El reconocimiento de la beligerancia: Dos siglos de humanización y salida negociada en conflictos armados
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El reconocimiento de la beligerancia - Víctor Guerrero Apráez
El reconocimiento de
la beligerancia
Dos siglos de humanización y salida
negociada en conflictos armados
Víctor Guerrero Apráez
Reservados todos los derechos
© Víctor Guerrero Apráez
Primera edición: Bogotá, D. C.,
enero de 2017
ISBN: 978-958-716-996-6
Número de ejemplares: 400
Impreso y hecho en Colombia
Printed and made in Colombia
Editorial Pontificia Universidad Javeriana
Carrera 7.ª n.° 37-25, oficina 13-01
Teléfono: 3208320 ext. 4752
www.javeriana.edu.co/editorial
editorialpuj@javeriana.edu.co
Bogotá, D. C.
Corrección de estilo:
Carlos Mauricio Granada
Diagramación:
Claudia Patricia Rodríguez A.
Montaje de cubierta:
Claudia Patricia Rodríguez A.
Desarrollo ePub:
Lápiz Blanco S.A.S.
Pontificia Universidad Javeriana | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del Ministerio de Gobierno
Guerrero Apráez, Víctor Alberto, autor
El reconocimiento de la beligerancia : dos siglos de humanización y salida negociada en conflictos armados / Víctor Guerrero Apráez. -- Primera edición. – Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2017.
312 páginas ; 24 cm
ISBN : 978-958-716-996-6
1. DERECHO INTERNACIONAL HUMANITARIO. 2. BELIGERANCIA. 3. DERECHOS HUMANOS. 4. RECONOCIMIENTO (DERECHO INTERNACIONAL). 5. POLÍTICA Y GUERRA. 6. NEGOCIACIÓN. 7. CONFLICTO ARMADO I. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales.
CDD 341.481 edición 19
Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.
inp 02 / 12 / 2016
Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.
Introducción
Los campos disciplinares de los estudios de lo bélico y del derecho internacional humanitario en contadas ocasiones se encuentran de manera estructural para conjugar sus ópticas en una elucidación conjunta de esa realidad terrible compartida: la guerra. A lo sumo, la normativa humanitaria es una nota a pie de página para los estudiosos de los conflictos armados, mientras que, por su parte, aquella escasamente incorpora como una referencia apenas contextual el conocimiento militar para su aplicación. La autonomía de estos ámbitos cognoscitivos y su permanente desencuentro o existencia paralela, exenta de algún entrecruce sistémico, obedecen a la resignación del jurista respecto de la degradación inherente a toda confrontación armada y a la convicción del polemólogo de la irrelevancia de las tentativas de una regulación del conflicto. Pero tal como lo enseña el dilatado proceso que condujo a los enunciados filosóficos que sirvieron de base para construir el moderno derecho de la guerra, las categorías y conceptos que articularon sus demandas no surgieron en la torre de marfil de brillantes juristas, sino de cara a la destrucción provocada por los fanatismos religiosos e ideológicos, a los cuales se enfrentaron con riesgo personal los autores de dichas nociones.
En el caso singular del instituto denominado reconocimiento de la beligerancia, las dos dimensiones, saberes jurídico y militar, se anudan de continuo y orgánicamente en una muy estrecha dinámica, a la que se despojaría de su sentido si se llegasen a separar dichos aspectos. Solo tomando en serio las particularidades bélicas y, a su turno, las prolijidades de los esfuerzos conceptuales y jurídicos para la humanización de la guerra resulta posible dar cuenta de la importancia exhibida, a lo largo del siglo XIX y en las centurias posteriores, por el reconocimiento de la beligerancia. Pero, de manera dramática, solo prestando una cuidadosa atención de largo aliento a ambas dimensiones resulta posible auscultar y descifrar las hondas repercusiones que dicho instituto ha desempeñado en el curso de los procesos bélicos de las guerras civiles, que, en el caso colombiano, resultaron claves en los procesos de formación del propio Estado y las dilatadas como dolorosas experiencias de búsqueda tanto de la resolución política del conflicto armado como de su regulación normativa.
Resulta difícil encontrar un país comparable a Colombia, donde la condición de más de cien años de la contienda armada y la perpetua discusión y debate sobre sus causas, efectos y condiciones han exhibido tal continuidad, diseminación y urgencia. Sin embargo, en un efecto paradojal no menos intenso, cuya sustancia conforma la génesis misma del presente libro, quizá solo en este país la inadvertencia del reconocimiento de la beligerancia, con su inseparable cortejo de confusión y mistificación subsiguiente, ha adquirido tales niveles de generalización y dominio en la opinión pública y las agencias gubernamentales.
Cuando en 1998 el Gobierno colombiano de entonces inició conversaciones con las , mediante el procedimiento de acordar una zona desmilitarizada de 42 000 km de extensión para adelantar negociaciones en medio de la guerra, se suscitó una extensa y apasionada discusión, que rápidamente superó los límites domésticos, acerca del presunto reconocimiento de la beligerancia que aquella zona habría aparejado consigo. Ello sirvió de ocasión para redescubrir un término y, tras su envoltura verbal, una compleja realidad histórica, normativa y bélica, cuya indagación desde una perspectiva académica precisaba de una investigación que hasta el momento no se había realizado. Sus principales resultados se exponen en las páginas que componen este texto.
En el primer capítulo se trazan las líneas matriciales que, dentro del desarrollo del derecho internacional y, en particular, en el denominado jus in bello o derecho de la guerra, le dieron expresión jurídica al primer dispositivo surgido para someter las contiendas armadas internas o guerras civiles a un ámbito referencial que se posiciona más allá de lo puramente doméstico, el cual precedió en media centuria a las iniciales estipulaciones convencionales de lo que vendría a ser conocido bajo la terminología de derecho internacional humanitario. Contrario a lo que se supone, las condiciones y requisitos para el reconocimiento de la beligerancia fueron objeto de una sistematización conocida como el Reglamento de Neuchâtel, que, si bien no llegó a convertirse en un tratado internacional, ejerció una perdurable influencia en los debates posteriores, dentro de los cuales varios juristas de este lado del Atlántico desempeñaron un papel destacado, cuyo significativo aporte intenta rescatarse del olvido. El advenimiento en 1949 de los cuatro convenios de Ginebra significó el deliberado intento por disociar los elementos políticos de los jurídicos, mediante la conversión del beligerante interno en parte en conflicto —sin que se resolvieran del todo las dificultades conceptuales—, lo cual permitió una sistematización ejemplar de los diversos niveles en los que operaba la institución del reconocimiento —estatal, gubernamental e insurreccional—, que se expresó de la forma más límpida en la obra de Hersch Lauterpacht a mediados del siglo pasado. La más reciente discusión jurídica internacional ha terminado por reencontrar la antigua institución, en una muy discutible torsión del sentido de ella pero perfectamente acorde con el nuevo paradigma geopolítico de la denominada guerra contra el terror, pero ya no para emplear el reconocimiento de la beligerancia con el fin de identificar al actor armado rebelde susceptible de algún tipo de consideración orientada a regularizar su trato, sino como modalidad puramente instrumental encaminada a la justificación de intervenciones armadas como la acontecida en Libia en el 2011.
El momento inaugural en el que irrumpió históricamente el reconocimiento de la beligerancia, mediante una consciente utilización de la novedad que tal tipo de aproximación implicaba, cuyo rastreo se lleva a cabo en el segundo capítulo, se produjo en 1820 con ocasión de las revueltas griegas contra el dominio del Imperio otomano. En un contexto interestatal como el construido por la Santa Alianza, con su manifiesto propósito de impedir a ultranza cualquier repetición del fenómeno revolucionario que, con el caso francés, había desbarajustado el ordenamiento del derecho divino de los reyes, la fórmula puesta a punto constituyó una verdadera anomalía, a través de la cual se superó tanto la intervención, que transgredía el no menos sacrosanto principio del equilibrio de poderes, como la indiferencia, que habría dejado abandonados a su suerte a unos rebeldes con cuya causa simpatizaban todos los liberales europeos, y cuyo territorio era la cuna nutricia de las creencias, ensoñaciones e ideales de estos últimos.
En un desenvolvimiento histórico, en ocasiones no carente de contradicciones, el precedente griego del reconocimiento de la beligerancia gravitó de manera permanente en los múltiples levantamientos insurreccionales que se opusieron a las monarquías conservadoras en reinos, naciones y principados. En el tercer capítulo se describen las reivindicaciones por ser reconocidos y tratados como beligerantes, agitadas por húngaros, polacos, italianos y demás súbditos de la Europa Central, a través de comités propaganda en el extranjero. La guerra civil suiza o del Sonderbund de 1847, en la que se enfrentaron los cantones católicos contra los protestantes, representa el caso excepcional donde, pese a la existencia de las condiciones para dicho reconocimiento, este no se produjo. En contraste, en el episodio revolucionario de la Comuna de París de 1871 —el prototipo histórico de la brutalidad propia de una guerra civil—, los comuneros, sometidos a unas condiciones angustiosas para su propia supervivencia, se dieron a la tarea de discutir sobre el reconocimiento de la beligerancia para, finalmente, repudiar toda tentativa en procura de él.
Pero donde mayor aceptación práctica recibió el reconocimiento de la beligerancia fue en el continente sudamericano. Las dos guerras adelantadas por los insurrectos cubanos contra la Corona española y la guerra civil chilena, emprendida por los sectores del Congreso para combatir el Gobierno de Balmaceda, son objeto de tratamiento en el cuarto capítulo. Las posturas del Congreso estadounidense, muy favorables al otorgamiento de dicho estatuto de beligerancia a los rebeldes mambises, y las resoluciones adoptadas por los demás países del hemisferio respecto de una y otra rebelión se describen con cierta extensión para, finalmente, ofrecer un panorama sintético de las discusiones en torno a la beligerancia sostenidas en el caso de la Revolución mexicana en la segunda década del siglo .
La contienda bélica interna que conllevó el más influyente, polémico y crucial de los casos de reconocimiento de la beligerancia fue la guerra civil o de Secesión en Estados Unidos, ocurrida entre 1861-1865, cuya pormenorizada presentación se efectúa en el quinto capítulo, a partir de los despachos diplomáticos, declaraciones de Gobierno y debates periodísticos asociados a las acciones militares relevantes. Tanto por sus colosales dimensiones territoriales y de devastación poblacional como por las repercusiones que parecían derivarse de una eventual victoria de la insurrecta Confederación del Sur, que, contra los pronósticos de entonces, había salido mejor librada en el primer año de la confrontación al partir en dos el territorio de los Estados Unidos; la complejidad de las cuestiones suscitadas y el comportamiento de los Estados europeos —en especial Gran Bretaña— se investigan con cierta profundidad buscando desentrañar el anudamiento de los aspectos jurídicos con los factores bélicos. En una secuencia que recapitula la evolución normativa internacional, en la que la codificación del Derecho de Ginebra sucedió a la existencia previa del instituto de la beligerancia, en el caso de la guerra civil entre Lincoln y Davies, el célebre Código Lieber sucedería en 1863 al reconocimiento de la beligerancia, con lo que se plantearon interesantes problemas, en el marco de una contienda civil que, para muchos historiadores, es también la primera guerra total moderna, al igual que una revolución interna.
Por su parte, el capítulo sexto aborda el acontecimiento decisivo de la guerra civil española, donde la rebelión del ejército al mando de Franco prestó inicialmente atención a una eventual condición de beligerancia en su favor, pero que, ante el apoyo masivo y decisorio recibido por los regímenes nazi y fascista de Alemania e Italia —quienes bajo el amparo del Comité de No Intervención quebrantaron los presupuestos y efectos del reconocimiento de la beligerancia—, finalmente prescindió de su búsqueda. Las discusiones de los tratadistas de entonces, plasmadas en las publicaciones más importantes de la época, son materia de exposición en este capítulo, así como la incorporación de las consecuencias de la beligerancia como parte de las consideraciones estratégicas elaboradas por las fuerzas navales argentinas para el golpe de Estado contra el régimen de Perón en 1955, que vendría a conocerse como Revolución Libertadora. Con ello, el reconocimiento de la beligerancia ingresó con un peso muy significativo en las técnicas del derrocamiento.
Pese a ser objeto de una mención relativamente breve por parte de Hannah Arendt en su polémico libro Eichmann en Jerusalén, el reconocimiento de la beligerancia hizo parte de las consideraciones teóricas que la célebre filósofa política realizó en torno al papel desempeñado por los judíos en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Debido a la importancia de su pensamiento, en el séptimo capítulo se exponen las circunstancias bajo las que sus reflexiones sobre el reconocimiento de la beligerancia tuvieron lugar, así como las consecuencias derivadas de ellas.
Por razones de exposición, y para conferirle unidad temática al asunto de la beligerancia en nuestro país, el capítulo octavo se ocupa in extenso de las distintas guerras civiles de nuestra historia republicana, en las que el tema de este libro fue objeto de discusión, invocación o aplicación. Igualmente, se recupera historiográficamente el liderazgo desempeñado por Colombia en la especie de coalición de países formada para promover el reconocimiento de los insurrectos cubanos. El congreso colombiano fue el recinto donde se discutió en profundidad, en 1870, dicha posibilidad y donde se expidió una ley a tal efecto, que se vio acompañada del envío de voluntarios para combatir al lado de los insurrectos de la isla. Las reales o ficticias consecuencias del reconocimiento de la beligerancia desempeñaron un papel crucial —y ciertamente perverso— en las posturas diplomáticas adoptadas por nuestro país tanto en las conferencias de La Haya de 1907 como en la de plenipotenciarios reunidos en Suiza para la discusión y aprobación de los cuatro convenios de Ginebra de 1977, en el marco de una muy delicada negociación que habría de tener hondas repercusiones en el decurso posterior del conflicto armado interno y en los patrones de desregulación y degradación que lo caracterizarán. Las mistificaciones alrededor del reconocimiento de la beligerancia explican su instrumentalización para retrasar o esquivar las obligaciones derivadas de la normativa humanitaria. Para dar cuenta de esta dimensión, se utilizaron diversos archivos gubernamentales, así como las actas de los trabajos preparatorios conservadas en la dilatada conferencia realizada entre 1975 y 1977 en Ginebra. El inaudito episodio del reconocimiento de la beligerancia en el que Colombia lideró el grupo de países andinos que, en 1979, decidió otorgarlo a los insurrectos o revolucionarios sandinistas contra la dictadura de Somoza es expuesto en detalle. Por último, se hace una presentación de las actuales negociaciones adelantadas por la actual administración del presidente Juan Manuel Santos con las en La Habana y las invocaciones al reconocimiento de la beligerancia.
El conjunto de la obra permite hacer una constatación, que si bien no es del todo inesperada, sí resulta al menos sorprendente: Colombia es el único país que efectuó, en un arco temporal tricentenario, un reconocimiento expreso o tácito de beligerancia en tres oportunidades absolutamente diversas en términos políticos y cronológicos: la primera en el siglo a favor de la insurrección cubana; una segunda, casi un siglo después, en apoyo a las guerrillas del movimiento Sandinista, poco antes de la toma del poder en Managua, y una tercera al inicio del siglo , en La Habana, para las . Todas ellas, de algún modo, resultaron funcionales para los intentos de salida negociada de los respectivos conflictos armados externos e internos. Pero, al mismo tiempo, su interpretación mistificada sirvió como uno de los más persuasivos argumentos para dificultar la efectiva adopción normativa de los principales instrumentos convencionales orientados a la regulación de la guerra civil o el conflicto armado.
El autor espera contribuir con esta investigación historiográfica, jurídica y bélica a una más acabada comprensión de la persistencia del fenómeno de la guerra en nuestra sociedad, subrayando el carácter excepcional e irrepetible de la oportunidad epocal de iniciar la construcción de la paz en la mitad de la segunda década del siglo . Solo con ella el reconocimiento de la beligerancia —como mecanismo capital para las relaciones con el adversario bélico— podrá pasar al gabinete de antigüedades históricas, luego de haber desempeñado su papel, en medio de la confrontación, para posibilitar la negociación y la salida política de la guerra.
La institución jurídica
del reconocimiento de la beligerancia
en el orden internacional
Tanto la práctica como la teoría del derecho internacional público de la modernidad estuvieron dominadas por la noción privilegiada de los entonces recién creados Estados nacionales. Configurados como entidades políticas territoriales y poblacionales, con diversos grados de unidad, merced a la imposición —militar y administrativa— de su poder sobre otros grupos, monopolizando, a través del sometimiento de quienes pudiesen disputar su preeminencia, los atributos internos de una soberanía política, militar, jurídica, judicial y fiscal, fueron los Estados los sujetos jurídicos por excelencia, aptos y habilitados para actuar en el contexto internacional en relación con sus homólogos, a fin de establecer obligaciones y derechos entre sí. La hegemónica preponderancia de los Estados, como sujetos plenos de la vida jurídica internacional, tuvo como correlato, en el plano intraestatal, la constitución del sujeto jurídico de la persona en cuanto titular de derechos y deberes, así como el postulado de la autonomía de la voluntad privada. Mientras en el derecho internacional público el sujeto originario y pleno del Estado debió, con no pocas dificultades, elaborar nociones teóricas que dieran cabida sistémica a realidades semejantes pero distintas a su propia organización —en particular, el fenómeno de movimientos insurreccionales, revolucionarios o levantamientos rebeldes, cuya emergencia siempre acarreaba consigo una indeseable actualización de la reminiscencia de su propio proceso genético de consolidación por medio de la fuerza—, por su parte el derecho interno debió apelar, en no menor medida, a ficciones legales de procedencia teológica para integrar un variado número de entidades comerciales y administrativas —personas jurídicas, públicas y privadas—, compuestas por sujetos individuales pero distintas a estos.
Una consecuencia de esta centenaria tradición fue, en los comienzos mismos de la época moderna, la condena de la resistencia y de toda ayuda en favor suyo, así como, en análoga medida, la estricta prohibición a las potencias extranjeras de proporcionar cualquier tipo de apoyo a los insurrectos, lo cual venía a constituir una inadmisible intromisión en los asuntos internos y, como tal, una grave violación del derecho internacional público. Entonces, la práctica dominante fue la del apoyo recíproco de los Estados a efectos de derrotar los levantamientos y desconocerle cualquier clase de derechos.
Frágiles aún en su proceso de conformación definitiva —numerosas revoluciones en el curso de los siglos XVII y XVIII supusieron drásticos cambios de gubernamentalidad interior y consecuentes redefiniciones territoriales—, las entidades estatales dieron un tratamiento eminentemente pragmático a los fenómenos insurreccionales, cuya determinación de otorgarles apoyo o, por el contrario, abstenerse de hacerlo se guiaba por la racionalidad de mantener, fortalecer o quebrar alianzas estratégicas y convergencias de intereses entre los terceros Estados, de acuerdo con las decisiones que cada uno de estos adoptara respecto del Estado en cuyo territorio se escenificaba la insurrección. El término ‘beligerancia’, que no significa etimológicamente sino adelantar la guerra bellum gerere o conducir la guerra, tal como se designa en alemán (kriegsführende Partei), obtuvo carta de ciudadanía internacional en el curso del siglo XIX como modalidad operatoria, eminentemente política, para designar el acto internacional por el cual se reconocía a los movimientos insurreccionales como un sujeto embrionario del derecho internacional público.
El derecho internacional clásico estableció entonces una clara y tajante diferenciación entre las fuerzas insurrectas, rebeldes y revolucionarias como tales —según su grado de fortaleza, arraigo y pretensiones efectivas de oponerse y sustituir al Gobierno en ejercicio— y aquellas que hubieran sido objeto de reconocimiento como beligerantes. Mientras ello no sucediera, era un derecho exclusivo del Estado, según lo considerara conveniente, solicitar la ayuda de otros Estados para el mantenimiento del orden y la seguridad internos, así como para la lucha contra la oposición armada. Estas peticiones o solicitudes de ayuda tenían las más de las veces como objeto el suministro de armas y materiales de guerra y, en ocasiones, el envío de tropas extranjeras o de asesores militares.
Una no muy remota pero ilustrativa evidencia de ello se encuentra en los tratados de paz celebrados entre España e Inglaterra en 1630 y de aquella con Francia en 1659, en los cuales se aceptaba, respectivamente, la regla según la cual si los sujetos de alguna de las partes se encontraban en rebelión, la otra tenía el deber de rechazar cualquier tipo de asistencia en favor de ellos
¹. La datación de estos acuerdos, en los años previos a la Paz de Westfalia y bajo la égida de su vigencia, señala la incontrovertida continuidad de esta prevalencia a todo trance de la prerrogativa estatal, en desmedro de cualquier tratamiento simétrico respecto del insurrecto. A partir de los problemas jurídicos planteados por la irrupción de estas realidades en el interior de los Estados y en sus relaciones exteriores (quien respondía por la seguridad o los daños causados a los nacionales de un tercer Estado dentro de un territorio bajo la influencia o control de los alzados en armas; podía continuarse aplicando a estos la legislación criminal interna con el riesgo de un tratamiento punitivo implacable y su consecuente imposición de penas extremas a quienes solo podía considerarse como delincuentes, etc.), se buscó, por parte del derecho internacional, regular de alguna manera, desde una perspectiva marcadamente jurídica, las condiciones íntegramente políticas para el reconocimiento de la beligerancia.
La práctica en la materia es bastante rica a lo largo del siglo XIX y exhibe los rasgos de una honda falta de sistematicidad en cuanto a las condiciones materiales o empíricas acerca de las condiciones de intensidad, extensión, legitimidad y grados de control territorial por parte de las fuerzas insurreccionales, en presencia de las cuales se consideraba legítima o internacionalmente correcta la determinación de llevar a efecto un reconocimiento de la beligerancia. Contrariamente a lo sostenido por la mayoría de los autores que se han ocupado del tema, las prácticas del reconocimiento de la beligerancia no decayeron dramáticamente después de la guerra civil estadounidense (1861-1865) acarreando consigo una suerte de desuetud sobreviniente de la beligerancia, sino que, muy por el contrario, se multiplicaron en el ámbito de los países sudamericanos y alcanzaron una suerte de clímax, hacia 1870, en relación con la insurrección cubana², dentro de un movimiento hemisférico en el que Colombia desempeñaría un liderazgo muy destacado.
El protagonismo adquirido por el hemisferio occidental en relación con la práctica del reconocimiento de la beligerancia, en la segunda mitad del siglo XIX, obtuvo una de sus más interesantes florescencias teóricas en el extenso tratado escrito al final de la centuria por el diplomático de nacionalidad peruana Carlos Wiesse, bajo el título Le Droit International appliqué aux Guerres Civiles. Publicado en Suiza y escrito en francés, probablemente por la mayor difusión que podría obtener al ser accesible en la lengua franca de las relaciones entre gobiernos y Estados de la época, fue un importante aporte del más completo tratamiento de esta temática, tanto en el panorama del siglo XIX como en las centurias posteriores, que caería, sin embargo, en el olvido³. Se trató en realidad de una extensa y documentada presentación académica del reconocimiento de la beligerancia, realizada a partir de las más bien exiguas referencias formuladas por los internacionalistas más relevantes de la época en ambos lados del Atlántico. En un perdurable gesto de autonomía intelectual, el autor no solamente abreva en las luminarias de su tiempo, como Bluntschi, Lieber, Wheaton, Halleck, Rollin Jacquemyns, Hall, Pradier Foederé —el canon dominante—, sino que cita también en igualdad de condiciones los textos y opiniones de jurisconsultos sudamericanos, como Andrés Bello y Carlos Calvo —la corriente singular y minoritaria—. El núcleo de la argumentación de Wiesse en torno a la beligerancia se apoya en dos postulados fundamentales: la intencionalidad humanitaria y su carácter pragmático. El humanitarismo que subyace en el reconocimiento de la beligerancia hace parte inescindible de la finalidad inherente a la propia aplicación del derecho de gentes como sustituto de la legislación penal nacional, gracias a lo cual se rompe el círculo fatal de la condena gubernamental de los rebeldes como traidores o piratas, al igual que la vituperación del Gobierno como tiránico por los insurrectos. Esta suspensión de la respectiva dinámica de demonización recíproca habrá de traducirse en obstaculizar un tratamiento material de retaliación entre las partes en conflicto. Su carácter pragmático se funda en la adecuación que dicho reconocimiento presta a los intereses particulares de terceros Estados, al permitir su protección comprometiendo a los rebeldes, lo cual descarga al Estado de responsabilidades frente a los actos de estos. Como mecanismo orientado a la regulación de la guerra civil, mediante el reconocimiento de una mínima personalidad internacional a insurrectos y rebeldes, este se asocia, pero es distinto, de la neutralidad como opción dejada en manos de las soberanas decisiones de los Estados. La tesis de Wiesse es de especial relevancia para la óptica asumida en el presente texto acerca de la beligerancia, entendida como un mecanismo orientado al logro de un mínimo regulatorio de las contiendas civiles armadas, cuya constatación histórica habrá de encontrarse a lo largo de las distintas guerras civiles que son aquí objeto de análisis.
Tal como puede observarse en la práctica internacional del reconocimiento de la beligerancia y en los esfuerzos tanto exitosos como fallidos por obtenerla, aquellos movimientos insurreccionales que gozaron de dicho reconocimiento fueron predominantemente los que estuvieron determinados por factores de identidad nacional o lingüística, de levantamiento contra potencias extranjeras imperiales de carácter tiránico o colonial y por aquellos que comprometían aguas internacionales y territoriales. Allí reside su influencia en la definición de los criterios que en 1977 el Protocolo I adicional de los convenios de Ginebra adoptó para regular las luchas de liberación nacional, antiesclavistas y anticoloniales, otorgándoles el estatuto de conflictos armados internacionalizados, con el fin de someter a los participantes en estas hostilidades al más elevado estándar, entonces posible, de exigencias en procura de proteger a los combatientes enfermos, heridos, náufragos y a la población civil.
Tentativas por instituir normativamente
el reconocimiento de la beligerancia
En el contexto de la práctica de los Estados, la presencia continua de movimientos insurreccionales, que lograron un cierto grado de éxito en sus empresas de independencia o liberación respecto de las metrópolis colonizadoras o de potencias opresoras tanto como de determinados intentos secesionistas, evidenció la necesidad de determinar con mayor claridad los contornos de la figura de la beligerancia, cuyo empleo y reconocimiento habían quedado al arbitrio de los intereses políticos.
En el periodo finisecular, comprendido por la última y la primera década de los siglos XIX y XX, la antigua tradición normativista e ilustrada por acotar jurídicamente el fenómeno de las acciones bélicas, emprendidas para el inicio y continuación de la guerra, había experimentado importantes avances. Si bien son desiguales en sus alcances, tanto la fracasada Conferencia de Bruselas, en 1876, al igual que las exitosas conferencias de La Haya, en 1899 y 1907, habían fortalecido los compromisos de los Estados europeos y los dotaba de un estatuto autónomo de obligatoriedad respecto de parámetros comportamentales para la conducción de las hostilidades, ampliando la esfera de su vigencia allende el Atlántico y más allá de los Urales, puesto que algunos países latinoamericanos (México, Brasil, Argentina, Colombia) como varios asiáticos (Persia, China y Siam) se vincularon a los tratados de jus in bello adoptados.
No resulta una anomalía, entonces, que, en el marco del renovado impulso que experimentara el derecho internacional en su conjunto y el derecho de la guerra en particular, este conformara una muy propicia atmósfera para que dicha regulación se extendiera con todo rigor a las diversas modalidades de levantamientos en el interior de los Estados.
Esta tentativa fue materializada en el denominado Reglamento de Neuchâtel, elaborado en 1900 por el Instituto de Derecho Internacional respecto de los derechos y deberes de las potencias extranjeras en caso de movimiento insurreccional en relación con los gobiernos establecidos y reconocidos que presentan una insurrección
⁴. Este documento reviste el mayor interés, pese a su carácter estrictamente referencial, por cuanto representa el más acabado intento por sistematizar la contradictoria praxis internacional del siglo XIX y debido a que las condiciones materiales allí señaladas a modo de requisitos van a confundirse en las discusiones posteriores —especialmente las nuestras— con los supuestos efectos jurídicos derivados del reconocimiento mismo. Las definiciones allí contenidas recogieron la opinión dominante de los juristas internacionales más destacados de la época, pertenecientes a los diversos países europeos. La densa correspondencia cruzada entre los notables juristas atrás mencionados, así como la fundación del mencionado instituto, aparejado todo ello a la creciente actividad arbitral para resolver pacíficamente contiendas de intereses que potencialmente contuvieran amenazas de guerra, todos estos aspectos explican que, como parte de las actividades del instituto, se estatuyera dicho documento, cuyo contenido habría de servir para la posterior adopción de un tratado internacional en la estela de la recién concluida Conferencia de La Haya de 1897.
La fecha de su elaboración no podía ser más apropiada —vista desde la perspectiva del desarrollo de los instrumentos internacionales normativos— ni menos crucial —considerada desde la óptica de las numerosas sublevaciones que en el mundo ocurrían en perfecta sincronía con las deliberaciones de los juristas—. En efecto, el sistema colonial europeo enfrentaba tres insurrecciones de las poblaciones autóctonas en sus dominios africanos y asiáticos: los levantamientos hereros en contra de la Alemania imperial, la insurrección de los Boer que proclamaban la independencia de sus correspondientes repúblicas y que arrastraría al Imperio británico a una guerra tan prolongada como devastadora, y la intervención conjunta de todas las potencias continentales para aplastar la rebelión de los Boxers en China. Al otro lado del Atlántico, los rebeldes cubanos se habían levantado por tercera vez contra la dominación de España, en Brasil se verificaba la puesta en marcha mesiánica del movimiento milenarista, encabezado por el Alejaindinho, contra las tropas imperiales, en Bolivia se asistía a la guerra campesina de Zárate Vilca contra la capital y en Colombia los insurrectos liberales se enfrentaban en una guerra de guerrillas contra el régimen conservador, comprometiendo en su empresa el apoyo de algunos países vecinos.
Así pues, la pertinencia del Reglamento de Neuchâtel, como primera definición de las condiciones para la aplicación de un instituto que había sido sustancialmente de naturaleza política, radica además en que sus disposiciones van a configurar desde entonces el parámetro obligado para toda la discusión doctrinaria azuzada por la preocupación de juridizar al máximo una figura que, por definición, es refractaria a los intentos en dicho sentido. Además, porque los elementos desde entonces consignados desempeñarán una influencia nada despreciable en la redacción del artículo 1 del Protocolo II de 1977 adicional a los convenios de Ginebra de 1949, y contribuirán de paso a dar visos de verosimilitud a una confusión recurrente y doble: de una parte, entre las condiciones para el estatuto de beligerancia y las condiciones para la calificación de un conflicto no internacional en los términos exigidos por el Protocolo II; de otra, entre las condiciones exigidas y los efectos derivados del reconocimiento como si fueran una misma cosa.
En efecto, de acuerdo con el artículo 19 del Reglamento de Neuchâtel, las condiciones para proceder al reconocimiento de la beligerancia eran las siguientes⁵:
Las terceras potencias no pueden reconocer a la parte insurrecta en calidad de beligerante:
Si ella no ha conquistado una existencia territorial distinta mediante la posesión de una parte determinada del territorio nacional.
Si ella no ha reunido los elementos de un Gobierno regular que ejerce de hecho los derechos propios de la soberanía sobre esta parte del territorio.
Si la lucha no es conducida en su nombre por tropas organizadas sometidas a la disciplina militar y con sujeción a las leyes y costumbres de la guerra.
La patente mezcla entre condiciones de estatalidad, como la soberanía y la conquista, que debían hallarse presentes en el movimiento insurreccional para que este pudiera aspirar a la condición de beligerancia, se construyó en un estricto mimetismo con la condición estatal, como consecuencia o huella de la preponderancia jurídica del Estado. Especialmente, de la noción de Estado nacional que por definición sustraía por completo de su ámbito operativo y cognitivo los inmensos territorios coloniales en los dos continentes referidos atrás fuera de la órbita occidental. Haciéndose eco del antecedente en la materia, con ocasión de la guerra de Secesión norteamericana, el artículo 9 del Reglamento de Neuchâtel establecía la posibilidad de revocar un reconocimiento de beligerancia, en los siguientes términos:
Una tercera potencia puede, luego de haber reconocido la calidad de beligerante a los insurrectos, retractarse de este reconocimiento, sin que por ello la situación de las partes en lucha se modifique. De todas maneras, esta retractación no tiene efecto retroactivo.⁶
Mediante esta disposición, se intentaba poner fin a la discusión, que de hecho se prolongaría hasta comienzos del presente siglo, acerca de la naturaleza facultativa u obligatoria del reconocimiento de la beligerancia ante la verificación material de las condiciones de ella. El punto de vista aquí adoptado tendía a favorecer la primera opción, en clara consonancia con los amplios márgenes de maniobra que la práctica internacional había reconocido a los terceros Estados. Sin embargo, ello no fue del todo claro en las discusiones sostenidas entre los diversos internacionalistas públicos, quienes mantuvieron de manera persistente una honda división entre la conveniencia de fundamentar un reconocimiento obligatorio (un autor tan renombrado como Lauterpacht intentaría apuntalar su carácter obligatorio añadiendo, a los ya mencionados requisitos, uno adicional consistente en la necesidad de que, atendiendo a las circunstancias materiales, los terceros Estados tuvieran la necesidad de definir su conducta a través del reconocimiento de la beligerancia) y la opinión mayoritaria que terminaría por rechazar cualquier ampliación de los requisitos y, en consecuencia, terminaría por inclinarse en favor del carácter facultativo de dicho reconocimiento⁷.
La discusión internacional, dentro del mismo propósito de regular normativamente las implicaciones políticas de esta construcción jurídica, también se ocupó de determinar la naturaleza constitutiva o declarativa del acto de reconocimiento de la beligerancia, así como de su carácter inter partes o vinculante para los demás Estados. Sobre ambos aspectos, la doctrina logró opiniones mayoritariamente coincidentes, en el sentido de admitir su naturaleza constitutiva —a través suyo, los insurrectos adquieren una cierta capacidad jurídica y definen una cierta condición de sujetos de derecho internacional público— y subrayar su condición de acto estrictamente circunscrito en sus efectos al Estado que reconoce y al movimiento insurrecto reconocido. El carácter constitutivo se tradujo, para una parte de la doctrina, en la posibilidad para el Estado, en cuyo territorio se escenificaba el levantamiento, de proceder al reconocimiento de la beligerancia, aun con prescindencia de si los requisitos exigidos se verificaban o no efectivamente. Como se ve, las discusiones en este punto prefiguran con una literalidad sorprendente, dentro de la mencionada confusión, el tenor de las discusiones que, tres cuartos de siglo más tarde, se encenderían en las toldas de las delegaciones de juristas reunidos en Ginebra alrededor de las condiciones para la aplicabilidad del Protocolo II, relativo a los conflictos armados internos.
Dentro de las numerosas líneas de argumentación elaboradas por la doctrina, se planteó el problema de la posibilidad (el paralelismo seguido respecto de la teoría de los actos jurídicos de las personas naturales y morales es llevado sin atenuantes hasta sus últimas consecuencias en el esfuerzo, a la vez ejemplar, pero de antemano condenado a la inutilidad, de establecer acotamientos jurídicos al hecho palmariamente político) de que el reconocimiento de la beligerancia pudiera efectuarse mediante una conducta concluyente o, lo que viene a ser lo mismo, que en las relaciones internacionales cupiese la posibilidad de reconocimientos tácitos de la beligerancia. Así, la doctrina identificó como tales el bloqueo de las costas dominadas por los rebeldes, el ejercicio del derecho de presa de conformidad con las leyes de la guerra marítima, la celebración de un armisticio o un cese de hostilidades y el intercambio de prisioneros. Las opiniones de los tratadistas divergen radicalmente una vez más sobre este punto, pero es sin duda mayoritaria la opinión negativa para el caso de la celebración de armisticios y el intercambio de prisioneros.
El Reglamento de Neuchâtel dejó abierta la posibilidad a toda esta infructuosa especulación doctrinaria, al haber establecido en su artículo 4 literal primero que
el Gobierno de un país en el cual la guerra civil ha estallado puede reconocer a los insurgentes como beligerantes, ya sea explícitamente, a través de una declaración categórica, ya sea implícitamente, a través de una serie de actos que no dejen duda alguna sobre sus intenciones.⁸
Con todo el despliegue doctrinario no exento de pretensiones regulatorias que el Reglamento de Neuchâtel