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El Hombre Eterno - Libro 3: Guerra de Clanes
El Hombre Eterno - Libro 3: Guerra de Clanes
El Hombre Eterno - Libro 3: Guerra de Clanes
Libro electrónico239 páginas2 horas

El Hombre Eterno - Libro 3: Guerra de Clanes

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El mundo tal y como lo conocemos ha terminado.

Un hombre sigue impasible. Un hombre que ha sido entrenado en el salvaje arte de la guerra. Un hombre que vive su vida según su fe. Un hombre sencillo que no desea tener el poder que le ha sido impuesto. Este hombre es el sargento de la marina Nathaniel Hogan, asignado a la embajada americana de Londres y, aunque no lo sepa, él es El Hombre Eterno.

El primer pulso tuvo lugar en el año 2022 del antiguo calendario. Una secuencia de enormes explosiones solares que creó una serie de pulsos electromagnéticos que detuvieron el corazón de nuestro mundo moderno y nos devolvió a los AÑOS OSCUROS.

Decenas de miles de personas murieron durante las primeras horas ya que los aviones cayeron del cielo, los hospitales dejaron de funcionar y todo medio de transporte moderno se detuvo para siempre. Al cabo de unos días, las muertes alcanzaron los cientos de miles de individuos. Se crearon incendios que quemaban desenfrenadamente las ciudades, se terminaron las reservas de agua y los supervivientes se enfrentaron unos con otros mientras la ley del más fuerte se imponía sobre todo lo demás.

Y Nathaniel se da cuenta de que la enorme cantidad de radiación Gamma de las explosiones solares le ha cambiado. Han mejorado sus capacidades naturales, proporcionándole más velocidad, fuerza y capacidad de curación. Han alargado indefinidamente su esperanza de vida y le permiten usar magia a  partir del poder de los rayos solares.

Pero ni tan solo El Hombre Eterno estaba preparado para lo que pasó después, cuando las explosiones solares originaron un agujero en el tiempo y el espacio, creando una puerta por la que ‘ellos’ aparecieron. Del reino de la fantasía salieron los orcos, los goblins y sus líderes, las Hadas.

¿Vinieron a ayudar, o conquistar?

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento4 ene 2017
ISBN9781507168141
El Hombre Eterno - Libro 3: Guerra de Clanes

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    El Hombre Eterno - Libro 3 - Craig Zerf

    El Hombre Eterno

    Libro 3: Guerra de Clanes

    Como siempre, para mi mujer Polly y mi hijo Axel. Vosotros ahuyentáis las sombras de mi alma.

    Dije un día a un espantapájaros: Debes de estar cansado de permanecer inmóvil en este solitario campo.

    Y él me dijo: La dicha de asustar es profunda y duradera, nunca me cansa.

    Tras un minuto de reflexión, le dije: Es verdad; pues yo también he conocido esa dicha.

    Él me dijo: Sólo quienes están rellenos de paja pueden conocerla.

    Entonces, me alejé del espantapájaros, sin saber si me había elogiado o minimizado.

    KhalilGibrán

    Capítulo 1

    ––––––––

    El sargento de la Marina Nathaniel Hogan observó las vistas del lago Ness desde lo alto de las colinas de Drumnadochit. Por encima de él el cielo resplandecía con el aceitoso arcoíris de las siempre presentes Luces del Norte. A su lado, también a caballo, se encontraba Tad, el enano culturista, lanzador de cuchillos y astrónomo.

    Nathaniel se apretó su abrigo de piel contra el cuerpo para combatir los vientos helados que surcaban las colinas. Luego señaló hacia el este.

    —Parece humo. Quizás sea una chimenea.

    Tad lo miró durante un rato.

    —Puede. Está muy lejos de aquí.

    —¿Vamos y echamos un vistazo?

    Tad asintió.

    —¿Por qué no? No tengo nada urgente que hacer por el momento.

    Espolearon los caballos y empezaron a cabalgar en dirección este.

    Habían pasado dieciocho meses desde que el primer pulso solar arremetió contra la tierra. Un año y medio desde la caída de la red electromagnética, causada por una serie de enormes explosiones solares, que había mandado a la humanidad de vuelta a los años oscuros. Durante esos terribles meses, casi nueve décimas partes de la humanidad habían muerto a causa de enfermedades, hambre e infecciones. En el Reino Unido, más de sesenta millones de personas.

    Pero eso no fue todo lo que ocurrió. Los pulsos solares habían emitido suficiente radiación gamma para afectar a mucho más que las maravillas electrónicas del mundo moderno. Esos mismos rayos habían provocado un cambio en los niveles moleculares del ADN del sargento Hogan y lo convirtieron en un ser de fuerza y habilidades aceleradas, como por ejemplo la capacidad de curarse de la más grave de las heridas como la pérdida de una extremidad o una enfermedad mortal. En todos los aspectos, Nathaniel Hogan se había vuelto casi inmortal.

    Se había convertido en el Hombre Eterno.

    Además de eso, la radiación gamma había permitido la apertura de una puerta entre aquí y allí y, a través de esa puerta, había llegado una nueva civilización. Millones de ellos. Orcos de batalla, goblins y trolls, todos ellos comandados por las Hadas, una raza de criaturas alienígenas con la intención de abandonar su moribundo planeta y conquistar la tierra.

    Por el momento, ni Nathaniel ni Tad habían visto a las Hadas ni a ninguno de sus siervos. Sin embargo, habían oído cosas sobre ellos durante su viaje hacia el norte, viaje que el marine tenía que hacer a causa de una geas[1] que le habían echado.

    Antes de eso, Nathaniel había viajado atrás en el tiempo por arte de magia hasta la era de los celtas y los romanos y se había involucrado en una serie de pequeñas batallas contra los romanos en las que había conducido a su tribu hacia la victoria.

    Finalmente, unas semanas antes, había cruzado el muro de Adriano y había continuado dirigiéndose al norte, hacia las Tierras Altas de Escocia, donde se encontraba en aquellos momentos.

    Cuando se hubieron acercado a la fina columna de humo, pudieron ver que, efectivamente, salía de una chimenea, alzándose hacia el gélido aire. Al acercarse más vieron que la cabaña formaba parte de un clachan, pequeña aldea de casas bajas. El clachan estaba hundido en una hondonada, resguardado del viento y las duras condiciones climáticas. Constaba de una calle principal y unas veinte casas. Los extremos de la carretera del clachan estaban barrados con recias puertas de madera y toda la aldea estaba rodeada por una valla. Nathaniel vio un par de hombres armados frente a cada puerta.

    —Pistolas —dijo Tad.

    El marine asintió.

    —Tómatelo con calma. Hablaremos con ellos pero no provoques enfrentamientos. Nos basta con un poco de calor y una buena comida.

    —Yo no provoco enfrentamientos con la gente —le reprochó Tad—. Tú lo haces.

    —Como quieras —dijo Nathaniel—. Lo único que digo es que si hacen algún comentario de mal gusto sobre tu altura, déjalo. Pon la otra mejilla.

    —Lo haré —contestó, asintiendo.

    Se acercaron a la puerta del lado oeste del clachan y, cuando estuvieron a unos cincuenta metros, desmontaron y continuaron a pie, cogiendo los caballos por las riendas.

    Al acercarse, los guardias alzaron las armas y apuntaron. Listos para disparar.

    —Deténganse y expongan sus intenciones—gritó uno de los guardias.

    —Ninguna intención en particular —contestó Nathaniel—. Solo somos dos viajeros en busca de comida y un refugio para pasar la noche. Tenemos algunas cosas para ofrecer a cambio.

    —¿De dónde sois?

    —Londres. Ya llevamos más de un año de camino.

    Los dos guardias tuvieron una breve charla.

    —Bien —dijo el mismo guardia que antes—. Avanzad y sed bienvenidos.

    Nathaniel y Tad fueron hacia la puerta, el guardia la abrió y les dejó entrar.

    Los cuatro se dieron de la mano.

    —Bajad la calle y atad los caballos fuera de la posada. Es esa, la casa de la que sale humo por la chimenea.

    Nathaniel asintió agradecido. Los guardias se quedaron mirando la inusual pareja mientras estos bajaban la calle.

    Ataron los caballos al palo de madera transversal y cogieron sus armas, dos pistolas, una ballesta, una colección de cuchillos y el hacha de guerra de Nathaniel, de las alforjas junto con una bolsa de liebres destripadas. Luego entraron a la posada por la puerta principal.

    La puerta conducía al bar. La cálida sala era de tamaño mediano. En el lado izquierdo de la taberna había un enorme hogar que no ayudaba a minimizar el humo de la sala pero al menos tenía un buen fuego. El denso humo de la madera, el olor de alcohol y de las hierbas de los fumadores de pipa llenaban la habitación, avasallando a todo el que entraba. Tan fuerte como un matón de patio. A lo largo de la sala había una áspera y vieja barra de bar. Alrededor de esta, había esparcidas una serie de sillas y mesas de todos tipos, colocadas con tan aleatoriamente que parecían un ejercicio de desorden. Había unos doce hombres sentados en grupos. Hablando con tranquilidad. Bebiendo. Algunos, fumando. Pipas y puros caseros.

    Todos se callaron y se quedaron mirando a los recién llegados. Nathaniel y Tad se acercaron al bar. Tad apiló sus armas contra la barra y el marine dejó su saco encima de esta.

    —Saludos —dijo el marine—. Estamos buscando un lugar donde pasar la noche y algo caliente para comer y beber. Estamos agotados del viaje. Tenemos esto para pagar.

    Nathaniel sacó siete liebres de buen tamaño. Todas ellas habían sido despellejadas y destripadas y pesaban alrededor de cinco quilos cada una. Suficiente carne para alimentar de veinticinco a treinta personas si se combinaba con verduras y se hacía un cocido.

    El propietario, un hombre bajo y robusto, de poco pelo y con gruesas gafas, se acercó a los dos hombres. Luego asintió.

    —Una habitación para pasar la noche. Cena con carne, gachas para el desayuno y todo el whisky que queráis, sin pasarse.

    Nathaniel asintió. Era un buen trato.

    —Gracias —dijo—. ¿Podríamos empezar por dos buenos vasos de whisky?

    El dueño sacó dos gruesos vasos y los llenó hasta la mitad con un líquido de color ámbar. Tad y Nathaniel alzaron sus vasos hacia la gente de la sala y tomaron un sorbo.

    El whisky era lo suficientemente fuerte como para hacer aparecer alguna que otra lágrima en los ojos del marine. Era obvio que se había destilado de forma casera. Joven, crudo e intenso. Pero caliente.

    Los dos hombres se acercaron al fuego y se quedaron de pie frente al hogar, permitiendo que el calor se esparciera por su exterior mientras el whisky se encargaba del interior. Nathaniel se sintió bien. Relajado y en calma por primera vez en semanas.

    Y luego alguien habló.

    —¡Eh! —dijo en un susurro lo suficientemente fuerte para que todos lo oyeran—. ¿Creéis que la decoración de jardín ha perdido su sombrero rojo puntiagudo?

    Hubo unas risas colectivas y Nathaniel soltó un suspiro. Tad sacudió la cabeza.

    —Siempre tiene que haber uno de estos —dijo levantándose—. Eso es un gnomo, idiota —continuó el hombrecillo—. Yo soy un enano.

    El bromista soltó una risa burlona.

    —¿Entonces dónde está tu nariz roja?

    —Y eso es un payaso. De verdad ¿eres la persona más estúpida del planeta o es que tu madre está usando la neurona familiar esta noche?

    La habitación se quedó en silencio después de que Tad hiciera lo impensable e insultara a la madre de un Escocés de la Tierra Alta.

    —Que te den, enano —dijo el bromista—. No tenías que mencionar a mi madre. Es hora de que te enseñen una lección.

    —Puede que sea verdad —admitió Tad—. Pero te aseguro que esa lección no me la va a dar alguien tan increíblemente grueso como tú.

    El bromista se levantó de su silla y se acercó a Tad. Era un hombre corpulento, ancho de cintura pero sin llegar a estar gordo. Un cuerpo esculpido por muchas horas a la intemperie trabajando en el campo.

    Tad hizo girar la cabeza para estirar el cuello y liberarse de la tensión.

    —No le hagas daño —dijo Nathaniel.

    El bromista sonrió.

    —No te preocupes, tío. Solo quiero enseñarle un par de cosas al mocoso.

    El marine alzó una ceja.

    —No estaba hablando contigo.

    La pelea, si se podía considerar pelea, duró unos cuatro segundos. Tad se tiró al suelo, rodó, se levantó al lado del bromista y le dio una fuerte patada en el lateral de la rodilla, tirándolo al suelo y luego le dio un salvaje gancho en el lateral de la cabeza, dejándolo fuera de juego en un puñetazo.

    Hubo un silencio de asombro durante unos segundos y luego alguien habló.

    —Eh —dijo con una voz que asimilaba el sonido de un trueno—. No puedes hacer eso.

    Tad se encogió de hombros.

    —Lo acabo de hacer.

    —Sí, bueno. Pues has hecho trampas.

    —Oh, dejadlo ya —replicó el hombrecillo—. ¿Es que todos los de este pueblo sois endogámicos o algo? ¿No puede un hombre tomarse una bebida en paz?

    —Puede —murmuró casi en un gruñido—. Pero solo si es amable y se pelea contra nuestra gente.

    Tad volvió a rodar la cabeza.

    —De acuerdo —dijo—. Terminemos con esto. Inténtalo tú también.

    El propietario de la estruendosa voz se levantó...mucho...y un poco más.

    Debía de medir unos dos metros diez y parecía un armario. La mayor parte de su cara estaba cubierta por una espesa barba negra y el pelo ondulado le llegaba más allá de los hombros. Llevaba una sencilla camisa de manga corta, una falda escocesa y botas con punta de acero.

    Tenía músculos en lugares donde la gente normal no tenía ni lugares.

    Tad le echó un vistazo, se giró y se sentó al lado del marine.

    —Este es tuyo —dijo—. Buena suerte.

    El marine suspiró y se levantó.

    —Escucha, amigo —le dijo al enorme hombre—. No queremos problemas. Relájate. Siéntate. Aquí no pasa nada.

    El hombre se acercó al marine y se inclinó sobre él.

    —Demasiado tarde para charlar, hombrecillo. Vayamos fuera y terminemos con esto.

    Toda la gente de la taberna se levantó y fue hacia la puerta, algunos se detuvieron a medio camino y llenaron sus bebidas en la barra. Nathaniel los siguió y Tad cerró la cola de gente.

    La multitud formó un círculo alrededor de Nathaniel y del escocés y esperó.

    El marine movió los brazos con la intención de calentar los músculos. El otro hombre simplemente se quedó de pie, con los brazos a los lados. Esperando.

    Finalmente, habló.

    —¿Listo? —Nathaniel, como respuesta, asintió y dio unos pasos adelante.

    El enorme hombre era rápido. Más rápido de lo que Nathaniel se pudiera haber imaginado. Su potente primer golpe impactó al marine en el centro del pecho con el sonido de un hacha rompiendo madera. La velocidad del golpe lanzó al marine hacia atrás, pasando por encima de la barra donde se encontraban los caballos, y lo hizo aterrizar contra el suelo nevado con un sonido sordo.

    Se puso a cuatro patas y se levantó lentamente. El mundo giraba a su alrededor como si estuviera en un tiovivo y la luz iba cambiando del oscuro al gris una y otra vez. No tuvo que comprobarlo para saber que se había roto un par de costillas y, cada vez que respiraba, el agudo dolor le recorría todo el torso.

    Se concentró en absorber la energía que había a su alrededor respirando hondo para que sus costillas se pudiesen juntar de nuevo y sus destrozados músculos se pudieran curar. Pero se estaba concentrando tanto en esa acción que no se movió lo suficientemente rápido para esquivar el siguiente puñetazo del hombre. Un puño del tamaño de un jamón arremetió brutalmente contra la cara del marine, lanzándolo, una vez más, contra el suelo. La sangre brotaba a borbotones de su labio partido y, cuando pasó la lengua por los dientes pudo notar que muchos estaban medio sueltos.

    —Eh Nathaniel —gritó Tad—. Date prisa. Hace frío y mis pelotas están más cerca del suelo que las tuyas. Termina con esto antes de que se congelen.

    El comentario de Tad provocó vítores alegres por parte de la multitud y el enano hizo una extravagante reverencia.

    Nathaniel sacudió la cabeza, se levantó y dio unos pasos atrás para quedar fuera del alcance del hombretón.

    El enorme escocés volvió a alzar el puño contra el marine, pero esta vez Nathaniel estaba preparado para contraatacar. Se agachó por debajo del brazo del hombre y martilleó el torso del escocés con una rápida ráfaga de puñetazos, que le propinó a una velocidad impresionante. El sonido era parecido al de una ametralladora disparando contra un saco de arena.

    Nathaniel se retiró y esperó a que el hombretón cayera al suelo.

    En vez de eso, el escocés sonrió.

    —Esta ha estado bien —dijo—. Creo que casi lo he notado. La próxima vez, ponle un poco más de energía.

    Y otro potentísimo puñetazo con la mano derecha lanzó a Nathaniel a la nieve.

    —Auch —dijo Tad sin dirigirse a nadie en particular—. Eso va a dejar marca.

    Hubo otra ronda de risas y uno de los espectadores le ofreció a Tad un vaso lleno de whisky, el cual aceptó con un gesto de agradecimiento.

    Nathaniel se volvió a levantar a duras penas y se quedó de cara al gran escocés. Era ahora o nunca, pensó, sabiendo que si no tiraba al suelo al hombretón en los segundos siguientes, inmortal o no, le iba a caer la de dios es Cristo.

    El marine empezó a dar círculos alrededor del hombre, esquivando un puñetazo de vez en cuando, buscando una brecha. Luego caminó hacia atrás más rápido de lo que el hombretón podía llegar a ir, vio una apertura y fue a por todas. Tres firmes puñetazos directos a los riñones del hombre, luego se retiró y volvió a hacer círculos. Esta vez vio que había causado algún daño. El hombretón respiró hondo unas cuantas veces, pero no dijo nada.

    —¿Qué pasa? —preguntó Nathaniel—. ¿Te has quedado sin comentarios?

    El escocés se dispuso a propinar otro potente golpe al marine pero, de nuevo, Nathaniel se coló entre el brazo del hombre y le dio dos golpes más en los riñones antes de alejarse. Dando círculos y más círculos.

    Al escocés se le puso la cara pálida y su respiración entrecortada hacía todo lo posible para minimizar el dolor de sus riñones golpeados. Se inclinó hacia delante en un intento de agarrar al marine y darle el abrazo del oso. Pero Nathaniel se agachó,

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