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De un lado al otro de la carretera: Año 2000 tal como eramos
De un lado al otro de la carretera: Año 2000 tal como eramos
De un lado al otro de la carretera: Año 2000 tal como eramos
Libro electrónico216 páginas3 horas

De un lado al otro de la carretera: Año 2000 tal como eramos

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Esta novela suma política, inmigrantes, fútbol y bares y obtiene una intriga que entretiene y refleja la doble moral de una derecha corrupta y una izquierda de supuesta tradición social.

Treviño, un comercial catalán promedio es confundido en un bar con un agente fiscal de seguridad social y recibe sobres con sobornos sólo por mencionar a su jugador de fútbol favorito cuyo nombre es tomado por una clave. Esta confusión llevará a Treviño por diferentes bares de la noche catalana recogiendo sobres con dinero, golpes de matones y la pasión de una bella teutona cuyo juego tardará en descubrir y lo convertirá en un tiovivo alrededor del cual girarán intereses inmobiliarios que utilizan mano de obra barata, esperanzas inmigrantes y supuestos protectores que pagan o reciben sobres con dinero. De un lado al otro de la carretera monta sobre el dilema de Albert de devolver o no el dinero una casi parodia que va del fútbol, los bares, el problema inmigratorio y la especulación inmobiliaria a una reflexión sobre la doble moral de un país atravesado por una derecha corrupta y una izquierda que se dice de una tradición más social.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento22 sept 2016
ISBN9788491126454
De un lado al otro de la carretera: Año 2000 tal como eramos
Autor

Carlos Masana Font

Carlos Masana Font nació en Barcelona el 20 de Marzo de 1958. Estudió Cine y Televisión en Los Angeles California. Una vez en Barcelona se involucró en el mundo de la televisión, en concreto en TV3 y Antena 3, en los departamentos de informativos como realizador de reportajes de actualidad. Más tarde estuvo vinculado en el mundo de los documentales y los guiones cinematográficos. Su pasión por documentar la actualidad y su experiencia con los guiones cinematográficos, le llevó a escribir esta novela logrando un sincretismo entre estos dos mundos. El protagonista de la novela se mueve dentro del mundo de la ficción cinematográfica y la realidad política y social, que se vivía en la Cataluña del año 2000 en plena burbuja inmobiliaria.

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    De un lado al otro de la carretera - Carlos Masana Font

    EL PRIMER ENCUENTRO

    Eran las seis de la tarde y conducía una furgoneta. El color del asfalto se confundía con el del mar, que se extendía a mi izquierda en un mes de enero, justo después de las fiestas navideñas, tras una gran resaca de ventas y esquizofrenia colectiva, la del 2000. En aquel momento me pregunté cuál había sido mi aportación, al menos a los últimos veinte años del ya pasado siglo, pero no encontré respuesta.

    Me conocía la ruta de memoria; muchos menús, muchas copas, me decía yo, merecidas después de un día en la carretera visitando clientes. Muchas siestas al mediodía frente al mar, esperando la ebullición de las tardes, de las madres liberadas de sus hijos aparcados en el happy park, donde celebraban el cumple con los amigos, o de esas otras madres arrastrando a una prole que pedía golosinas y chucherías a cada paso.

    Entraba en una población y unas luces de neón conocidas aparecieron a mi izquierda, avisándome de que allí podría tener o no una respuesta a mis pensamientos sobre el nuevo milenio, pero lo que sí tendría era un merecido descanso.

    Me encontré delante de un camarero a quien ya conocía de otras veces y que siempre daba la sensación de ir colocado. Era de aquellos camareros por cuyo pasado no te atreves a preguntar por miedo a lo que puedan contar. Se movía con una aparente soltura que, combinada con rarezas como su afición a las frases en inglés, hacían de él una persona huidiza. Nunca miraba a la cara mientras yo lo perseguía con la mirada.

    —On the road again? —me preguntó.

    Yo le contesté mecánicamente que la campaña había ido bien, que se había vendido mucho.

    Él, como si le importase un pimiento lo que yo le dijera, y en un afán de reducir la rutina del trabajo a una estadística lineal y con pocas oscilaciones, me comentó que allí en el bar restaurant no se había notado nada. «Como cualquier otro año —agregó y recalcó—, aquí lo fuerte es en verano con los guiris».

    El panorama era un tanto desolado: éramos el camarero, yo y tres magrebíes que, animados supongo por las cervezas, alternaban sus comentarios sobre la retransmisión de un partido de fútbol. Ya sabían que aquí el fútbol no es un deporte, sino una manera de relacionarse.

    Los tres comentaban con poco interés las jugadas desde la barra, que se había convertido en un complejo ocio-futbolístico a base de copas, monitores, espejos y tortilla de patatas, animados por el menda del camarero. Así que pedí un Cutty con hielo y agua.

    Los magrebíes aseguraron ser del Casablanca Club de Fútbol, y Juan el camarero, que así se llamaba, de un equipo desconocido de un pueblo que yo nunca había oído nombrar; eso le daba un toque de autenticidad y suponía un camino abierto a todo tipo de preferencias futbolísticas para los clientes. Ni de aquí ni de allá, aunque dejó claro que su tío había sido el presidente de ese club, y como yo no era de ninguno, me hice pasar por cruifista, así que éramos pocos y desconocidos, y desde el más allá alguien decidió que el fútbol era nuestra alegría de vivir. Mohamed, que parecía llevar la voz cantante, entendió perfectamente mis preferencias, y me dijo:

    —Está claro que no te gusta Van Gaal.

    Sadam, que estaba más al fondo, aprovechando ese pase en corto, sentenció ante mi sorpresa:

    —Es un nassi.

    Amed, el del medio, remató a gol:

    —Es el equipo de merssenarios más cago del mundo.

    Juan, desde la modestia de ser de un equipo humilde, paró la pelota, y como por una especie de lógica futbolística aseguró que había sido nada más y nada menos que portero de tercera regional, y dejó claro que estos finolis del Barça se cagarían encima si jugaran en el campo de su pueblo.

    Silbaron los tres; yo no, pues en mi condición de cruifista me sentía en la obligación de amar el fútbol por sí mismo, sin aditivos ni conservantes, sin especulaciones. Pero, sin lugar a dudas, lo que más me gustaba era la ironía del técnico, así que le dije que, posiblemente, si se hubiera dedicado al fútbol, habría sido un gran portero. Espoleado por mis palabras y con una sonrisa socarrona, Juan sirvió otra ronda incluyendo mi whisky, que volvió a quedar en su estado inicial. Esto se repitió varias veces, y yo tenía la curiosa sensación de que no bebía en absoluto, ya que el vaso siempre parecía estar lleno. Justo en ese momento, el monitor de televisión habló:

    —¡Goool! —Había marcado el Sevilla.

    Los tres de Casablanca fueron unánimes: no era un gol cualquiera, había sido una jugada de malabarista, una jugada bordada, de libro. Juan, ya un pelo tocado y dispuesto a llevar la contraria, siempre en beneficio del negocio, quitó leña a tal hazaña y dijo que el portero era un mierda, que no se estiraba bien, falto de reflejos, drogado, dopado, noctámbulo, y tirándose un pequeño y tímido erupto, incluyó un adjetivo final: putero.

    No sé si fue el efecto de las cervezas que religiosamente se estaban tomando los tres marroquíes, pero Mohamed no dudó ni un solo momento en colocar dos taburetes de la barra en un extremo de esta a modo de portería.

    En poco más de media hora pasé de la fría carretera y de mis pensamientos sobre el siglo que acabábamos de dejar, ahora más turbios, al fútbol en directo confortablemente sentado en una barra, con buena compañía y un whisky en la mano.

    Curiosamente, el partido de fútbol tenía unas sorprendentes interrupciones. Se trataba de la victoria del PP en las elecciones generales de hacía una semana. Se conectaba en directo con Codillos del Cordero, una población en un lugar indeterminado de Castilla La Vieja, un pueblo perdido en la geografía española de quinientos y pico habitantes donde se había votado en masa al PAPO. Ahora, sabedores de su misión cumplida, los quinientos incluso los niños jugaban tranquilamente al dominó en la plaza del pueblo. Varias viejecitas vestidas de domingo decían lo que pensaban sobre tal hazaña; siempre en primera persona, hablaban de algo que parecía muy suyo: el PAPO.

    Después de otra interrupción volvió el fútbol, a transportarnos a un lenguaje entendible. Y nosotros también regresamos a nuestro mundo particular, el que había improvisado Mohamed en medio del bar.

    Era una final hispano-marroquí con resultado de empate, por lo que habíamos pasado a la tanda de penaltis. Amed arrastraba a Juan hasta la portería, mientras Sadam y yo animábamos desde la barra. Mohamed se preparaba a ejecutar un penalti con una pelota deshinchada llena de autógrafos sustraída del mostrador. Juan, nada convencido de su imagen actual como portero, optó por pegar un trago de cerveza que le ofrecía Sadam, mientras Mohamed colocaba la pelota a una prudente distancia y se preparaba para chutar. Este no paraba de fustigar verbalmente a Juan con frases que hablaban de una cultura común a la nuestra: «Portero de tercera división, camarero sin pasión» y «Casablanca, Casablanca, Juan no tiene tranca».

    A todo esto, Juan ya estaba entrando en calor con el jolgorio montado, flexionaba las piernas y se frotaba las manos, consiguiendo un parecido extraordinario con el gran Zubi. Mohamed con una mano en los cojones y la otra subiéndose los pantalones, que daban la sensación de no ser suyos, se abalanzó sin previo aviso sobre la pelota dando un puntapié con todas sus fuerzas. La pelota pasó rozando el mentón izquierdo de Juan, que se tambaleó como un zombi y no consiguió intuir la trayectoria de la pelota; sus ojos saltones e hinchados por el alcohol permanecieron inmutables, hasta que oyó como la pelota perforaba la cristalera trasera del bar, y entonces, como despertando de un sueño, se echó la mano a la cara, sintiendo el escozor producido por el esférico propulsado en aquel potente chute de Mohamed.

    La pelota, medio deshinchada y cansada de tutearse con decenas de tortillas de patatas, escapó a través de la cristalera. Era la primera vez que visitaba la calle, pero su libertad duró poco, ya que obligó a un coche a frenar como si se tratara de una persona que cruza sin avisar. De golpe, la pelota se volvió azul, y ese azul empezó a parpadear.

    LA NUEVA CLIENTELA

    Yo solo había estado una vez en una comisaría; tenía veinte años y me habían pillado meando en la calle frente a un puesto de policía, aliviándome de los whiskis un sábado por la noche. El comisario nos informó de que había muchos sitios para orinar y se preguntó si quizás había en nosotros intencionalidad en hacerlo delante de una comisaría. No, no la había. Pero aun así una comisaría era una comisaría y había que andar con pies de plomo; aquellos uniformes producían alergias en la memoria del pasado. No pude por más que recordar mi corta estancia en la universidad y aquella manifestación de donde todos, sin excluir a nadie, volvimos con el cuerpo lleno de morados.

    En cualquier caso, era la primera visita del milenio a una comisaría, y se notaba, era una situación muy de la Europa actual: inmigrantes por todos lados, gente que ya no quiere trabajar de cualquier cosa, ahora sustituida por personas de otras razas y orígenes dispuestos a lo que fuera. Todo parecía muy tranquilo. «Al fin y al cabo —pensé—, estamos en un país civilizado marcado por el estado del bienestar, la democracia, la cultura y la tolerancia mediática». Pero no podía dejar de considerar que todos estábamos hechos de una misma esencia, éramos personas con problemas, de culturas diferentes, ahora unidos por el criterio global e universal de los instintos básicos y las necesidades vitales. Ellos aportaban el contraste en el planeta Tierra; yo, la formalidad de una pequeña pero poderosa parte de este.

    Mi carnet de conducir era inspeccionado por un poli, que cada dos segundos miraba la foto y cada dos más me miraba a mí. Yo decía cada cuatro segundos:

    —Soy yo, soy yo— y me pasaba la mano por la cabeza como para justificar la pérdida de pelo.

    Pero el poli no llegaba a sonreír, y ya dispuesto a entrar en materia me preguntó:

    —¿Le gusta el fútbol?

    Me apareció la pelota llena de autógrafos paseando entre las neuronas; esto las aceleró y me puse a la defensiva. Le contesté.

    —No crea que demasiado; al menos, el que echan por la tele.

    El poli quiso ubicarme de una vez por todas.

    —Estos tres señores con los que usted estaba son ilegales en el país. ¿Se dedica usted a jugar al fútbol en los bares con ilegales?

    La pregunta me pareció de lo más sarcástica, así que le expuse una de mis teorías sociofutbolísticas:

    —Simplemente estábamos viendo un partido de fútbol y pasamos a la fase de demostraciones personales.

    Él se mostró contrariado y me cortó:

    —¿Cómo demostraciones personales?

    —Bueno, ya sabe… A veces el fútbol no da para más y se pasa a las demostraciones personales, a demostrar algo más que el hecho de que uno sea del Barça o del Madrid.

    Aquello provocó un súbito cabreo en el policía, que me espetó:

    —¿Usted a qué se dedica? ¿Funcionario vividor, filósofo, tocapelotas… En qué guerra está usted? Tengo que atender a mucha gente; le ruego que no me hinche las pelotas.

    Yo pensé que hacía mucho tiempo que no pisaba una comisaría y reflexioné sobre si era necesario entrar en una para ver que las cosas realmente habían cambiado.

    Él simplemente estaba haciendo su trabajo. Me guie por mi sentido común y me puse en el lugar del poli. Esto era un caso convencional, corriente: inmigrantes jugando al fútbol con uno de aquí, que era yo, aunque, eso sí, en un bar. Eso lo hacía diferente: en un bar. «Tres magrebíes, un local y un camarero jugando al fútbol en un bar», me repetía. No era normal, y el poli, lógicamente, lo cuestionaba; no era del todo normal.

    Lo que pasó después ya no era cuestión de normalidad, era la realidad. Los tres magrebíes pasaron a mi lado y giraron la cabeza mirándome; iban escoltados por dos polis. Mohamed me dijo:

    —¿Conque cruifista, eh?

    —¿Adónde los llevan? —pregunté al policía.

    —Si no pasa nada, a su casa; es el pan de cada día.

    3

     LUCES DE NEÓN

    Me encontré solo en la calle, estaba contrariado. La policía no había sacado ninguna conclusión de mi afición al fútbol en los bares, era un caso aislado; la población podía estar tranquila, no se trataba de un caso contagioso. Pensé en los tres futbolistas inmigrantes y en Juan el camarero. Imaginé que los marroquíes estarían rumbo a Algeciras, y Juan, durmiendo la mona en su casa.

    Estaba un tanto desolado: el 2000 no me había aportado nada nuevo, era obvio que seguía trabajando de comercial, aunque, eso sí, conservaba ese aire romántico que a veces te proporciona el no tener pareja estable. Jugar al fútbol con unos marroquíes en un bar un viernes por la noche y acabar en comisaría no aportaba nueva luz a mi futuro, ya que eso demostraba que no era capaz de ver más allá de mis narices, aunque, por otra parte, era capaz de vivir y aprovechar una situación por el solo hecho de pasármelo bien.

    Repetí la máxima que actuaba como sedante en esas situaciones: La vida son cuatro días, y eso se traducía en no comerse demasiado el coco y seguir p’alante dentro de mis posibilidades, con lo que me podía considerar ciertamente un conformista, pero en lo que cabía, bastante feliz.

    Me sentía un poco culpable por haber participado en aquel número de circo, y encima, con el rollo de ser cruifista. «Otra nota romántica», me dije. Como había hecho muchas otras veces, me repetí a mí mismo: «más valen diez partidos buenos y así compensar el aburrimiento producido por tanta especulación en el juego que aburrirse como un gilipollas y tener que ganar la competición necesariamente».

    No era un ganador, pero ¿quién lo era? ¿Solo los que no tienen en consideración a los demás? Me apareció de nuevo la imagen de los tres marroquíes en un autobús, dirección Algeciras, y yo tirado en medio de una calle.

    Crucé el asfalto atraído por unas luces de neón que anunciaban: Whisky 66, pensando solo en escapar a mis últimos noventa minutos vividos. Me detuve frente a una puerta metálica, las luces de neón parpadeando en rosa y azul se reflejaban en mis gafas. Sin más, la puerta se abrió, y un hombre ya gastado de unos sesenta años, vestido con americana verde azulada y corbata rosa con el nudo suelto, se abalanzó sobre mí. Estaba en un estado etílico notable y paseó su aliento por mi cara.

    —M´agrades —me dijo.

    —No puc dir el mateix —le contesté.

    —Els teus amics són a dins —me contestó ya riéndose.

    La idea de tener unos amigos a los cuales no conocía arrojó de nuevo luz a aquella noche gris. Simplemente entré.

    No estaba viendo una película americana en color en el cine Bosque (uno de los cines más cómodos de Barcelona); más bien se semejaba al cine Maldà (de los pocos cines de Barcelona que reponen películas, incluso algunas en blanco y negro). Parecía la reposición de una película de postguerra, aunque las actrices no eran de aquí. Los bares de putas no habían pasado por la criba del diseño, que se había extendido por Catalunya como un virus durante las dos últimas décadas.

    Ahora, grandes morros y enormes ojos me miraban. Al dar el primer paso, una voz me dijo:

    —Papito, ¿qué haces aquí?

    Alguien me había puesto la mano en los huevos y los movía como si fueran canicas; todas las normas de protocolo habían dejado de existir. Aquello

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