Loca Novelife
Por Elvira Rebollo
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Loca Novelife - Elvira Rebollo
quiero
NOTICIAS, EL COMIENZO
Primero miró por la ventana. No sabía por qué, pero antes de recoger el correo del buzón siempre miraba por la ventana del salón. Algo así como para cerciorarse de que no hubiera ningún oso en el porche. Se puso un jersey y salió a recoger las cartas. No hacía demasiado calor para ser mediados de mayo, así que se solapó el jersey al cuerpo estando ya fuera.
—Buenos días, señora Eugenia —dijo un niño montado en bicicleta desde la acera de enfrente.
—¡Hey, Shayne! —saludó Eugenia con una gran sonrisa, le encantaba aquel chico—. ¿Cuándo viene tu primo?
—¿Jesse? —preguntó el niño bajándose de su bici. Eugenia asintió con la cabeza mientras sacaba las cartas de su buzón—. No sé, dice mi madre que en verano.
El perro del chico cruzó la calle y empezó a ladrar frente a la casa de Eugenia. La joven dejó de lado las cartas y dijo riéndose:
—¡Este perro me odia!
—¡No! —se apresuró a desmentir Shayne con enorme simpatía—. Lo hace porque le caes bien —aclaró montándose de nuevo en su bicicleta—. ¡Vamos, Roosevelt, vamos!
El niño se despidió de su vecina y se marchó calle abajo seguido por su torpe perro. Eugenia, tras verlos marchar, volvió a las cartas. Con un simple vistazo reconoció las facturas de teléfono y agua, pero el tercer sobre lo tuvo que mirar con más detenimiento. Leyó dos veces el remitente porque no terminaba de creérselo. Era de la Universidad de Nueva York. Ay, madre mía, dijo en voz alta. Ay, madre mía, madre mía, madre mía, madre mía. El corazón le iba a estallar. Le temblaban las manos. De los nervios sentía que se estaba meando encima. Nerviosísima empezó a dar saltitos, como si el porche quemara. Ay, madre mía, madre mía, que me muero, que me muero. Tiró al suelo las otras dos cartas y rasgó el sobre de la Universidad.
—Princesa, mira, te he comprado pan de molde porque siempre te falta —dijo su vecino saliendo de la camioneta. Acababa de aparcar.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Sí, sí, sí, sí, sí! —gritó Eugenia, absolutamente fuera de sí, después de haber leído la carta.
—¿Princesa...? —preguntó con preocupación su vecino.
Eugenia ni lo escuchó, entró en casa y como un torbellino se puso sus botines de piel, cogió las llaves del coche y sin soltar la carta de las manos salió pitando.
—¡Luego hablamos, Fred! —gritó la chica a su vecino, que seguía junto a la camioneta sujetando en alto el pan de molde con cara de circunstancia.
—Pero ¿qué demonios...? —se preguntó el viejo Fred al verla arrancar su coche como si la mafia siciliana la persiguiera.
Al llegar a su casa, Eugenia aporreó la puerta.
—¡Kayla, abre, abre, Kayla!
Kayla, por fin, abrió la puerta asustada. Eugenia entró como un rayo dándole la carta sin más explicación y yendo directa al baño.
—¡Léela, léela! —ordenaba Eugenia sentándose en el retrete con la puerta abierta.
Kayla, bastante confusa, sacó las tres hojas del sobre y empezó a leerlas.
—¡No! —gritó a su amiga después de leer el primer párrafo.
—¡Sí! —gritó Eugenia tirando de la cadena. Salió corriendo del baño y las dos amigas se fundieron en un histérico abrazo.
Después de releerla mil veces al compás de palmas y silbidos, se tranquilizaron un poco y, cogiendo un par de cervezas de la nevera, salieron a la parte de atrás de la casa. Se sentaron en el viejo y roñoso balancín que tenía Kayla en medio de su descuidado jardín.
—Por ti, cariño, por tu nueva vida como escritora en New York —dijo Kayla brindando con el botellín en alto. Eugenia la imitó y levantó su cerveza de igual manera, sonriendo con ilusión—. Dedica a West Virginia tu primera novela, ¿eh? —añadió con cierto tono amenazador—. Bueno, y también a tu ex francés, ¿Pierre?
—Etienne —corrigió Eugenia mirando al vacío.
—Bueno, qué más dará, Etienne o Pierre, todos los franceses se llaman igual y todos tienen esa cara de no haber cagado durante días —Eugenia se rió y dio un sorbo a su cerveza—. Pues eso, que se lo dediques sin rencor, ¿eh?, porque, a fin de cuentas, si no hubiese sido tan cretino, nunca habrías huido hasta este recóndito lugar para llorar tranquila.
Eugenia rió con semblante agridulce. Se acercó a ella y, apoyando la cabeza en su hombro, contempló el bonito día con el que Huntington se había despertado.
MARTÍN NO ES NOMBRE PARA SANTOS
Martín llevaba sentado en aquel banco algo más de tres horas. La estación había quedado prácticamente vacía. El tren de las ocho y cuarto horas recogió la poca gente que quedaba. Martín se metió las manos en los bolsillos, empezaba a tener frío. Las voces de Santos le hicieron reaccionar, giró la cabeza y vio a aquel hombre bonachón, vestido con un mono gris con letras desgastadas en la espalda que decían «Servicio de limpieza. RENFE».
Santos estaba pidiendo a grito pelado que le devolvieran una de sus escobas. Su compañero de trabajo se reía desde el andén de enfrente.
—¡La madre que te parió! —volvió a gritar Santos—, ¡espérate a que salga doña Tecla, cabrón!, ¡que te digo yo, que ésa nos manda a los dos a la puta calle!
Ambos rieron escandalosamente.
Martín volvió a fijar la vista en el segundo andén. Las vías pedregosas estaban llenas de basura, en realidad, había mierda por toda la estación. En ese momento, Martín pensó que los raíles tendrían mejor aspecto si aquel hombre se dedicara a hacer su trabajo, en vez de vociferar de andén a andén. Aunque, sinceramente, al chico le daba igual verlos con porquería que sin ella. La cuestión era tenerlos en el punto de mira.
Santos, por fin, recuperó su escoba. Recorrió el andén farfullando y restregando aquel escobón por las esquinas. Disimulaba barrer algo, pero lo único que hacía era desperdigar los papeles. Llegó hasta el banco de Martín.
—¡Ey, chaval!, levantas los pies, ¿o qué?
Martín hizo un amago de movimiento pero apenas se inmutó. Santos, al ver la escasa reacción del joven, se dio cuenta de que aquel chico sentado era el mismo chico sentado de hacía más de tres horas. Así que, apoyándose sobre el palo de la escoba, le preguntó:
—¿Esperas a alguien?
Martín lo miró sin decir nada, no le apetecía demasiado hablar y menos con aquel hombre que parecía un poco pesado.
—Te gustarán las estaciones, ¿no? —continuó Santos—. Lo digo porque llevas tres horitas majas con el culo ahí plantado.
—Sí, mucho —Santos se asombró, no esperaba encontrar respuesta a aquel comentario. La voz de Martín sonó grave pero muy suave. Era la típica voz gangosa de alguien que lleva horas sin abrir la boca.
—A mí también pero, joder, después de tantos años trabajando aquí... ¡como que todo ahora me da por el culo! Pero esto se acabó, el próximo mes de enero me jubilo. ¡Sí, chaval, me jubilo! Puta estación... veintitrés años llevo barriéndola, barriendo y limpiando los putos cristales ¡que la madre que los parió, lo grandes que son los muy cabrones! Bueno, di que hace tiempo que ya no limpio los de arriba, jode tener que cargar con la escalera y más a mis años. Di que a mi edad jode tener que hacer cualquier cosa, porque lo de recoger la mierda... —masculló algo inteligible mientras se rascaba la entrepierna—. ¡Putas cáscaras de pipas! Las muy jodidas se me-ten entre los baldosines y no hay quién las saque de ahí —Martín sonrió, aquello le hizo gracia—. ¡Vamos!, que en un pis pas me ventilo lo de barrer el andén, porque ¡hala!, cuando la encargada no está pues... ¡un kilo de mierda que va a parar a las vías! Si es que soy un tío listo, y con un par bien coloca’o. ¡Qué cojones, que yo ya he trabajado mucho! ¡Además me tuve que tragar una guerra y una posguerra! Todo el santo día comiendo patatas, ¡putas patatas!
Comenzó a buscar algo en los bolsillos del mono. Sacó un paquete de Ducados.
—¡Oye, chico! ¿Te hace un pitillo?
—No, gracias. No fumo.
—Haces bien, chaval. Faustino —hizo una pausa mientras le daba la primera calada—. ¡Sí, hombre!, un tiarrón calvete que trabajaba en el bar de ala’o, ¡oye! Como hay Dios, le dijeron que tenía próstata y en dos días, no más ¿eh?, en dos putos días se murió el muy jodido.
—Pero, ¡hombre! El tabaco no provoca próstata —dijo Martín realmente sorprendido.
—Algo le haría, porque fumaba como un carretero el muy cabrón. Yo ya le decía, ¡Faustino! Que somos como grandes máquinas, pero cuando se nos oxidan las tuercas a tomar por culo, ¿eh, Faustino? Le decía yo, ¡hey, Faustino!, y el tabaco es el mejor oxidante para arruinarnos la máquina.
—Sí, pero usted sigue fumando —a Martín aquel hombre empezaba a divertirle.
—¡Pues nos ha jodi’o el chaval! Tengo sesenta y cinco años, si no me mata esto, lo hará la sal o el andar mucho o el no andar. ¡Vamos!, que mañana mismo puedo morir de próstata por machacármela tanto. ¡Oye! Como no se sabe muy bien de dónde viene eso, pues ya ves, quién le iba a decir a Faustino que se iba a morir de un cáncer en los cojones. Además —se sacó el cigarrillo de la boca, lo miró fijamente y se lo volvió a meter—, no hay ni un puto día que no le eche aceite a mis tuercas.
Martín sacó las manos de los bolsillos y tomó una postura más paralela a Santos.
—¿Aceite?
—¡Joder, chaval! Sí, ¡aceite! Cuando salgo del curro me voy al bar, al del difunto Faustino, por cierto, y ¡oye!, unos vinillos que me tomo. Porque dicen que hay que lubricar la máquina, y qué mejor lubricante que unos tintorros peleones.
Llegó un tren y Martín, evadiéndose por completo de la conversación, tomó su anterior postura clavando los ojos en él. Bajó la gente del tercer y cuarto vagón. Martín estudiaba perfectamente la situación. Ni siquiera, esta vez, las voces de Santos le hacían reaccionar.
—¿Qué pasa, cabrón? ¡Je, je, je! ¿Qué tal Carmen y el crío? Bien, ¿no?
De la locomotora asomaba un hombre de mediana edad con el brazo extendido y el pulgar hacia arriba.
—Todo fenomenal. ¡Bueno, Santos, recuerdos en casa!
El tren arrancó de nuevo. Martín lo seguía con la mirada sin parpadear ni un segundo. El tren se iba y su mirada con él. Santos tiró la colilla al suelo, colocó la escoba sobre la pared y se sentó junto a su joven y reciente amigo.
—Disculpe, ¿los baños?
Ante ellos estaba una joven de no más de veinte años. Parecía algo nerviosa, tenía el pelo alborotado y sus manos no paraban de gesticular aunque no dijera nada.
—¡Sí, hombre! —Santos se puso en pie y le señaló el camino—. A seguir así de buena, ¿eh, chavalita?
La joven ni se dio la vuelta. Martín agachó la cabeza.
—Menudo yogurín, ¿eh, chico?, qué par de tetas tan bien colocadas —Martín se rascó nervioso la cabeza, no le miraba—. Ésta, la verdad, es que tenía una pinta guarra... ¿a qué cojones crees que va al baño?, ya te digo yo que, como ésta, un montón al día. Se ponen cachonditas con el meneo del tren y luego... ¡hala!, al váter a hacerse un apaño. ¡Hay que joderse, con el apaño tan bueno que le haría yo!
Mientras se sentaba riéndose a carcajadas, le dio una palmada en la espalda a Martín, haciéndole cómplice de su hombría.
—¡Qué coño, chaval!, yo a tu edad follaba como un loco, claro que luego llegó la guerra y, con ella, las pajas. Todo el puto día cascándonosla porque en las trincheras ¡mucho tiempo muerto!, joder, nunca mejor dicho —volvió a sacar otro cigarrillo—. ¡Puta