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El hijo griego
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Libro electrónico283 páginas4 horas

El hijo griego

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Información de este libro electrónico

La empresaria Diana lvarez aparece muerta en su casa. Cinco aos antes haba sido secuestrada y, tres aos después, su marido asesinado en circunstancias sospechosas.Todo hace suponer que los hechos estn relacionados. El melanclico detective José Olmos debe resolver el caso, pero no parece una tarea fcil.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 abr 2021
ISBN9786077132639
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    El hijo griego - Jaime Martínez Ochoa

    El hijo griego

    El hijo griego

    Jaime Martínez Ochoa

    Primera edición: julio de 2017

    Dirección editorial: Pilar Tapia

    Coordinación de producción: Jeanette Vázquez Gabriel

    Diseño de cubierta: Fabricio Vanden Broeck

    © 2017, Jaime Martínez Ochoa

    © 2017, Editorial Terracota

    ISBN: 978-607-713-263-9

    Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

    Editorial Terracota, S. A. de C. V.

    Puente de Piedra 37

    Col. Toriello Guerra ♦ Tlalpan

    14050, México, D.F.

    Tel. +52 (55) 5335 0090 info@editorialterracota.com.mx

    www.editorialterracota.com.mx

    Índice

    1 9

    2 21

    3 31

    4 43

    5 51

    6 63

    7 79

    8 101

    9 113

    10 131

    11 153

    12 169

    13 181

    14 191

    15 221

    1

    Hay familias abocadas a la tragedia. Fue lo que pensaste al ver el cuerpo de Diana Álvarez tirado en el centro de la habitación. Salvo por el charco de sangre del tamaño de un plato que se había formado debajo de su cabeza, no había nada en su rostro que indicara que estaba muerta. Su actitud relajada, los ojos entornados, el cabello derramado sobre los hombros, hacían pensar más bien en una modelo a la que un fotógrafo algo excéntrico hubiera pedido una pose de marcada morbidez.

    Cinco años antes la mujer había sufrido un secuestro y tres años después su marido había muerto al caer por las escaleras, en un accidente que dejó bastantes dudas; ahora, dos años más tarde, alguien la había matado de un tiro en la cabeza. ¿Todo era producto de la casualidad?, ¿respondía más bien a un extraño fatalismo familiar?

    El cuerpo estaba cubierto sólo por una tanga de encaje blanco que dejaba entrever el vello del pubis, que se había rasurado en forma de corazón. Tenía un vientre liso, labrado por el ejercicio y unos pechos morenos, coronados por pezones oscuros. Sobre una mesilla de hierro de patas leonadas reposaba una copa de vino tinto y un cenicero con una colilla apagada. A unos metros, en el suelo, yacía la bata, también de encaje blanco, que había utilizado para cubrirse ante la presencia intempestiva del intruso. La puerta entreabierta del baño dejaba ver un piso de mosaicos azules y el borde de una tina de mármol azul, con chapas de bruñida madera de encino; las paredes emitían reflejos de un azul crepuscular.

    Podías imaginar la escena: la mujer se había dado un largo baño de agua caliente, había elegido cuidadosamente las prendas interiores, los perfumes, las cosas del pelo, las cremas que se untaría en el cuerpo; entre pausa y pausa, había bebido un trago y se había fumado el cigarrillo. Tenía una cita galante y se había preparado para que aquella fuera una noche inolvidable. Pero sólo había alcanzado a ponerse la tanga. Alguien (¿su amante?, ¿otro?) había tocado a la puerta y unos segundos después, mientras se apartaba, cubriéndose los pechos con la bata, el asesino le había disparado un tiro en la cabeza. No había señales de violencia en la habitación; el asesino tenía que ser por fuerza una persona conocida, posiblemente el hombre que esperaba u otro, alguien que podía entrar sin llamar la atención. A los cincuenta años, Diana seguía siendo una mujer hermosa, con esa hermosura de las mujeres adultas de buena posición económica que pasan buena parte de la mañana en el gimnasio y comen sólo productos recomendados por nutriólogos. La piel tersa, color mate, las uñas de los pies pintadas de rojo intenso, la negra cabellera que parecía una ola derramada sobre sus hombros, el pubis de pelos oscuros, muy rizados y abundantes, que semejaba un corazón, delataban a la mujer que, más que luchar contra la edad, trataba de amoldarse a ella sin perder el juicio. Tristemente, nada de eso le había servido para conjurar la muerte.

    Te preguntaste cómo había vivido su secuestro y cómo la muerte del marido. Su cuerpo rotundo, la elegancia de su habitación, aquella casa magnífica, eran una prueba de que, por más sufrimiento que hubiera enfrentado, había logrado salir adelante. Volviste a mirar el vello del pubis, que ella se había rasurado para que su amante supiera que le pertenecía aun antes de que su carne la penetrara. ¿A quién se le dedicaban ese tipo de sorpresas? Sólo a una persona a la que uno amara mucho, pensaste.

    La habitación era una superficie entarimada de dos niveles, con la cama y un gran cuadro que la representaba junto a un hombre más joven, en la cabecera. Los demás muebles, pocos pero amoldados a las paredes como si formaran parte de ellas, se extendían en el segundo nivel, siguiendo un perímetro de unos seis metros cuadrados, dividido por una puertita-balcón de cristales esmerilados que conducía a la terraza. Había un ventanal cuadrado, cuyas cortinas de seda oscura seguían corridas, ocultando parcialmente la luz de la mañana; a lo largo de la pared se extendía un armario de puertas corredizas. Era una habitación extrañamente femenina, sin rastros de la presencia de un hombre, salvo la figura del joven en la pintura. Recordaste que era viuda y que el único romance que se le conocía era con un político en decadencia. ¿Ese novio tendría algo qué ver? Te acariciaste la barbilla: había que investigar coartadas, meter las narices en vidas ajenas, hablar con probables sospechosos, elaborar diagramas, marcar territorios. La perspectiva no parecía muy agradable.

    Marco Duarte, el ayudante, tosió a tu lado.

    —El asesino entró por una puerta que hay en el jardín lateral y comunica con la calle, seguramente una antigua entrada de la servidumbre. Está oculta entre unos matorrales, detrás de los arbustos del jardín. Subió por una escalerilla recargada entre el muro y un árbol y desenganchó la ventana, que no tenía seguro. El aparato de seguridad estaba desconectado y ella no tenía guardaespaldas.

    —¿Las sirvientas no se dieron cuenta?

    —Se fueron temprano. Tiene dos: la cocinera y la mujer que se encarga de la ropa y la limpieza. El asesino visitaba con frecuencia la casa. La puerta carecía de óxido y la hierba está aplastada en esa parte, aunque no por el lado de los árboles. La escalerilla pertenece al jardinero, que viene dos veces a la semana. Si bien el asesino la visitaba frecuentemente, lo hacía con mucha cautela.

    — ¿A qué hora la mataron?

    —Como a las once de la noche.

    —Entonces tiene ocho horas muerta. ¿Ella vivía sola?

    —Sí. Tiene un hijo pero reside en el DF.

    Miraste la pintura en lo alto de la cama: el joven se le parecía mucho. Tenía un aire triste.

    —El asesino era alguien conocido, tal vez su amante.

    —Ella lo estaba esperando para hacerle una pequeña fiesta. En la cocina hay una fuente con bocadillos y dos botellas de champaña en una bandeja.

    —¿La descubrieron las sirvientas?

    —La cocinera. Cuando ella llegaba Diana ya estaba en el comedor, bebiendo café y leyendo los diarios. Se levantaba muy temprano para hacer ejercicio. Ella solía prepararle una ensalada.

    —¿Iba a algún gimnasio?

    —Tiene uno en la casa.

    —¿Algún instructor?

    —Utilizaba videos. ¿Por qué si vivía sola el tipo la visitaba en secreto y se tomaba tantas molestias?, ¿por qué desconectaba el sistema de seguridad?

    —Eso es lo que nosotros tenemos que averiguar. ¿Te gusta ser poli, Marco?

    —Me gusta hacer justicia.

    —¿Justicia?, ¿de qué hablas?

    Empujaron la puerta del balcón y salieron al aire húmedo del exterior, oloroso a lluvia y sol fresco. En la terraza había una silla reclinable dirigida al barandal de madera, debajo del cual se extendía un gran tramo de césped poblado de senderillos de grava que concluían en una cabaña de tablas que debía servir para tomar cocteles. Había una hilera de encinos y, en el enclave de los senderos, un pequeño invernadero protegido con una lona de hule transparente. Del otro lado del muro de piedra que protegía la mansión se extendía una intransitable barranca poblada de eucaliptos que en la parta baja se convertía en la avenida Camelinas, a unos pasos de las rejas del zoológico. Morelia, desde ahí, era una vasta superficie de resplandores antiguos, donde los edificios nuevos compartían espacios con los edificios viejos, imponiendo en el vacío una geografía de cantera, cristal, mampostería y madera. Marco señaló la hilera de eucaliptos de la barranca.

    —Muy bonita vista. Hasta esto nos han quitado los ricos.

    —¿Qué?

    —Los paisajes. Hasta eso tienen ellos.

    —Ser rico es eso, ¿no? Elegir lo que quieres ver por la mañana, al despertarte. Tocas una campanilla y el mundo se abre a tus pies.

    —Elegir, elegir, qué hermosa palabra.

    —Hermosa y triste.

    —Sí, porque no todos tienen acceso a ella.

    —Es como la justicia.

    —Parcial, improbable.

    —Pero hay que tener cuidado con el resentimiento.

    En ese momento, desde el zoológico les llegó el grito lastimero de un león.

    —¿Hay algún posible sospechoso? —preguntaste.

    —Los de siempre: el novio, el administrador, empleados. Fue una muerte premeditada. El asesino se cuidó muy bien de no dejar huellas. Le disparó a bocajarro. Pero no hay rastros de violencia.

    —¿Un amante secreto?

    —Puede ser. Ella se había preparado para una fiesta. Las sirvientas dijeron que una vez cada dos meses se encerraba a piedra y lodo a hacer actividades personales. Las mandaba temprano a sus casas.

    —Algo salió mal, entonces. ¿Familiares?, ¿amigos?

    —Salvo el hijo, no tenía a nadie más. Sus padres murieron cuando era muy joven. No tuvo hermanos. Tiene dos tíos en Monterrey pero no se frecuentan. El hijo ya viene en camino.

    —¿Cómo se tomó las cosas?

    —No dijo nada. Sólo que ya venía en camino.

    Regresaron a la habitación en el momento en que los policías forenses entraban en el pasillo. Volviste a mirar el cuerpo tirado sobre la alfombra, el charco de sangre debajo de la cabeza. Aunque querías mirar el cuerpo como lo que era, un cuerpo que había dejado de tener vida, tu mirada se deslizó sobre el triángulo de pelos en forma de corazón. Era una pena prepararse para un acto de amor y en lugar de recibir placer recibir un balazo. ¿Qué imagen última habían visto aquellos ojos?, ¿qué ultimo perfume de hombre había aspirado su delicada nariz?

    Saliste del cuarto e hiciste lo que solías hacer en los escenarios del crimen: recorrer como al descuido los pasillos, las habitaciones, los salones, los sótanos, los jardines, las cocinas, las cocheras. Era una actitud de falsa negligencia, que te ayudaba a amoldarte a la familiaridad de las casas ajenas, entender el mecanismo que las hacía funcionar, observar detalles, figuras, sombras, las invisibles geometrías que sostienen la normalidad de una vida. Aquella casa era muy grande, y más porque ahí sólo vivía una persona, Diana, y dos mujeres del servicio que se turnaban las diferentes actividades domésticas. Quizá por lo mismo, los pisos, paredes y muebles lucían impecables y había detalles arquitectónicos y acabados de lujo que sólo la abundancia del dinero podía permitir. En la mesa de mármol de la cocina, como había dicho Marco, encontraste una fuente con trozos de salmón, algo de langosta, y dos botellas de champaña metidas en cubos de metal. A algunas personas les gustaban aquella clase de bocadillos; bebían champaña no por su sabor sino por el prestigio que encarnaba; creían que eso las hacía más felices.

    La casa, curiosamente, contradecía la imagen que te había dejado traslucir la mujer tirada en la alfombra: aquel lujo, aquella especie de frialdad, no tenían nada que ver con la bella dama madura que se pintaba las uñas de los pies de rojo estridente y se depilaba el pubis en forma de corazón. ¿Pero qué sabías tú de la gente, que sabías tú de la vida íntima de las personas, salvo que, en el fondo, todos somos iguales, con la misma necesidad de aventura y fantasía?

    La habitación de Roberto Palacios, el ex marido, estaba cerrada con llave. Tuvo que venir la sirvienta a abrir. Era una mujer bajita, redonda, de abundante pelo blanco y cara de niña. No encontraste nada extraño, salvo un cuarto austero que olía profundamente a encierro. Parecía la mazmorra de un sacerdote fanático: la cama, el armario, una mesa de noche, una lamparilla de cuello de cisne.

    —¿Aquí no limpiaban?, le preguntaste a la mujer.

    —No, nadie entraba aquí.

    —¿Por qué?

    —Siempre estaba cerrado con llave. Cuando murió el señor la señora decidió clausurarlo.

    —Usted encontró el cuerpo de Diana. ¿Qué opina de su muerte?

    —Se me hace tan extraño.

    La mujer soltó un sollozo.

    —¿Notó algo raro en los últimos días?

    —No.

    —¿Nada de nada?

    —Nada. Si hubiera visto algo raro me habría dado cuenta. Ella era muy metódica.

    —¿Sabía usted que un hombre la visitaba cada cierto tiempo?

    —No.

    —¿Nunca encontró nada extraño en la casa, en la cocina?

    —Nunca.

    Bajaste a la cochera, que se localizaba en el sótano de la mansión. Era un recinto amplio, con espacio para al menos unos cuatro vehículos, pero sólo había tres: dos automóviles Honda Corolla, uno rojo, otro negro, y una camioneta Explorer plateada. En un muro había una puerta que conducía al patio trasero, que se conectaba con el jardín de la casa por una escalera labrada en la cantera de la barranca. Revisaste someramente los vehículos: sólo la camioneta parecía estar en uso; los coches tenían pátinas de polvo en los cristales y se veía que tenían un buen tiempo sin moverse. No encontraste nada extraordinario, salvo folletos, la documentación del seguro, las tarjetas de circulación. Miraste los folletos: uno era de un fraccionamiento en Ixtapa, el otro, de una clínica de cirugía plástica. De momento, esos folletos no podían decirte nada; tenías que profundizar en el tema, conocer a la gente que rodeaba a la empresaria para que aquellos papeles demostraran su utilidad, si es que tenían alguna. Avanzaste por el jardín, rumbo a la puerta de salida.

    En la calle te encontraste a Mario Santiago, el jefe de la policía estatal. Era un hombre bajo, de panza abultada y calva incipiente, con ojos achinados que le daban un aspecto oriental. Tres años antes, su hijo, que era jefe de escoltas de un funcionario del gobierno, había muerto en una emboscada, junto con el funcionario y otro guardaespaldas. Durante el servicio funerario nadie lo vio derramar una lágrima y cuando los periodistas lo interrogaron contestó todas las preguntas de manera fría, sin dejar entrever sus sentimientos. Semanas después se sabría que el funcionario era protector de una banda de narcos y que lo habían matado como reprimenda por no haberles avisado de un operativo; que su hijo hubiera muerto para proteger a un traidor había hundido a Mario Santiago en una depresión mortal. Por esa actitud y porque nunca te presionaba más de la cuenta, te caía bien ese hombre casi insignificante, que parecía sumido en un eterno pozo de melancolía. Siempre que lo veías pensabas: es un hombre moralmente destruido. Sólo lo sostiene la idea de que hace lo correcto.

    —Tenemos algo gordo, José.

    —Eso parece.

    —Diana Álvarez era una empresaria muy querida. Y sus compañeros ya empezaron a ladrar. Van a estar dando la lata hasta que encontremos al asesino.

    —Aquí no hubo robo ni nada por el estilo. Más bien parece algo pasional.

    —Pero ella fue secuestrada hace años y su marido murió hace poco. Y salía con un político. Como quien dice, todo un caso. ¿Tienes algo?

    —Nada.

    —Necesitamos algo para los periodistas.

    —Diga que sospechamos de un amante despechado.

    —¿El político?

    —Otro.

    Antes de marcharte, hiciste el recorrido que supusiste debió realizar el asesino la noche del crimen. La calle era muy breve, cortada en un extremo por la calzada que bajaba hasta avenida Camelinas y en el otro por una callecita lateral que conducía hasta la avenida Ticateme, que entroncaba metros abajo con el Libramiento. Las residencias vecinas, unas ocho, eran grandes, de muros gruesos y portones inexpugnables: parecían tan silenciosas como las calles de un cementerio. Ni siquiera la presencia de los vehículos policiacos que hacían fila en la acera había despertado la curiosidad de los habitantes. Diste media vuelta y penetraste por la puerta lateral que, efectivamente, no era visible desde el exterior ni del interior debido a que la ocultaba una línea de arbustos. Tenías que preguntarle al jardinero por qué si en el resto de la casa todo lucía impecable, ahí, tanto afuera como adentro, habían dejado crecer la hierba. Del otro lado del muro había un rectángulo de matas tronchadas, un seto de rosales y el patio empastado, sombreado por los altos ficus. Desde ahí se veía claramente la ventana del pasillo superior de la casa.

    Cogiste la escalerilla de detrás de los arbustos y la colocaste contra la pared; subiste. Te bastó alzar la ventana para que la base se desplazara suavemente, sin emitir ningún chasquido. De nuevo abajo, donde los agentes de la policía forense dividían el terreno siguiendo las indicaciones de Marco Duarte, te preguntaste por qué aquella hermosa mujer, que tenía todo el dinero del mundo, había elegido para las citas clandestinas precisamente su casa. Tú mismo te contestaste: porque estaba sola. Pero si esto era así, ¿por qué su amante, si es que se trataba de su amante, utilizaba aquella puerta casi invisible, que sin duda había sido edificada para la gente del servicio?, ¿no habría sido más fácil dejar las puertas entornadas? El caso del sistema de seguridad desconectado también resultaba extraño. Ella lo había desconectado justamente para que el hombre que la visitaba en secreto pudiera entrar sin problemas.

    Le hablaste a la secretaria de la oficina para que te buscara los expedientes del secuestro de Diana Álvarez y de la muerte de su esposo, el empresario Roberto Palacios. Tenías que empezar por el principio. A Marco le dijiste que tenías una clase esa mañana en la Facultad de Derecho. Debías informarles a los estudiantes que quizá no los podrías ver en algunos días.

    En la calzada que descendía hacia la avenida Camelinas te cruzaste con los vehículos de los periodistas, que subían en estampida hacia la casa de Diana Álvarez. Ese mismo día, en los noticieros de la televisión la novedad sería un escándalo fenomenal. A la mañana siguiente los diarios publicarían su fotografía y las quejas de los empresarios, que hablarían de lo difícil que era hacer negocios en un estado dominado por el crimen.

    Al llegar al cruce de la avenida tomaste por Camelinas y luego por Ventura Puente, que te llevó hasta Acueducto, donde rodeaste la plaza Morelos. Te detuviste en el estacionamiento de la calzada de San Diego, a unos pasos de la Facultad de Leyes de la Universidad. Dabas clases de filosofía política en un diplomado que tomaban cinco alumnos cada semestre. Si tu trabajo te lo permitía, ibas dos veces por semana; si no, lo hacías cuando podías, incluso sábados y domingos, en alguna cafetería cercana. Como tu clase era optativa, los horarios no eran rígidos y se podían acomodar a tus rutinas. Impartías clases en recuerdo de tus años de profesor universitario y porque aquello te obligaba a estar actualizado, en contacto con gente joven; además, te daba la oportunidad de salirte de la esfera policiaca en la que trabajabas. Como me dijiste en alguna ocasión, no sin ironía, dar clases era como celebrar misa: hablabas ante un público cautivo, que creía en tus palabras porque las decías tú, no porque fueran verdad. Cuatro años de vida en la ciudad, dos como asesor de la Secretaría de Seguridad Pública, los otros como investigador policiaco, te habían dado la suficiente confianza en ti mismo como para seguir desarrollando una vida privada al margen de la vida oficial.

    Las clases las impartías en un saloncito anexo a la oficina del subdirector. Ya estaban ahí los seis alumnos del curso, tres hombres y tres mujeres, una de ellas Karla, la chica morena con la que tenías tiempo saliendo pese a que ese tipo de relaciones estaban prohibidas. Salvo Karla, los estudiantes desconocían tu trabajo de investigador policiaco (tal vez lo sospechaban), aunque sabían que eras asesor judicial. Diez minutos antes de concluir la clase, un alumno preguntó:

    —Cuando hay un crimen como el de la empresaria Diana Álvarez, ¿cómo se inicia una investigación?

    —Hay que reunir todas las pruebas posibles, dijiste. Es como armar un rompecabezas. Tienes que recopilar las piezas en varios lugares, a través de conversaciones, intuiciones. Lo mismo te puede servir una colilla de cigarrillo que una carta comprometedora. Lo más importante es no ceder a la tentación de lo fácil. Pensar, por ejemplo, que el escenario del crimen puede servir de algo.

    —¿No sirve?

    —Con tantos programas policiacos, hasta un niño sabe cómo enredar las huellas en la escena de un crimen. Además, los primeros que empañan las escenas son los propios policías. No sirve de nada prestarle tanta atención, excepto que los rastros sean muy evidentes. Lo que se debe hacer es regresar una y otra vez al escenario; puede que con algo de suerte un día encuentres en el piso algo que antes no estaba. Eso puede ser un indicio. El chiste es no tener prisa, no presionarse más de la cuenta.

    —Yo creía que el escenario del crimen era lo más importante.

    —Es sólo el punto de partida.

    Al terminar la

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