encubierta de Leónidas Castañeda y su manipulación de las circunstancias para alinear el grupo sedicioso al servicio del partido comunista; la veteranía de Flavio Barney, derivada del servicio militar; la búsqueda de protección contra la justicia de Alfredo Marín; la presencia beligerante de los tres miembros del MOEC, y la accidental de los hermanos Alberto y Eduardo Ospina; todo esto bajo el mando del antiguo cabecilla guerrillero Rosendo Colmenares.

El médico Tulio Bayer constituía capítulo aparte, con su nihilismo enardecido, su rebeldía congénita y su inestabilidad anímica; todo ello reflejado en su libro Carretera al mar, una novela inspirada en su servicio profesional al gobierno de Antioquia y al Ejército durante la construcción de un tramo de la vía a Turbo (de donde tomó el nombre del libro).

La fragilidad de aquella estructura disímil permitió delinear una estrategia en la que se combinaban acción psicológica y empleo restringido de la fuerza, y se seguían las etapas progresivas de aislamiento, destrucción y consolidación. La experiencia en zona de violencia había permitido deducir que esta estrategia era la forma lógica de combatir una rebelión de tipo guerrillera. La llegada del grueso del Batallón con equipo motorizado permitió iniciar un patrullaje metódico por tierra y agua, y entrar en contacto con pescadores e indígenas.

El asunto no

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