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El Hombre Eterno - Libro 4: Unicornio
El Hombre Eterno - Libro 4: Unicornio
El Hombre Eterno - Libro 4: Unicornio
Libro electrónico245 páginas2 horas

El Hombre Eterno - Libro 4: Unicornio

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El mundo tal y como lo conocemos ha terminado.

Un hombre sigue impasible. Un hombre que ha sido entrenado en el salvaje arte de la guerra. Un hombre que vive su vida según su fe. Un hombre sencillo que no desea tener el poder que le ha sido impuesto. Este hombre es el sargento de la marina Nathaniel Hogan, asignado a la embajada americana de Londres y, aunque no lo sepa, él es El Hombre Eterno.

El primer pulso tuvo lugar en el año 2022 del antiguo calendario. Una secuencia de enormes explosiones solares que creó una serie de pulsos electromagnéticos que detuvieron el corazón de nuestro mundo moderno y nos devolvió a los AÑOS OSCUROS.

Decenas de miles de personas murieron durante las primeras horas ya que los aviones cayeron del cielo, los hospitales dejaron de funcionar y todo medio de transporte moderno se detuvo para siempre. Al cabo de unos días, las muertes alcanzaron los cientos de miles de individuos. Se crearon incendios que quemaron desenfrenadamente las ciudades, se terminaron las reservas de agua y los supervivientes se enfrentaron unos con otros mientras la ley del más fuerte se imponía sobre todo lo demás.

Y Nathaniel se da cuenta de que la enorme cantidad de radiación Gamma de las explosiones solares le ha cambiado. Han mejorado sus capacidades naturales, proporcionándole más velocidad, fuerza y capacidad de curación. Han alargado indefinidamente su esperanza de vida y le permiten usar magia a  partir del poder de los rayos solares.

Pero ni tan solo El Hombre Eterno estaba preparado para lo que pasó después, cuando las explosiones solares originaron un agujero en el tiempo y el espacio, creando una puerta por la que ‘ellos’ aparecieron. Del reino de la fantasía salieron los orcos, los goblins y sus líderes, las Hadas.

¿Vinieron para ayudar, o conquistar?

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento28 ago 2017
ISBN9781507188736
El Hombre Eterno - Libro 4: Unicornio

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    El Hombre Eterno - Libro 4 - Craig Zerf

    El Hombre Eterno

    Libro 4: Unicornio

    ––––––––

    Dije un día a un espantapájaros: Debes de estar cansado de permanecer inmóvil en este solitario campo.

    Y él me dijo: La dicha de asustar es profunda y duradera, nunca me cansa.

    Tras un minuto de reflexión, le dije: Es verdad; pues yo también he conocido esa dicha.

    Él me dijo: Sólo quienes están rellenos de paja pueden conocerla.

    Entonces, me alejé del espantapájaros, sin saber si me había elogiado o minimizado.

    Khalil Gibrán

    Capítulo 1

    ––––––––

    Corría rápida y elegantemente, tensando los musculosos cuartos traseros que resplandecían bajo el lustroso pelaje blanco. Le salía vaho por la boca y se le acumulaba espuma en los flancos. Pero su paso era tan veloz que nada podía adelantarlo.

    Se oía el ruido de los cazadores enemigos que tenía detrás y, encima suyo, el zumbido de las quitinosas alas de las legiones de pequeños exploradores aéreos.

    Impávido, reunió todas las fuerzas que le quedaban y siguió corriendo veloz como un rayo, hacia su destino, levantando polvo y tierra con las cuatro pezuñas. Empeñado en llegar a la intersección de líneas ley que se cruzaban en el centro del círculo de piedras. Porque, por primera vez desde que tenía memoria, podía sentir la llamada de la luz poderosa y podía sentir la brecha entre el ahora y la perpetuidad del infinito.

    Con un último esfuerzo de sus atribulados músculos, galopó hasta el centro del círculo. Cayó un rayo. El cielo se dobló sobre sí mismo.

    El círculo estaba vacío.

    Y en otro tiempo y espacio, en otro círculo, apareció. Hinchando el pecho con dificultad a causa del esfuerzo y las impresionantes piernas temblando casi hasta derrumbarse, pero, de nuevo, había sobrevivido. Era el último de toda su especie y había vivido solo durante innumerables años, pero ahora le llegaba su destino.

    Era casi el doble de grande que un semental de pura sangre. Sus ojos eran del verde más penetrante y detrás de ellos yacía una inteligencia que solo podía haber nacido de incontables experiencias. Y cada vez que se pasaba la crin de un lado a otro del cuello, el gran cuerno que le salía de la frente cortaba el aire como si fuera una espada, reflejando la lánguida luz del sol como una hoja de metal pulido. La luz resplandecía cuando salía reflejada de su pelaje de color blanco puro interrumpido únicamente por una marca negra que tenía en el costado izquierdo. Una marca del tamaño de la mano de un hombre.

    Lemniscata.

    La marca del infinito

    El símbolo del unicornio.

    El símbolo del Hombre Eterno.

    Capítulo 2

    ––––––––

    Nathaniel le hizo señas a Tad, llamándolo con un movimiento del dedo. El enano amigo del marine se le acercó, escondiéndose entre los árboles y matorrales con movimientos cautos. Un arte aprendido a base de años de operaciones clandestinas y miles de horas cazando al aire libre.

    El marine señaló el grupo de guerreros alienígenas bien armados que habían acampado a unos cien metros del límite del bosque.

    —No es un grupo de batalla completo —susurró Nathaniel—. Probablemente veinte Orcos y treinta goblins arqueros. No hay humanos a caballo y parece que tampoco hay Hadas.

    Tad estudió el grupo y asintió.

    —Aún así podrían darnos bastantes problemas —dijo—. ¿Qué piensas? ¿Deberíamos esperarlos?

    Nathaniel volvió la vista hacia el bosque. Los gruesos árboles y la frondosa vegetación escondían una pequeña caravana de cuatro carretas y unas veinte bestias de carga entre caballos, asnos y bueyes.

    Sacudió la cabeza.

    —Puede que acampen unos cuantos días. No tenemos agua y no pasará mucho tiempo antes de que alguno de los nuestros haga algún ruido que nos delate. Después de todo, no son profesionales. Son campesinos, sastres y demás. Solo tendremos alguna oportunidad si hago algo que los distraiga mucho, que haga que se vayan. Después, los refugiados y tú os separáis y vais hacia el muro. Os seguiré después de poner en orden un par de cosas.

    —De ninguna manera —discutió el gran hombrecillo—. Yo crearé la distracción. No podemos tener al rey del Estado Libre correteando por ahí, haciendo de cebo humano para un grupo de batalla de orcos. Es de locos. Ni siquiera deberías estar aquí. La única razón por la que lo estás, es porque eres tan cabezota y obstinado que nos es imposible inculcarte algo de sentido común. Seguramente algunos piensen que estás tarado.

    —Eh —objetó el marine—. ¿Qué formas son esas de dirigirte a tu rey?

    —Lo que digas —contestó Tad—. Pero no puedes venir.

    —De hecho, sí que puedo —dijo Nathaniel—. Y lo haré. Y antes de que eches el grito al cielo, deja que me explique. Para empezar, no eres suficientemente rápido.

    —Cogeré un caballo.

    Nathaniel sacudió la cabeza.

    —Los dos sabemos que no funcionará. No se molestarían en intentar atrapar a un hombre a caballo. Saben de sobras que nunca lo atraparían. No, el cebo tiene que ir a pie y debe ser suficientemente rápido como para escapar. Es decir, tengo que ser yo.

    Ted agarró al marine del hombro y lo miró a los ojos con expresión severa. Ceñudo.

    —Esto no es un juego, amigo mío —dijo—. Demasiadas personas dependen de ti. Ve con cuidado. Lo digo en serio.

    —Anímate, Tad —dijo Nathaniel con una sonrisa—. Solo se vive una vez.

    Tad sonrió también.

    —No... yo solo vivo una vez. Tú vives para siempre. Pero recuerda, no tenemos porqué comprobar esa teoría llevándola al extremo. No estoy seguro de cómo te recuperarías si uno de esos orcos te arrancase la cabeza de los hombros.

    —Antes tendría que cogerme —bromeó Nathaniel al tiempo que se empezaba a quitar la ropa para correr. Se quitó la armadura, las grebas y la túnica, dejando solo su falda escocesa y un par de botas de cuero muy ligeras. Se pasó una tira de cuero por el hombro y aseguró su hacha para que le quedara colgando contra la espalda. Por último, se ató una bota de agua al cinturón junto a una pequeña bolsa de cuero que contenía su honda y un puñado de proyectiles de plomo.

    —Voy a rodearlos —le dijo a Tad—. No me conviene arremeter contra ellos desde aquí. Podría delatar nuestra posición. Saldré por el este, les dispararé unos cuantos proyectiles, gritaré unas cuantas cosas y me pondré a correr como si no hubiera un mañana. Conoces a los orcos, no tienen ninguna noción de táctica, simplemente intentarán matarme. En cuanto empiecen a seguirme, cuenta hasta sesenta y empezáis a moveros. ¿De acuerdo?

    Tad chocó el puño con el marine.

    —De acuerdo, mi señor. Allá vamos.

    Nathaniel volvió a sonreír y se deslizó hacia el bosque, desapareciendo prácticamente al instante a causa de su característico sigilo sobrenatural.

    El gran hombrecillo no tuvo que esperar mucho antes de que Nathaniel apareciera en el lado opuesto del campamento de los orcos. El marine estuvo completamente a la vista durante unos segundos, sacó su honda del saquito con calma, la cargó con un proyectil, la hizo girar por encima de su cabeza y disparó.

    El proyectil de plomo de sesenta gramos cruzó rápidamente el espacio que los separaba y alcanzó a un goblin arquero en la frente, derribándolo como un palé de mercancía defectuosa. Murió antes de que su cuerpo tocara el suelo. El siguiente proyectil aterrizó en el cuello de uno de los orcos; no penetró en la gruesa piel pero le arrancó un grito de porcina agonía.

    —Eh, caracerdos —gritó Nathaniel mientras disparaba otra bala de plomo que rebotó del cráneo del mismo orco, haciendo que se arrodillara—. Es hora de jugar al pilla-pilla.

    Se giró y empezó a correr y el grupo de batalla se lanzó a la carrera detrás de él.

    Es hora de jugar al pilla-pilla —murmuró Tad, divertido, para sí mismo mientras contaba un minuto—. ¿Qué demonios significa eso?  —Sacudió la cabeza, cubriendo su preocupación con irritación. Se giró hacia su grupo—. Vamos, gente —los llamó—. El rey nos ha dado un poco de margen, no perdamos el tiempo. Seguidme.

    Tad montó y guió la caravana de vagonetas fuera del bosque hacia el norte, hacia el Estado Libre.

    ***

    Nathaniel se ralentizó y esperó a que los orcos y goblins se le acercaran. Había ganado mucha ventaja al pelotón del grupo de batalla sin darse cuenta y no quería quedar demasiado lejos de ellos y que abandonaran la persecución. Puso otro perdigón de plomo en la honda y lo lanzó cuando el primer orco quedó a la vista. El proyectil alcanzó a la criatura en el ojo y esta cayó en el césped, gritando y sollozando mientras se agarraba la herida con las garras. El marine se tragó cualquier sentimiento de culpa y disparó otro proyectil hacia un goblin, desgarrándole el hombro y mandándolo al suelo de rodillas.

    Se giró y siguió corriendo.

    Directo contra uno de los orcos más grandes que había visto nunca. Más de dos metros de altura y seguro que más de ciento cincuenta quilos.

    Por norma, todos los orcos eran del mismo tamaño y constitución. Alrededor de un metro ochenta y ciento veinte quilos. Brazos más largos de lo normal, piel de textura gomosa de dos centímetros de grosor, ojos hundidos, sin nariz, sin orejas a la vista y con una fina raja a modo de boca. La razón de estas características era que estaban hechos para luchar. Durante incontables años, las Hadas habían seleccionado a sus guerreros dejándolos con las propiedades esenciales que constituían al orco. Y no era solo sus atributos físicos lo que controlaban. De la misma forma, sus habilidades mentales se habían visto limitadas a seguir órdenes sin rechistar. Reaccionaban a las situaciones en vez de anticiparse a ellas. Si se veían amenazados, contraatacaban. Si el enemigo huía, lo perseguían. Luchaban a muerte sin pensárselo dos veces y mataban sin ningún remordimiento.

    Pero lo que no hacían era pensar en una táctica para rodear al enemigo y pararle una emboscada.

    Solo que este lo acababa de hacer.

    El orco descargó el puño sobre el pecho de Nathaniel. El golpe levantó al marine y lo lanzó más de tres metros más allá. Se dobló de dolor al aterrizar, respirando con dificultad en un intento de recobrar el aliento.

    Cuando Nathaniel se levantó, el orco lo atacó de nuevo con golpes de izquierda y derecha con una fuerza destructiva. El marine sintió como se le rompía una costilla con uno de los puñetazos del orco. Si hubiera sido un humano normal y corriente ya estaría, sin lugar a dudas, más que muerto.

    Pero Nathaniel no era un humano normal y corriente. De hecho, era tan anormal como un humano podía llegar a ser sin dejar de ser llamado humano. Ignoró el dolor de su costilla rota, a sabiendas de que, en pocos minutos, estaría curada, y se concentró en moverse. Se echó a un lado rápidamente y soltó una combinación de puñetazos directos al abdomen del orco. Luego, sin detenerse, rodó por el suelo, donde el orco no podía defenderse, y le dio una patada en la rodilla. Ese inesperado movimiento tiró al orco al suelo y Nathaniel lo golpeó dos veces en la cabeza. Dos golpes secos en los que puso todo su peso para hacerlos más efectivos.

    Esperó a que el orco desfalleciera. En vez de eso, la criatura se levantó, sacudió la cabeza y volvió a ponerse en posición.

    Nathaniel estaba impresionado. Y de repente se dio cuenta de que el orco aún tenía que sacar su espada larga.

    El marine levantó una mano.

    —Ey —dijo—. ¿Por qué no has sacado tu arma?

    El orco se encogió de hombros.

    —¿Por qué no has sacado tú la tuya? —contraatacó.

    Nathaniel no dijo nada.

    —Venga —lo instó el orco—. Terminemos esto antes de que lleguen los demás. —Dio un paso al frente y le propinó un potentísimo gancho al marine.

    Nathaniel movió la cabeza para esquivar el golpe pero no se dignó a apartarse. Luego contraatacó lanzándole un golpe con el brazo derecho por encima de su cabeza, dando de pleno en la frente del orco.

    Este sacudió la cabeza y le devolvió el puñetazo, destrozándole la boca a Nathaniel con su enorme garra, abriéndole una herida que empezó a sangrar al instante.

    Y así estuvieron un buen rato, intercambiando golpes sin ton ni son, sin hacer caso a ninguna táctica o razonamiento. Era simplemente una prueba de fuerza bruta. Una prueba de coraje. Un examen físico que había sido reducido a su forma más primitiva.

    Después de seis o siete golpes por parte de cada uno, el orco cayó sobre una rodilla. Nathaniel le dio un garrotazo en la sien con un terrible gancho derecho y la criatura de piel gris cayó de lado hasta llegar al suelo.

    El orco hizo un último intento de levantarse, pero vio que no podía así que se quedó en el suelo mirando a Nathaniel, en sus ojos se podía ver una mezcla entre incredulidad y respeto.

    El marine le devolvió la mirada y sacó el hacha de batalla de su cinturón en bandolera, la alzó por encima de su cabeza y la bajó hacia el cuello del orco... y detuvo la hoja justo cuando esta tocó la piel del alienígena.

    Luego, con un giro de muñeca, se volvió a colocar el hacha, le hizo un saludo militar al orco y desapareció en el bosque, esta vez corriendo más rápido para asegurarse de que no le tendían ninguna otra trampa.

    Y el sargento orco Kob soltó un suspiro, aliviado.

    ***

    Nathaniel aflojó el paso hasta correr a una velocidad un poco inferior a la del sprint de un humano corriente. Estaba gastando energía a niveles estratosféricos pero no le importaba, ya que sabía que alcanzaría a Tad y los refugiados poco después de que cayera la noche. Entonces podría reponer sus fluidos, comer hasta quedar lleno y dormir como dios manda.

    Mientras corría, se quedó maravillado ante el cambiante paisaje que había a su alrededor. Aún habiendo pasado más de dos décadas desde el primer pulso en la Tierra, que había mandado a la humanidad de vuelta a los Años Oscuros, Nathaniel solo había pasado cuatro de esos años en el presente. Durante veinte de los años de la actualidad fue transportado mágicamente hacia tiempos pasados, donde lo habían nombrado rey de los Pictos y había conducido a las tribus pictas a luchar contra los invasores romanos.

    Cuando se fue, la tierra ya había empezado a cambiar. La vegetación había empezado a invadir pueblos y ciudades, animales como los ciervos y los tejones habían empezado a proliferar en abundancia y el hecho de haber detenido el calentamiento global había provocado, paradójicamente, que los veranos se acortasen y los inviernos se volvieran más largos y duros.

    Además de esto, alrededor del noventa por ciento de la población había muerto. Más de sesenta millones de personas. A raíz de eso, la mayor parte del país había quedado vacía y despoblada.

    Pero ahora, más de veinte años después, habían sucedido cambios mucho más radicales. Los inviernos habían reducido las grades extensiones de carreteras de asfalto a escombros en degradación. Las grietas estaban cubiertas de hierba y el resto estaba cubierto de musgo. Las podridas carcasas de millones de vehículos seguían tiradas a lo largo de las viejas carreteras. Les habían quitado todo lo que uno podía usar y el resto fue dejado allí para oxidarse lentamente hasta convertirse en podridas carcasas vacías.

    Todos los techos de casas deshabitadas se habían derrumbado, permitiendo que los árboles crecieran en sus interiores. Los jardines particulares habían dejado de existir, ya que el crecimiento de árboles y arbustos había dejado de ser controlado por podadoras y sierras mecánicas.

    Inmensas manadas de perros salvajes deambulaban por las ciudades y a veces se cruzaban con las manadas de lobos, ahora omnipresentes. Ya no había ninguna raza de perro concreta, solo una mezcla homogénea de lobo y perro.

    Las aves de rapiña habían reclamado los rascacielos como nidos de águilas desde los que localizaban y cazaban roedores y pequeña presa.

    Los animales más exóticos que habían sobrevivido después de quedar libres de los zoos habían prosperado; orgullosos leones, tigres, rebaños de llamas, osos o hienas.

    La mayoría de las praderas que habían dejado de ser cuidadas por la humanidad se habían convertido en bosques, por lo que ahora fácilmente se podía atravesar el país a lo largo y a lo ancho sin abandonar el refugio de los árboles.

    La humanidad se había adaptado. Lo había afrontado. Pero se había visto conducida hasta el borde de la extinción. Y las Hadas habían llegado y lo habían conquistado

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