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El Silencio de los Años
El Silencio de los Años
El Silencio de los Años
Libro electrónico144 páginas2 horas

El Silencio de los Años

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No es nadie, sólo una jubilada entre tantas, sin embargo intentará romper los silencios de una sociedad en la cual ya no se sabe ni hablar ni escuchar y armará ruido...y mucho. Por sorpresa de todos llegará a ser toda una heroína. Una pintura ácida e irónica de la revuelta de una "doña nadie" seguida por un relato tierno y divertido de otras señoras quienes, por lo contrario, no quieren cambiar nada. Este libro habla de aquellas mujeres que nadie escucha, a las cuales nadie hace caso pero que tienen mucho que decir.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jun 2016
ISBN9789895167364
El Silencio de los Años
Autor

Marie-Laure Sébire

Nada había preparado la autora, licenciada en derecho mercantil y con un máster en derecho laboral a la literatura y menos a una inspirada por las novelas victorianas. Queriendo divertir a una nuera, fan de Jane Austen y algo deprimida entonces, esta novela empezó como un juego... pero terminó escribiendo el libro que siempre quiso leer, una secuela creíble de Orgullo y prejuicio, fiel a la autora inglesa, a su humor, a su mirada aguda de la sociedad de la época pero ampliando los horizontes de la que fue hija de un pastor. La escribió en francés, su lengua materna, pero respondiendo a las demandas de sus amigas españolas, (vive en Granada) la tradujo ella misma al castellano y quiso que su primera edición fuera en esta lengua que adora.

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    El Silencio de los Años - Marie-Laure Sébire

    Capítulo 1

    Un rayo de sol le da en plena cara.

    «¡Puñetas! Se me olvidó cerrar las contraventanas».

    Una mirada al despertador le hace refunfuñar: «¡Las seis! ¿Qué quieren que yo haga a las seis?»

    Desde su dormitorio oye la televisión del salón. Él está despierto, o lo más seguro, dormitando delante de una serie americana que escucha a todo volumen, se está volviendo sordo.

    Demasiado temprano para ir a prepararse un buen desayuno, ese maravilloso momento. Tendrá que esperar que Él se despegue del sofá para ir a darse una ducha antes de salir al jardín a trabajar en su huerto: quitar las malas hierbas... en fin toda actividad que, según Él, justificará el suspiro agotado al volver y el total desinterés para toda actividad útil hasta el día siguiente.

    Ella se levanta, abre la ventana de par en par para oír mejor al mirlo que canta su alegría y para respirar el aliento del jardín. La primavera invade el dormitorio y se desliza de nuevo en la cama, tibia todavía después de la corta noche.

    Mira con satisfacción las paredes deslucidas y los muebles que le acompañaron cuando era niña; los cuadros bastante mediocres que provenían de casa de su abuela, la estantería donde descansan sus libros favoritos... Ya no oye la tele y se acurruca en su caparazón uterino que la protege por unos instantes demasiado breves.

    Le pone nerviosa a más no poder cuando sus hijos le repiten con algo de envidia: «En realidad ahora estáis siempre de vacaciones».

    Pequeños sepan que, para estar de vacaciones, hace falta también no estarlo de vez en cuando. No hay vacaciones para el parado ni para el jubilado, simplemente largas horas sin ritmo ni regla.

    El y lo entiende , se ha inventado un ritmo, unas reglas: dos o tres horas de jardinería/bricolaje diarias, la comida copiosa y grasienta, la siesta, la cena grasienta y copiosa y la tele durante horas, mando en mano y siempre programas que ella encuentra malísimos. El domingo no se trabaja.

    Gracias al cielo, al menos tres tardes por semana la siesta/tele se ve sacrificada en beneficio de la petanca o de partidas de mus con los amigos. Ella se niega a entrar en este sistema... digamos que es su lado «¡yo estuve en mayo del sesenta y ocho, señora!». La jubilación no tendría que significar vacaciones sin límites, sino otra forma de libertad. Tiene hermosos recuerdos de vacaciones pero tenían su ritmo, sus reglas: comidas, picnics, playa, compras, limpieza, coladas, Monopoly... ahora se niega a obedecer a ninguna regla. Un día se quitó su reloj de pulsera, ya no sabe ni la fecha, ni siquiera que día de la semana es, come cuando tiene hambre y el domingo... ni petanca ni mus, entonces se encierra en su dormitorio.

    Oye sus zapatillas arrastrarse por el pasillo e inmediatamente se levanta catapultada de la cama por la perspectiva de ese buen café y del pan calentito delante de su programa preferido de jardinería cuyo presentador campechano la lleva a fincas de ensueño donde en pérgolas chorrean rosales, donde unos estanques reflejan árboles centenarios o en antiguas y venerables casas absolutamente novelescas. «¡Podrían de vez en cuando mostrarnos casas adosadas! Me parecen estupendas esas casas y esos jardines ondulados pero nosotros tenemos quinientos metros de jardín con una vista estupenda a la carretera nacional, al césped artificial del vecino y su monumental barbacoa... en fin... ¡es bueno soñar!». Soñar es lo que le queda, la soledad y soñar. Se ha inventado, como lo hacen los niños, unos amigos invisibles con los cuales tiene largas conversaciones, a menudo interesantes, a veces cariñosas.

    Por supuesto sus hijos son buenos, le llaman a menudo por teléfono y le machacan con consejos que no sirven para nada: «¡Mamá, tendrías que salir! ¿Por qué no te matriculas en el club de los mayores?» ¡Ah! ¡Otra cosa! Ya no se dice los ancianos y menos todavía los viejos, ahora hay que decir «NUESTROS mayores», primero Ella no es la mayor de nadie, además «mayores» ¡es absolutamente ridículo! ¿Mayor que qué? ¿Mayor que quién? Que Ella sepa, mayor es un comparativo no un sustantivo. Bebe despacio el café muy caliente y saborea con gula la rebanada de pan untada con mucha mantequilla y cubierta de mermelada. El presentador campechano les hace visitar un jardín cerca de Menton, plantado con palmeras, limoneros y al fondo... el Mediterráneo.

    Nunca estuvo en la Costa Azul, demasiado cara pero le había gustado el océano, el olor a pinos en esas playa de las Landes donde solían alquilar una casa rural. De buena gana haría ahora una pequeña escapada a la playa de Biscarosse, pero Él se negará. Le fastidia salir de su casa, le da igual los hermosos paisajes y los pueblos bonitos o los lugares culturales: todo eso le aburre. Leyó en el boletín municipal que el «club de los mayores» organizaba una excursión de tres días al Mont Saint Michel y otra, en otoño a Chartres. Su hija insiste: «Ya verás mamá, te harás nuevos amigos. A ti que te encanta visitar cosas, estoy segura que te gustará». Pero la sola idea de pasarse tres días en compañía de viejos que le echarán sus alientos de viejos en la cara, aspirarán con ruido su sopa, se quejarán de su artritis o de su próstata o le hablarán con voz trémula de sus incomparables nietos, le es insoportable. Con un suspiro se levanta del sofá, guarda la bandeja y va al cuarto de baño. Odia su reflejo en el espejo de la misma forma que odia verse en foto. Fue hermosa y ahora ve una vieja, con el pelo ralo y gris, la cara fofa surcada con profundas arrugas, los ojos descoloridos de parpados caídos. «He aquí una vieja a quien no le gusta los viejos ¡Es ridículo!», dice en voz alta riéndose amargamente. Luego viene la rutina que, según dicen, tranquiliza pero que solo es la estúpida justificación del paso de las horas.

    ¡Bien! La cama está hecha, estoy limpia, la casa está limpia, el estofado está en el fuego, si hice de más lo congelaré para otro día... hay que comprar mantequilla y café. ¡Bien!... ¡Bien! ¿Y después de la comida que voy a hacer? Encuentra estúpida la expresión «matar el tiempo» ¿Cómo se puede matar algo eterno? Matar una hora mirando la tele es aplazar lo inevitable. Luego vienen retahílas de horas, de semanas, de años... De repente, ante sus ojos la visión de una carretera recta, polvorienta y sin fin, como las que se ven a veces en los documentales sobre Estados Unidos o Australia.

    Ha sobrado estofado para al menos dos comidas más. Le ha dicho con una sonrisa que estaba muy bueno. Le mira mientras se come el queso. Él también está viejo y parece estar cansado. Durante toda su vida luchó para traer su paga a casa y ahora parece estar vencido. Una ola de compasión, de ternura tal vez, la sorprende. Se levanta, acaricia con suavidad la cabeza donde quedan algunas canas. Sonríe un poco y sigue comiendo masticando con ruido un Saint Nectaire,¹que apesta.

    Ya está, se fue a su partido de petanca y para amueblar el espeso silencio, ella pone la tele. Es un documental sobre la bahía de Somme. Grandes espacios, un cielo sin límites... casi puede oler al mar.

    Cuando vuelve de su petanca con aliento a cerveza y un sutil olor a sudor, ella decide atacar de frente:

    «Mañana me voy a la bahía de Somme. ¿Quieres venir?

    –¿Qué quieres que haga yo en la bahía de Somme?

    –Dicen que es precioso y además hay pájaros».

    Se encoge de hombros y pone la tele. Había temido que la acompañase. Está mejor sola que con un hombre que pone caras largas, que solo hubiese pensado en el restaurante donde comer y luego querría volver a casa sin perder tiempo.

    Y precisamente lo que Ella quiere es perder tiempo. Hasta se podría marchar por dos o tres días... y, de repente, le invade una repentina euforia, una especie de sentimiento de libertad algo loco. Nunca se permitió algo de locura. Funcionaria, madre de tres hijos, viviendo en un chalecito cutre de las afueras, eso no permitía mucha fantasía y menos todavía, locura.

    Baja su maleta que no utiliza desde hace... mucho tiempo y saca el mapa de Francia sobre el que ya soñó muchas veces con escapadas. Una escapada, escaparse eso es lo que quiere, huir de esos días sin sorpresas, de esas mañanas sin porvenir, de este silencio pegajoso que se instaló a lo largo de los años.

    1 Saint Nectaire Delicioso queso del norte de Francia que huele mucho.

    Capítulo 2

    Ha llenado su maleta, un montón de ropa, tal vez demasiada, el pequeño ordenador portátil que sus hijos le regalaron para Navidad, el mapa de Francia, dos o tres libros. La baja arrastrándola un poco por la escalera. Alertado por el ruido sale del cuarto de baño con la barbilla nevada:

    «¿Y adónde vas así?

    –Me voy con mi amiga Françoise a la Bahía de Somme. Tienes tu comida en la nevera, el congelador está lleno y de todas maneras, en caso de necesidad, puedes ir al súper.

    –¿Y piensas estar fuera mucho tiempo?

    –No creo pero a ambas nos apetece unos días de vacaciones.

    –¡Vacaciones! ¡Como si las dos estuvierais cansadas de tanto trabajar! ¡Tonterías! ¿Sabes lo que te digo? ¡Que hagas lo que quieras! ¡Pero no cuentes conmigo para limpiar la casa durante tu ausencia!

    –No contaba con ello». Él cierra de un portazo la puerta del cuarto de baño, Ella cierra de un portazo la puerta del recibidor y se sube a su coche.

    Le tiene cariño a su coche. Está siempre limpio, huele bien, su motor ronronea amigablemente y en su coche, está en su casa, en SU casa. Lo compró con su dinero, sola eligió la marca y el color: amarillo chillón. Claro que Él lo criticó todo: «va como una tortuga. Hubiese sido mucho mejor comprar un japonés, hasta tiene forma de tortuga y el color es ridículo».

    Él está mirando por la ventana del salón así que, sin demora pone el contacto. Se detiene para llenar el depósito en la gasolinera del híper, que es más barata, aparca un momento y abre el mapa. Finalmente la Bahía de Somme no es tan apetecible pero el Mont Saint Michel es una buena idea. Tendrá que avisar a Françoise que no coja el teléfono si es Él. De todas maneras, no la puede ni ver.

    Y se ríe, sola, se ríe porque está libre, libre de irse a la aventura, sin tener que rendir cuentas a nadie. Se ha pasado la vida rindiendo cuentas a su madre, a sus profesores, a sus jefes de servicio, a su marido hasta a sus hijos: «¿Has hecho los deberes?» «¡Señorita, usted no se sabe la lección!» «¿Que ha hecho del dosier del señor González?» «¿Has planchado mi camisa azul?» «He llamado y no estabas. ¿Dónde estabas mamá?».

    A la hora de comer se encuentra en el valle de Chevreuse². Hay que decirlo, las afueras hacia el oeste son bastante más bonitas que donde ella vive, más verdes también.

    No es muy justo

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